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Charlie

Las fichas seguían moviéndose aunque yo ya no prestaba demasiada atención. Me había distraído con la conversación y mi mente intentaba dilucidar qué recordábamos, de qué hablábamos. Creo recordar algo. Estábamos todos allí, encerrados con el cielo paseándose por la ventana. Era la ventana de un sótano, si. Apenas entraban vírgenes rayos de sol por lo que creíamos la mañana. No había horario allí abajo. Mordíamos los labios de olvido y pura agonía. El mundo paró delante de nosotros y se escabulló por la espalda de los verdugos. Fuimos babosas en salitre durante días y la humedad nos ahogaba con tenacidad.

- Jaque mate- Le dijo a Roberto, con su sonrisa habitual. Es que siempre las partidas finalizaban igual: Rodolfo sonriendo victoriosamente detrás de sus grandes lentes y debajo de su peinado lamido hacia atrás, mientras su rival mordía con admiración y bronca su boca.

Allí estaba mi amigo, derrotado, sumido en una incertidumbre inesperada por haber perdido atención al juego. Pero el jaque yacía delante nuestro. Nos levantamos y seguimos caminando más pesadamente. Quedaba tan sólo una hora de caminata, estaba seguro. Las palabras de Rodolfo habían tenido un impacto profundo en mi acompañante más que en mí. Siempre pensaba demasiado y divagaba con facilidad dentro de su mente. Solía largar reflexiones algo tristes pero muchas veces acertadas, aunque fáciles de desmoronar si no se tardaba en responderle. No sabía manejarse con alguien que descifrara su patrón de razonamiento. Se volvía torpe cuando se enfrentaba a alguien que supiera manejar su psiquis o que tan sólo le diga algo que no preveía, por más simple que fuera.

Roberto vestía un pantalón de tela lisa manchada, similar a la de un albañil. Tenía el pelo corto y desprolijo, con algunas elevaciones espontáneas. Una campera de cuero maltratada recubría su cuerpo por encima del buzo y la remera de mangas largas. Su mirada perdida solía encontrar cualquier excusa para depositarse en una idea y extraviarse por cualquier horizonte. Su andar era torpe. Nos conocíamos desde pequeños. Nunca fue un ángel que comiera porquería mansamente. Bastardeado y golpeado, había aprendido a sobrevivir a la selva y las bananas voladoras. Se cansó muy rápido de la vida y buscó la muerte con intensidad hasta que la encontró. Muchos de los que lo conocieron midieron su paciencia entre palos y sorderas. Pero yo lo conocía bien y sabía lo que podía dar. Nunca dejó que la pelota se fuera de la cancha y resguardó toda pena dentro de la razón. Era imposible de cambiar pero sencillo de influenciar. Adaptaba su entorno para su conveniencia, asimilaba manías de otros a su personalidad y se mejoraba. Era una torre de Babel siempre abierta pero de muros interminablemente gruesos.

Allí seguíamos caminando, con un poco menos de frío. Tal vez comenzábamos a sentir la chimenea o es que era el calor de nuestros amigos. Pensábamos. Yo nunca tuve la capacidad de volar tan alto, mi fuerza estaba en la tierra. Roberto solía escuchar con atención mis simples reflexiones tal vez para apaciguar su mente conspirativa. Siempre que salíamos de trabajar debatíamos con fervor entre cervezas y cigarrillos. Él terminaba su turno una hora antes pero me esperaba sin problemas con algún libro escurriendo por sus dedos. De puro arlequín, el destino nos volvía a poner en un mismo camino. Las cosas, sin embargo, habían cambiado. Lágrimas secas habitaban nuestros corazones ahora y caminábamos en busca de una respuesta. ¿O acaso nos íbamos a reunir con nosotros mismos? No hubiera sabido decir qué me preocupaba más, si esa carta de Julio después de tantos meses o el hecho de que nunca habíamos vuelto a verlo. Ya habían pasado 2 años.

Nos acercábamos a la parte final de la peregrinación y todavía quedaba un cabo suelto: ¿Qué decía la carta? No quería recordar. Sabía en el fondo lo que iba a encontrar y no quería llegar. El asfalto ahora terminaba y comenzaba la tierra. Los errores en el camino ahora se agravaban y comenzaba más que nunca la tierra de nadie. Sólo los alambrados nos seguían y hasta nuestras sombras habían clavado ancla detrás. Zarpamos por última vez hacia la casa.

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