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Capítulo cuatro




Minutos después de entrar en aquella biblioteca, Lauren Malone era incapaz de dar crédito a lo que acababa de escuchar. Miró anonadada cómo su padre salía de allí con una expresión satisfecha dando un portazo, como si por fin hubiera conseguido ponerla en su lugar, como si hubiera bajado Dios del cielo y le hubiera otorgado el favor por el que había rezado: librarse de ella. No se lo podía creer. No podía dejar de pensar que todo era una broma de mal gusto.

Se volvió hacia Marcus y se encontró con una expresión inescrutable que no le facilitó la tarea de asimilar lo que estaba ocurriendo. El ni siquiera había hablado desde que la invitó a entrar para que fuera su padre, con su habitual falta de tacto, quien le comunicara aquella disparatada decisión.

Como si la cosa no fuese con él, se había quedado frente a la ventana, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, haciendo ostentación de su varonil figura. Era muy difícil concentrarse en otra cosa que no fuera aquella poderosa presencia, pero dadas las circunstancias, Lauren consiguió poner toda la resolución en su anuncio.

—No entiendo nada de lo que acaba de ocurrir en este salón —advirtió en cuanto estuvieron solos—, pero te aseguro, Collington, que no voy a casarme contigo.

Observó cómo Marcus agrandaba los ojos con sorpresa y, después, con pasos lánguidos se acercaba a la mesa de despacho de su padre, una de las pocas pertenencias de las que aún no se había deshecho, y se dedicaba a pasar el dedo por la superficie, para después quedarse tras ella otra vez con los brazos cruzados.

—Me temo que eso no está en tus manos, querida. Acabas de escucharlo de boca de tu padre y una perfecta dama inglesa debe acatar las decisiones de su progenitor, incluso si este está dispuesto a venderla a cambio de evitar un escándalo; justo lo que acaba de hacer el tuyo.

Sí, eso había hecho su padre: la había vendido. Con aire complacido le había comunicado que había resuelto conceder su mano a Lord Collington, pues era el único hombre de Londres dispuesto a desposarla sin la existencia de una dote. Le aconsejó que no montase un "numerito" y se marchó con una expresión semejante a la de quien aplasta a un molesto insecto. Debería haber sentido un dolor lacerante en el corazón, pensó entonces, pero su mente era incapaz de aceptar siquiera que aquello estaba pasando. En medio de una neblina aturdidora fue consciente de que él seguía hablando:

—Ahora, sube a tu habitación y haz la maleta; te vendrás conmigo y permanecerás bajo mi tutela mientras dure el compromiso. No voy a permitir que pases ni una noche más bajo el mismo techo que ese...

Había ido subiendo el volumen, lo que le hizo pensar que no estaba ni tan tranquilo ni tan complacido como aparentaba. Su poderoso y ancho cuerpo se tensó, los enormes ojos color miel la miraban con una determinación contra la que costaba rebelarse. Lauren se perdió de nuevo en la magia de aquellos ojos, en la codiciada suavidad de sus cabellos rubios como el tabaco, en la postura elegante de sus brazos cruzados. Se obligó a concentrarse en el problema más perentorio: Marcus parecía convencido de aquel disparate; tenía que disuadirlo.

—Collington, por favor —le interrumpió—. Mi padre ha cometido errores, lo sé...

—¡Te ha golpeado, maldición! —Dio un paso adelante y se apoyó con los puños muy apretados sobre el escritorio; su expresión ahora muy lejos de estar serena—. Ha dejado que toda la fortuna de tu madre, ¡tu dote!, se despilfarre en las mesas de juego, te ha empujado a una vida de delincuencia, y ya has visto lo que ha tardado en venderte. ¡No te atrevas a defenderlo!

Lauren no pudo sostenerle la mirada. No era más que la verdad: su padre jamás había cuidado de ella y, en los últimos meses, casi la había echado a los leones, pero eso no era asunto de Marcus ni de su familia. Él estaba destinado a triunfar en la vida,  y eso no sería posible con una dama arruinada como esposa.

Se acercó en silencio hasta la ventana y se frotó los brazos, pensativa; hacía muchas semanas que no se encendía la chimenea, tantas como llevaba sin probar los deliciosos platos de la cocinera. Aunque estaban en primavera, el mes de mayo en Londres solo podía tacharse de cálido cuando uno se encontraba en el exterior disfrutando de la acción directa del sol. Dentro de aquellas viviendas construidas dos siglos atrás había siempre un remanente gélido.

—Tienes razón. En todo. Pero eso no cambia el hecho de que tú no quieres casarte conmigo. Solo tienes treinta años, eres joven aún para comprometerte, porque además no quieres hacerlo. —Armándose de todo el valor que le quedaba, se giró y lo enfrentó—. Mira, te agradezco de todo corazón lo que intentas hacer por mí, pero piénsalo: ¿qué dirá el beau monde cuando se entere de que el ilustre y apuesto heredero del condado de Haverston va a casarse con la insignificante hija de un vizconde borracho y arruinado? ¿Es que quieres semejante deshonor para tu familia?

Marcus ni se inmutó. Sencillamente tomó una pluma del lapicero situado junto a un montón de papeles desperdigados y lo estudió con detenimiento, tomándose varios segundos antes de contestar.

—En primer lugar, muchos nobles se casan a mi edad, incluso antes...

—Tú no eres de esos. Siempre has dicho que... —replicó.

—Por tu parte... —continuó, como si ella ni siquiera hubiese hablado—, a los veintiún años estás corriendo un serio peligro de quedar soltera. —Lauren tuvo que contener un bufido por el golpe bajo—. En cuanto a esa nadería del buen nombre de los Chadwick: mis padres te adoran, y mi hermana te idolatra, ¿acaso crees que ellos no aprobarían que te desposase?

—Yo también os adoro, a todos vosotros —rebatió, afanada—. Siempre me habéis protegido y os lo agradezco. Si no hubiera sido por los Chadwick, nadie hubiera invitado a las fiestas a la pobre y vulgar Lauren Malone. Habrían chismoseado sobre la escasa elegancia de mis vestidos, sobre la falta de una dama de compañía o la evidente decadencia de esta desastrosa propiedad. Y, a pesar de vuestro respaldo, todo Londres sabe que soy una paria social. No voy a arruinar un futuro prometedor como el tuyo. No voy a seguir viviendo de la caridad de tu familia.

Marcus dejó caer la pluma sobre la mesa y la miró con furia, como si acabara de lanzarle algún insulto, aunque bien sabía Dios que no había dicho más que la verdad. Rodeó la mesa y fue avanzando de forma amenazadora hasta que solo dos pasos los separaban. Por algún motivo, la expresión en su bello rostro la puso en alerta: no lo había visto nunca tan enfadado como esa noche.

—¿Caridad? —preguntó, con aire ofendido— ¿Te parece que una propuesta de matrimonio es una limosna, Lauren? ¿Crees que me sentiría obligado a casarme contigo por compasión? ¡Por favor!, no he llegado a ser un hombre con influencias en el parlamento salvando a damiselas de la ruina. ¡Hago lo que quiero y cuando quiero! —Aunque el brillo de sus ojos era furioso, su tono de voz era frío y controlado—. Y ahora quiero casarme contigo. Puede que las circunstancias no te gusten, pero no intentes convencerme de que te desagrada tanto la idea de ser mi esposa. Cualquier mujer en tu lugar daría saltos de alegría.

Sintió ganas de llorar —y de darle una bofetada por su arrogancia—. ¿Había tenido alguna vez un anhelo mayor, un sueño más intenso, que casarse con Marcus Chadwick? Desde luego, él no ignoraba que conseguir un buen partido como el vizconde de Collington era una hazaña digna de ser suplicada por una mujer en su tesitura y no dudaba en echárselo a la cara. Así era Marcus, siempre dispuesto a conseguir sus propósitos.

Pero, en esta ocasión, se equivocaba al pensar que ella iba a rendirse. Lo único que ahora quería, lo único que todavía podía lograr en la vida, era salvarlo de la vergüenza que ella podría traerle.

Miró alrededor, haciendo un repaso de la que un día había sido una biblioteca lujosa y bien surtida. Ahora la mitad de los estantes estaban vacíos, porque su padre no había dudado en quemar libros —los libros de su madre— para calentarse cuando no pudo comprar leña; la tela de brocado que cubría el sofá estaba rasgada en el centro y se podía ver la esponja del relleno; la madera de la librería hecha a medida y de la mesa de despacho estaban deslustradas y opacas, porque hacía meses que no había nadie que las pulimentase. Uno de los hombres más poderosos del reino no podía casarse con una muchacha que vivía allí; por mucho genio que tuviese Marcus, no tenía ni idea de la vena testaruda que Lauren podía llegar a mostrar.

—El hecho de que me grites y descargues tu soberbia contra mí no va a conseguir amedrentarme. Sé que estás acostumbrado a obtener lo que quieres, pero te garantizo que nada puedes quitarle a quien nada tiene. —Ahora ella elevaba la voz. No podía evitarlo. Luchar contra Marcus era como chocar contra el hormigón—. Puedes arrastrarme hasta el altar si con eso crees que estás salvándome de la indigencia, pero te aseguro que diré que no —gritó mientras todo su cuerpo adoptaba una postura defensiva y altanera—. Cuando el sacerdote me pregunte, ¡diré que no! Estaría condenada si permitiese que nadie se casase conmigo por lástima. Tengo algo de orgullo, aunque no lo creas.

—Escúchame bien, mocosa. —Marcus acortó la poca distancia que los separaba y se quedó a escasos centímetros de su cara. Sus narices casi podían rozarse—. No es lástima lo que me empuja, sino otra cosa que eres demasiado inocente para entender. —Él pasó sus manos alrededor de la cintura de Lauren y la pegó a su cuerpo. Su pulso se aceleró, la respiración se le quedó atorada en la garganta y miles de estremecimientos pasaron por su cuerpo en todas las direcciones—. Vas a ser mi esposa y, si no subes ahora mismo y coges tus cosas, estoy más que dispuesto a ofrecerte una demostración de lo que me motiva...

¿Iba a besarla? El corazón se le detuvo en un lamento antes de volver a latir con fuerzas renovadas. Ella no podría seguir manteniéndose impertérrita si eso ocurría. Toda su fachada de orgullo y determinación se desintegrarían.

—¡No! P-por favor. S-suéltame.

Gracias a Dios, él lo hizo. La soltó, se dio la vuelta y se dirigió hacia el viejo y desgastado sofá de brocado. Como si no acabaran de enfrentarse en algo parecido a una batalla campal, tomó asiento con tranquilidad y cruzó el tobillo sobre la rodilla de la otra pierna; le dirigió una mirada fulminante con la que esperaba que ella se pusiera en marcha.

Aunque le costaba retomar el control sobre su cuerpo y su mente, Lauren no lo dudó y se apresuró a salir de la biblioteca. Antes de que llegara a la puerta, escuchó la última amenaza:

—Lauren... Si no has vuelto en diez minutos yo mismo subiré a buscarte.

Con paso decidido, abandonó la estancia y subió corriendo las escaleras hasta su habitación. Diez minutos era un tiempo muy escaso para tomar sus pertenencias y escapar por la ventana...

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