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II


Hanz se repetía una y otra vez que lo que había escuchado la noche anterior era su imaginación, solo el fruto del cansancio y el estrés, incluso un sueño, cualquier cosa, pero no la realidad.

Se despertó media hora antes de lo normal, con la boca reseca y el miedo atenazándole la garganta. La luz del amanecer aun no aparecía y todos parecían seguir durmiendo. Dudó sobre volver a la cama o comenzar a prepararse para la universidad. Decidió vestirse con unos jeans holgados y una camisa de manga corta y calcetines a media pantorrilla grises. Antes de terminar de arreglarse, fue a la cocina y prendió la cafetera previendo que necesitaría la cafeína para sus actividades matutinas. Mientras esperaba a que su bebida estuviera lista se sirvió un vaso de agua, le costaba trabajo salivar, lo cual le parecía muy extraño.

El agua no le ayudó más que el café, su resequedad y cansancio seguían afectándole. Se resignó a una mañana con el pie izquierdo y regresó a su habitación, se calzó unos zapatos de vestir, se peinó con un poco de gel y se rasuró la incipiente barba, había que mantenerla siempre al mínimo.

A diferencia de la mayoría de sus compañeros, consideraba la universidad un lugar formal y se debía vestir de tal forma. Su padre le había enseñado eso, incluso le habían comprado un traje y varias corbatas para los días importantes, pero debido a la vestimenta de sus compañeros, le permitieron llevar camisas sencillas y jeans.

No pasó mucho tiempo antes de que su madre bajara las escaleras apresurada. Lo saludó a toda prisa y comenzó a preparar el desayuno.

―Ay dios mío, no es posible que se me haya hecho tan tarde ―exclamó a pesar de solo haberse retrasado unos minutos.

Hanz estuvo esperando a que bajara, los hombres de la familia Nowak no estaban muy acostumbrados a cocinar, por lo que no habría podido hacerse el desayuno, aunque quisiera. Su padre apareció al poco rato, tenía puesto su uniforme de oficial, la insignia de la policía de Polonia relucía en su pecho y el peso del arma recaía en el cinturón. Se sentaron a la mesa todos a la vez, elevaron una plegaria conjunta. El pan recién horneado nunca faltaba, por lo que un par de huevos fritos sobre pan tostado fue lo que desayunó, la yema blanda y semilíquida fue un regalo para su adolorida garganta, tendría que ir al médico saliendo de clases.

Ambos hombres se despidieron de la señora Nowak y salieron, la patrulla de policía estaba fuera de la casa, el compañero de August Nowak era un hombre de cincuenta y cuatro años, robusto y musculoso, con una gran fuerza y una cara arrugada y angulosa.

―Vamos a pasar cerca de la parada de autobús, podemos dejarte de camino, hijo. ―El joven no desaprovechó la oportunidad de saltarse unas cuadras. Subió en la parte trasera de la patrulla, la gruesa voz del conductor lo recibió.

―¿Qué tal todo Hanz? ¿Cómo va la Universidad?

―Todo sobre ruedas, son muchas materias, pero nada del otro mundo. ―El hombre asintió lentamente con aprobación.

―Eso es, muchacho, estudia para que no termines patrullando calles vacías. ―Seguido de eso estalló una atronadora carcajada. El vehículo se puso en marcha y no se volvió a decir nada. Su padre, al igual que él, no era alguien que conversara mucho.

Al llegar a la parada se bajó y se asomó a la ventanilla para agradecer.

―Nos vemos, muchacho.

―Adiós, hijo. Suerte ―dijo su padre con una sonrisa amodorrada.

―Gracias, nos vemos en la tarde.

El autobús no tardó mucho, junto a él subieron algunos chicos que iban a su misma universidad, pero no hablaba con ninguno de ellos. Edek no se encontraba ahí, solo había dos opciones, se había quedado dormido por culpa de la borrachera del día anterior o estaba en alguna casa, auto o parque de Poznań. En cualquiera de los casos, no podría tomar las primeras clases.

La semana estaba iniciando y ya había faltado a clases por ir a intoxicarse con desconocidos, era algo que nunca entendería.

Su primera y única experiencia con el alcohol fue suficiente para dejarle claro que no era algo bueno o agradable. Edek lo convenció para que asistiera a una "reunión" pequeña, que terminó siendo una fiesta de cincuenta personas en un diminuto departamento. Después de insistirle por una hora que probara un trago que le había preparado, consiguió que le diera un trago, el sabor en realidad no estaba mal, en su mayoría era refresco, también tenia un regusto extraño que supuso seria el tequila y los hielos lo volvían refrescante. En ese momento admitió que no era nada muy desagradable, no era lo mejor que había probado, pero no le molestó terminárselo, solo porque se lo habían preparado. El problema fue cuando lo convenció de tomar otro y después de eso de probar el tequila puro, ese trago si fue muy desagradable, aun podía recordar el liquido quemando su garganta. La cerveza le supo aun peor y los mareos y desorientación lo convencieron de que había sido una mala idea. Tuvo que mentir para excusarse del dolor de cabeza del día siguiente.

Recordaba que el viento frio del bosque lo había recibido al salir de casa, pero sentía una calidez agradable, tal vez por las personas que habían calentado el interior del vehículo. No tenía tiempo para preocuparse por lo que hiciera su amigo, ya era un adulto y debería hacerse responsable de si mismo. Los exámenes próximos y la pelea que tuvo con Cristell estaban más presentes en su mente. Se sentía mal por la forma en que le habló, no podía culparla por querer dar el siguiente paso, en especial porque todos lo hacían y era algo muy normal. No podía ignorar lo que había creído toda su vida, el sexo era un tema que no se tocaba en su familia. Se sonrojó solo por pensar en eso.

Decidió en que lo mejor seria dejar el asunto hasta poder hablar con ella, las palabras serian una mejor solución. Sin embargo, la situación no lo dejaba en paz.

Cuando se dio cuenta, el verde de los arboles fue sustituido por los colores invernales de la ciudad. El aire seco le resultó refrescante y motivador, al menos hasta que se vio empujado por una docena de universitarios que conversaban y reían de chistes que no había escuchado.

Un par de extranjeras lo miraron en la parada de autobús, destacaban por su baja estatura y rasgos asiáticos, el turismo no era la actividad mayoritaria en la ciudad, por lo que era poco común ver extranjeros. Debían estar esperando su transporte a Varsovia, Cracovia o cualquier otra ciudad con mejores cosas que ver.

No se molestó en buscar a Cristell antes de clases, sabia que necesitaba algo de tiempo para tranquilizarse. Su relación con sus compañeros de campus era más bien fría, las conversaciones cortas y esporádicas no ayudaban a que la amistad fluyera, el joven pensó muchas veces que todos lo veían como alguien raro y solitario, después descubrió que los demás no le daban tanta importancia, simplemente era un chico tímido como cualquier otro.

Al entrar al salón dende tomaría Desarrollo Organizacional, notó el sudor en la parte de atrás de su cuello. El día estaba cálido para la época del año, tanto que tuvo que quitarse la chamarra que su madre le insistió en llevar para el frio. Todos tenían algún tipo de suéter o bufanda, por lo que pensó que podría ser solo él quien sintiera el calor. Aun tenia la garganta seca y los ojos un poco irritados; no podía esperar el momento de ir al médico, consideró ir a la farmacia por un par de aspirinas, pero sus síntomas le preocupaban más que una simple migraña, por lo que decidió esperar, solo serian un par de horas de martirio. Las fuertes luces del frente del aula lo obligaron a tomar un asiento en la parte posterior del salón, contario a sus costumbres.

La clase del doctor Becker nunca había sido tan aburrida, el repentino sopor que lo invadió solo era equivalente al bochorno por el calor y la humedad que percibía a pesar de la baja temperatura que marcaba su celular. Sus parpados se tornaban pesados por momentos y su cuello cedía ante el impulso primario del descanso. El resto de los presentes continuaban con sus estudios, ajenos a la silenciosa batalla que se libraba en el consciente del joven.

Entre los cabeceos un susurro se hizo presente, la voz le resultaba familiar, pero sus pensamientos corrían a baja velocidad y no conseguía recordar donde la había escuchado.

―¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ―Escuchaba, trataba de apartar la voz con todas sus fuerzas, había algo inquietante en ella, algo que le causaba repulsión. Como al beber agua de una botella que ha estado todo el día bajo el sol o respirar el vapor de una olla exprés.

Sin embargo, el sueño era demasiado, el cansancio acumulado de días le estaba pasando factura y no tenía la voluntad para imponerse. Estaba cayendo hacia un inexorable sueño. Al mismo tiempo, la voz parecía cobrar fuerza mientras su conciencia de desvanecía.

¿Dónde estoy humano? ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡Dímelo! ―El miedo fue suficiente para despertarlo dejando escapar un grito y enfocando a toda prisa un grupo de miradas que lo escrutaban.

―¿Está todo bien señor Nowak? ―La vergüenza lo invadió ante la pregunta del profesor, que no mostraba un tono de reclamo. Debido al historial del joven, no tenía ningún motivo para molestarse.

―Si señor. ―Se apresuró a decir. ―Solo me siento mal y no he dormido bien en días. ¿Puedo ir al médico? ―Contuvo una mueca de impaciencia mientras el hombre de cincuenta años le indicaba que podía salir.

Su respiración estaba agitada y se repetía una y otra vez que no era real, todo era por la falta de sueño, solo debía descansar bien, tomar algo para el dolor y mucha agua. La enfermería de la universidad estaba al otro lado del campus, por lo que era necesario cruzar la cafetería y un pequeño complejo deportivo. En una de las mesas de la cafetería distinguió a una de las mujeres asiáticas de la parada del autobús. Lo miraba fijamente mientras bebía un café. La ignoró, llegar a la enfermería era su prioridad.

Recostado en la camilla pudo aclarar su mente, una toalla húmeda regulaba su temperatura mientras los antipiréticos hacían efecto. No creyó que se tratara de fiebre, lo más común es que se sintiera frio en esos casos, pero el termómetro no mentía, 39 grados. Atribuyó su enfermedad al cansancio y tal vez a haberse mojado durante la exploración ilegal por la alcantarilla.

Un enfermero entró y le quitó la toalla, colocó un moderno termómetro electrónico en la frente.

―37.3, parece que la medicina ha hecho su trabajo. Puedes irte, pero te remiendo ir a casa, necesitas descansar y tomar muchos líquidos, estas bastante deshidratado. ―Le tendió una pequeña hoja de color amarillo donde apenas se podía leer el nombre de algún fármaco en letra casi ilegible. ―El doctor dijo que si regresa la fiebre tomes una cada ocho horas.

―Gracias, eso haré. ―Hanz se puso de pie y tomó su mochila que estaba sobre una silla.

―Por nada, cuídate.

Al salir del edificio la luz del sol le lastimó los ojos. Ya no sentía ese calor envolvente o al menos la sensación era mucho menor. No dio diez pasos cuando fue interceptado por la misma mujer que vio en la cafetería. Vestía unos jeans gris oscuro, una blusa de tirantes blanca y una chamarra de mezclilla azul claro con estampado floral.

―Mucho gusto, mi nombre es Ninh Bian, me gustaría hablar contigo un momento. ―Mostraba una gran sonrisa y se esforzaba por verlo a los ojos a pesar de la clara diferencia de estatura. Hablaba un perfecto polaco, incluso el acento era el de la región.

―Lo siento, en este momento no me siento bien, será en otra ocasión. ―Sin decir más, pasó de largo, pero la mujer lo siguió, tenía cerca de treinta años, su complexión atlética y rápido caminar le permitía mantenerse a la altura de las largas piernas del joven.

―Espera, puedo ayudarte con tu problema. ―Esto tomó desprevenido al chico, ella no podía saber lo que le sucedía.

―Ya fui al médico, por favor déjeme en paz. ―No quería sonar grosero, pero el ardor en los ojos se empezaba a incrementar y solo quería llegar a su casa a descansar, su madre lo bombardearía con preguntas y necesitaba pensar en una forma de decirle que no pudo seguir en clase y no preocuparla a la vez.

―Un doctor no puede ayudarte, no estas enfermo. Escuchas cosas ¿Cierto? Te han sucedido cosas extrañas estos días. ―El hecho de que nombrara eso logró que se detuviera, ella no podía saber eso, ni siquiera él estaba seguro de eso. No podía confiar en ella, hacerlo significaría que admitía que lo que escuchó había sido real y se negaba a creerlo, solo estaba enfermo, solo era una fiebre.

―No escucho nada, Déjeme en paz. ―Su voz salió con más fuerza de lo que pretendió, tal vez por el cansancio o porque le irritaba y le asustaba que todo pudiera ser real. La mujer se quedó de pie, solo lo miró mientras se alejaba.

El gordo dependiente de la tienda de frutas no podía alcanzarlos, incluso con la ayuda del resto de comerciantes del distrito, Astrid se dedicó toda su vida al robo menor y Dédalo conocía a la perfección todas las calles y escondites del quinto circulo. El robo era de lo más común dentro de los nueve círculos, se podría pensar que los comerciantes aprendían a evitar los robos y protegerse, pero los ladrones encontraban maneras cada vez más ingeniosas para salirse con la suya.

El cielo bañaba en luz roja toda la ciudad. El pozo en donde estaba situada era tan grande que, incluso en un circulo tan profundo como el quinto, no se podía ver el otro extremo de la ciudad. La pequeña cabaña construida entre dos casas más grandes servía como refugio a la pareja de ladrones. Solo había un par de cajas de madera con cojines para sentarse, una mesa, unos cuantos libros y tres lámparas de alma.

Desde que Dédalo llegó al infierno, supo que no seria sencillo conseguir lo que todos los demás tenían de la misma manera que ellos. El trabajo forzado y constante era un martirio entre las llamas infernales y el suplicio de millones de almas condenadas. Por eso decidió que no iba a ser parte de eso.

La peor tortura del inframundo era la existencia o en todo caso la conciencia. Toda su vida le dijeron que cuando partiera al hades, juzgarían sus acciones y se le asignaría un lugar en donde correspondiera, pero la realidad fue muy distinta. El castigo eterno parecía tratarse del aburrimiento de no hacer nada, no se podía dormir, no era necesario comer o descansar, pero se podía hacer si se deseaba.

―Las frutas de fuego son horribles esta vez ―replicó Astrid mordiendo su botín.

―Supe que un demonio Angul contaminó toda la zona con desperdicios de putrefacción, dudo que haya buenas cosechas en un tiempo. ―La mujer arrojó la fruta de color naranja brillante, que fue a parar bajo la suela de una bota de casquillo negra.

―La comida no se desperdicia, hay muchos niños que tienen hambre. ―No pudo decir nada más debido a dos pares de runas que le apuntaban a la cabeza, Los trazos brillaban en color rojo y las miradas de ambos indicaban que podían atacar en cualquier momento. ―Dudo que eso sirva contra un cuerpo físico, no he venido aquí para pelear.

―Anatoli, aun recuerdo lo que hiciste en las grutas de Gehena.

―Eso fue hace cincuenta años, deberías aprender a no guardar rencor, la venganza envenena el alma. ―El visitante era alto y rubio, con el cabello peinado a cepillo y la piel tan blanca como solo los habitantes de Siberia la tienen.

―¿Cómo conseguiste ese cuerpo? ―preguntó Astrid, llevaba mucho tiempo deseando uno.

―Fue un regalo, todo un detalle que se parezca al original. ―Sonrió, ni siquiera el entorno rojizo del inframundo hacia sus dientes menos blancos. ―Bajen las runas, última advertencia. ―Se desabrochó la camisa y pudieron apreciar cinco marcas de fuerza y resistencia gravadas en la piel. Los ladrones obedecieron.

―¿Qué es lo que quieres? ―Las palabras no le daban precisamente la bienvenida. Anatoli era un hábil luchador y el cuerpo físico le daba una gran ventaja. De inmediato Dédalo comenzó a buscar rutas de escape.

―Solo vengo a solicitar sus servicios, me duele reconocerlo, pero ni siquiera yo soy tan bueno para robar como ustedes. Además, me tienen vigilado. ―La bota del hombre hizo puré la fruta, consiguiendo que su jugo recorriera las juntas del empedrado.

―El gran Anatoli pidiendo ayuda de un par de ladrones, eso pocas veces se ve ―se burló Astrid.

―La paga es buena y estoy seguro que buscan algo de diversión, no he olvidado que estuviste a punto de disolverte rata. ―Astrid no pudo contener su enojo cuando el ruso mencionó el apodo de su esposo y menos cuando hablaba de una desgracia que se evitó por poco.

―Largo de aquí, tendrás que encontrar a alguien más. ―El hombre apoyó la mano en su hombro para tranquilizarla.

―¿Qué es lo que hay que robar? ―El visitante mostró una sonrisa afilada.

―Solo un pergamino, lo encontrarán en la casa de Abadon, debe estar sellado con el símbolo de la orden. ―Esto no hizo más que poner nerviosos a los anfitriones.

―Sabes que no nos metemos con las cosas de la orden y por tu bien tampoco deberías hacerlo. Nos estas pidiendo que entremos a la casa de un demonio del nivel de los 72, es demasiado. ―Ningún ladrón cuerdo o loco accedería a tal petición, Abadon era conocido por no ser piadoso con sus enemigos.

―Como dije: la paga es buena. No solo podrán tener un cuerpo físico y paso libre al plano material, una vez terminado el trabajo, tendrán libre acción en los primeros siete círculos y autoridad equiparable a un demonio de tercer nivel. No es algo que estén en posición de rechazar.

―Sheol queda muy lejos y nos están buscando en los círculos superiores. ―La voz de la mujer sonaba menos enérgica que momentos atrás. El hombre miraba al suelo.

―El transporte y protección se les será provisto, solo tienen que aceptar. ―El rubio extendió una piedra plana con un pequeño pentagrama en ella, los trazos eran muy finos, pero claros. Astrid miró a su esposo por unos segundos, él le regresó la mirada antes de tomar la piedra, el mismo dibujo se formó en la palma de su mano. Cerró el trato sabiendo que se arrepentiría de haberlo hecho.

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