
13: ¿Quiero el chocolate?
Lizbeth hizo una morisqueta y reí haciendo que las papas cayeran al suelo y Milena empezase a regañarla por distraerme de la gran visión de tres chicos paseándose en frente nuestro con solo un short de baño vistiéndoles. Porque ver tres chicos, debe ser mi prioridad.
El argumento de Lizbeth es verdadero: no hay nada que nosotras no hayamos visto, pero el sentir de Milena al hacernos venir a la playa es que olvidemos un poco la vida fuera de ella.
Pero es imposible. Al menos de mi parte no puedo olvidar nada de lo que ocurrió estos últimos meses y el que tengo, de cierto modo, roto el corazón. Es solo que finjo muy bien que aquí no sucede nada; eso sí puedo hacerlo.
—Ayúdenme —escuchamos a Serena y fuimos directas a ayudarla con los refrescos. Milena se pensaba que tomar alcohol era bueno pero no, la conocía un poco ebria y hace ridículos. Todas terminaríamos haciéndolo.
Ahora entiendo porque vinimos en primer lugar.
—Sácate ese vestido, no eres recatada —le dice y mi amiga se mira lo que cubre su traje de baño: un vestido largo de tirantes que deja mucho a la imaginación, y luego a nosotras—. ¡Vamos, guapa! —Sonríe Milena con coquetería—, no te avergüences que tengo ojo clínico y no tienes qué envidiarnos.
Serena se anima a quitar el cordón de detrás de su cuello dejándonos ver un traje de dos piezas, no tan revelador como el de Milena o el mío, pero acentuando en los sitios adecuados. Le regresé su refresco y me recosté por completo, disfrutando del sol.
—Ya van dos —dice Serena y la veo de reojo.
—¿Dos qué? —pregunta Lizbeth en un rato en que ninguna preguntó.
—Dos chicos que me preguntaron si las conocía.
—¿Y por qué no vienen ellos? —soy quien pregunta.
—Por idiotas —responde Milena segura—. No les presten atención, si un chico no es lo suficientemente valiente para acercarse y saludar no vale el esfuerzo de mirarlo.
—Tú miras a todos, ¿eso en qué te convierte?
—En alguien que no desaprovecha las oportunidades. Básicamente.
—¿Básicamente? —Lizbeth se alza y se quita sus lentes—. Nunca desaprovechas.
—Pues eso —dice campante y orgullosa.
Simulé no reír y abrí un libro, bastante viejo pero del que valía la pena rememorar. Escuchaba parcialmente la conversación que mantenían las tres, sobretodo Milena expresando de más con sus manos y muecas y Lizbeth siendo calmada y diciendo lo necesario a Serena, que tiene curiosidad de ciertas aventuras que se vive únicamente cuando se tiene beneficios.
No lo decías a menudo; los lujos no se comentan porque están ahí, siempre han existido y son fáciles de dejar si estás acostumbrado a ellos. Incluso el conocer a ciertas personas, muchachos generalmente, es uno de esos lujos que no pueden presumir. Pero para Milena ese no es un problema. Se entretiene diciendo con quién ha salido; quién es bueno besando o una máquina de babas; con quién se tiene una verdadera experiencia sexual y si ésta perdura o no. Y pare usted de contar. Me gusta escucharla, aprendo y me río, dos lujos que no todos pueden ofrecer.
—Entraré al agua —anuncia Lizbeth y me tiende sus lentes, los pongo en mis ojos y las demás la siguen.
Vuelvo a mi lectura.
Ese deseo, que casi nublaba mi razón por verle, amenazaba con no dejarme respirar. En cada tomo de aire volvía a recordar lo que se siente, porque si pudiera no tener a la mano los recuerdos latentes, tanto que me quemaban la piel, no me entraría un desespero absurdo, completamente absurdo, por sentir que le tengo cerca de nuevo. Al exhalar parece que me tranquilizo, hasta que tomo aire. Como un gran martirio del que no me puedo deshacer.
¿Extrañar de ese modo, descorazonado, es natural? Si no lo es, no tengo salida. Nadie me avisó que viviría prendada de alguien y que ese alguien sería así de invaluable para mí. Ni que esta incomodidad era permanente...
Cerré el condenado libro y tomé de mi refresco creyendo que el nudo en mi garganta se iría. No. Ahí permaneció y de la rabia apreté el vaso, derramando lo que quedaba.
Que indecisa me he convertido. Quise que Eliot hiciese lo mejor para su familia; lo hizo, tomó sus decisiones y cuando estuve incluida en ellas, cuando me pidió que no me fuera de pronto tenía tantas otras prioridades y él fue mi último pensamiento. Pero al pisar mi ciudad y arreglar lo que parecía arruinado, ahora que quiero verlo me está dando mi espacio y odio ese espacio. Lo odio profundamente. Y odio profundamente el orgullo, ese no funcionaba para algo útil más que para amargar, amargarme el alma y la consciencia.
—Contesta —rogué marcando la primera vez. A la segunda empecé a perder el sentir, pero no iba a rendirme. Lo intenté una tercera y cuarta—. Eliot, contesta... ¡Sí! ¿Haló?
—¿Quién habla...? —escucho algo extraño en el fondo de la voz, me suena conocida—. ¿Eres Nadina?
—Sí —dije insegura.
—El señor Wallace salió del hotel hace media hora, dejó su celular por accidente. Cuando vuelva le diré que llamó, ¿quiere dejarle un mensaje?
Sonreí con desgana. La suerte no está de mi lado.
—No Rose, muchas gracias. No le diga que llamé.
—Como usted prefiera.
Colgué enrollándome otra vez en amargura y ese espacio que sigue creciendo entre nosotros.
Oí a alguien silbar. En su comienzo no le presté la debida atención, estamos en una playa, pero curiosa me giré comprobando que varias chicas le chiflaban a un hombre. No aguanté la risa y fui un poco pícara en sentirme a gusto y apreciar el buen ver de aquel sujeto.
—No los ves así por aquí —dijo una tan alto que seguro él también lo oyó. Tiene toda la razón, salvo los que parecen fisicoculturistas (o creen que sí) y se pavonean.
Se sacó la franela que cargaba y, ¿qué puedo decir? Babear no era lo difícil, apartar la mirada sí. El chico se ejercitaba, no tanto para ser exagerado y se noten sus venas, pero sí el suficiente y sutil trabajo de brazos y piernas; está de espaldas a mi dirección, pero veo e incluso siento cuánto disfrutan los espectadores de verle. Es un playa concurrida y hay diferentes tipos de cuerpos, en el caso de este hombre tiene una maravilla de espalda, trabajada y marcada casi delicadamente. El dorsal ancho y los deltoides posteriores son de sus atractivos inevitables, incluido el trapecio.
Es todo un espectáculo. Marcados los músculos de forma armoniosa y sus movimientos al estirar los brazos contraían mas lo ya visible. Resaltaba una piel un tanto pecosa y bronceada, preciosa. Incliné mi cabeza, queriendo ver la cara de quien posee esta indumentaria. Me sentí como una colegiala queriendo que se diese vuelta y apreciarle por completo.
—¡Dina! —gritaron y sonreí a las chicas. Milena se echó encima, mojándome—. ¡Uh! —dijo de repente quitando su peso y tocando sus labios, viendo a lo que todas veían—. ¿Y ese espécimen de cómo debe ser un hombre fuerte y formal?
Lizbeth gruñó en contra de las palabras de Milena, como si los hombres son caramelos de distintos sabores, de distintos tamaños y se pueden escoger en una dulcería. Para ser tan joven, Lizbeth se tomaba algunas cosas demasiado enserio.
—No lo sé —de nuevo a mi libro, riendo—. No quiero ver a ningún chico.
—¡¿Cómo te atreves, Nadina Mitchell?! —me gritó Milena y, vaya, enfurecida como nunca—. Sal, sal de esa reposera. —Sacó el libro de mis manos tirándolo por allí, me puso en pie, quitó el pareo, los lentes y el sombrero—. Ahora —sostuvo mis hombros caminando conmigo frente a ella—, irás y te presentarás.
—¿Qué? —abrí mis ojos queriendo regresar y obteniendo la fuerza de ella que no puedo contrarrestar—. Milena, no...
—Iras y te presentarás, Dina —habló con cuidado, pausada y eso da más miedo que el que grite.
Faltaba poco para llegar a él y Milena me dio un empuje, una nalgada y se fue regando sonrisas por la playa.
Lo que no intuí, es lo que me encontraría viendo al fin la cara del espécimen. Y su pecho y abdomen, por supuesto. Atiné a sonreír y, por qué no, sentirme bien con la idea de ser la única en toda esta playa que lo conoce.
Y espero aun conocerlo de verdad.
Sonreí moviendo mis caderas a un lado, es una posición más cómoda y en la que exhibía un poco más de lo normal, depositando mis manos en ambos lados y frunciendo el ceño gracias al sol para verle bien. Usé mi mano como visera y levanté la vista.
—Quien diría que te vería en estas fachas —bromeé y reí de una pronta ocurrencia. Él también rió—. Me gustan, por cierto.
—A mí las tuyas —contestó contrayendo su voz. Le di un golpe en el brazo.
No fue suficiente, así que me acerqué un poquito más y lo vi a los ojos, para que no se nos olvidara. Simplemente el orgullo sabía a una muy mala combinación en mi paladar y la honestidad, mientras la meditaba, se me hacía dulce.
—Te extrañé, Eliot —susurré—. No me tientes con tu presencia. —lo último lo pedí con delicadeza.
—¿Te tiento?
—Más de lo que debieras —admití encogiendo uno de mis hombros—. Sigues acumulando reacciones antinaturales en mí.
—¿Y es natural que averiguara dónde estabas y seguirte?
—No me molesta que lo hicieras —dije sincera—, esta vez.
—Lo hice porque te tardabas en decidirte. Vine a darte un empujón como el de hace poco. —Cubrí mi rostro sintiendo pesar. Dios, Milena. A Eliot le hace gracia—. Es simpática.
—¿Ella te gusta? —di un paso atrás—, si quieres la busco...
Su mano no me dejó marchar y mi cuerpo se relajó en un soplo al contacto con el suyo. Mis antebrazos se acomodaron sobre sus hombros y él acarició mi cintura antes de abrazarme y sentir el calor corporal y el del sol compartido. Sentí su frente caliente tocar la mía y le escuché decir:
—También te extrañé.
No me contuve y atraje su rostro para besarle, necesitando sentir que aquella afirmación era cierta y al recibir lo que di lo acerqué tanto como me fue posible. El aire se consumió y separé parcialmente mis labios, recobrando la calma y el poco frescor del ambiente. Vi sus interesantes ojos, de los que aún no he podido descubrir el color. Acabamos el beso con la vista puesta en el otro. Miré sobre mi hombro y reí ante las caras de mis acompañantes.
—¿Quieres que te presente? —Me ve con exasperación y río a carcajadas—. Pero Eliot, tengo que saberlo.
—Me gustan los títulos, creí que lo sabías.
—Me gustan tus besos, ¿y eso qué tiene que ver?
Suspiró con exasperación. Lo que lo hace mas divertido, aunque prefiero verlo sonreír.
—Muñequita, no juegues... —advirtió y sentí la probada de la misericordia.
No insistí en hacerlo rabiar y jalé su mano para que me siguiera.
No lo supe hasta que lo hice. Decir que Eliot Wallace es tu novio tiene un gusto exquisito del que me quiero hartar y para él oírlo significa mucho mas de lo que llegue un día admitir.
*
Vi de Eliot a Esmirna, de ella a él y de vuelta, confiando que la claridad vendría y se olvidaran de planes raros.
—¿Bromean?
—No —dijeron ambos. Crucé mis brazos sintiendo frío, sintiendo que me quieren obligar a hacer locuras.
—¿Por qué quieren que acepte ese contrato? No importa si fuiste quien me lo ofreció, Eliot. No me gusta.
—Porque te necesito cerca y es una buena excusa.
—Además —añade Esmie antes de que, efectivamente, contradiga—, eso resolvería los contratos que postergaste y puedes utilizar a tu favor lo que no pudiste hace años, ¿no quieres justicia?
—Si me lo siguen recordando claro que querré.
Ellos se pensaban que ser la susodicha imagen de Wallace Place en estos momentos nos convenía. A Eliot porque pondría en jaque a su padre y, añadió, que yo lo beneficio más que ellos a mí. A mí porque podremos intentar hacer justicia del modo en que Jamie Wallace odia sobremanera, y ese es su prestigio, su nombre y su dinero. Y a Esmirna porque a la hora de otros contratos no se dudará en dármelos.
—Antes no dudaban —dije suponiendo que me hicieran caso, sobretodo ella.
—No lo hacían, Dina. Cuando te marchaste ese corto tiempo se puso en duda como lidias con todo lo que haces, en general.
—Es culpa de Eliot. —Recogí mis piernas apoyando los pies sobre el sillón y Eliot no se defendió. De haberlo hecho no se lo habría permitido.
—Lo es, pero lo remediaré. Lo único que necesitamos para empezar es que aceptes, Andy.
¿Aceptar tener por un largo tiempo que soportar a ese señor? ¿Continuar sosteniendo el contrato con Te Encontré? Ni siquiera me he hecho a la idea de que Eliot vino a buscarme, mucho menos puedo lidiar con que él mismo quiera darle una cucharada de su propia medicina a su padre, teniéndome a mí como aliada o lo más parecido a eso, sabiendo que verdaderamente odio la situación que sé es delicada, tanto para sí mismo, para su hermana y no sé qué tanto sea para Ofelia pero de pensarlo es un rechazo casi instantáneo. O sea, no es para menos.
Esmirna y Eliot se ven seguros de esto; no poseo esa seguridad.
***
Había accedido a estar por un tiempo en casa de los abuelos de Milena que viven en la misma ciudad que Eliot mientras encontraba un departamento pequeño con ayuda de Francesca y sus contactos, aprovechando que también está con sus gestiones para una casa o, en su defecto, un departamento con las comodidades necesarias para ella, su esposo y su hijo. Me caía de las mil maravillas escuchar que alguien entiende que quiero y tendré mi independencia hasta hartarme de ella y Eliot, por muy persuasivo que sea, no va a cambiar mi elección.
Los señores Calzada recibieron mi presencia con tanta alegría, una que Milena dice ser contagiosa y que nunca se acaba, que va allí a engordar cuando está a su límite de una vida cuadrada entre alimentos y ellos gustosos la complacen. Seguramente no seré la excepción, aunque enseguida rechacé las galletas con chispas y galletas con pasas que me ofrecieron, y a Eliot, por supuesto.
—Son agradables —comentó viéndome llenar el clóset con mis cosas, y se ha burlado de los muchos ganchos que he tenido que ocupar.
—Y flexibles, no creí que Milena hablara en serio con que les encantaría tenerme.
—Lo que no entiendo es porque preferiste vivir con ellos que conmigo.
—Por eso mismo —elevé mis cejas—, porque no lo entiendes.
—No quiero discutir —levanta sus manos y enseguida sale de la silla en que está, quietecito como le pedí para poder arreglar todo y se acerca—. Hagámoslo oficial mañana, ¿te parece?
—Me parece —digo conforme y recibo su beso—. Cocinemos —sugiero de pronto.
—¿Cocinar?
—Sí, quiero cocinar —sonrío un poco con su cara de poco convencimiento—. ¿Podemos en tu departamento?
—¿Qué sugieres, exactamente?
Rodé mis ojos a su tono sugerente y dijimos vernos por la noche. Iría hasta su departamento al desocuparme aquí y él se ocuparía de lo que un presidente se ocupa en su compañía.
No me gustaba del todo importunar en casa ajena, pero me tranquilizaba el ver a Ingrid y Danilo Calzada incluirme en el almuerzo, la merienda, lavar los platos y secarlos hasta que brillasen, ir al jardín a beber té frío y hablarles de mí. No estuve sola en ningún momento y hasta que lo estuve aun me sentí acompañada y bien cuidada por ellos. Era lindo y extraño a partes iguales sentirse de esa manera.
Les avisé que probablemente Eliot me trajera de regreso y fui por un taxi. Aparentemente mencionar el edifico en que vive mi novio es de extrañar —igual a que los taxistas se guarden sus expresiones—, siendo esta una de las pocas veces en que pido me lleven y frecuenten la misma expresión.
Miré el living del edifico vacío. No era tan tarde, pero lo atribuía a que el fin de semana se acerca y quienes pueden aprovechan. Con ese pensamiento de que unos se distraen y otros no, entré al ascensor y una voz conocida me pidió que detuviera el cierre de puertas. Lo hice sin consciencia y reconocí el dueño de esa voz.
—Buenas noches —dijo entrando y él mismo pinchando el piso.
—Buenas noches, Tommy —le declaré. Ya esperaba lo que pasaría.
—Me conoces pero yo a ti no, y no es justo.
—Detesto las injusticias —asiento en cada espacio de palabras—. ¿Qué puedo hacer?
—Estoy rendido a no descubrir quién eres por mí mismo —disgustado, me ofreció su mano y la tomé enseguida—. Soy Tommy Macgregor.
—Un gusto Tommy, admiro mucho tus composiciones —agito por ambos las manos—. Soy Nadina Mitchell.
Me entrega la potestad de mover mi mano a mi antojo y ríe. No entiendo la gracia.
—Lo siento, no me burlo —intenta enmendar aunque no he cambiado mi expresión—. Solo es gracioso que le pidiera salir a un imposible.
—De ser otras circunstancias habría dicho sí.
—¿En que no seas una modelo o que yo no sea compositor?
Se abrieron las puertas y al salir ambos, pregunté:
—¿Esas serían las trabas? —Mi vista vagó y se hizo claro lo que quiso decir—. Siendo lo que somos, habría accedido.
—Y sigues sumando positivos, ¿podrías callar, por favor?
Sonreí y me despedí con la mano para caminar al departamento de Eliot. Antes de tocar ya recibía una llamada.
—Estoy en la puerta —Colgué y al tenerle delante le tendí mi gabardina y fui directa a la cocina.
—Se dice hola, por cierto.
—Hola. —Sonrío lavando mis manos y de reojo veo que suelta mis cosas en uno de los sofás—. ¿Qué haremos?
—Hagamos pasta —sugiere atravesándose en mi camino a lavarme las manos y pone su ancha espalda frente a mi cara.
—La pasta es lo más fácil del mundo, Eliot.
—¿Has hecho?
—Sí —digo riendo—. Muchas veces. ¿No hay un libro por aquí? Podemos seguir una receta.
—Pero no es divertido dejar algo quemar.
—¿Y quién dijo que se quemaría? —lo empujo para que me de campo y lavo mis manos—. Tienes suerte de tenerme.
Estaba a punto de replicarme cuando escuchamos a su celular. Lo supe porque el mío tiene de tono una canción de los ochentas y él un tono común y corriente. Prometió continuar la conversación y lo perdí de vista por el pasillo al resto de las habitaciones. Ya el agua empezaba a hervir y buscaba en las gavetas donde hubiese pasta.
*
—Dime que vendrás —ruega mi hermana. No era fácil explicárselo.
—No sé nena, es posible.
—¿Tu jefa no te deja salir antes de la medianoche? ¿Qué hay de tu vida social?
—Ella puede esperar a uno de estos días. Ve a dormir.
Fue difícil para ella soportarlo puesto que hablábamos muy poco gracias al cambio de horario. Sin embargo lo hicimos, aunque me costaba una enormidad fingir frente a Eliot.
—Buenos días —dijo él y apreté mi sentido común para no inquietarme.
Revisé mi celular y, cierto, eran las doce y quince.
—Como sea —balbuceé ignorando el sueño y volviendo a lo que hacía: dar vueltas el celular en mi mano. Me senté en el sofá respirando fuerte y cerrando los ojos.
¿Qué iba a hacer? Jamás faltaba a ninguno de sus cumpleaños desde que cumplió sus catorce, pero odiaba todo lo que incluía despedirse. ¿Qué clase de ambiente festivo y alegre puede haber entre el disgusto y la inconformidad? No habría nada.
—Debo llamarla —digo pensando en voz alta y abro mis ojos. Arqueo mis cejas a Eliot, mirando fijamente—. ¿Me estás observando? —pregunto aflojando mis hombros rígidos.
—Si no hablas es lo único que puedo hacer.
Si sonríe puede que sufra un colapso. Tiene una hermosa sonrisa bloquea confusiones.
—¿Pasa algo? —pregunta y dejo de recordarlo sonreír.
—Pasa muchas cosas —esta vez digo recordando porque me siento harta. Pero lo pienso mejor y reí sin ganas para desahogarme—. Olvídalo, tengo un asunto que atender.
—¿Quieres estar sola?
—No, no quiero.
Y marco a Seleste a pesar de tener compañía. Me giré para estar de perfil. No importaba que escuchara.
—Me despertaste, tonta.
—No iré —un nudo se forma en mi garganta y me presiono a tragar—, perdóname.
—¿Qué...? ¿Por qué?
—Porque es difícil, lo sabes.
—¡No me interesa Nadina, no cumpliré dieciocho otra vez y tu...! —hay una pausa—, tú vas a olvidarte de mí en cuanto tengas novio, pienses en casarte, lo hagas, tengas hijos y yo no existiré.
—Nena... —Quería con todo mí ser poder estar con ella y sus dramas—. Claro que no, pero por favor, entiende... —me callo al cortarse la línea.
Pongo mi frente sobre la mesa, desesperada.
—Tengo chocolate, ¿quieres que prepare? —comentó Eliot.
Asentí aceptando ese chocolate con mucho gusto. Llevé mis manos a mi cara sintiendo la presión y al poco rato tengo a Eliot sentado en la silla junto a mí. Entiendo lo abatida que estoy cuando coloca su taza sobre la mesa de vidrio haciendo ruido.
—No quiero ser entrometido —Se endereza en la silla y entrelaza sus dedos—, te veo muy angustiada. ¿Se debe a que te presiono demasiado?
—No tiene que ver con el trabajo que me ofreciste y que, sabes, acepté.
—¿Esperas que lo adivine, entonces?
—Preferiría que no, gracias.
—¿Y es mucho pedir que me lo digas? —pregunta tan rápido como si no quisiera dejarme alternativa.
Reí sin querer. Era un poco dulce que tratara de hacerme sentir bien. Bueno, no perdía nada hablando con alguien. No puedo hacerlo con Esmirna. Serena debe estar dormida y Milena en sus andares.
—Dicen que es sano sacar las cosas malas, ¿no? —Asintió, aunque sabíamos que mi pregunta no era pregunta.
Eliot arruga el ceño y me señala acusatoriamente.
—No sé si recuerdas quién soy.
—Si no lo sé seguro tu me lo recuerdas.
—Tu novio, Nadina —dice como si le gustara pronunciarlo a menudo. Es un gusto al que le saca punta seguido.
—Claro, novio. Lo recuerdo —Suspiro y cubro la taza de chocolate con mis dedos—. Es mi hermana. Cumplirá dieciocho y he ido a celebrar su cumpleaños desde hace cuatro años, pero todo se pone extraño cuando me marcho. No deseo estar con ella, otro año, soportando eso... tampoco quiero ser egoísta, es mi familia y...
—¿No han hablado?
—Sí, lo hacemos.
—Yo ni siquiera lo habría intentado. No creería que tuviera un final feliz.
—Vaya —dije sarcástica—, que consuelo.
—Pero tú no te pareces a mí, no dejes de luchar.
—Estoy muy cansada ahora y no quiero oír que me puedo arrepentir, no hay nada que no haya hecho para solucionarlo —Bebí un trago de chocolate y tenía buen sabor.
—De acuerdo —toma de su taza y la acaba entera—. Es mi turno.
—¿Para qué? ¿Harás doscientas sentadillas? —Por un motivo al que no quiero nombrar me salía natural sonreír y querer burlarme de él constantemente.
—Para contarte algo y ser equitativos.
—No, no —muevo mi cabeza—. No es necesario, no te estoy pidiendo que pagues por contarte, lo hice porque quise y porque no te he hablado de mi familia como lo has hecho.
—Igualmente, lo haré porque quiero.
No me quedaba otro remedio que escuchar, así que me puse cómoda.
—Hace varios meses, conocí a alguien que fue realmente diferente. Hablamos de que sí, todos lo somos, pero no quien te haga analizar si las decisiones que tomas son buenas y qué tan mal diriges el negocio que heredaste aunque fuera bien merecido —miré a los lados sin verle sentido a esa historia que sonaba a lo que le sucedería a quien encuentra un maestro espiritual—. Y hace poco me dijo que tengo problemas con mi control y el querer hacerlo todo por mi cuenta.
Despegué mis ojos de él, entendiendo y sin querer hacerlo. Presioné mis cienes. ¿Qué debería decir?
—Ese alguien eres tú —continuó—. Así que gracias.
No respondí. ¿Respondo «de nada»?
—No tienes por qué avergonzarse, no te lo dije con ese propósito.
—Estás diciendo indirectamente que tienes un propósito.
—¿Recuerdas que te ofrecí chocolate? —respondí afirmativamente—. Te lo ofrezco otra vez, acompañado de mi palabra en que puedes apoyarte en mí, Andy.
Mi mente trabajaba como el interior de un reloj y tuve una respuesta precisa para esto:
—Ese chocolate es solo un líquido —dije claramente y con mucha seriedad—, dejé muchas cosas por estar en este lugar y si un chocolate va a estropearlo prefiero no beberlo. Te sugiero no beberlo.
Le devolví la mirada de incertidumbre y confusión que me dió. La incertidumbre no la entendía. Pero cambió de ella a una sorpresa extraña, arqueando sus cejas, como si esta es la primera vez que nos vemos.
—Quiero ese chocolate aun así —dijo, sin perder la expresión.
—¿Y si yo no lo quiero? —pregunté por ser lo primero que pasó por mi cabeza. Las posibilidades de negarme no existían.
—¿No lo quieres?
—Tergiversas para ganar pero hice antes la pregunta.
Arqueó la ceja derecha y le siguió la mía a mi izquierda, cuya destreza heredada era bien usada.
—No insistiré —levantó sus manos y las dejó caer.
La pregunta de la madrugada: ¿Qué hago cuando mi jefe acaba de invitarme a salir, por segunda vez, como si ya no lo hiciéramos? No importa qué edad tenga, todo tiene que terminar siempre en complicaciones. Crucé mis piernas y me recosté en el respaldo. Necesitaba estar preparada para contestar.
—No será necesario, porque sí quiero —digo escondiendo lo mucho que me costó decirlo. Él sonríe y asiente a la vez. Sonreí también y mi chocolate estaba frío.
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