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62. Actos enterrados en silencio


En el bosque, en soledad, las alucinaciones parecían tener menos poder. Las voces que me atormentaban se difuminaban entre el murmullo de los árboles y me tranquilizaba saber que, si perdía el control, no habría nadie a mi alrededor para presenciarlo.

Percibí una burbuja iridiscente ante mí y aparté la mirada del dibujo que me ocupaba. Detrás de ella apareció otra que fue arrastrada por el viento, y ocurrió lo mismo tres veces más hasta que descubrí a un pequeño ser oculto tras una roca. Era del tamaño de mi mano y su cabello anaranjado se alzaba en todas las direcciones, lo que permitió que intuyese su personalidad traviesa desde la distancia.

El bosque resonó con su risa musical y el hombrecillo generó más burbujas que flotaron entre nosotros. Parecía inofensivo, así que le devolví la atención a los trozos de carbón de colores que descansaban sobre la hierba. Posé la mirada en un cabello de plumas que reflejaba los tonos del atardecer. Utilicé la madera del árbol de fuego lunar para darle un brillo azul a las escamas de cristal y me entretuve retratando al protagonista de uno de mis últimos delirios.

El diario de Adaír rezongaba en mi memoria. Llevaba toda la mañana deseando regresar a la torre y leerlo. En él se contenían páginas repletas de secretos del pasado, de actos enterrados en silencio que demandaban la atención que les correspondía.

Mi mente, sin embargo, estaba ocupada tratando de tomar otra decisión. Aquella que llevaba demasiados atardeceres atormentándome. Aquella que resonaba en mi mente con diferentes voces.

Decisiones. El material con el que se fabrican inicios y finales. El fuego que quema el futuro y te obliga a construir sobre las ruinas del presente.

Juicios. Errores y aciertos. Balanzas inclinadas en una dirección. Valentía o cobardía. Locura o genialidad.

Sentencias. La suma que forma tu identidad. La esencia que determina quién eres y quién dejas de ser. La línea que separa los caminos.

«¿Quién eres?» —preguntó una voz en mi mente.

«Locura o genialidad» —repitió un eco en mi pensamiento.

«Todo tiene un precio».

Cerré el cuaderno de plasma y nácar de golpe y suspiré. No tenía tiempo para cargar con secretos ajenos cuando debía lidiar con los que me quemaban el pecho. La verdad se había vuelto demasiado pesada como para seguir ocultándola, pero las redes de mentiras eran tan intrincadas que ya no sabía cómo liberarme de ellas.

Me levanté con rabia, atosigada y traicionada por mi propia mente, y empecé a caminar sin rumbo. La brisa del bosque me ayudó a tranquilizarme y me detuve a recoger hierbas y frutos con los que me encontré por el camino. El recuerdo del jefe del clan me alejó de la paz que se escondía entre los árboles y me llevó de regreso a la Fortaleza. Los ojos de Elísabet brillaron en mi memoria, cargados de odio e inquina, y la culpabilidad me apretó la garganta.

Las emociones que me aturdían no desaparecieron cuando se me iluminó el xerät y hablé con mis amigos del Hrath. Informé a Ixeia y a Elyon sobre lo que había sucedido y les pedí que se lo contasen a Marco y a Musa, que habían partido con los cazadores y no regresarían en varios atardeceres. Me alivió saber que la vida en la Cumbre Solitaria se mantenía estable y mis carcajadas resonaron en el bosque gracias a las anécdotas de los hrathnis.

Pero tras despedirnos me quedé sola, y las sombras no tardaron en regresar.

Las dudas que me abrumaban tampoco se esfumaron cuando me reuní con mis alumnos en Slusonia. La bienvenida que me dieron, propia de una heroína por la que se preocupaban y a la que admiraban, me calentó el pecho. Los muchachos me informaron de sus progresos y de lo que había ocurrido en mi ausencia, un entretenimiento que agradecí. Me hablaron de las reuniones del Consejo y me preguntaron por Alis y Zeri, que no estaban presentes. Me vi obligada a mentirles, pero parecían estar tan contentos de verme que no sospecharon de mis argumentos.

El entusiasmo de los jóvenes se disolvió en cuanto terminó la clase, y con la ausencia de distracciones, llegaron el miedo y la angustia. Me dirigí a la sala de preservación en busca de consuelo y el camino por los acantilados me recordó a la ninfa del océano. Durante un latido, las voces consiguieron que desease volver a encontrarme bajo el mar embravecido, pero el fuego de las antorchas de Adaír convirtió el peligro de aquellos pensamientos en cenizas.

La sala de preservación me recibió con una belleza imponente. En aquel momento, por primera vez en lunas, no tenía prisa, así que me entretuve admirando la magnificencia de los artilugios de nuestros ancestros. Había olvidado lo mucho que me reconfortaba el contacto con los vestigios de su civilización. Entre artefactos y materiales vetustos volví a conectar conmigo misma. Me encontré en el reflejo de los dorados que bañaban las herramientas con las que se orientaban bajo el cielo. En las botellas de vidrio que contenían modelos de las naves con las que surcaban los mares. En los mapas que me recordaban el mundo repleto de aventuras que se había perdido.

Entre esculturas, dibujos y canciones escritas con agua de mar descubrí algunos de los fragmentos que había perdido de mí misma. Sentí el abrazo de los ancestros mientras leía sobre sus fiestas y supersticiones. Me reí cuando me vi reflejada en una cubertería de plata antigua, que no tenía nada que ver con la que nacía en Neibos, y me entretuve intentando descifrar una receta escrita a mano por una persona que había muerto en el viejo mundo.

—¿No sueles hacer esas cosas con tu padre? —me preguntó Trasno.

El duende apareció como un rayo de sol en medio de una tormenta y fui incapaz de contener la sonrisa. Sus ojos se llenaron de satisfacción ante mi dependencia, pero no me importó. La familiaridad de su rostro era mil veces mejor a los seres que me esperaban entre las sombras; a las voces que me abrumaban con conspiraciones y delirios; a las emociones que se acumulaban en mi pecho y me dificultaban la respiración.

Estaba agotada. Necesitaba ponerle fin a aquella demencia y, por desgracia, solo conocía una forma de hacerlo.


—¡Moira! —exclamó Alis mientras se abría paso entre los agentes del castillo que caminaban por los corredores.

—¿Qué quieres ahora?

La joven retrocedió, sorprendida por mi brusca respuesta, y me arrepentí de haber abierto la boca de inmediato.

—Perdóname, Alis. No estoy teniendo un buen día.

—Después de todo lo que habéis conseguido, ¿no estás contenta? —preguntó mientras entrelazaba nuestros brazos.

—¿Qué hemos conseguido?

—¿Qué tal regresar con vida? He oído que Catnia os atacó. ¿Y qué me dices de la flor universal? Todo el mundo está impresionado contigo.

—No necesito la aprobación de nadie.

—Pero no está de más contar con el favor de los Ixes...

Me mordí la lengua y luché por no deshacerme de su agarre.

—¿Y tú dónde has estado? ¿Qué has hecho en-?

—¿Qué es eso? —me interrumpió mientras señalaba la bolsa de tela con la que cargaba—. Huele muy bien —añadió con una voz angelical que me hizo sonreír.

—Los antiguos tenían una tradición muy arraigada que pretendo honrar hoy.

—¿En qué se basa?

—En tragarte tus sentimientos ayudándote de dulces.

La carcajada de Alis resonó en el corredor y la joven me acompañó hasta las cocinas del castillo. Los agentes que las ocupaban nos miraron extrañados, pero como la mayoría ya se habían acostumbrado a mi presencia, nadie nos molestó. Nos dirigimos a una zona apartada en la que había varias superficies en las que trabajar y saqué el libro que había tomado de la sala de preservación. Después de quejarse de que la letra manuscrita de nuestros ancestros era ilegible, Alis me ayudó a preparar los ingredientes que había recogido en el bosque y en el invernadero que ocultábamos mi padre y yo en el jardín. Cuando se cansó de estirar la masa, se sentó junto a la ventana y me hizo decenas de preguntas sobre el viaje al bosque de Hielo Errante. Quería saberlo todo, y lo cierto era que no podía culparla.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras sumergía el dedo en la pasta encarnada que estaba preparando.

—Mermelada de frambuesas.

La joven se relamió satisfecha. La obligué a alejarse para que me dejase trabajar, ya que yo también quería deleitar mi paladar con las delicias de nuestros ancestros. Mientras añadía hierbas y especias para darle un toque fresco y equilibrar los sabores, el rostro de Alis se apagó.

—¿Has descubierto algo más sobre Adaír?

Me tensé ante su pregunta, pero disimulé vertiendo la capa de frambuesas sobre la tarta. Pensé en el diario que se ocultaba en el despacho. Tenía que sacarlo de su escondite y descubrir los secretos que contenía, pero no me sentía segura regresando a la torre. Había decenas de ojos posados en mí, analizando cada uno de mis movimientos. Tenía miedo de que alguno de los aliados de Catnia me descubriese mientras lo leía. Si Adaír había tomado tantas precauciones, su contenido debía ser de gran importancia.

—Y por eso deberías haberlo leído, sardinilla ingenua —protestó Trasno enfadado.

—Nada que reportar por el momento —le dije a la joven—. ¿Has aclarado las cosas con Killian?

—No hemos vuelto a hablar del diario, tiene muchas cosas en la cabeza —dijo apenada—. Siento que te haya culpado a ti por todo.

—No te preocupes, es mejor que se enfade conmigo que contigo.

Alis me dedicó una sonrisa que se amplió cuando cogí la tarta y la posé en una superficie repleta de símbolos elementales.

—¡Tiene una pinta deliciosa!

La joven estiró un dedo para atrapar parte de la mermelada de la tarta, pero le di un manotazo y la alejé antes de que de la piedra brotase una luz celeste que emitió un calor abrasador. El olor a dulce inundó el ambiente y sonreí de manera automática. Aquello era justo lo que necesitaba.

Alis observó la capa de mermelada endurecida con emoción y cogió dos platos y un cuchillo de la encimera. El grito que brotó de su garganta me sobresaltó y casi se me cayó la tarta de las manos. La joven tenía los dedos en carne viva.

—¡El cuchillo estaba ardiendo! —exclamó angustiada.

—Se ha debido de calentar con la magia de la cocina —le expliqué para tranquilizarla—. ¿No quieres utilizar uno de esos hechizos de sanación que hemos estado practicando?

Alis entrecerró los ojos y me miró con una expresión que me dejó claro que mi comentario no la había divertido. Reprimí una sonrisa y utilicé una lágrima de luna para generar una corriente de agua salada que le alivió el dolor antes de eliminar hasta la última marca de su piel.

—Echaba de menos estos momentos contigo —me dijo con un afecto que me vi obligada a corresponder—. Creo que empiezo a entender esto de buscar consuelo en los dulces.

Me reí mientras cogía otro cuchillo, en aquella ocasión de madera, y se lo entregué para que hiciese los honores.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó mientras cortaba una porción del pastel—. Estás... rara.

—¿Más de lo normal?

La joven sonrió, pero no me liberó de la intensidad de su mirada.

—Tengo que tomar una decisión y no sé qué hacer —confesé.

—¿Cuáles son las opciones?

—Ese es el problema, Alis, que no me queda otra opción.

Por fin un poquito de paz 😏

Visitas a la sala de preservación, Trasno de regreso y tarde de hornear con Alis... ¿Qué más se puede pedir? ✨🍰

Parece que Moira tiene que tomar una decisión importante... ¿Sabéis qué es? 📩

Espero que os haya gustadoooo😻

Esta semana se acaba la novela😮😮😮😮

🏁 : 195 👀, 87 🌟 y 88✍

Nos vemos el jueves ❤

Un besiñoooooo😘

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