Capítulo XXXIII
Kath da un respingo al oírle hablar de ese modo mientras lo mira a los ojos. Entonces ella reacciona. Él tiene razón. Ella es más fuerte que todo eso. No dejaría que ese marqués la derrumbará. Ya no. Ahora que él esta detenido ya no podrá volver a ponerle la mano encima.
Pero aún así, es incapaz de detener las lágrimas que salen mientras se abalanza a los brazos de su amo. Y él la recibe de buen grado, aliviado de verla con vida. Magullada y humillada, pero viva.
―¡Amo Nathan! ―gritó ella rodeando el cuello del conde con sus brazos.
―Ya paso, Kath ―tranquilizó él mientras la abrazaba suavidad― Estás a salvo. Conmigo.
―Amo Nathan, lo siento mucho. Yo... no quería...
―Eso no tienes ni que decirlo, Kath. Lo sé ―tranquiliza él acariciando su cabeza―. Ahora estate tranquila. No volverán a hacerte daño. No dejaré que vuelvan a hacerte daño.
Kath se siente realmente más protegida y tranquila en los fuertes brazos del Conde. No tarda en tranquilizarse y dejar de temblar poco a poco.
Mientras, Nathan ve que los pies de ella están muy malheridos; prueba de que huyó de sus captores y violadores incluso descalza por el bosque. Eso, y que tuvo que volver a sufrir en manos de Josef de Puerto Rico en esa misma carreta momentos antes de que él llegará para rescatarla.
Ese pensamiento hizo que ansiara ir directo a por ese criminal para matarlo con sus propias manos para vengar la humillación que Katherine había sufrido durante su cautiverio. Estaba por dejar a Kath al cuidado de Jon e ir directo a por Josef a pegarle un tiro en la frente, pero entonces una mano pequeña y delgada le agarró de la manga del traje, llamando su atención.
Bajó la mirada y entonces vio la mirada suplicante de Katherine.
―Amo Nathan... ¿Puedo pedirle algo?
Nathan abrió los ojos, sorprendido por esa pregunta. ―Claro, lo que sea.
―¿Podemos... podemos irnos de aquí, por favor?
Nathan no dudó en saber con seguridad que pedía Kath con esa pregunta; le pedía que se fuera a la mansión, su mansión, dónde ella se sentía segura, a salvo, con él.
―Eso no tienes ni que pedirlo.
Cuando terminó de decir aquello, Nathan acercó su caballo al carro para así poder subir primero a Kath y después subir él detrás de ella y sujetarla firmemente contra su pecho mientras con una mano manejaba las espuelas para manejar al caballo.
―Jon ―llamó él a su capataz, quien estaba junto a su hermana y al doctor que la atendía―. Lleva a tu hermana a la mansión en cuanto puedas desplazarla. ―Jon asintió. Nathan miró al doctor―. Venga a mi mansión cuando termine con Esther y el dueño del carro. Allí podrá atender a Kath con todo lo necesario.
El médico así lo acepto aunque hubiese preferido atender al momento a la muchacha al verle los pies tan destrozados, pero respeto el deseo del conde. Nathan no esperó más y espoleó a su caballo a trotar para irse de allí directo a su mansión, rodeando a Kath con su brazo, manteniendola pegada a su pecho en todo momento. Él no creía que nada detuviera su meta, pero no fue así.
A poco menos de un kilómetro de distancia alcanzó al grupo de Josef y sus esbirros custodiados por el sheriff y los voluntarios. Al ver al marqués a Nathan le hirvió la sangre, pero entonces se percató del temblor que empezó a tener Kath, quien también vio al grupo delante de ellos.
―No te preocupes. ―le dijo Nathan para que solo le oyera ella―. Ya no pueden hacerte nada.
A pesar de sus palabras, Kath siguió temblando mientras pasaban trotando al lado del grupo. Todos al oírles pasar los miraron; los voluntarios con pena por lo que esa chica había sufrido, los esbirros con lujuria y risas perversas.
Nathan pasó de largo, pero aún quedaba lo peor por pasar.
―Vaya, Vaya... ¿Ya te llevas a tu zorita a casa, Nathan? ―preguntó Josef a su espalda, con burla y diversión en la voz―. Te sugiero que te des prisa por llegar, la chica está calentita gracias a mí.
Al oír eso Kath tembló aún con más fuerza, y Nathan detuvo al caballo del todo. Todos los hombres de Josef se rieron con él al escuchar sus palabras, incluso bajo la amenaza del sheriff de tenerlos encerrados más tiempo del pensado.
El deseo de matar a Josef regresó a la mente de Nathan. Deseaba bajar del caballo y pegarle un tiro, pero enseguida volvió a pensar en el bienestar de Kath, que se pegaba más a él con los puños cerrados sobre su manga, dejándose las uñas en ese agarre de socorro por salir de esa pesadilla.
―Pagarás por lo que has hecho, Josef de Puerto Rico ―dijo él, mirando a su enemigo por encima del hombro, mirándolo con puro odio y venganza―. Eso te lo garantizo.
Josef vio el puro odio en la mirada del conde, y no dijo nada. Solo vio como dicho conde se marchaba al galope con la sirvienta entre sus brazos.
* * *
Al momento de llegar a la mansión, Nathan vio que Sofía y un par de sirvientas más los esperaban ante el escalón de la entrada. En lugar de dejar a Katherine a su cargo, él mismo cargó con ella sus brazos al bajar del caballo para así llevarla a sus aposentos, donde haría que le atendiera el médico en cuanto llegará con Jon y el resto de hombres.
Al entrar en el dormitorio Nathan vio que Sofía había sido eficiente y había ordenado que prepararan la bañera con toallas y ropa limpia para Katherine, pero también ordenó que trajera algún ungüento y vendas para atender los pies de ella tras ayudarla a lavarse y vestirse con ropa limpias.
―No tiene que ayudarme, puedo lavarme yo sola. ―dijo Kath en cuanto la sentó en la cama.
Nathan la miró a los ojos. Aún veía miedo y vergüenza en su mirada. ―¿Es lo que deseas?
Kath sabía que él no era idiota. Que podía ver su miedo a que la viera desnuda. Y asintió.
―De acuerdo. Pero te curaré los pies cuando acabes. Y no es negociable.
Katherine lo aceptó a regañadientes. En cuanto Nathan salió de la habitación, dejándola a solas, ella se quitó rápidamente los trapos que tenía sobre el cuerpo y se metió con cautela en la bañera. El contacto del agua caliente en sus pies hizo que se quejará, pero al momento dejó de sentir dolor, y pasó a sentir un placer que recibió con los brazos abiertos.
Dando un suspiró se echó hacia atrás hasta apoyarse en uno de los extremos de la bañera para echar la cabeza atrás, cerrando los ojos mientras pasaba sus manos por su pecho y su cuello.
Me han dicho que no solo haces trabajo de limpieza... también le sirves a tu amo en la cama, siempre que te lo pide.
Kath abrió los ojos de golpes y se alzó espantada, mirando a su alrededor. La voz del marqués se había oído como si estuviera allí mismo, pero en esa habitación no había nadie más que ella.
¿No te ha follado nunca? Bueno, tendremos que comprobarlo. Vamos a ver hasta dónde eres capaz de llegar por tu querido amo.
Las palabras del marqués las oía en su cabeza con toda claridad, y también le venían a la mente todo lo que él y sus lacayos le hicieron desde el momento en que estuvo en sus manos. Intentó callar sus palabras tapando sus oídos con las manos, pero era inútil. Entonces cogió la esponja y empezó a frotarse con mucha fuerza por los brazos, el pecho, el vientre, las piernas... por todo el cuerpo una y otra vez, deseando, ansiando, quitarse la sensación de esos hombres en su piel.
Será peor si te resistes a sentir, pequeña sirvienta.
―Cállese...
―¿Katherine? ―preguntó una voz muy lejana de ella.
La primera vez que te vi, quise probarte entera... quise follarte hasta saciarme.
―Cállese.
Sí, así es como me gusta. Preparada... y dispuesta a todo. Oh... esta caliente, y muy estrecho. Oh... sí, es maravilloso. Excelente, pequeña sirvienta. Deberías dedicarte a esto. Se te da bien...
―¡¡CÁLLESE!!
―¡¡KATH!!
Katherine finalmente se giró al escuchar el grito de una mujer. Vio que era Sofía, quién estaba a su lado sujetándola de las muñecas mirándola alarmada. Ella no lo entendió hasta que miró sus brazos y el resto de su cuerpo; había soltado la esponja para pasar directamente a rascarse la piel con las uñas de los dedos hasta hacerse heridas sangrantes. Y que de su rostro caían lágrimas sin cesar.
Al ver ese espanto empezó a temblar, pero no de frío. Sofía le soltó los brazos para pasar a abrazarla para intentar calmarla y consolarla. Pero para lo que Katherine había sufrido no había consuelo posible.
―Tranquila, tranquila... ―le dijo Sofía, acariciando su cabeza. Como una madre a una hija―. Todo saldrá bien.
―Quiero que se vayan, señorita Sofía ―sollozó Kath, aferrándose a ella con fervor―. Quiero que se vayan de mi mente...
Sofía no pudo decirle nada de consuelo, y eso la frustró. Solo pudo abrazarla con fuerza para así poder tranquilizarla como fuera posible.
Ninguna de las dos supo que eran escuchadas por una tercera persona: Nathan.
El escuchar las palabras de Kath y ver desde la puerta lo que le había pasado, o mejor dicho, lo que se había hecho de forma inconsciente, le hizo ver que el daño era peor de lo que imaginaba. Y ese daño tardaría mucho tiempo en curarse. Y que tal vez él no podría ayudarla a superarlo.
Aún así, él deseaba estar con ella. Y quería hacer justicia por lo que le habían hecho. Así pues, sin que ninguna de las dos le oyese se marchó. Con paso firme y duro entró en su despacho, abrió el armario donde guardaba sus armas personales y cogió su revolver favorito; el último regalo de su padre. Con él haría justicia contra el marqués.
Tras comprobarla y cargarla, cerró el armario y se marchó del despacho, de la mansión.
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