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IV


El viento agitaba suave las briznas de trigo negro, llevaba hasta Ilidio el olor a hierba quemada. Sus objetivos se encontraban a un centenar de metros de distancia, media docena de demonios Isabo atormentando con descargas de fuego a un par de almas. En cualquier otra ocasión no habría sido motivo de preocupación, era común enviar demonios de bajo nivel a torturar a cualquier alma que tratara de escapar del tártaro, pero esos demonios eran intrusos.

Sí habían sido enviados o llegaron por su cuenta no importaba, no podían seguir ahí. Estaban fuera de su jurisdicción. Con una simple llamada de atención se podría conseguir alejarlos, nadie quería meterse con uno de los mejores agentes de Hades, el regente del tártaro, los asfódelos y los elíseos. Sin embargo, así no era como Ilidio trabajaba.

Preparó su daga y cargó su escopeta con las balas de cuarzo y agua salada. Las almas de las personas se debatían entre las llamas de los demonios, tratando de apagarlas contra el suelo o con sus manos. Soltaban chillidos y gritos terribles a la vez que los demonios reían y disfrutaban del sufrimiento que causaban, ajenos al peligro que se aproximaba.

El exorcista se aseguró de tener a la mano un par de cargas extra, deslizó los cartuchos cilíndricos en el cinturón de cuero que llevaba a la cintura, de él también colgaba una ballesta y la vaina de una espada corta. Su equipo era algo que siempre cargaba consigo. Eso y una fotografía de la persona por la que, hacia todo ese trabajo, aunque sería más preciso decir diosa. Desde la primera ocasión que pisó el mármol negro del palacio del señor de los muertos, se enamoró de su esposa. Incluso con los jugueteos y bromas cómplices que la reina del inframundo tenía con él, sabía que no pensaría en tener nada con un simple humano. No le importaba, ella se divertía y él pasaba más tiempo con ella, todos ganaban.

Su reloj de bolsillo marcaba las 4:32, no podía saber si de la mañana o de la tarde debido a la falta del sol en el submundo, pero esa cuestión no era de importancia, debía eliminar la plaga y regresar al palacio en trece minutos, tiempo más que suficiente.

Se desabrochó los botones del saco, dentro se apreciaba una gran variedad de insumos y herramientas útiles para cualquier exorcista. Tomó su sombrero y lo colocó de forma gentil sobre el suelo, sobre este puso su saco pulcramente doblado. Caminó con paso tranquilo, apunto a la cabeza del primer demonio, que terminó dispersada en el aire, cayendo su cuerpo con un ruido sordo al suelo. El resto de demonios se lanzaron contra él.

Los demonios Isabo no eran más peligrosos que cualquier otro, sus grandes alas correosas les permitían volar muy rápido y cargar a presas del doble de su peso. Compensaban la falta de extremidades posteriores con dos grande brazos rematados en garras formidables y afiladas. Un golpe de uno de ellos podía resultar mortal incluso para otros demonios, fuera de eso, su intelecto era pobre y no poseían ningún tipo de organización o estrategia, se subordinaban a cualquiera más fuerte que ellos.

Una garra pasó a medio metro de su pecho, el dueño de ella se llevó una puñalada que le cercenó la membrana de su ala izquierda, logrando que fuera a parar al suelo, aturdiéndolo por unos segundos. El siguiente fue dispersado después de un golpe con la culata de la escopeta y una puñalada en el cuello. Su rostro era parecido al de un gorila, con la nariz formada por dos agujeros y la piel arrugada de color marrón oscuro. Ilidio cargó una vez más la escopeta justo a tiempo para descargar los perdigones de cuarzo en el pecho de otro demonio, la mitad estaba eliminada, el que estaba en el suelo se llevó un disparo en la nuca y los otros salieron volando, cubrieron su huida lanzando ráfagas de fuego por la boca, lo que obligó al hombre a cubrirse.

Cuando volvió la vista, las dos figuras aladas se encontraban muy arriba, lejos de su alcance. No se molestó en tratar de seguirlos, perdería demasiado tiempo y no quería llegar tarde a su importante cita. Recogió su saco y su sombrero y se los colocó quitando el poco polvo que pudiera haber quedado en ellos. Según su reloj pasaron tres minutos, lo colocó en su bolsillo cuidando que la cadena no tuviera arrugas. A pesar de haber pasado ocho décadas, Ilidio Kenyatta mantenía la forma de vestir de cuando estaba vivo. La elegancia monocromática de los cuarenta, la ropa muy pulcra y formal. Lo único que no aborrecía de los ingleses, tal vez porque usar la misma ropa que ellos lo hacia sentir poderoso, le daba la importancia y el prestigio que en vida siempre ambicionó. Además, le gustaba a Perséfone.

Justo cuando terminaba de arreglar su impoluto atuendo aparecieron brillantes letras de fuego frente a él. ¿Dónde estás? Esperaba que pudiéramos vernos antes de la reunión. Prim.

Siempre firmaba sus mensajes como Prim refiriéndose a la primavera que los humanos creyeron que les llevaba y que hacia crecer las flores en el endurecido corazón del hombre. Le hubiera gustado verla, pero dudaba tener el tiempo suficiente, tendría que esperar a después de la reunión.

El palacio se alzaba sobre un risco negro en medio de un rio de magma. El estilo de Hades era muy agradable para el exorcista, se sentía un poco identificado. Las paredes, pisos y techos construidos en mármol negro y ónix, las incrustaciones bien planificadas y ordenadas de oro, amatista, rubies, zafiros, esmeraldas e infinidad de piedras preciosas. Denotaban la riqueza y abundancia que los romanos le atribuyeron al dios.

El castillo estaba conectado a tierra firme por un puente de ladrillo negro, de estilo gótico, por lo que Ilidio sabia, fue remodelado durante el siglo XIX. Frente a la entrada del puente se encontraban dos carruajes tirados por pesadilla, caballos de sombra con ojos flameantes, demonios de tercera categoría que podían llegar a considerarse dóciles.

De los carruajes bajaron un hombre de mediana edad con el cabello cano y una sonrisa complaciente y una mujer joven con un abrigo de piel de zorro, para nada adecuado a la temperatura del lugar, no parecía molestarle. Ambos portaban el símbolo de la orden, por lo visto eran de los miembros más distinguidos y poderosos. No cualquier exorcista lucia lujos tan grandes en medio de un páramo como los asfódelos.

Trató de pasar sin que lo vieran, pero la voz de la mujer llamándolo le indico que era demasiado tarde para eso.

―Ahí está, el hombre entre demonios. Esperaba algo más impresionante, tal vez una chaqueta de cuero o más músculos. ―Su tono burlón lo molestaba más de lo que le gustaría admitir, pero decidió comportarse como su jefe esperaba que lo hiciera. ―Aunque debo admitir que el estilo vintage te queda bien, resalta tus ojos. ―Los labios de la mujer se curvaron en una pretenciosa sonrisa.

―Nada sorprendente, solo otro perro del viejo rey, estoy seguro que no muerde a menos que su amo lo ordene. ―La ira crecía dentro de Ilidio, deseaba demostrarle a ese pretencioso par porque era de los mejores exorcistas de todo el inframundo. La orden tuvo algunos problemas con él después de que la abandonó para servir al viejo rey, como lo llamaban ellos. Para la orden Hades solo era un antiguo dios que había perdido su poder e influencia cuando se fundaron los nueve círculos, como pasó con muchos otros dioses del submundo.

En lugar de replicar, tuvo que tragarse su orgullo como lo hizo tantas veces cuando vivía en Namibia. El recordar todo el maltrato por parte de los ingleses lo hacía querer venganza, pero estos no eran ingleses, se trataba de invitados de su jefe y dos importantes representantes de la orden, un rasguño y tendría un centenar de exorcistas buscando poner su cabeza en una pica.

Condujo a los invitados a través del puente y de las puertas negras del palacio azabache. Frente a ellas esperaba cerbero, la más querida de las mascotas de Hades, esperaba perezoso a que llegaran a la entrada para soltar un par de gruñidos. La edad lo había vuelto holgazán y prefería pasar el tiempo con las cabezas entre sus patas. Conocía el olor de Ilidio a pesar de no llevar ni un siglo ahí, ambos se llevaban tan bien como pueden hacerlo un perro y un hombre.

En el interior del palacio reptaban, volaban y se arrastraban un sinfín de mantícoras, furias, quimeras y otros infernales habitantes del tártaro. Se les permitía recorrer el palacio de forma libre siempre y cuando no molestaran al señor del castillo. La gran cantidad de demonios ponía nerviosos a los exorcistas, ni siquiera ellos podrían enfrentarse a ese infierno y salir ilesos. Con el paso del tiempo, incluso los demonios de segunda categoría aprendieron a no molestar al favorito del dios, no eran tan importante como para tener prohibido disolver a uno o dos.

Los invitados hablaban entre ellos, no se molestó en tratar de escuchar lo que decían, fuera lo que fuera se sabría en la junta. Detrás de unas puertas de oro solido se encontraba el gran salón de Hades, en él se colocó una mesa de mármol negro, servida con los manjares más exquisitos que se pudieran encontrar bajo el mundo. Doce asientos estaban repartidos a lo largo de la mesa rectangular. Vitrales de cristal oscuro formaban intrincados patrones en los ventanales, dejando que la luz rojiza del exterior se colara y bañara el lugar en un ambiente carmesí y en cierta forma acogedor.

En el extremo más alejado de la mesa estaba sentado el viejo rey, su túnica negra cubría desde sus hombros hasta el suelo, estaba adornada con elegantes patrones rectos y curvos, su horca se encontraba recargada contra la silla, a la mano y lista. En su cabeza brillaba una corona afilada de oro que crecía de su cráneo como cuernos brillantes y dorados. Su larga barba blanca hacía juego con sus cabellos finos y caídos. Su aspecto era en efecto, el de alguien que llegó a tener todo el poder y la gloria de un gobernante, pero que terminó siendo corrompida por el rencor y el odio.

No hizo ningún ademan o gesto ante los recién llegados, en su lugar Macaria los recibió con una amable reverencia.

―Por favor, pasen, mi padre está muy interesado en ver los términos del acuerdo. ―El rostro del dios no indicaba lo mismo, veía a través de ellos como si no existieran, si accedió a hablar con la orden era debido a que solo si conseguía que los exorcistas no se metieran en sus asuntos podría llevara a cabo sus planes. Desde la llegada de la orden se habló sobre un acuerdo con el Hades, una de las pocas regiones del submundo donde no había reglas sobre la caza de demonios.

―Gracias Maca, pero creo que será mejor empezar sin formalidades. ―Ilidio puso su mano en la espalda de la diosa para acompañarla de vuelta a la mesa, dándole la espalda a los invitados, podían encontrar su lugar por sus propios medios.

―Podrías ser un poco más amable, pero supongo que tienes razón. ―Tomó asiento frente a su esposo, que jugaba con una de las copas de cristal rojo, por las gotas en la mesa y su ropa, debía llevar al menos seis copas. Sus grisáceas mejillas tenían una coloración azulada y envolvía su cuerpo con las alas negras de plumas negras y largas, tan brillantes como el mármol de la mesa.

El exorcista se sentó a la izquierda de hades, frente a Perséfone. Ella le dedicó una fugaz mirada cargada de complicidad y diversión, en el intercambio de vista pudieron desarrollar toda una conversación sobre lo que pasaría después de la reunión. Si Hades de dio cuenta de eso o le importaba, no lo demostró. Seguía mirando a la entrada, como esperando algo.

El resto de los asistentes ya estaban sentados. Equidna y Tártaro, demonios de primera categoría muy poderosos. Tifón, que luchaba por acomodarse en la silla debido a su descomunal tamaño. Alecto y Esteno se encontraban más cerca de los invitados. Los miraban furiosas debido a la caza que la orden había dado a sus súbditos. La palabra de todos ahí tenia peso en cuanto a la decisión del acuerdo.

―Hades, mi nombre es Elenor, en nombre de la orden venimos a informarte que no estamos dispuestos a negociar la vida de despreciables demonios, la orden fue creada solo con un propósito, terminar con escoria como la que vaga por los pasillos de tu casa. ―El tono de la mujer no daba cabida a replica, parecía una sentencia inapelable.

―Pero, podemos ofrecerte una prorroga de caza, a cambio de un precio justo. ―Esta vez el hombre hablaba, mucho más tranquilo y con una coordinación milimétrica. Solo ensayando podrían llegar a ese nivel de sincronía.

―Creo que no están entendiendo el motivo de esta reunión ―intervino Tanatos, el esposo de Macaria. ―Los convocamos aquí para ofrecerles un acuerdo que será beneficioso para ambas partes, no para que insulten a su anfitrión con palabras vacías y pretenciosas. Podríamos arrasar con la orden si así lo quisiéramos, la mitad de ustedes pasarían el resto de la eternidad encerrados en el tártaro. ―El recién nombrado formó una sonrisa con sus dientes negros y humeantes. ―No toleraremos otra falta de respeto. ―No podría haber más tranquilidad en su voz, el carácter del dios de la muerte era tan apacible que causaba un efecto de calma en los demás, pero también era firme y consistente, no se debían tomar sus palabras a la ligera.

―Su poder no es lo que era hace milenios o incluso siglos, el desgaste del tártaro y los asfódelos avanza más rápido de lo que creen. ―El tira y afloja duraría un rato más. El exorcista podía contar con los dedos de una mano las reuniones en las que había participado, si lo hizo fue gracias a Perséfone que abogaba por él para permitirle presenciarlas. No había una razón para estar presente, no le estaba permitido hablar y su opinión caía en oídos sordos en cuanto a toma de decisiones, solo era un soldado algo más talentoso que el resto.

Su atención iba y venía de la discusión a la reina oscura frente a él, ella fingía interesarse por los asuntos de su reino, de vez en cuando lanzaba una mirada fugaz a Ilidio. Todo en ella le parecía perfecto, sus labios delgados, su cabello color de noche que justamente estaba decorado con una redecilla de plata que lo hacia parecer un firmamento que no podía apreciarse en la oscuridad del averno. Ella era la única razón de que continuara ahí. Su elegancia y belleza lo cautivaban como milenios atrás cautivaron al viejo rey.

Jugueteaba con las semillas de una granada que se encontraban en su plato, su fruta favorita, una de las pocas que crecían tanto en la superficie como ahí. Sus uñas perfectas pasaban los granos bermellón de un lado a otro, de vez en cuando aplicaba demasiada presión sobre alguno de ellos, atravesando la delgada piel y dejando salir el brillante jugo como sangre para después llevarse el dedo a los labios. Un espectáculo digno de admirar.

Podía sentir el tic tac de su reloj de bolsillo, la espera lo volvía loco, no le importaba el resultado de la reunión, solo quería que terminara.

Cuando los invitados se fueron, la mayoría de los súbditos también lo hicieron. Solo el rey y su esposa permanecieron sentados a la mesa. Idilio permaneció cerca. No se atrevía a acercarse a la diosa estando Hades presente. Su osadía conocía limites, el anciano no era alguien a quien quisiera de enemigo.

Tomó un cuarto de hora para que el rey se pusiera de pie y emprendiera camino con dirección a sus aposentos. Nadie conocía lo que hacía ahí, solo se podía especular, pero al exorcista solo le importaba que no hiciera cosas en la sala principal.

Esperó un minuto más para entrar, la reina estaba sentada sobre la mesa, una aceituna rodaba entre sus dientes. No había forma en que pudiera apartar la vista. Caminó hasta estar frente a ella.

―Pensé que nunca se terminaría. ―Comentó tratando de abrir la conversación.

―Tal vez esté desperdiciando tu lugar si no atiendes el propósito de este. Después de todo, también te incumbe este asunto. ―Ella apartaba la mirada, dirigiéndola hacia alguno de los cuadros o vitrales repartidos por todo el lugar.

―Los asuntos del viejo le conciernen a él, sus problemas no son los míos. ―No había rencor o burla en su tono, solo sinceridad. Tomó una manzana y la observó analizándola, preguntándose si sabría igual que una real.

―Deberías mostrar algo más de respeto hacia tu amo y señor, por él has llegado a donde estas, no lo olvides. ―Le arrebató la manzana y la dejó en donde estaba para después ponerse de pie, imponiendo su altura ante él. Como una diosa, no le resultaba ningún reto cambiar su tamaño.

―Entonces le pido disculpas mi señora. ―Colocó una rodilla en el suelo en gesto de sumisión, usó toda su voluntad para no mirar arriba en busca de su mirada.

Perséfone puso uno de sus pies perfectos y descalzos sobre su hombro y aplicó presión, obligándolo a bajar la espalda hasta el suelo. La parte baja de la túnica revelaba la piel de las piernas, lo que conseguía robarle la razón a Ilidio.

―Recuerda tu lugar exorcista, solo eres un juguete, estoy consciente de tu interés en mi y lo he permitido por lo útil que has sido las últimas décadas, pero puedo reemplazarte en cualquier momento. ―Era una de las cosas que más le gustaban al hombre, que podían ser sinceros entre ellos, no era necesario fingir ni ocultar sus intenciones. ―Aunque, eres un juguete bastante apuesto. ―Lo levantó y redujo su estatura hasta igualar la de él. Lo acercó a ella tomándolo con delicadeza por las solapas del traje.

Acercó su rostro al suyo y pudieron respirar el aliento del otro. La diosa observaba su boca con hambre, lo que volvía loco al hombre, tuvo que entrelazar las manos detrás de su espalda para contenerse. La hipnosis de su ojos y el perfume de su respiración desconectaban cada pensamiento coherente de su mente.

―Me gustaría que te quedaras conmigo un rato más, pero desgraciadamente tienes trabajo que hacer. ― lo alejó cortando de golpe toda la atmosfera y dejando al hombre con un mal sabor de boca, uno al que estaba acostumbrado por tanto tratar con la diosa.

―He trabajado mucho estas semanas, merezco un pequeño descanso o al menos un premio. ―Sabía que no conseguiría nada rogando más que alimentar el ego de la reina, pero debía intentarlo.

―Descansaras cuando no haya trabajo por hacer y tu premio no se irá a ningún lado. Tal vez no te enteraste por tener prioridades cuestionables, pero se están juntando muchos eventos que por separado pueden parecer aislados, pero todos forman parte de los planes del verdadero señor del submundo. Necesitamos que vigiles a una persona; un humano, puede sernos de utilidad.

―¿Qué tiene que ver un humano en todo esto? ―Había miles de millones vivos y muchos más muertos.

―Es posible que porte un Trono invasor. ―Eso cambiaba las cosas.

―Partiré de inmediato. ―Arregló su vestimenta y salió sin decir nada más.

―Cristell, este no es un buen momento. ¿Podemos hablar más tarde? ―La llamada lo sorprendió, no era usual que lo llamara a menos que fuera una emergencia.

―Espera Edek, solo será un momento, es importante. ―Llegaría al punto de encuentro en unos minutos, sería sospechoso hablar por teléfono, pero no podía decirle que no, no a ella.

―Esta bien, pero no tengo mucho tiempo. ¿Qué ocurre?

―Supongo que sabes que Hanz y yo discutimos. ―En realidad su amigo no le dijo, cada vez hablaban menos y eso en realidad no le molestaba.

―Si, algo escuche.

―Pasó de nuevo, estábamos ahí y no quiso hacerlo. Tu eres su mejor amigo ¿Te ha dicho algo? ¿Sabes si es que no le atraigo o qué? ―Su voz estaba cargada de sufrimiento. No era la primera vez que le compartía sus inseguridades. Cuando la conoció a través de Hanz formaron una amistad relajada, ambos compartían muchas cosas en común.

―Ya sabes como es, tiene muchos prejuicios y la bruja de su madre le mete las ideas de castidad en la cabeza, eso es todo. No le vendría mal un tiempo lejos de esa casa de santitos. ―No pudo ocultar la molestia en su voz. Tenía suficiente con las ideas religiosas de su propia casa para lidiar también con las de alguien más.

―Se que es tu amigo, pero si te ha dicho algo sobre mi te pido que me lo digas, me sentiría más tranquila sabiéndolo. ―Trataba de mantener su voz firme, pero en la fachada se le colaban sollozos por el llanto contenido. ―Tengo miedo de que en realidad no me ame y solo esté conmigo por comodidad. ―Al joven le partía el corazón escucharla así.

―No digas eso, él te ama y eres una persona increíble, solo que a veces es muy cabezota. Habla con él, pueden arreglarlo, intenta comprenderlo y explícale para que te comprenda. ―No podía creer que de verdad le estuviera diciendo eso. Él tampoco pensaba que la forma en que Hanz la trataba fuera la adecuada. Hace meses había aceptado sentir celos, Cuando la conoció no pudo creer que alguien tan mojigato como su amigo estuviera saliendo con una chica tan hermosa. Le gustaba, de eso no había duda, su cabello rubio caramelo hasta los hombros y su nariz respingada lo volvían loco. Por respeto a su amigo mantuvo su contacto al mínimo, pero ambos congeniaban muy bien, tenían un humor parecido y eran sociables como nadie.

―¿En verdad lo crees? Se que suena muy exagerado, no quiero que pienses que soy una loca posesiva, no quiero controlar todo lo que hace...

―No lo pienso, solo es un problema de falta de comunicación. Tranquilízate y habla con él, es lo mejor que puedes hacer. Ahora tengo que colgar, lo siento. Avísame lo que pase. ―No esperó a que ella se despidiera, estaba a solo una calle de su destino y su contacto era algo paranoico, si lo veía usando el celular podía irse o echarle una bronca.

El callejon en donde siempre se veían era uno de los menos transitados de Poznań, la sombra de los edificios cubría la vista desde la avenida Bukowska. Al doblar la esquina se dio cuenta que ya lo estaban esperando. El negocio rendia los suficientes frutos para contratar un par de guardaespaldas clandestinos en cada estrega. Después de todo se trataba de uno de los más grandes distribuidores de estimulantes de toda la ciudad, la mitad de las drogas del Oeste de Polonia pasaban por sus manos o las de sus socios.

―Llegas tarde ―dijo uno de los guardaespaldas.

―Solo por un par de minutos, tengo el dinero. ―Extrajo un fajo de billetes de diez euros. Los ahorros de un par de semanas y un extra proveniente de la cartera de su padre. No se daría cuenta.

―Ten cuidado Kaminski, si quieres que sigamos haciendo tratos debes seguir las reglas. ―El vendedor era un tipo menudo, no muy alto, tenia muchos tatuajes en los brazos. Edek dudaba si su imagen era a propósito o una especie de burla hacia los narcotraficantes. El resto de los que conocía tenían una apariencia más casual. En cualquier caso, se tomaba las cosas en serio, su mercancía era buena y siempre cumplía, pero también esperaba que le cumplieran. Hasta el momento era la compra más grande que había hecho, un cuarto de mariguana y cinco planillas de cuadros. Estaba planeando una fiesta gratis y como buen anfitrión debía tener contentos a sus invitados. El vendedor tomó el dinero y lo guardo sin fijarse siquiera.

―¿No lo vas a contar? ―Los guardaespaldas se colocaron entre ellos.

―No es necesario, sabemos donde encontrarte, vete. ―Habló desde atrás de sus empleados. Era todo un espectáculo hacer negocios con él.

Mejor así, en realidad no quería relacionarse con gente como él, eran demasiados problemas.

El camio de regreso fue más corto de lo que le hubiera gustado, el sol ya estaba oculto cuando abrió la puerta tratando de no hacer ruido. Un par de años de practica le permitían ser muy silencioso, entrar por ventanas, extraer llaves y dinero de los cajones de habitaciones ajenas, fingir llamadas e inventar mentiras de forma tan experta y natural que los chantajistas tendrían envidia. Sin embargo, no fue suficiente. Apenas hubo cerrado la puerta, la voz de su madre le taladró los tímpanos.

―Edek, hasta que llegas. ¿Cuántas veces piensas hacer lo mismo jovencito? Ya eres un adulto, ayer no llegaste a dormir. ¿Piensas que es correcto pasar todas las noches en fiestas con gente que no conoces? Tu padre está muy disgustado. ―La ignoró, debía esconder sus compras antes de enfrentarse a la conocida discusión.

Los gritos lo acompañaron por las escaleras hasta que los cayó con la puerta cerrada, la droga fue a parar al doble fondo de su cajón de ropa interior. Eso solo conseguiría que sus padres se molestaran aún más, pero no tenía ganas de escuchar más sobre la responsabilidad, los valores y las buenas costumbres, ya había tenido suficiente con que lo compararan constantemente con Hanz. Su amigo el que siempre iba a misa los domingos, quien sacaba buenas calificaciones y era educado, el que era responsable y amable.

Y el que no sabe mantener una relación, no tiene amigos y solo sirve para leer libros. Pensó, vivieron muchas cosas juntos cuando eran niños, pero en realidad ni siquiera sabía porque seguían siendo amigos.

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