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Capítulo XXXIV

―¿Te sientes más tranquila?

Katherine miró a Sofía con cierta vergüenza. La ama de llaves la había ayudado a salir de la bañera para secarla con cuidado de no rozar sus rasguños y después ponerle un ligero camisón blanco antes de sentarla en la cama y así atender sus heridas lo mejor posible hasta que llegara el médico.

La joven criada no sabía cómo proceder. Sofía era su superior y allí estaba, atendiendola como si fuera la señora de la mansión, y no era así. Y además la había pillado lastimándose a sí misma por lo que había sufrido a manos de unos criminales. No sabía cómo mirarla a la cara sin sentir vergüenza por lo que había hecho delante suyo.

―Señorita Sofía, yo...

―No tienes que darme explicaciones, Katherine. ―dijo la ama de llaves, hablándole de tú a tú―. Has pasado por mucho. Es comprensible sentirse superada por algo así.

―Pero aún así, no es propio de mí hacer estas cosas. Lo siento mucho.

Sofía la miró a los ojos y entonces acarició su mejilla con ternura. ―No tienes que disculparte. ¿Me oyes? No tienes por qué. Es a ti a quien debe pedir perdón por lo que te han hecho.

Esas palabras tan tiernas y sinceras hicieron que Kath volviera a llorar, esta vez de agradecimiento por las palabras de Sofía. Sentía que en ella había una amiga con la que confiar.

―Muchas gracias, señorita Sofía.

―Puedes llamarme simplemente Sofía.

Ambas se echaron a reír. Un poco de humor en medio de tanto sufrimiento era bueno para el alma.

De repente, se oyeron unos pasos apresurados acercándose a los aposentos del Conde. Entonces en la puerta entreabierta apareció otra criada a la que le saltaba el aliento de haber corrido apresurada hasta llegar a su destino. Tanto Sofía como Kath la miraron alertadas, temiendo algo grave.

―¿Qué ocurre que vienes corriendo así? ―preguntó Sofía.

―Lo siento mucho, señora Sofía ―se disculpó la criada, recuperando el aliento―. Pero creía que debía avisarla.

―¿Avisarme de que? Habla.

―Es sobre el Conde. ―empezó la chica. Al oír eso Kath se preocupó―. Le he visto salir apresurado de la mansión... armado con una pistola en la cintura, y con una mirada que daba miedo.

Sofía se mostró sorprendida y espantada al escuchar aquello. Katherine también se sorprendió al principio, pero no tardó en adivinar los motivos tras el acto del Conde. Y eso hizo que decidiera actuar rápido y detenerlo antes de que cometiera algo irreparable.

Justo en ese momento aparecía Jon acompañado del médico, y el capataz no tardó en saber por la criada lo que vio. Entonces vio que Kath intentaba cambiarse de ropa y vestirse a pesar de la gente que había allí reunida. Sofía también se giró a ella al ver la cara de sorpresa de Jon.

―¡¿Katherine?! ¿Pero qué estás haciendo?

―Tengo que ir a buscar al amo Nathan.

―Pero, ¿qué disparate estás diciendo, muchacha? ―preguntó mientras intentaba detenerla―. Tú ahora debes quedarte en cama y descansar.

―Sofía ―llamó ella deteniendo sus actos―. Si no voy ahora mismo a por el amo Nathan, pasará una desgracia aún mayor que la que he sufrido en mis carnes. Una desgracia que nos afectará a todos, ¿lo entiendes?

Tanto Sofía como Jon la miraban impactados. Por cómo ella lo había expresado podían asegurar de que estaba completamente segura de sus palabras, y ello hizo que la creyeran. Viendo que los había convencido, ella siguió vistiéndose lo más rápidamente posible.

En ese momento ella se percató de la presencia del médico.

―Por favor, hágame un vendaje en los pies para que pueda calzarme.

* * *

Tras apresurar a su montura hasta llegar casi al punto de asfixiarlo, Nathan Sullivan por fin llegaba a su destino; a la comisaría del sheriff Sebastián Watson, amigo personal del Conde desde la infancia.

En ese momento, dicho Sheriff se encontraba en la entrada de su comisaría, apoyado en uno de los postes que sostenían el tejado de la terraza de la entrada, fumando un cigarrillo. Ambos se miraron a la cara. El sheriff no se mostraba sorprendido de verle, y el Conde tampoco de verlo allí de pie, esperándolo con suma tranquilidad.

―Sabía que vendrías tarde o temprano. ―le dijo el hombre cuando Nathan bajó del caballo, lo ató a la barandilla y subió los pocos escalones a la terraza, pasando por su lado―. Como agente de la ley en esta ciudad no debería dejarte entrar a los calabozos... armado.

Nathan no le dijo nada, ni lo miró de frente ni estuvo cara a cara. Ambos estaban de pie, uno al lado del otro, hombro con hombro, pero mirando un lado opuesto al otro; el sheriff mirando a la calle, y Nathan mirando a la puerta de la comisaría.

―Sé que lo que ha hecho ese hombre y sus esbirros no tiene perdón de Dios...

―Dios no tiene nada que ver en esto, Sebastián.

―Lo sé. Sólo digo que por muy merecido que lo tenga, no significa que debas ser tú quien le dé su justo castigo, sino un tribunal de justicia.

Nathan giró la cabeza y lo miró enfadado. ―Y tú sabes que él tiene influencia para salir impune de sus actos, como siempre hace. ¿O has olvidado lo que le hizo a Lucía?

El sheriff apretó los dientes, dolido por ese recuerdo que hasta ese momento tenía guardado muy profundo en su memoria.

Lucía había sido su primera prometida mucho años atrás, hasta que la encontraron violada y asesinada en las afueras de la ciudad. Nunca se supo quién fue el culpable, pero tanto él como Nathan sospechaban que había sido obra de Josef por cómo la asesinaron. No había pruebas y por ello el marqués salió impune del crimen.

Por ello Sebastián se había convertido en sheriff, para poder vigilar a Josef de Puerto Rico y cogerle in fraganti para poder meterlo en prisión para siempre. Hasta la fecha le había sido imposible encerrarlo más de unas pocas semanas como máximo gracias a sus buenos abogados.

Resignado, Sebastián miró al frente, tirando la colilla de su cigarro lejos.

―Intenta no matarlo ¿quieres? ―dijo él―. Tengo que ir a casa a comer. Volveré en una hora.

Nathan asintió agradecido. El sheriff bajó los escalones y se marchó andando de allí. Cuando el Conde se quedó solo en la terraza, se cuadró los hombros y respiró hondo antes de entrar por la puerta.

Mientras tanto, ese mismo momento y en la entrada de la comisaría, llegaban Jon y Kath montados en un caballo que sacaba espuma por la boca de tanto cabalgar a la máxima velocidad posible. A Kath no le gustaba maltratar así a semejante animal noble, pero la situación lo requería.

Bajando de un salto sin esperar a Jon, fue corriendo a la entrada. En la recepción había uno de los ayudantes del sheriff. Lo reconoció al momento a pesar de tener vagos recuerdo de entonces.

Ella no quiso perder el tiempo con formalidades y miró alrededor de la recepción hasta que vio una puerta con un cartel encima donde indicada CALABOZOS en letras mayúsculas. Con los gritos del ayudante exigiendo que se detuviera, ella pasó la puerta y bajó las escaleras hasta el piso inferior donde estaban dicho calabozos.

Al llegar allí ella ve como el conde está apuntando con una pistola al marqués, quien estaba encerrado en una de las celdas, solo, sujetando su brazo derecho, el cual estaba sangrando mucho. El resto de sus hombres estaban en las otras celdas, mirando mudamente sorprendidos la escena.

El capataz también llega en ese momento y lo ve también, alarmado.

―¡Milord, espere! ―gritó él extendiendo el brazo para detenerlo, pero Kath lo detiene.

―No me detengas, Jon ―ordena Nathan con voz calmada, sin mirarle a él sino a Josef―. Esto... quiero solucionarlo yo mismo.

Nathan sigue apuntando con su arma en mano, mirando al marqués con odio y frialdad. El marqués lo ve desde el otro lado de la celda, apoyado en la pared sosteniendo su brazo herido de antes. Mira por unos instantes el agujero en la pared que tiene a su lado, a su altura; el agujero de bala que había hecho el conde instantes antes y se ríe. No siente temor alguno por el Conde.

―¿Qué pasa, Nathan? ―le pregunta tras mirarlo de nuevo a la cara―. ¿Estás celoso porque también he probado a tu fulana? ¿Es eso?

Ante esa pregunta Nathan gruñe. Jon al escuchar esa pregunta se sorprende. Kath se sonroja.

―Deberías aprender que las prostitutas comparten su cuerpo con todo aquel que les pague. Y debo admitir... que esa chica ganaría mucho dinero conmigo y mis hombres. Se le da muy bien.

―¡Desgraciado hijo de puta! ―exclamó Jon asqueado, deseando darle una paliza.

Al oírle Josef lo misma a través de los barrotes. ―¿Y tú qué, Jon? ¿No la has probado todavía? ―pregunta entre risas provocadoras―. Aprovecha mientras puedas, amigo. No tienes idea de como se pone de dócil cuando la preparas bien. Si tanto te gusta como creo... no dudes en tomarla. A ella le va esa cosas ―él entonces se percató de la presencia de la joven―, ¿no es así, putita?

Kath no lo soporta más y se tapa las orejas con las manos, encogida sobre su pecho temblando y llorando humillada. Nathan la ve de reojo. No le gusta nada verla allí. No quería que viera aquello.

Aunque Jon deseaba que el marqués recibiera su merecido, eso no significaba que deseará ver a su señor y amigo entre rejas por su muerte. Por ello debía convencerle para que recapacitara.

―Amo Nathan, no lo haga. ―dijo mientras se acercaba paso a paso―. Matarlo desarmado y encerrado aquí hará que lo arresten a usted por asesinato a sangre fría y en una comisaría.

Josef, en vez de permanecer callado, sigue provocando a su enemigo. ―No serás capaz, Nathan Sullivan ―tiembla debido al dolor del brazo―. Nunca has matado a nadie a sangre fría. No eres como tu padre. No tienes huevos para hacerlo.

―Te equivocas. Si que puedo ―dijo Nathan, serio y estoico. El marqués lo mira confundido―. Los hombres que han muerto antes de un tiro en la frente, la bala que te ha alcanzado... he sido yo.

Esa noticia sorprende a Josef y a sus hombres. El marqués ahora no disimula el temblo de su cuerpo, el cual ahora no es solo por la fiebre, también es por el miedo. Kath también lo ha oído y no puede creerlo. No podía creer que su amo tuviera tanta sangre fría para asesinar sin dudar un instante.

A pesar del dolor de pies que está sintiendo en sus zapatos, ella se acerca al conde. Este la oye acercarse pero no la mira, sino que sigue apuntando con su arma con el brazo extendido, el cual ni siquiera tiembla. Ve cómo el marqués suelta su brazo y extiende su mano ensangrentada.

―Oye... vamos Nathan, piénsalo un poco... no vale la pena mancharse las manos por una mujerzuela de tres al cuarto ―dijo Josef, cambiando de opinión tras ver que el Conde realmente podría matarle sin problema―. Además, nosotros solo queríamos...

―Cierra la puta boca, Josef ―ordenó Nathan con dureza. El marqués se calla―. Si crees que vas a convencerme con eso... estás equivocado. Te voy hacer pagar por todos los problemas que has causado.

―Espera, ¡Espera un momento, por favor! ―suplicó el marqués alzando las dos manos―. ¡No volveré hacerlo! ¡Te lo juro por dios, Nathan! ¡No me mates por favor!

―Es tarde para pedir piedad, Josef Cortés ―dijo Nathan, quitando el seguro―. Prometí no matarte, pero pensándolo mejor...

―¡¡NO LO HAGA, AMO NATHAN!!

El grito sorprende a todos, incluido a Nathan. Este gira la cabeza a la chica de pelo caoba que está a su lado, llorando a lágrima viva.

―¡No deje que ese hombre le haga volver a matar! ¡No cometa más crímenes atroces como él! ¡Por favor, se lo ruego!

Esas palabras suplicantes deja petrificado al joven conde, abriendo los ojos al máximo. Él entonces baja levemente el arma, lo cual hace que el marqués respire aliviado. El conde ahora lo ignora por completo y se gira a la chica para cogerla del rostro con su mano libre y mirarla a los ojos, confundido por esa repentina petición.

―Con todo lo que te ha hecho... ¿Le defiendes? ―preguntó Nathan sin poder creerlo.

Kath sigue llorando sin poder parar. ―No quiero que se manche las manos por algo así. No está bien. No se convierta... en un asesino como él, por favor ―suplicó ella posando su mano sobre la de él, temblando como una hoja―. Por favor... No lo haga...

―Kath, él se merece un castigo por todo lo que te ha hecho. Te secuestro... por estar a mi servicio. Para hacerme daño a mí... a través de tí.

―Lo sé, pero si le mata, él ganará y usted irá a prisión. Y yo no quiero eso. No quiero... perderte.

Con esa última palabra, Nathan ya no piensa más en hacer justicia por su cuenta. Kath ve como va bajando el arma. Empieza a sentirse aliviada mientras Nathan la arrastra contra su pecho para abrazarla.

De repente, oye un disparo. Acto seguido los gritos de Josef. Gritos de dolor. Kath alza la cabeza del pecho de Nathan y ve su brazo de nuevo extendido con su arma echando humo del cañón. Entonces ella mira al marqués y le ve encogido en el suelo con ambas manos en su rodilla derecha.

―¡¡HIJO DE PUTA!! ―grita el marqués a pleno pulmón―. ¡¡JODER!! ¡¡ARGH!!

Josef se estaba revolcando en el suelo de la celda mientras sus hombres lo miran mudamente, sorprendidos pero aliviados por su suerte. Kath también suspira aliviada de que no lo hubiera matado o herido de forma más grave. Entonces, Nathan la estrecha entre sus brazos con fuerza, evitando que siga mirando la escena.

―¿Cómo lo ve, doctor? ―pregunta una voz a sus espaldas.

Al girarse, Kath ve que en la entrada a los calabozos está el Sheriff acompañado del médico. Ella ve que el sheriff no se muestra sorprendido por la acción del Conde. Él no tarda en abrir la celda y dejar pasar al médico para que atienda inmediatamente al preso, al cual lo esposa para que no haga más tonterías.

―Se recuperará, aunque me temo que se quedará cojo de por vida ―dice el médico una vez que lo examinó. Josef gruñe de dolor y rabia―. Lo llevaré a mi clínica para curarlo como es debido. Una vez curado, podrá traerlo de vuelta, Sheriff.

―Entendido. ―asiente esté conforme con la petición del médico. Entonces se gira al conde―. Bueno, has cumplido con lo acordado. Espero que ahora te sientas mejor.

―Así es, Sebastián. Gracias ―dijo Nathan dándole la mano―. Me has ayudado mucho.

―No tiene por qué dármelas. Hacía tiempo que tenía en el punto de mira al marqués de Puerto Rico y sus hombres.

Con eso dicho, el Sheriff hace que lleven al marqués a la clínica junto al doctor. El marqués no deja de quejarse y jurar venganza por lo ocurrido.

Tanto Nathan como Jon hacen oídos sordos a sus amenazas. Kath en cambio está asustada.

―No te preocupes ―le dijo Nathan al oído―. Esperemos preparados por si vuelve a actuar.

Ante esas palabras ella se siente más tranquila. Entonces le mira a los ojos.

―¿Podemos volver ya a casa? Y esta vez, ¿puede quedarse en ella?

Esas preguntas hacen que el Conde se ría con humor. Luego la mira con ternura.

―Claro. Por supuesto.

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