Capítulo XXXV
―Bien. Esto ya esta. ―dijo Sofía tras terminar de ponerle un ungüento en los pies. Kath se estremece un poco al sentir dicho remedio tan frío―. Te lo tendré que ir poniendo durante un tiempo.
―Muchas gracias, Sofía ―agradeció Kath, quien estaba tendida en la cama con su ligero camisón puesto― Siento que tengas que venir a diario para hacer algo que puedo hacer yo.
―No es molestia, mujer. Hago esto por que quiero, y por que te aprecio mucho ―Sofía se limpia bien las manos con agua, después se seca con una toalla―. Cuando nos conocimos te trate con mucha disciplina, pero tras un tiempo y lo que ha pasado, ahora te veo como a una hermana.
Esa palabras emocionan a Kath, que no puede evitar sonrojarse un poco. Al ver eso Sofía cambia de tema. ―Bueno. Me retiró para que descanses. Mañana por la mañana vendré para volver a ponerte el remedio y traerte el desayuno.
―No hace falta. Yo puedo...
―De eso nada. Debes guardar reposo durante unos cuantos días, al menos hasta que se te curen esos pies ―dijo Sofía con autoridad. Kath tuvo que resignarse―. Hazme caso y descansa ¿entendido? Ah, ¿te has tomado el medicamento que te ha dado el doctor?
―Sí. ―asintió Kath, señalando el sobre y el vaso de agua en la mesilla.
Cuando el médico regresó a la mansión tiempo después que Kath y el conde, este le había traído un remedio poco recetado para mujeres que no querían quedarse embarazadas tras una violación. El caso de Kath era preocupante ya que hubo una agresión en masa, pero el médico estaba convencido de que ese medicamento la ayudaría a evitar tener un hijo de uno de sus agresores.
Con eso dicho Sofía se disponía a irse, pero antes de ello y sorprendiendo a Kath, se acercó a ella para inclinarse hasta darle un beso tierno en la frente, como hace una madre a su hija, y con una sonrisa se marchó cerrando la puerta al salir.
Con una sonrisa radiante, y más relajada tras el masaje de Sofía, ella pudo tumbarse bien sin sentir apenas molestias en el trasero y los pies. Los calmantes que le han dado después de cenar ya le estaban haciendo efecto. Estaba por quedarse dormida, hasta que oye la puerta de la habitación abrirse. Al volverse ve que no es otro que el conde Nathan.
―Amo Nathan...
Al verle entrar se sorprende, pero inmediatamente intenta incorporarse. Al ver eso Nathan corre a detenerla.
―No te muevas demasiado, por favor ―le pide él. Al ver que ella esta bien regresa para cerrar la puerta para no ser molestados, y entonces coge una silla para sentarse junto a la cama―. Veo que estás mejor.
―Si, estoy mucho mejor ―dijo ella ruborizada por estar en esas pintas ante él. No puede evitar cubrirse el pecho con la sabana―. Ehm... Muchas gracias por salvarme, amo Nathan. Si no llega a aparecer en ese momento, yo...
―No deberías agradecerme, Kath. ―contradijo él, ella lo miró ceñuda―. En lugar de eso, deberías odiarme... por lo que te han hecho ―sonó culpable y frustrado―. Por mi culpa te han hecho cosas horribles. Tienes derecho a odiarme... e irte de esta casa si no quieres seguir trabajando aquí.
Kath lo mira sorprendida por sus palabras. ―Amo Nathan...
―Puedes descansar el tiempo que te haga falta, al menos para que se curen bien de tus heridas ―dijo él poniéndose en pie sin mirarla a los ojos, avergonzado―. Después, si quieres marcharte, no te detendré. Te daré dinero suficiente para que no tengas dificultades hasta que encuentres trabajo.
Con eso Nathan ya dijo todo lo que tenía que decir. No queriendo importunar más a la muchacha decidió darse la vuelta y marcharse sin mirarla a la cara. Por ello no pudo ver la cara de espanto que ella tenía dibujada en la cara. Katherine no podía creer lo que había escuchado de labios del conde; del hombre que más amaba en este mundo.
―Amo Nathan ―murmuró ella incrédula. Lo ve a punto de tocar el picaporte de la puerta, y es cuando reacciona―. ¡Espere por favor!
Nathan queda petrificado con la mano extendida unos instantes, luego se gira sobre su talón para mirar inseguro a la chica, la cual se había arrastrado a gatas por la cama hasta los pies de la misma, mirándolo suplicante. Entonces él pudo ver gracias a la luz de la vela las lágrimas.
―¿Kath?
―Por favor, no se vaya ―suplicó ella―. Quédese conmigo...
El joven conde de pelo negro y ojos azules contempló fascinado a la hermosa joven de bello pelo color caoba y profundos ojos verdes que dejaban fluir las dulces lágrimas. Ante eso a Nathan se le parte el alma. Entiende que sus palabras le han dolido tanto o más que a él. Sus pies acaban decidiendo por él y se desplazan hasta ella. Extiende una mano hasta tocarle la mejilla.
―¿De verdad quieres que me quede? ¿No quieres quedarte sola y tranquila?
―No ―dijo ella sin asumo de duda, posando su mano sobre la de él―. Quiero tenerlo conmigo. Por favor... hágame olvidar.
Nathan sabe muy bien a que se refiere ella, y sin dudarlo un instante más la estrecha entre sus brazos antes de besarla con puro pasión y amor, devorando su boca como ella hace con él mientras lo rodea su cuello con los brazos y así ambos caen acurrucados a la cama.
Mientras se besaban y desvestían mutuamente, Kath no dejó de llorar, solo que ahora lloraba de felicidad en estado puro. Sus lágrimas se deslizaron por las sienes mientras sentía las manos, los besos, los labios y lengua de su amado por su cuerpo mientras se desnudaban hasta quedar como Dios los trajo al mundo, y así dejarse llevar por el baile más antiguo de la historia de la humanidad.
Con aquello, Katherine finalmente pudo superar lo acontecido con Josef Cortés y sus esbirros. Ahora solo podía pensar en su amado Nathan Sullivan y sus apasionada atenciones, y en como ella también lo complació sin la vergüenza que solía sentir al principio.
Horas después, Nathan contemplaba a una Katherine profundamente dormida acurrucada a su pecho mientras él la acariciaba con ternura. Tenerla así hacía que sintiera cosas que hasta ahora nunca imaginó que sentiría. Y quería seguir sintiéndose así el resto de su vida.
―Cásate conmigo, Katherine Jackson ―susurró él con los labios pegados a su cabello.
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