Prólogo
En lo más profundo del cosmos se arremolinaban en un vórtice gigantesco una infinidad de estrellas y nebulosas. Su luz teñía el espacio vacío, ocultando con un millar de colores la negrura de su centro.
Porque allí, en el ojo de la tormenta, se ocultaba un pozo de oscuridad, un agujero en el tejido mismo del universo, nacido de la eterna lucha entre un mal que amenazaba a todas las almas de la creación y una esperanza que lo contenía.
Aquellos entes, existentes en el universo desde mucho antes que cualquier astro, combatían por dos bandos opuestos en busca de la supremacía. Uno de ellos protegía a sus hijos aun con el sacrificio de su perpetuidad, el orden. El otro buscaba asegurar su perpetuidad a costa del sacrificio de sus hijos, el caos.
Ambas facciones se odiaban y despreciaban más allá de lo concebible. Ya no quedaba entre ellos el antiguo amor fraternal que una vez se procesaron al comienzo de la existencia. Solo un antagonismo ancestral y una guerra perpetua que solo finalizaría con el exterminio del enemigo.
Con esa misión el campeón del orden blandía su hoja contra su rival, dejando otra grieta en el espacio que se sumaba a las muchas otras que habían construido aquel abismo a través de los eones. Eones en los que ni una vez había conseguido asestar un solo golpe en el cuerpo de su hermano.
Todos los mundos que había conocido, por los que había decidido luchar, ya no existían. Ni ellos ni las galaxias que los albergaban. Pero ahí seguía, debajo de esa armadura opaca que daba forma a su amorfo cuerpo hecho de luz, batallando con todo por el bien de las criaturas mortales.
El Gudir Crisaor volvió a ponerse en guardia frente al esquivo Titán Apofis, quien lo observaba desde la distancia en busca de aperturas. Acercarse a Crisaor era tan peligroso para él como para Crisaor lo era acercarse a Apofis. Porque, a pesar de carecer de armas o protección alguna, su velocidad inigualable lo convertía en el más rápido de los asesinos.
El veneno que rezumaba su boca había enviado a incontables Gudir a morir y fundirse con el universo mientras que las escamas de su cuerpo eran el foco de ataques colosales capaces de diezmar ejércitos divinos fácilmente. Da igual la fuerza o poder de Crisaor, pues por cada vez que arremetía con su arma mil cadenas oscuras surgían de las escamas negras, mil novas ardientes eran disparadas desde las escamas blancas y una mordedura tóxica se dirigía a su cuerpo al mismo tiempo.
Por ello matar a Apofis había sido frustrantemente imposible desde el inicio de la guerra. Y por ello el ciclo de atacar, fallar, defender y alejarse se había estado repitiendo durante una eternidad.
Debido a ese hecho hacía ya muchas eras que ni se comunicaban por vía del habla. Habían sido capaces a esas alturas de entender a la perfección lo que el otro pensaba, como iba a reaccionar y como iba a atacar. Un efecto secundario exasperante de haber peleado la misma contienda durante millones y millones de años contra el mismo individuo sin un solo momento para descansar.
Porque ciertamente no era plato de buen gusto tener una conexión tan íntima con alguien a quien se le tenía tanto desprecio y animosidad. Un vínculo formado a partir de actos repetidos y el aprender el uno del otro sin cesar que los condenaba a una lucha infinita que deseaban poner fin.
Pero en de un momento algo cambió, el ciclo se rompió de forma imprevista y las cadenas de sombras que tantos eones habían fallado su cometido llegaron a apresar al Gudir, quien no podo destruirlas a tiempo antes de que Apofis se abalanzara sobre el y, mediante una constricción capaz de aplastar soles, le forzara a soltar su hoja.
La primera serpiente, aprovechando el único momento de debilidad que Crisaor había tenido desde que se le forjó su terrible armadura, abrió sus fauces para asestar el golpe de gracia. Y ahí, más allá de los incontables colmillos tan grandes como lunas, se podía ver el horrible interior del primordial que había rechazado su deber.
Así acababa una lucha que ya ni recordaban como inició. De una forma tan rápida y abrupta que parecía irreal. Todo ese esfuerzo por parte de ambos les había llevado hasta ese mismo instante. Todas sus luchas, todas sus victorias. Desde que los Ancestrales llenaron el vacío con su poder y les dieron a luz, todo les había llevado hasta ese mismo punto decisivo.
Pero justo cuando el Titán iba a clavar sus colmillos a través de la armadura, sintió una punzada en su costado y luego un dolor que se extendió por todo su ser le paralizó. Inconscientemente giró su cabeza para ver la fuente de su agonía, encontrando la mitad inferior de su cuerpo flotando separada de él.
Apofis no pudo reunir la fuerza suficiente para seguir apresando a Crisaor una vez empezó a morir y el Gudir tras liberarse con fuerza de su enemigo alzó su mano para que la obediente arma pudiera volver a su legítimo dueño. Entonces quedó claro, el guerrero sabía todo de la serpiente, pero la serpiente no sabía todo del guerrero. Que pudiera controlar la hoja a distancia era su carta del triunfo y la había estado ocultando todo ese tiempo porque sabía que pillarlo desprevenido era la única oportunidad posible de vencerlo. Era un todo o nada.
Ambos se miraron mutuamente en forma de respeto mientras Apofis se disolvía en dos orbes, uno de luz y otro de oscuridad. Pero, antes de dejar de existir una extraña determinación inundó a la serpiente justo antes de consumirse del todo.
El Gudir se dio cuenta de ese hecho y presenció cómo alrededor de ambos orbes tan grandes como un planeta cada uno se formaba un anillo escarlata que los ataba. Estaba claro que su enemigo no se rendiría tan fácilmente, pero al intentar intervenir directamente en los planes del Titán sintió la voluntad de Sudan estableciendo los límites entre él y los planos inferiores de la existencia.
Desgraciadamente Apofis se había convertido en un problema de los seres de las zonas bajas, por lo que no podía detenerle. Por ello decidió arrojar una pequeña esperanza para ellos en forma de dos semillas que contendrían la amenaza del caos: una dorada que fue hacia la esfera de luz y una plateada que fue hacia la esfera de oscuridad.
Después observó como sus acciones se asentaban en los dos mundos recién nacidos y cambiaban las tornas para su detestable hermano. Al menos hasta que sintió como el espacio a su alrededor se restauraba y la luz de las estrellas volvía a iluminar el lugar. Entonces se fue, rezándole a Libertas para que aquellas desdichadas almas pudieran salvarse de los delirios del Titán.
Ahí comenzó todo. Dos tierras corruptas llenas de ambición y codicia en las que las conspiraciones de la serpiente harían estragos. Pero también en las que el resentimiento, el odio y la ambición llevaron a los inferiores a hacer algo que nunca se pensó que fuera posible para su casta.
Una serpiente fue derrotada. Otra serpiente fue subyugada. El mundo de Ekonne se sumió en la locura. Y las llamas de la rebelión nacieron del genocidio.
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