Capitulo 2: Anota cosas
Capitulo 2
Anota Cosas
Cuando Rochel conoció a Jorge, era el momento donde menos necesitaba conocer a alguien. Estaba sola, vulnerable y se cuestionaba aspectos de su vida. Una y otra vez. Las cosas en su cabeza estaban en pausa.
Cuando se levantaba esa mañana sintió que alguien había presionado play.
Ese lunes estaba tarde. Eran las siete de la mañana y era su primer día de trabajo. Las sábanas estaban enredadas en su cuerpo, y sintió un reflejo, de que alguien más estaba con ella.
Alguien le lanzó una almohada a la cara. Despertó de su ensueño. Estaba sola en la cama.
—No me vuelvas a tirar una almohada en la cara, Miranda, o te la verás conmigo —amenazó, molestándose de pronto.
—Te aconsejo que acomodes tu humor Ro, tu jefa no tiene la culpa de que salieras a beber anoche, y que llegaras a las dos de la mañana. ¿Entiendes? Para tu culo de ahí en seguida, yo te conseguí el trabajo y no me harás quedar mal.
—Solo critico tus maneras. —Ro se levantó, arreglando la cama a rabias—. Que no tienes que tirarme cosas a la cara, me maltratas el rostro. Y Miranda, necesito mi rostro.
—Te llamé tanto. —Miranda observaba a Rochel sacar ahora ropa del almario—. Te llamé, Ro, Ro, Ro, muchas veces, no despertabas, pero te reías, entonces te tiré la almohada, para que no te burlaras de mí.
Rochel le pasó por al lado a Miranda, dándole una mirada asesina, le ignoró por completó y decidió no seguir el tema.
»
—Me líe con un tipo anoche —murmuró despacio. Ambas caminaban al trabajo.
—Es que no te creo.
—Pues ve creyéndome Miranda, ¿Por qué te mentiría?
—¿Fue mala la experiencia? —Miranda preguntó haciendo una mueca.
—No, fue la experiencia más intensa que jamás he tenido en mi vida
—¿Y no sabes su nombre?
—Ni quiero, no quiero hablar mucho sobre él. Desde que hablamos supe que sería de una sola salida. Esos fuckboys, pero de la vieja escuela.
—Oh por Dios. —Un viento atrevido movió la falda de Miranda—. ¿Cuántos años tenía?
—¡No lo sé!, ¡y ni siquiera me preguntó el nombre!
—Que mal educado. —Miranda alzó una ceja—. ¿Y tú sabes si es de aquí?
—¡Tampoco me interesa! —Sonrió sin querer.
Miranda y ella eran amigas desde que eran bebés. Mejores amigas inseparables. Ro viajó a los Estados Unidos por tres meses, y ahora estaba de vuelta al país.
No le fue muy bien a ella, pero su familia se quedó allá. Por suerte, su amiga Miranda le consiguió trabajo en una empresa de Bienes Raíces, en realidad, la más grande de toda la región. El fundador de la misma le había pasado la presidencia a su hijo mayor que debía rondar los cuarenta, por eso habían reformado mucho de la empresa. Personal más joven querían, que todos fueran bilingües y que la imagen de la empresa estuviera en un rascacielos.
La encargada de contratar a las personas era la esposa del nuevo presidente y su hija Erín. Margaret Hernández era una dama elegante y joven de treinta y nueve años que toda su vida lo había tenido todo.
Y sabía cómo pelear por lo suyo. Todas las empleadas no eran agraciadas en aspecto físico, a excepción de su hija Erín. Ese era el secreto de su éxito.
Con excepción, además: Miranda, quien era linda a su manera, pálida, con el peso estable y su cabello corto por los hombros. Bajita, muy servicial, asistente personal de la señora de Hernández.
Y ahora Erín Hernández estaba contratando a la mejor amiga de Miranda para ser su asistente. Recomendada por la asistente de su mamá, para Erín, la chica que conoció en el café ayer en la mañana era perfecta. Medida, educada, anotaba las cosas, y hablaba el inglés y el español, además entendía francés. Inmediatamente la contrató.
Margaret Hernández ni siquiera la conocía todavía.
En fin, Miranda y Ro se veían muy bien ese mañana, Miranda con su falda del uniforme gris y su camisa blanca abotonada hasta el cuello, el cabello hacia atrás sin ningún flequillo. Ro tenía el mismo peinado, pero usaba pantalón. Miranda le dijo que Erín se movía mucho, de aquí para allá, y que tendría que seguirle a todas partes y apuntar cada pequeña cosa que dijera.
—Oye Ro, ¿y si lo vuelves a ver?
—No va a pasar. —Ro se pasó la mano por el cabello aplastado por vaselina para que se quedara—. Somos de distintas clases, uno lo nota cuando ve a un hombre así, con ese vehículo y esos zapatos. Y su colonia, Dios, esa colonia, la siento aquí en la nariz. —Ro se señaló la nariz, con la sonrisa grande—. He pasado toda esta corta mañana repitiendo en mi cabeza la sensación de su piel desnuda con la mía, era tan suave e intenso.
—Basta. —Miranda se ruborizó—. Me vas a hacer desear buscarme un acostón así. —Se alzó de hombros—. Capaz no me salga tan bueno como el tuyo, tuviste suerte.
—Ese hombre es de esos amores intensos de una noche que jamás olvidas Miranda. —Ro se hizo la seria mirando a Miranda unos segundos.
—Ya para mañana ni te acordarás.
Una jeepeta blanca se parqueó a orillas de la calle donde Miranda y Ro caminaban. Una chica bajó el cristal, de ojos claros y cabello castaño, sonrió amablemente.
—Jiménez y Rode, buenos días, ¿le damos un aventón?
—Hola señorita Hernández. —Saludó Miranda—. Muchas gracias.
—De nada. Suban. Papá me lleva hoy. Se le averió su guagua y le presté la mía, —Comentó—, te reconocí Miranda por los tacones rojos.
Miranda se rio con ella por eso. Ambas subieron.
Inmediatamente Ro sacó su libreta de apuntes.
—Jorge, hoy eres nuestro chofer —bromeó Erín con su papá adelante.
Él no hizo mucho caso, Ro buscaba un lapicero que no encontraba. Estaba tan nerviosa.
—Venían muy sonrientes —comentó Erín ante el silencio.
Tenía al menos unos veinte años. Graduada a los diecinueve de la universidad, Erín no era una niña promedio, más como prodigio, trabajaba en la empresa desde que cumplió los quince años. Ahora dirigía su propio departamento.
Ro se rio con ganas, recordando.
—Sí, Ro me venía contando chistes. —Miranda dijo.
Jorge no despegaba la vista del camino, ni siquiera para mirar hacia atrás.
Ro no alzó la vista de nuevo, no encontrar el lapicero la estaba matando. ¿Y si Erín le decía que apuntara algo?
Antes de darse cuenta ya estaban en el parqueo de la empresa, Ro y Miranda se bajaron primero.
—Préstame un lápiz, por favor.
Miranda sacó de su bolso uno.
—Perdón, no te dije, lo tomé prestado.
Ro le hizo una seña, y después siguió rápidamente a Erín por el ascensor. Miranda sin embargo caminaría a la entrada, donde en la primera planta se encontraba el despacho de la señora Hernández. El señor Jorge, aun no se movía del vehículo de su hija con la cara pegada a la pantalla del celular.
—Caminar rápido. Siempre camino rápido —dijo cuándo se cerró las puertas del ascensor.
—Entendido.
—Por cierto, me gusta cómo te queda el uniforme.
—Gracias. —Ro sonrió.
—Pero si no quieres problemas con la señora Hernández, o usas falda, o te mandas a hacer un pantalón no tan ajustado —le aconsejó al salir del ascensor.
Ro borró la sonrisa. Y se detuvo un poco, se miró los pantalones, después le seguía a Erín y anotaba: «arreglar pantalones, Ro»
Ro necesitaba mucho el trabajo. Dejar a su familia en los Estados y volver al país que la vio crecer era arriesgado. Pero era mejor un futuro aquí. Allá no conseguía trabajo y las cosas se apretaban. Aquí, al menos tenía ya uno, y el sueldo era competitivo.
—Tengo una reunión con Enrique Salvatore, ¿estas anotando?
—Sí. —Ro se apresuraba mientras escribía y la seguía.
—Es inversionista extranjero. Planea construir un complejo de apartamentos de lujo frente a la costa. Si el cliente decide contratarnos para la promoción y venta de este proyecto papá me va a adorar, y abuelo estará orgulloso.
—Sí. —Ro sonrió—. ¿A qué hora?
—Diez minutos. En tres minutos bebo café, dos me miras y me dices que tal me veo, uno para subir por el ascensor al despacho principal. Y treinta segundos para caminar a las puertas y recibirlos junto a mis padres y otros accionistas. Asegúrate de tomar muchos apuntes. Aunque sean garabatos, crea buena impresión verte siempre escribiendo. Te sientas a mi lado y escuchas. No te dejes encantar por la belleza física de nuestros clientes, te distrae a veces, ¿entendido?
—Sí. ¿Y los tres minutos y treinta segundos?
—Querida, —Erín le miró a los ojos—, ya los invertí en ti, tráeme un poco de café, a la izquierda. Te espero aquí.
Ro abrió los ojos y miró atrás. Se apresuró a buscar el café. No tenía ni cuatro minutos trabajando allí y ya estaba estresada. Le llevó el café y Erín lo bebió en menos del tiempo. Después Ro le miró de arriba abajo. La chica tenía clase. Y su peinado estaba impecable. El maquillaje sencillo y fresco. Sus zapatos, sus zapatos eran preciosos.
—Pues vamos.
Se metieron en el ascensor y abrió en el salón de reuniones. Un piso tapizado en azul y al centro el logo de la inmobiliaria. Una chica recepcionista y una puerta al final, tallada en madera, majestuosa, con el Hernández esplendoroso.
Ro iba detrás de Erín, pero al acercarse a la puerta se la abrió. Erín entró, los clientes ya estaban allí, su mamá estaba al lado de su papá, y Erín se sintió decepcionada.
—Casi tarde —espetó Jorge.
Ro levantó la mirada ante esa voz conocida, que sabía que nunca la olvidaría, y se quedó de piedra.
—No me fucking jodas. —Su mente gritó cuando le vio a los ojos claros. Imágenes censuradas llenaron su mente, y no podía cerrar los labios de la impresión.
—Lo siento. —Erín espetó—. Bienvenidos. Yo soy Erín Hernández, y ella es Rochel Rode, mi asistente, se sentará aquí y yo empezaré la presentación.
Erín caminó hacia donde estaba el control de la pantalla desplegable que bajaba en esos instantes, y Ro se sentaba ante la mirada estupefacta de Jorge. Ambos sentían que sudaban. Y Ro tuvo que dejar de mirarlo, se iba a notar.
¿Se iba notar el qué?
Anota cosas, anota cosas, anota cosas. Se repetía una y otra vez. Mientras le temblaban las rodillas. Decidió mirar a los inversionistas, ellos atendían a lo que decía Erín. Y después miró a la señora Margaret Hernández, quien la miraba también, y entonces se sintió terriblemente mal, y engañada. No se sentía suertuda, ni nada.
Había tenido un acostón no solo con un hombre desconocido.
Sino con el señor Hernández.
Y él le había sido infiel a su esposa.
Con ella.
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