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Capítulo 12

Octubre pasó más deprisa de lo que cabría esperar y Alzina lo agradeció. El Proyecto 15 y las jornadas de trabajo en el Gran Oráculo favorecieron que, antes de poder darse cuenta, el mes estuviera a punto de acabar y noviembre, con sus infinitas posibilidades, estuviera a la vuelta de la esquina. La primera quincena de noviembre permitiría a Alzina vivir en los Valles por medio mes. Liberada de sus ataduras y con la ayuda de Aritz, la pareja podría regocijarse en una convivencia que duraría aproximadamente dos semanas. Habían decidido arrendar la vivienda en la que todo comenzó, el ático de aquel edificio al lado del parque junto al puerto.

Unos días antes de partir, Alzina estaba más que preparada para marcharse. Caía sobre Desserule una fuerte lluvia, aunque no tanto como la que estaba arrasando el sur de la Federación. Las tierras interiores de Yerëlsei y el norte de Ereseld estaban sufriendo una catástrofe climática cuyas reminiscencias llegaban a las tierras septentrionales de la Federación en forma de fuertes chubascos y tormentas. La situación provocaba en la pelinegra cierta ansiedad. Las autoridades estaban estudiando todas las medidas necesarias para proteger a la población de semejante atrocidad y algunas pasaban por limitar la libertad de movimiento y cerrar accesos a las ciudades. ¿Y si no podía acudir a la estación de ferrocarril por el temporal? Aritz comprendía la situación y estaba triste; en cierta forma, tenía presente que era probable que Alzina no pudiera viajar, pero por más que se esforzara fue difícil ayudar a Alzina en aquel contexto. La ansiedad era demasiado grande como para que ella pudiera gestionarla.

Todo quedó en un episodio sin mayor importancia. Alzina finalmente pudo viajar a los Valles, dejando atrás la Federación, el temporal y la ansiedad con una mezcla de alivio y expectación. Todo pasó deprisa, tal y como había ocurrido con octubre, y antes de poder darse cuenta se encontraba ya en la ciudad de Karka, esperando el zepelín que la llevaría junto a su amado Aritz. Estaba sola en mitad de la calle, con el pelo negro azotado por el viento y sin un abrigo en condiciones que pudiera resguardarla del pujante frío septentrional. Apenas podía permitirse el billete de ferrocarril, habría sido quimérica siquiera pensar en comprarse un buen abrigo. Mientras aguardaba la llegada del zepelín, Alzina intentó reflexionar sobre sus emociones y lo inquieta que había estado los últimos días. Su sistema nervioso estaba completamente desregulado, podía percibirlo en sus patrones de sueño, en la forma en que todo tipo de comida tenía un efecto dañino en su sistema digestivo, en la poca paciencia que tenía para lidiar con las cosas y sobre todo en lo sensible que estaba. Debo tranquilizarme, todo está bien. Se repetía aquel mantra en bucle, siguiendo las indicaciones de Victoria, pero lo cierto era que Alzina se daba cuenta de que estaba fuera de control.

Subió al zepelín con una llamada entrante de Aritz. La ignoró, de haber respondido habría perdido su asiento. Una vez que estaba sentada intentó llamar, pero la calidad de la llamada a esa altura impidió una buena comunicación. Aún así, Alzina pudo tranquilizar a Aritz, que tan pronto como respondió mostró su preocupación.

—¿Has podido llegar?

—Bueno, ha habido un retraso con el ferrocarril y ahora justo he subido en el zepelín. ¡Qué rabia!

—Lo sé, pero lo importante es que llegues. Avísame cuando estés aquí, iré a buscarte a la estación.

Por fin estaba allí. Ahora sí podía respirar, ahora sí podía detenerse. Los días habían pasado uno tras otro sin que se concediera a sí misma la oportunidad de relajarse, de respirar, de existir. Había vivido en un ajetreo constante desde su anterior viaje a los Valles, devorada por las ansias de regresar a Aritz y a la paz que sentía en aquella tierra. Y aunque se comprendía a sí misma, comenzaba a darse cuenta de que aquello no era sostenible. Llevaba demasiado tiempo viviendo en piloto automático. Si no aprendía a frenar y relajarse, su cuerpo pagaría las consecuencias. Por eso mismo llamó a Victoria y colgó en cuestión de segundos. La llamada perdida le indicaría que Alzina la necesitaba y acabaría por llamarla, siempre lo hacía.

Tal y como había esperaba, Aritz no estaba allí cuando el zepelín llegó. Amaba a ese hombre incondicionalmente, precisamente porque lo conocía bien y sabía que era incapaz de llegar a tiempo. Fue cuestión de un par de minutos. Lo vio aparecer con una preciosa sonrisa por una de las calles del parque. Caminó hacia él arrastrando la maleta gris mientras lo observaba de pies a cabeza. Se había traído una maleta negra para instalarse con ella en el ático y de alguna manera, aunque ambos eran conscientes de que era una convivencia efímera, estaban pletóricos ante la idea de vivir juntos. Se aferraban a los días que estaban por empezar como si fueran un obsequio del destino.

—Perdona, se me ha hecho un poco tarde —comentó él con una sonrisilla nerviosa—. ¿No me das un beso?

—Contaba con ello —respondió ella besándole con dulzura los labios.

—¿Con el beso?

—Con que llegarías tarde —replicó entre carcajadas.

Subieron al ático, que los recibió con la misma luz que había mostrado la vez anterior. Todo estaba limpio y bien dispuesto, casi como si aquel pequeño apartamento hubiera estado esperando impacientemente el regreso de la pareja. Alzina visualizó el sofá negro, cubierto con aquellos tapices oscuros, y casi pudo visualizarse a sí misma sobre él, sentada con nerviosismo junto a Aritz la primera noche que coincidieron.

—¿Qué te apetece hacer ahora? Estarás cansada del viaje —dedujo él tomándola de la cintura para abrazarla.

—No lo sé, solo quiero estar contigo.

Alzina hundió su rostro en el cuello del muchacho, que la tenía tomada con fuerza, quizá demasiada, y la guiaba poco a poco hacia el sofá.

—¿No será mejor que vayamos a comprar? Así ya podemos estar tranquilos en casa.

—No creo —alcanzó a decir ella besando sin parar el cuello y la cara de Aritz.

—Amor... Vamos a comprar, hazme caso. Luego habrá tiempo para eso.

Alzina se separó de él en ese momento, respirando agitada, parpadeando como si hubiese perdido por un segundo el raciocinio. Aritz quedaba ahora justo frente a ella, a una distancia insignificante de un par de centímetros. Sentía su aliento cálido en el rostro, el olor único de su piel y su saliva y podía ver sin dificultad todas sus imperfecciones, desnudas de pretensiones. Era un hombre real, eso lo hacía perfecto. Lo abrazó como si admirarlo la hubiera hecho comprender que era tan hermoso como frágil, que podía perderlo, que en otro universo tal vez jamás lo habría tenido. A él no le molestó la intensidad con la que Alzina lo apretó entre sus brazos.

—Te amo —le dijo al oído.

—Y yo, mi amor —le respondió él acariciándole la espalda—. Te amo. Me hace feliz que estés de vuelta.

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