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Datones y centaudos

Tras solventar el asunto del crucio, Grindelwald y Bellatrix volvieron junto al resto. Dumbledore les comunicó que habían decidido hacer un picnic a la orilla del lago, a Andrómeda le hacía ilusión.

—¿A ti te apetece, Bella? –le preguntó Orión.

—¿Comer en el suelo? ¿¡Cómo los vagobundos!? –preguntó horrorizada.

Dumbledore rio y la tranquilizó diciéndole que, si lo prefería, en el Gran Comedor también había una mesa servida. Bellatrix asintió al momento y no hubo dudas sobre quién la acompañaría:

—Nunca creí que una niña de cinco años tuviese mejor criterio que tú, Albus, pero... Al diablo, sí que lo creía –sentenció Grindelwald—. Vamos a sentarnos en una mesa como personas con clase, enana molesta.

Bellatrix le dio la mano sonriente y se encaminaron juntos al castillo. "Voy con vosotros" se sumó McGonagall, que tampoco se veía seducida por la idea de comer en la hierba. Hooch sí que prefirió quedarse haciendo un picnic. "¡Bien! Tengo a Gelly y al gato" pensó Bellatrix satisfecha, eran sus favoritos. Decidió aprovechar el camino para resolver sus dudas:

—¿Si te tidas de la tode de astobomía sobevives?

—¿Perdón? –replicó McGonagall sin entender una palabra.

—La enana quiere saber si, dada tu naturaleza felina, podrías sobrevivir a una caída de la torre de astronomía –le tradujo Grindelwald.

La profesora alzó una ceja sin tener claro qué clase de pregunta era aquella, pero Bellatrix puso cara de huerfanita inocente y McGonagall respondió que no lo creía y no pensaba comprobarlo.

—¿Comes datones?

—Nunca he comido ratones, no suelo transformarme mucho. Me convertí para poder seguir estudiando la transformación.

—¿Si alguien te lanza un avada y te tasfozmas en gato puedes sobeviviz a seis más?

—No es cierto que los gatos tengan siete vidas –le respondió la profesora.

Grindelwald camufló una sonrisa. McGonagall era una de las mejores brujas que conocía, pero no era consciente del error que cometía intentando razonar con la enana molesta...

—¿Cómo lo sabes? ¿Has tenido gatos?

—No, pero...

—¿Has hablado con algún amigo gato que te lo haya dicho?

—Por supuesto que no, pero...

—¿¡Has matado gatos pada comprobazlo!?

—No, yo no he...

—¡Asesina de gatos! –la acusó Bellatrix enfurecida.

La profesora miró a Grindelwald con incredulidad, sin comprender el comportamiento de esa niña. Su colega se encogió de hombros y comentó divertido:

—Le gustan los gatos, los dragones asesinos y el chocolate.

—¡Dagones asesinos! –gritó Bellatrix emocionada— ¡Gelly sabe hacez un dagón asesino de fuego! ¡Hazlo, Gelly!

—No, es peligroso y...

—¡Hazlo, hazlo, hazlo! ¡Hazlo, Gelly!

Por no discutir, de la varita de Grindelwald emergió un impresionante dragón ígneo que rugió con las fauces abiertas. Se escucharon gritos de los profesores que paseaban por la zona, pero lo principal fue Bellatrix aplaudiendo y canturreando exultante: "¡Dagón de fuegooo! ¡DA-GON DE FUE-GO!". McGonagall le iba a echar la bronca a su compañero por usar magia oscura, pero al ver que aquello entretenía a la niña, cerró la boca de inmediato. Estuvieron así hasta que entraron al castillo y Grindelwald extinguió el maleficio.

La comida fue muy bien, Bellatrix se centró en los platos (especialmente en el postre) y no hubo sobresaltos. Curiosamente Flitwick no apareció, la pequeña pensó que probablemente habría sido devorado por una rana de chocolate. Sonrió para sí misma y no le dedicó ni un pensamiento más. Cuando terminaron, el resto de la comitiva seguía relajándose en la hierba junto al lago. Como a la extraña pareja ese plan le desagradaba profundamente, Grindelwald le enseñó el aula de Defensa y los artefactos siniestros que poseía. Por supuesto a Bellatrix le encantaron. Tras examinarlos todos, se sentó en la mesa del profesor y contempló los pupitres vacíos.

—¿Te sientas aquí y haces la clase?

—Así es —confirmó Grindelwald.

—¿Y puedes iz matando a los niños que te caen mal? —inquirió Bellatrix.

—Por desgracia no.

—Pedo al menos podrás usaz cucio en ellos, ¿no?

—Disfrutaría mucho más si así fuera. Se lo plantearé a Albus, a ver si incluye tus sugerencias en el plan de estudios.

Bellatrix asintió satisfecha de sus brillantes ideas.

—Se te daría bien ser profesora –comentó Grindelwald divertido.

—¡No! ¡Voy a sez una...!

—Una guerrera dulista que asesinará sangre sucias, lo sé –la interrumpió recibiendo una afirmación de orgullo—. Pero si fueras profesora, no te rechistaría ningún alumno.

—No, clado que no, sedía muy fácil –aseguró ella.

Retrepándose en la silla del profesor, sacó su varita e hizo una demostración. Se imaginó los pupitres ocupados por diversos alumnos y empezó a exclamar:

—¡Tú, taeme una dana de chocolate! ¡Tú edes sangue sucia, avada kedavra! ¡Tú edes feo, cucio!

Grindelwald se partía de risa, le parecía adorable y divertida a partes iguales. Estuvieron con eso hasta que apareció Dumbledore:

—Vamos a visitar las mazmorras. Es donde están las habitaciones de Slytherin que es la casa en la que ambas queréis estar, ¿verdad?

Bellatrix asintió y se pusieron en camino. Una vez en los sótanos, Andrómeda empezó a dudar de su elección de casa: aquel lugar era frío y oscuro... Orión intentó convencerla de que así era mejor, tenía más encanto. A Bellatrix no hizo falta darle argumentos: enseguida salió corriendo y riendo para perderse entre los pasadizos de piedra.

—¡Atápame, Gelly! –gritaba deseando que su amigo le persiguiera.

Se cruzaron con el Barón Sanguinario, el fantasma de la casa Slytherin, pero a Bellatrix no le impresionó en absoluto. Se detuvo unos segundos frente a él y murmuró:

—Disculpe que le ataviese, señoz muerto, pedo estoy jugando con Gelly y quiedo ganar.

El fantasma, sorprendido por no inspirarle ningún miedo a esa niña, ni siquiera la entendió. Comprendió lo que había dicho cuando le atravesó corriendo y riendo a toda velocidad. Poco después pasó Grindelwald, que había aceptado el juego con tal de no oír a Dumbledore intentando convencer a Andrómeda de que Gryffindor era mejor opción.

—¿Podemos volver fuera? –pidió Orión un poco agobiado. Ya no tenía edad para habitar bajo tierra... al menos en vida.

—Por supuesto. Así Andrómeda puede despedirse de las sirenas, ¿verdad? –sonrió Dumbledore.

La niña asintió ilusionada. El director se las había presentado durante la comida y, aunque no hablaban su idioma, le habían caído bien. Salieron del castillo y pasearon por el césped junto al lago. Entonces Bellatrix descubrió a lo lejos algo que llamó su atención:

—¿Qué son esos ázboles?

—El Bosque Prohibido –respondió Dumbledore—, es peligroso, está lleno de criaturas mortíferas y no permitimos que los alumnos se acerquen.

—¡Vamos a acezcaznos! –exclamó Bellatrix al momento.

Por llevarle la contraria a Dumbledore, Grindelwald accedió y echaron a andar en esa dirección. Andrómeda y Orión se quedaron junto al lago, ellos no estaban para más cosas oscuras. Pronto, Bellatrix comprendió que el director no había pretendido asustarla: lo que le había dicho sobre las bestias que poblaban el lugar era cierto.

—¡Aaaah! ¡Qué ez esa cosa tan feaaa! –exclamó escondiéndose detrás de Grindelwald.

Al mago le costó mucho no echarse a reír. "¡Cru...!" empezó a pronunciar la niña. Grindelwald la cogió en brazos para impedirle atacar y se lo explicó:

—Es Hagrid, un semigigante. Estudiaba aquí y lo expulsaron hace unos años. Albus intercedió por él para que le permitieran quedarse de guardabosques.

—Solo tiene dieciocho años y es el mejor guadabosques que Hogwarts ha tenido jamás, ¿verdad, Hagrid? –sonrió Dumbledore.

—Oh, señor, qué honor que usted diga eso –respondió Hagrid visiblemente emocionado.

Cru...!" volvió a pronunciar Bellatrix en un susurro. "¡Estate quieta, enana!", la frenó Grindelwald en voz baja, "No puedes matar a toda la gente que te parezca fea, nos quedaríamos solos". Hagrid se acercó a Grindelwald y se presentó con una gran sonrisa a la niña que llevaba en brazos. Con enorme desconfianza, Bellatrix permitió que le estrechara la mano entre las suyas del tamaño de palas. Enseguida cogió confianza:

—O sea, que tú sí edes anabeto –resumió mirando al semigigante.

—¿El qué soy? –replicó Hagrid desconcertado.

—No es así –intercedió Dumbledore—, Hagrid es...

—Albus, no la confundas –le regañó Grindelwald—, para una vez que tiene razón...

Como una centella, el director cambió de tema:

—Bellatrix nos estaba preguntando por el bosque. Tú lo sabes todo sobre las criaturas que viven en él, ¿cierto?

—Así es –respondió Hagrid con orgullo—. Tenemos unicornios, centauros, acromántulas, escarbatos, thestrals, escregutos de cola explosiva...

—Suena divertido. ¡Quiedo vezlos! –exigió Bellatrix.

—Es muy aburrido –la calmó Grindelwald—. Puedes entrar si quieres, pero es como pasear por el Callejón Diagón: repleto de criaturas molestas y aquí ni siquiera hay heladerías...

La pequeña estaba meditando la información, pero el guardabosques intervino al momento:

—¡Ah no, no! Es muy peligroso y está completamente prohibido entrar para los niños y niñas.

—¿Pohibido? –repitió la pequeña bajando al suelo de un salto— ¡Bella entra, Bella entra!

Tras aquella afirmación, se echó a correr y se internó entre los árboles sin encomendarse a nadie. Grindelwald miró a Hagrid y a Dumbledore con rabia:

—¡¿Es que soy el único que sabe cómo tratar a esa enana?!

—No debí decir eso... —reconoció el semigigante.

—Ya podemos atraparla –masculló Grindelwald—. Si perdemos a la otra no pasa nada, pero esta es la favorita de su tía.

—No puede estar muy lejos, es solo una niña –aseguró Hagrid poniéndose en marcha.

—Es muy veloz y astuta –suspiró Grindelwald.

—La encontramos en un periquete, seguro –declaró el director con optimismo—. Tú por ahí, Hagrid; tú por la derecha, Gellert y yo continúo por aquí.

Se dividieron y cada uno siguió un camino. Los dos magos utilizaron hechizos localizadores para detectar vida, pero era complicado en un área tan extensa y con tantos seres vivos. Aún así, pocos minutos después, como era de esperar, fue Grindelwald quien la localizó. Bellatrix estaba junto a un claro, observando algo frente a ella. En cuando escuchó pisadas, se giró apuntando con su varita, pero la bajó al ver que era su amigo.

—¡Mida, Gelly! ¡Mida qué bichos más feos! –gritó ilusionada.

—Son centauros, enana, y no son nada amigables... —murmuró el mago vigilándolos.

No lo eran y no lo parecían. Había como una decena pastando por el claro del bosque. El más grande, de aspecto fiero y salvaje, no quitaba el ojo de Bellatrix. Y por supuesto no le hizo gracia escuchar el insulto.

—¿Centaudos? Padecen caballos amozfos –rio Bellatrix.

—¿Qué eres tú? –inquirió el centauro acercándose, pues nunca había visto a un niño— ¿Un humano defectuoso?

—¿Defectudoso? –repitió Bellatrix con incredulidad— ¡Muede, bicho feo, muede! ¡Cucio!

Un rayo rojo salió de su varita e impactó contra el centauro, que cayó al suelo retorciéndose de dolor. Grindelwald lo contempló sorprendido; Bellatrix mejoraba con las imperdonables a cada hora. Por desgracia, el resto de la manada no se tomó bien el ataque. Mientras un par ayudaban al compañero caído, los demás se abalanzaron contra los dos humanos. Con un par de movimientos de la varita de Grindelwald, absolutamente todos cayeron al suelo inconscientes. La pequeña observó el espectáculo con la boca abierta.

—¡Poz las escamas de Saiph, sí que edes buen mago!

—Tú sorpresa me ofende, enana, y ahora vámonos. Estarán muy furiosos cuando se despierten... pero no será nuestro problema.

—¡Espeda!

La niña salió corriendo hacia el centauro que la había insultado y le pisoteó el cuello mientras gritaba: "¡Muede, tonto, muede!". Después, con una sonrisa satisfecha, volvió junto a Grindelwald y le dio la mano.

—Eres muy vengativa y agresiva...

—Gracias, Gelly, tú también eres vendativo y adesivo.

Mientras caminaban, el mago envió unas chispas doradas con la varita para informar a sus compañeros de que había encontrado a Bellatrix. La niña iba observándolo todo con gran interés.

—¡Mida eso! –exclamó señalando el suelo— ¡La tierda se mueve!

Era cierto. La tierra se movía en continuos surcos que rodeaban los árboles y parecían hacer carreras entre ellos. Grindelwald se abrió la camisa y extrajo un colgante de oro con el símbolo de las reliquias de la muerte. Se lo quitó y lo acercó a la tierra. Bellatrix lo contempló con interés sin entender qué hacía. Pocos segundos después, de uno de los montículos emergió una cabeza del tamaño de un puño.

—¡Mida! –gritó ilusionada— ¿Qué es?

—Un escarbato –sonrió Grindelwald.

—¡Es Raspy! –exclamó muy feliz acercándose para acariciarlo— ¡Y Raspy Dos! –gritó cuando se asomó otra cabecita— ¡Raspy Tres! –añadió ante la tercera.

Al final se juntó con una familia de doce escarbatos con los que pasó largos minutos jugando. Como tardaban, el director acudió a buscarlos.

—La enana ha hecho amigos por fin –comentó Grindelwald burlón.

—Menos mal que está bien. ¿Dónde la has encontrado?

—Por ahí, espiando a los centauros que estaban echando una siesta.

—¿Los centauros echan la siesta? –inquirió Dumbledore desconcertado.

—No tienen mucho más que hacer –murmuró Grindelwald con desinterés—. Oye, Albus, una pregunta... La enana obviamente tendrá activado el Detector porque es menor, entonces ¿el ministerio sabrá los hechizos que emplea? No tengo claro cómo funciona eso en Inglaterra.

Dumbledore le dirigió una mirada divertida y le tranquilizó:

—Sí, lo tiene activado hasta los diecisiete, el Ministerio sabe los hechizos que se usan cerca de ella. No obstante, como vive en un hogar mágico, no intervienen porque no tienen claro a quién pertenece cada conjuro. Se considera que sus padres (o tíos, en este caso), se encargan de que no haga un uso inadecuado de la magia.

—Ya... ¿Y si usa magia en Hogwarts? Aquí no está activado, ¿verdad?

Grindelwald tenía claro el problema: daba igual que hubiese otros magos presentes, si alguien usaba una maldición imperdonable, desde luego el Ministerio aparecía. Y Bellatrix llevaba dos en una tarde.

—No, esto es un colegio donde se supone que los alumnos practican magia. El Ministerio no puede detectar ninguna clase de hechizo.

—Eso imaginaba. Gracias, Albus.

—No obstante, Gellert, si tú vieras que Bellatrix hace un uso inapropia...

—¡Gelly, ven! –le llamó Bellatrix en ese momento— ¡Vamos a hacer una cadreda, elige uno!

Al mago le costó menos de un segundo acercarse y suspirar aliviado por librarse de la advertencia de Dumbledore. Eligió un escarbato y estuvieron casi una hora echando carreras para ver quién atrapaba antes los pasadores de pelo brillantes que les lanzaba Bellatrix. La niña había hecho bien en ponerse su chándal de dragones, porque acabó con tierra hasta en las orejas.

Cuando empezó a anochecer, tuvieron que volver. El carruaje ya los esperaba junto a las verjas de entrada.

—¡Upi, Gelly! Tengo que despedizme de mi amigo.

Grindelwald la cogió en brazos ya sin hacer preguntas ni protestar, estaba claro que no servía para nada.

—¡Hola, amigo testal! –saludó Bellatrix al animal con el que había entablado amistad por la mañana— Ya volvemos a casa, lo he pasado bien: he comido mucho chocolate, he volado en escoba, he usado cucio, he jugado con los escazbatos y he conocido a una bruja-gato. Dice que no come datones, pedo tiene cara de no sez muy feliz, así que creo que es pozque sí come datones.

—Gran resumen –comentó Grindelwald con rapidez—. Venga, despídete que nos tenemos que sentar.

—¡Adiós, amigo testal! Nos vemos dento de...

Bellatrix hizo una pausa pensativa, frunciendo el ceño y estirando las manos para contar con los dedos los años que le faltaban para ir a Hogwarts. "Uno, dos, tres..." murmuró sacando la lengüita para concentrarse mejor.

—¡Seis! –exclamó orgullosa— ¿Vezdaz, Gelly? –preguntó para estar segura de haber hecho bien las cuentas.

—Sí, enana, muy bien. Serás muy buena en aritmancia.

—Sedé muy buena en todo, no solo en arimagia –aseguró Bellatrix—. ¡Nos vemos en seis años, amigo testal! ¡Hasta entonces recuezda toda la gente a la que te tienes que comer pada ponezte gozdito!

El animal giró la cabeza observando a Dumbledore y a Andrómeda que subían en ese momento al carruaje. Los thestrals eran criaturas muy inteligentes y Grindelwald sospechó que entendía a Bellatrix. "Bah, Albus se lo merecería, por cansino" resolvió mentalmente. Bellatrix sacudió la manita para despedirse y el caballo mortuorio acercó su hocico a ella, agachando ligeramente la cabeza en un gesto de saludo. Grindelwald alzó las cejas sorprendido de la afabilidad de la bestia.

Cuando regresaron a Grimmauld, las niñas estaban completamente agotadas tras el intenso día. Pero por supuesto, hubo tradiciones a las que Bellatrix no renunció. Se había duchado y puesto el pijama mientras los adultos compartían un whisky en el salón. Entonces bajó, se plantó frente a Grindelwald y exclamó:

—¡Hoda de mi cuento!

Refunfuñando, el mago se levantó del sillón y subieron a su habitación. Mientras se acomodaba en la cama custodiando a sus peluches, Bellatrix murmuró:

—Recuezda que me tienes que contaz dos capítulos.

Grindelwald chasqueó la lengua con fastidio al comprobar que la enana no olvidaba nada. Así que se sentó junto a ella y le narró dos nuevos capítulos de las aventuras de Saiph. Cuando terminó, Bellatrix ordenó:

—Oto más.

—El acuerdo eran dos y ya están –se negó Grindelwald.

—¡Los has hecho más cortos pada intentaz engañazme!

—Eso es mentira –replicó el mago.

—¡No! Todas las noches cuando me cuentas el cuento esas dos sezpientes se muezden la colita –reveló Bellatrix señalando su reloj mágico de mesilla—. Hoy se la están mozdiendo, pedo la siguiente no, como si fueda un solo capítulo. ¡Así que no me times y cuéntame oto!

A Grindelwald le sorprendió que hubiese descubierto su estrategia; pero todavía más, lo astuta que era Bellatrix controlándole con su reloj infantil. Se rindió ante su inteligencia y hubo de inventarse un nuevo capítulo. Después, para terminar con el ritual, le dio un beso en la frente y otro a sus peluches (a los que la niña agarraba con fuerza). Así, la dejó por fin dormida tras un día repleto de aventuras. 

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