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Cambios

La visita prevista por Grindelwald a Grimmauld Place nunca llegó a suceder. Bellatrix no volvió a verlo. Antes de que llegase el fin de semana, Grindelwald abandonó Hogwarts y huyó a Centroeuropa. Gracias a su pequeña amiga, no solo poseía la varita de sauco, sino que también fue capaz de sustraer la piedra filosofal: el preciado objeto le facilitaría el oro que necesitaba para su guerra. Dejó de fingir simpatía hacia Dumbledore y se mostró tal cual era: un mago oscuro supremacista incluso más peligroso que Voldemort. El director había tratado de evitarlo teniéndolo siempre cerca de él, bien vigilado. Pero ni el gran Albus Dumbledore podía controlar tantos frentes a la vez.

Siguiendo la recomendación del director, Walburga eliminó de la mente de sus sobrinas los recuerdos de Grindelwald. Bellatrix no era sentimental y con cinco años olvidaba rápido a las personas; la obsesión de un mes caía al olvido en el siguiente. Tras el conjuro de Walburga, nunca volvió a preguntar por su amigo. Toda su atención se centró en ser la mejor bruja posible.

Cuando tenía ocho años, sus tíos la reunieron a ella y a sus hermanas, tenían una noticia que darles:

—Vais a tener un hermanito —las informó Orión exultante con la noticia de su primogénito.

—No las confundas, vais a tener un primo —le corrigió Walburga acariciándose el vientre.

—A efectos es lo mismo, querida.

—No es lo mismo: con un primo te puedes casar para conservar la fortuna y la sangre; con un hermano sería repugnante.

Ante aquella lógica (y dado que ellos eran primos segundos) Orión no pudo replicar.

—¿Qué os parece? —preguntó el mago— ¿Estáis contentas?

La respuesta fue dispar: Narcissa se echó a llorar, tenía tres años y no quería que nadie le quitase el título de la pequeña de la casa. A Andrómeda sí le hizo ilusión, así tendría un compañero de juegos. Sus hermanas no le servían: una solo quería jugar a ser una princesa y a ella le tocaba ser su elfina que la peinaba; la otra quería jugar a ser una asesina y a ella le adjudicaba el papel de un sangre sucia al que perseguir y torturar. Bellatrix, por su parte, no reaccionó. Se quedó pensativa y cuando su tío procedió a consolar a la pequeña y su tía a responder a las dudas de la mediana, se retiró a su habitación.

—Bella, ¿puedo pasar?

La puerta se abrió con un gesto de varita de la niña y Walburga lo tomó como un sí. Habían pasado varias horas y juzgaba que Bellatrix ya habría procesado la noticia. Estaba tumbada en la cama, abrazando al peluche del escarbato mientras el del dragón revoloteaba sobre ella. Nunca se separaba de ellos (aunque ahora creía que ella sola los consiguió a ambos).

—¿Qué conjuro has usado? —le preguntó señalando a Saiph.

Wingardium leviosa y arresto momentum.

No le dio más información. Walburga no la necesitaba para saber que los había combinado creando un conjuro propio que permitía volar a su peluche. Estaba tremendamente orgullosa de su sobrina mayor, era tan excepcional como siempre supo que sería. Por eso su opinión le importaba de verdad.

Se sentó al borde de la cama y la contempló en silencio. Le acarició el pelo y finalmente le preguntó si estaba triste porque fuese a haber otro niño en la casa. Bellatrix se encogió de hombros, seguía ausente. Al final se giró hacia ella y le preguntó:

—¿Cómo se llamará?

—No lo hemos pensado todavía. A tu tío le gusta Draco, pero a mí me parece una horterada... Tenemos que buscar otro mejor, puedes ayudarme, si quieres.

Bellatrix no respondió, siguió meditando hasta que manifestó su principal duda:

—¿Será otro bebé llorón como Cissy? ¿O aburrido como Andy?

—Espero que no. Por las patadas que da a todas horas, creo que será rebelde y molesto... —sonrió Walburga, que no deseaba hijos por instinto materno, sino por la perdurabilidad de su estirpe.

Eso interesó a Bellatrix, que le miró la tripa frunciendo el ceño.

—Y yo... —preguntó dudosa— ¿Podré... entrenarlo?

—¿Quieres un pequeño esbirro al que controlar y manipular?

—No sé qué es eso, pero creo que sí.

Walburga sonrió y le respondió que lo mejor que podría pasarle a su hijo sería tenerla como maestra. Eso terminó de convencer a Bellatrix, que asintió con más confianza. Walburga juzgó que la respuesta había sido favorable.

Lo confirmó dos días después, cuando se encontró a su sobrina mayor sentada en la habitación donde colgaba el tapiz de los Black. Estaba conversando en voz baja con su peluche Raspy hasta que entró su tía.

—¿Qué haces aquí, Bella? Kreacher acaba de preparar una tarta. Estaba preparada para echarte la bronca cuando intentaras atacarla, pero no has venido.

Bellatrix abrió los ojos con interés al escuchar lo del dulce. Pero pronto le señaló un nombre en una de las ramas del árbol familiar y le indicó:

—Me gusta ese.

—¿Sirius? —leyó su tía. Su sobrina asintió. — Sirius Black III... Me gusta, es un buen nombre. Decidido: el bebé se llamará Sirius.

—¡Bien! —exclamó Bellatrix orgullosa de su habilidad para elegir nombres— Pero tienes que preguntarle al tito, ¿no? Para saber si a él le gusta...

—Bah, le encantará —respondió Walburga con desinterés.

Aún así, se encaminó al salón para preguntárselo. Cometió el error de no analizar por qué a su egoísta y arrogante sobrinita le preocupaba la opinión de su tío en ese (o en cualquier otro) asunto. En cuanto salió, Bellatrix mostró una enorme sonrisa burlona y murmuró:

—Qué gran mentirosa soy... ¡A por la tarta!

Ese día la familia Black tuvo nombre para su primogénito... lo que no tuvo fue tarta para celebrarlo. Bellatrix se zampó la mitad y se aseguró de chupar el resto para que nadie se la robara. La castigaron, por supuesto. Pero era complicado castigar a alguien capaz de hacer arder las puertas... incluso sin varita.

La escena se repitió dos años después, cuando Sirius tuvo un hermano pequeño. Bellatrix no albergó interés alguno en Regulus, tenía otros problemas entre manos...

—¡No quiero ir! ¡No quiero! —protestaba furiosa.

—Tienes que ir, ¡es tu obligación! —exclamaba su tía.

—Todos hemos ido a Hogwarts, cielo, te encantará —aseguraba su tío.

—Ya fui una vez de pequeña, cuando nos llevaste con el señor pesado... ¡Y no recuerdo casi nada, así que debió ser muy aburrido!

Los Black se miraron de reojo, seguían sintiéndose culpables por hacerla olvidar a Grindelwald. Pero también seguían pensando que fue lo mejor para ella. No obstante, no le censuraban los artículos de prensa ni cambiaban de tema cuando el nombre salía en alguna reunión de los Sagrados Veintiocho. Bellatrix oía las noticias de cómo Grindelwald avanzaba imparable en Europa, conquistando territorio y matando muggles a millares. Pero no le interesaba más allá de su odio a esa raza que consideraba inferior. No reconoció el nombre, puesto que se trataron durante poco más de una semana y para ella siempre fue Gelly.

Walburga intentó calmarla, explicarle que el colegio le resultaría muy fácil: sería la mejor con diferencia.

—¡Tonces para que voy! —protestó— ¡Ya sé todo lo que esos tontos enseñan en los últimos cursos!

—Aún hay cosas que puedes aprender, Bella. Yo solo te he enseñado artes oscuras, no...

—¡Porque es lo único que vale la pena! —aseguró la niña.

—Aun en ese campo, siempre hay cosas nuevas por aprender —razonó Walburga—. Hay profesores muy buenos y está Dumbledore, a quien todo el mundo tiene por el mejor mago del mundo.

—¡Yo soy la mejor del mundo!

Remarcando esa sentencia con un portazo, Bellatrix se encerró en su habitación. Era una niña de diez años, bastante infantil y arrogante... pero no tenía ni un pelo de tonta. Sabía que no era la mejor del mundo; de la misma forma que sabía que un día (más pronto que tarde) eso cambiaría. Y el propio director la ayudaría, se lo debía. No sabía por qué, pero Bellatrix sentía que se lo debía.

—Me cuesta no estar de acuerdo con ella en esto, Orión —reconoció Walburga cuando se quedó a solas con su marido—. Yo también pienso que estaría mejor en casa.

—Ya lo hemos hablado, cariño. Es más que nada por su seguridad —la tranquilizó Orión—. Cuanto más crece, más posibilidades hay que de el Señor Oscuro la busque para saldar cuentas o para reclutarla... y en ningún lugar estará más segura que en Hogwarts.

En eso la bruja le concedió la razón. Voldemort había empezado a captar seguidores de forma más activa, apareciendo incluso en las fiestas de sociedad de sangre pura. Valoraban su misión, aunque hubiese matado a sus familiares, pero no podían correr el riesgo de que reconociera a su sobrina.

—Además, con nuestros hijos pequeños casi es más seguro que Bella no esté aquí... —murmuró Orión— La quiero mucho, pero el día que no nos incendia algo es porque ha derribado un muro o destrozado el retrato de mi tatarabuelo...

—Ese retrato era francamente desagradable. Y Bellatrix es muy buena prima, Sirius la adora. La sigue a todas partes desde que aprendió a gatear y es la única que logra calmar su hiperactividad cuando se sientan juntos en la ventana.

—¡No lo cuentes como si les gustase mirar el paisaje! Bellatrix abre la ventana y se dedica a lanzar maldiciones a los muggles que pasan. Sirius, que tiene tres años y no se entera de nada, aplaude porque le parece divertido.

—Es divertido.

—De acuerdo —suspiró el mago—. Pero el otro día, si no llego a frenarla, hubiese cruciado a Sirius porque intentó robarle tarta. Esa niña es muy peligrosa y nuestros hijos son pequeños. Que Bella vaya a Hogwarts es lo mejor para todos.

Al final Walburga suspiró y cedió. Hubo otro asunto, sin embargo, en el que nunca cedió y amenazó seriamente a su marido cuando amagó con comentárselo a Dumbledore.

—¡Otro pasador de dragón con piedritas brillantes! —exclamó Bellatrix ese mismo agosto, abriendo los regalos de su cumpleaños— ¡Es un colacuerno húngaro! Gracias, bicho feo.

El mal acechador que le había entregado el paquete soltó un graznido mientras desplegaba sus alas de mariposa y se marchó por la ventana. No sabía quién lo había mandado, pero Bellatrix no preguntó, ya era costumbre.

Cada año, por su cumpleaños, recibía un regalo sin remite: libros de magia oscura; chivatoscopios y detectores de tenebrismo muy precisos; brazaletes, colgantes y pasadores con forma de dragones... Le encantaban pese a no saber de quién eran. Sus tíos sí que albergaban ciertas sospechas y los primeros que recibió, los examinaron con atención. No obstante, Walburga se negó a requisárselos o a mostrárselos al director. No hubiese sido sencillo: los males acechadores que los portaban siempre se los entregaban directamente a Bellatrix y no era nada fácil quitarle algo a esa niña...

Con sus pasadores de dragones y sus peluches, en septiembre, tuvo que ir a Hogwarts. El Sombrero Seleccionador apenas había rozado su cabello cuando gritó Slytherin. Bellatrix se levantó, altiva y arrogante, se sentó en la mesa asignada y miró a Dumbledore. Se encontró con los ojos azules del director, que le guiñó un ojo, pero ella no sonrió. Sabía que les salvó la vida y las visitaba cada Navidad. Andrómeda le profesaba cariño y admiración, a Narcissa le daba miedo y a Bellatrix le generaba una enorme desconfianza, pese a que siempre era encantador con ellas. Pero Bellatrix no quería su bondad ni su compasión... quería conocer la magia avanzada que solo él dominaba. Y lo haría, ¡por Morgana que lo haría!

Siguió recibiendo regalos anónimos año tras año. Su primo Sirius siempre bromeaba con que tenía un novio secreto, lo cual al pequeño le suponía esquivar una ronda de crucios.

Hasta que cumplió quince años: esa fue la primera ocasión en que no hubo regalo sorpresa. Lo que sí recibió fue El Profeta con la noticia en primera plana de que Dumbledore había derrotado a Grindelwald. En Inglaterra el mago oscuro apenas era conocido, ahí tenían su particular problema con nombre propio: Lord Voldemort. El Señor Tenebroso ya disponía de un nutrido grupo de mortífagos y las muertes y desapariciones eran cada vez más frecuentes. Aún así, en las familias de sangre pura, las hazañas de Grindelwald sí que sonaban. Su juicio se celebró en septiembre y el Profeta recogió la sentencia de por vida.

—Lástima, estaba haciendo una buena limpieza —comentó Bellatrix devorando un pastel de chocolate.

—Al menos no lo ha matado —comentó su amigo Rodolphus.

—Dumbledore lo ha encerrado solo en una prisión imposible de encontrar —comentó Dolohov leyendo el texto—. Yo preferiría morir que envejecer así: tiene treinta y cinco años, para la muerte natural le quedan por lo menos cien...

—Una pena, está tremendo —murmuró Bellatrix contemplando al mago rubio platino con ojos azules en la fotografía—. ¿No os suena de algo?

Sus compañeros negaron con la cabeza. Al final Bellatrix se encogió de hombros:

—Qué mala suerte, a nosotros nos ha tocado el dictador feo...

—¡Bella, no hables así de él! —la regañó Rodolphus asustado.

La chica mostró su sonrisa burlona que se extinguió poco a poco hasta sentenciar con calma:

—Voldemort mató a mis padres y yo lo mataré a él. Suerte tiene de que le esté dando estos años de margen para que limpie el país mientras yo estudio.

Sus amigos se estremecieron con absoluto horror. Voldemort era un tema tabú, al igual que la muerte de los padres de las Black. Nadie hablaba de eso, nadie osaba mencionarlo nunca, pues temían ser los siguientes. Todos estaban destinados a unirse a Él cuando terminaran el colegio, pero Bellatrix tenía otros planes. Deseaba ser una gran bruja y luchar por un mundo en que los magos fueran libres, pero no servir a ningún mago con ínfulas de grandeza. Sería libre y, sobre todo, sería la mejor.


Nota: Como os conté hace varios capítulos, no tenía claro cómo seguir esta historia. Esto es lo que escribí al principio: un salto temporal porque los años de Bella en Hogwarts no me interesan, ya los he desarrollado en otros fics. Tenía dudas de si cambiarlo, pero al final he decidido dejarlo así. Eso supone que actualizaré con más frecuencia porque el resto ya lo tengo escrito. No obstante, si se me ocurriera alguna otra idea para un capítulo de la Bella pequeña de cinco años, lo añadiría entre este capítulo y el anterior (seréis debidamente avisados si eso sucede). 

Hasta aquí el aviso, espero que os siga gustando y muchísimas gracias por vuestro apoyo, ¡os adoro mucho!

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