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11 (Segunda Parte): El fiasco

—¿Dina? —me llama Fran desde el espejo del baño y noto que lleva desde que estoy con ella llamándome así—. ¿Estás bien? ¿Quieres de mis vitaminas? No te harán daño, al contrario.

Me percaté de mis actitudes moviendo la pierna con energía y prefiero estar de pie.

—Eliot dice que nos esperan —sale tomando un bolso pequeño de encima de la cama—. ¿Tú qué piensas?

—Que debemos bajar, empiezo a arrepentirme de decirle que sí.

Francesca aprieta mi brazo antes de avanzar y veo claramente sus ojos verdes. Brillan, parece.

—¿Te pidió matrimonio? —pregunta con una sonrisa que no descifro. Niego rápidamente—. ¿No?

—¡No! —Continúo negando—. Hablaba de acompañarlo a esta fiesta, que de fiesta tiene solo el nombre.

Ríe y la ayudo a caminar. Hoy fue el día de los pies hinchados. Siento tanta empatía con ella que no la suelto sino hasta que su marido la apoya desde las escaleras y veo que entran todos a la parte trasera de un auto y este avanza y detrás suyo se estaciona el auto que he visto estacionarse siempre frente a mi hotel.

—¿Cómo estás, Cristian? —le pregunto nada más estar sentada. El mencionado ríe y dice estar bien.

—¿Y no te preguntas cómo estoy? —Eliot se inclina y me hace recordar a un niño.

—Sé que estás disfrutando la vista —me inclino y beso su mejilla—. Yo también lo hago.

Su mano movió mi rostro desde mi barbilla y sus labios besaron los míos, atrayéndome con la mano libre desde el cuello. Mi risa se amortiguó en sus labios y le atraje también apretando sus brazos. Un segundo estábamos besándonos en sincronía sin que interviniera nada más que labios, y el otro Eliot se inclinaba al lado izquierdo, yo al derecho y nos bebíamos, así tal cual el uno fuese para el otro agua después de una carrera.

La concentración que tenía reteniendo sus labios y no queriendo que se separe fue interrumpida por Cristian avisando que llegamos. Eliot no hizo el mínimo esfuerzo de alejarse pero alguno lo haría, y yo fui ese alguno.

Dominé la risa al bajar sosteniendo la mano de un Eliot no muy contento; acerqué mis labios a su oído y le aseguré que luego podríamos besarnos todo lo que quisiera, que al final de cuentas estamos aquí a petición suya y que se ve mucho más atractivo sonriendo. No cambió tanto su expresión al entrar a la llamativa fiesta, nada sorprendente, pero eso dio tiempo de que recorriera con la vista todo.

El festejo se celebraba en uno de los pisos del edificio Wallace Place, amplio y alto, saliendo del techo ciertas luces de distintos tonos. Desde la entrada hay secciones, unas más altas que otras. La primera es donde estamos, como el suelo que sujeta el resto. En ella están grupos conversando, una banda fantástica acompañando a una mujer morena, alta, de cabello rizado que canta una canción de los años de mis abuelos. El segundo nivel tiene mesas de manteles oscuros y lámparas cuadradas en el centro. El tercer tiene mesas largas con comida, estatuas —o eso figuran— y fuentes de chocolate. Por lo visto no escatimaron en gastos.

—¿Es chocolate blanco? —pregunto señalando la segunda fuente.

—Lo es —responde—. ¿Quieres probar?

—Mejor no —lo atraigo del brazo, pero sabiendo que tiene más fuerza hace mover mis tacones y debo seguirle—. No vine a comer.

—¿No se hace eso en las fiestas? —presume confusión y sube los escalones—. Vamos, también quiero —hace una mueca—. No como desde el desayuno.

—¿Es en serio, señor Eliot? —asiente y le contesta mi puño en su brazo.

No sé qué nos incitó, pero los dos sonreímos a una cámara que se acercaba y al ver que detrás de ella está la misma señora de la otra vez, fue un golpe de realidad.

—No se preocupen —se anticipa—. Solo grabaremos, en una distancia prudente. Ustedes gocen.

Apreté el brazo de Eliot para que no dijera algo de lo que podría arrepentirse y respondí:

—Muy bien, gracias.

*

Era la sexta vez que comía una fresa con crema y superé mi límite. Conocí a unos señores de los que recuerdo el nombre y quisiera olvidar, pero con el pasar de los años aprendí una técnica para almacenar nombres, en parte por no ser mal educado si los vuelves a ver y por futuros sucesos. Dos parejas, de las que los hombres se sorprendieron de que la novia de Eliot fuese yo —no se imaginan mi sorpresa al conocerlo—. Es cómico, ¿no? Como se voltea la tortilla. No es que se sorprendan de que sea su novia, sino al contrario. Unos caballeros se presentaron y acordaron reunirse en unos días. Y así, sucesivamente. No sabías que Eliot puede ser simpático si se lo propone, pero tan selectivo que es para dudar.

—Lamento esto —me dice en mi séptima fresa y pasa su dedo por mi labio—. ¿Quieres bailar?

—Confesión.

Ríe y asiente con su cabeza para que continúe.

—Soy mala bailando.

—¿Lo eres? —Me miró y parte de mi anatomía con sospecha.

—Te doy mi palabra. Mala, mala.

Él sonríe y toma mi mano haciendo que vaya a su lado, pero me niego a hacer el ridículo.

—Eliot.

—Solo nos meceremos. Tranquila.

La mujer que cantaba se tomó un descanso y solo quedó la banda tocando un jazz precioso del que Eliot sabía el ritmo. Renuncié al control del movimiento de mi cuerpo para unirse al de él, me relajé y vi sus ojos toda la canción. Pero me costó. Quien no tiene ritmo solo no lo tiene, lo acepté hace años.

—Hijo —volteamos a la derecha y mis brazos decayeron de los hombros de Eliot—, ¿crees poder cederme una pieza?

—Claro —asiente—, si Nadina quiere.

Con la boca apretada, mentí:

—Quiero, sí.

En cuanto sus manos se posicionaron en mi cintura tomé la distancia como mi aliada. La incomodidad me empezaba a descomponer y no pude aguantar tener buena cara. Al tener a Eliot bien lejos, me solté y quedaron mis muñecas tocando su saco.

—¿Viniste por algo en especial? —pregunta. Arqueo mis cejas, no entendiendo porque me habla.

—Vine porque soy la novia de Eliot.

—No —niega sonriendo—. Viniste a vengarte.

—¿Por qué necesitaría de Te Encontré para vengarme de usted? Aunque no merece ni que lo llame de usted, señor.

—Ten mucho cuidado...

—¿Va a amenazarme? —Me suelto por completo y hace lo mismo—. No estoy compartiendo espacio porque quiero, señor Wallace.

—¿Y quieres que crea que quieres a mi hijo?

—Lo que crea me va y me viene. No estoy intentando complacerlo como mi suegro, estoy donde quiero. Yo —recalco—, le sugiero no pasarse, para que... ¿cuide su moral, quizá? —Veo arriba y Eliot nos mira de regreso—. Permiso.

Zigzagueo entre las parejas que bailan y voy a los ascensores. Por suerte vienen saliendo así que entro y espero a que las puertas se cierren.

—¡Alto! —Por inercia toco el botón que detiene las puertas. Error; no quería mirar a Eliot al rostro y justo él tenía que ser—. ¿Te vas?

—Lo siento —lamo mis labios—. Lo siento mucho, Eliot.

Entra al ascensor y nos encierra en él.

—¿Por qué te disculpas?

—Porque no sabes —cerré mis ojos queriendo hacerme uno con las paredes. Tapé mi rostro con una mano—. No lo sabes.

—No hay algo de ti que sepa y pueda espantarme, ¿comprendes?

—Es fácil decirlo —descubrí mi cara y el ascensor se detuvo dejándonos en un piso que no reconocí al salir—. ¿Vas a lanzarme por la azotea? —me vio con exasperación y levanté mis manos—. No me culpes por tu pésimo sentido del humor.

—Sube, por favor.

El golpe del viento se sintió en mis brazos y piernas al subir unos peldaños hasta lo más alto. Se veía gran parte de la ciudad, los edificios casi tan grandes como este y la autopista.

—¿Qué es lo que no sé? —lo veo y está sin su saco y corbata—. Que tienes una prima con la que te criaste hasta los catorce pero perdieron el contacto; que vives sola desde que cumpliste la mayoría de edad; que le tienes miedo a las serpientes; ¿qué es?

Suspiré descansando mis manos en las rodillas, preparándome para lo que vendría.

—Conocí a tu papá hace años, cuando iniciaba mi carrera y me ofreció un contrato. —Perdí su silueta de vista y vi a la ciudad—. Casi lo firmé, pero en varias reuniones se me insinuó, unas veces con mayor intensidad que otras y no acepté. Tampoco denuncié porque tuve opciones y no quería perder contra un hombre tan poderoso que me haría ver como una niña que busca dinero, no lo era y no lo soy. No me estoy excusando por no decirte antes, pero no estaba..., no estoy —corrijo—, no estoy segura de que vas a creerme y no puedo culparte, no me comparo.

Como una total cobarde no lo miré. No obtengo el coraje que merece la situación para verle. Me siento una víctima pero él también lo es de cierta forma. Un padre es eso que te sirve de patrón que seguir. Mi padre lo es para mí, no dudo que sea su patrón.

Trastabillo en un tacón al moverme con brusquedad y Eliot se impone ante mí.

—¿Y escogiste este momento para decirme que mi padre se quiso aprovechar de ti? —casi susurra, aunque entiendo perfectamente cada palabra—. ¡Este momento, Nadina!

—¡¿Hay uno mejor?! ¡Dímelo y lo escojo! —respiro fuerte—. ¿Cómo te decía que...? ¡Es tu padre!

—¡Mi padre pero no se detuvo! Y... quién sabe —el agarre se debilita y agacha su cabeza—, puede estarle haciendo esto hace años —ríe amargamente—. Qué vida de hombre intachable tan basura —mira mis ojos y los suyos se han puesto oscuros—. ¿Y dices que fue al empezar tu carrera? ¿Qué edad tenías?

—Diecisiete —musito.

—¡Eras una niña! —gruñe perdiendo su habitual compostura—. ¡Pudiste demandarlo!

—¿Y habría ganado? —pregunto y él se silencia—. No, ¿verdad, Eliot?

—No, pero... ¡Arg! —ruge y despeina su cabello—. Estoy tan molesto que no sé qué pensar. Hay una parte de mí que no te cree.

Asentí. Lo esperaba, no es que no lo tuve en cuenta.

—Cuando te conocí me molestaba que nos hicieran conocer sin nuestro permiso y que me gustaras, lo complicó —resoplé a mi sinceridad, una que no valía—. Me disculpaba por no alejarme cuando pude. Fui egoísta y te arrastré. No lo haré de nuevo —prometo—, volveré a mi casa y a mi rutina y tú vuelve a la tuya, Eliot.

El malvado silencio me dijo todo lo que necesité para sacarme los tacones y caminar libre al ascensor, pero en las puertas de la azotea están ellos.

Los súbditos de Te Encontré.

Grabando cómo resbalan las lágrimas por mis mejillas, cómo se está rompiendo mi corazón, cómo me está costando tomar bocanadas de aire; la molestia y la indignación de Eliot. No lo pienso, solo actúo y pongo mi mano taponando el lente de la cámara.

—Basta —les ordeno y miro directo a Lisa, que no hace absolutamente nada por detener la grabación—. Si no van a ayudar, no estorben tampoco.

—Tenemos que continuar, Nadina.

Cerré mis ojos pidiendo paz y quietud en este cerebro que grita «¡muéranse!». Embocé una sonrisa que no siento y dije:

—Les estoy diciendo, de la manera mas atenta, que por favor dejen de grabar.

—Está empañando el lente —dice el camarógrafo cuyo nombre me importa un rábano.

—Son costosas, no sé si lo sabes —añada Lisa leña al fuego.

—Costosa es mi paciencia.

Lisa rueda sus ojos y eso me enardece.

—¿Por qué estás así? Estamos cerca todo el tiempo.

—Todo el tiempo, sí —gesticulo para no gritar.

—Exacto. Aquí estamos y no les hemos estorbado, ¿o sí?

Abrí mis ojos histéricamente.

—¡Ustedes siempre estorban! —grité y no me molesté en soltar la estúpida lente. No me daba la gana—. ¡Sieeeempre! ¿Por qué no me hacen un favor y se van al...al...?

Mis manos se cerraron en puños y los rodeé para salir de esta azotea que no ha podido sentirme mas asfixiante, tocando salvajemente los botones del ascensor. Como si eso sirviera para llegar rápido a la salida.

*

El que el sudor pareciera llevarse mi amargura era bueno, porque pensé en utilizar otro método de auto-ayuda y este es el menos dañino. Hice varios circuitos de ejercicios cardiovasculares y un par usando paso de por medio, en cuanto estuve tan cansada, fui a mi habitación a darme una ducha y llamar a la aerolínea para que me consiguieran un asiento en el vuelo de mañana. Pero fue casi paradisíaco que no hubiese vuelos hasta la siguiente semana por el clima.

No necesitaba seguir en un lugar donde no hago nada. Sin embargo Milena..., ay Milena; ella pensaba diferente en absoluto.

—No te vayas sin esperar, ¿cuál es la prisa en volver?

—No estoy bien y seguir aquí es tener falsas esperanzas, Milena. Si tú lo hubieras visto entenderías que es una posición difícil.

—Aun no te ha dicho nada. Solo pasaron unos días, ¿y te rindes?

Ignoré aquello. No tiene que ver con rendirse, tiene que ver con que no voy a ser la espada que lo ponga en la pared. No es justo.

—Tal vez debo devolverlas —digo mirando la caja con los hermosos zapatos que Eliot me obsequió.

—No lo hagas —contradice Milena, y sé que es porque ama especialmente esos zapatos—. Lo que pasó tenía que pasar, estos zapatos no merecen pagar.

—No quiero recordar.

—Vas a seguir recordando con o sin zapatos, con o sin Eliot, con o sin recordatorios.

Le señalé mi pulgar hacia arriba.

—Tienes razón y no apacigua nada. Me sigo sintiendo como... una porquería. Mal, mal, mal, muy mal.

—Quien debiera sentirse porquería es ese señor —dice elemental—. Puedo ponerme en los pies de Eliot y no creer que mi padre sea un demonio vestido de santo, pero en este mundo hay de todo, Dina. ¿Es difícil creer en ti porque idolatra a su papá, o porque la realidad que ya sabía es más difícil de confrontar?

—Ok, no entiendo —Me acomodo junto a ella—. ¿Dices que Eliot pudo haberlo sabido ya?

—No es que Jamie tenga una hoja de vida en blanco.

—Pero siempre se ha dicho de todo y más entre esos tipos, ¿qué hay de diferente?

—Que no fuiste la única, no.

En ese tiempo no le vi sentido a intentar hundir a Jamie Wallace porque creí ser la que él se había encargado de hacer sentir que su talento y trabajo no valían. Al tener mis siguientes oportunidades no pensé en otra meta sino la que Esmirna y yo siempre nos proponíamos y conseguimos. Si ese señor jugaba o no al hombre infiel, era su lío.

—Eso no tiene importancia ahora. —Deferente, seguí metiendo mis cosas dentro de la maleta.

—¡Sí la tiene! —grita y me espanto—. Dina, no te des por vencida.

—No se trata de vencer o no, o te aseguro que yo ganaría.

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