💤EPÍLOGO💤
Me quedé dormido en el viaje en avión. Me hacía gracia cómo me miraban las danzarinas de hierro desde sus asientos en el jet privado, entre siesta y siesta. Eran seis, pero no recordaba los nombres de todas. Iban vestidas de negro, con cuchillas ocultas en las botas y el cinturón y armadas en secreto hasta los dientes. Se las veía preparadas para la acción.
El Ángel de la Muerte Anya nos acompañaba en el trayecto. Se paseaba por el pasillo central del avión para preguntarnos si necesitábamos una bebida o comida. Lo cierto era que su ayuda para detener a Pol fue clave y le debía un favor. Decidí protegerla con mis agentes del SSI, que ahora habían recibido el beneplácito del Pentágono estadounidense para trabajar y colaborar por encima de la CIA y el FBI. También nos dieron el visto bueno desde la Interpol, aunque con ellos ya solíamos trabajar a menudo.
El objetivo que compartíamos, tras la traición de Pol en su juicio, era detener a Lucifer como ángel caído e igualar el poder. Estando en esos momentos en un estatus superior a los ángeles, ya no había inhibición que valiera. Los Pecados Capitales podíamos hacer lo que quisiéramos, y era grave. Muy grave.
Llegamos al aeropuerto de Moscú al cabo de unas horas. El frío de enero nos penetraba la piel más allá de los abrigos. Las danzarinas de Amanda me seguían como guardaespaldas por la zona, vigilantes. Subimos en distintos vehículos privados en la pista de aterrizaje, dispuestos a reunirnos con el enemigo.
Tener de mi lado tantos operativos me dio margen para maniobrar en las negociaciones. Lo único que tenía prohibido, por órdenes de Amanda, era permitir que sus chicas recibiesen daños. Estaban preparadas para participar en las Iralimpiadas y eran candidatas a la victoria. ¿Qué le preocupaba a la reencarnación de la ira? ¿Tan peligroso podía ser Satanás?
Debíamos fingir para que nuestra visita pasara desapercibida, así que hicimos una ruta turística por la ciudad. Cruzamos la Plaza Roja con vistas al palacio del Kremlin, vimos la catedral de Kazán, llegamos a ver el Palacio del Pueblo, como la gente solía llamar al metro, y al fin aparcamos cerca del parque Zaryadye, donde la ángel Anya nos indicó que se encontraría el líder de los rebeldes.
El gorro de lana y la bufanda me ayudaron a sobrellevar las temperaturas. Llevaba varias capas de ropa, pero no estaba acostumbrado a aquello. Me quedé con las ganas de seguir explorando la belleza de la capital. Habría visitado la calle del mercado Arbat, pero me desviaría de la misión en exceso.
Dando un suave paseo con una escolta propia de un rey, contemplé los paisajes que el parque podía ofrecernos. Cada región representaba una provincia rusa en su estética y esplendor.
Subimos a uno de los puentes para turistas que había, conectados desde ambos lados a una colina elevada. Se podía ver el río pasar junto a la carretera que lo separaba del parque. Me transmitía tranquilidad.
Escuché unos pasos tras de mí. Al girarme, un joven de ojos granate rasgados y con una sudadera sin mangas apareció. Llevaba el pelo echado hacia atrás, pelirrojo, y podía verse la catana oculta en su espalda. Estaba lleno de tatuajes de la Yakuza.
—Qué honor conocerte al fin, Hugo —dijo en un japonés refinado, sensual. Asentí conforme se colocaba a mi lado.
—¿Cuánto tiempo llevabas esperándome, Satanás? —contesté en el mismo idioma. Lo tenía oxidado, pero aún recordaba las características del lenguaje.
—Desde que los ángeles rebeldes nos convocaron aquí, en Moscú. Me han dicho que queríais hablar conmigo.
Apoyó las manos sobre la barandilla. Su cuerpo soltaba un humillo del calor que desprendía. Me daba pánico tocarlo, ni estrecharle la mano habría sido buena idea. El brillo de su mirada hablaba por sí mismo.
—¿Qué queréis, tú y tu gente? ¿Cuáles son vuestros propósitos? —Me crucé de brazos, viendo de reojo que un par de guardaespaldas lo cubrían a él tanto como las danzarinas me protegían a mí.
—Devolver el orden natural a las cosas. —Suspiró, arrogante.
—Ojalá pudiésemos hablar sin ángeles de por medio.
—Ojalá, hermano. —Se encogió de hombros la reencarnación de la ira. Respiró hondo—. Aunque sí me gustaría hablarte de quiénes somos.
Abrí los ojos, metiendo las manos en los bolsillos a la espera de oírlo. No me fiaba de su postura pasota. Lo veía distinto al resto de pecados. Lo que fuera que le hubiesen hecho los ángeles rebeldes lo había convertido en una fuerza nueva. No era un ángel caído, pero sí podría superarnos en poder a los demás incluso con la bendición del pecado de Lucifer.
—¿Me vas a presentar a tu Camarilla? —Una brisa de viento me revolvió los rizos.
Me giré para evitar que los mechones me nublaran la vista. En uno de los laterales del puente, contemplé a un grupo de personas de características variadas. Pensé en el equipo A, pero la gracia se terminó en cuanto pude reconocer que eran la contraparte de nuestros pecados.
Vi a un anciano de largos cabellos canosos con motas verdosas en la barba, vestido como un profesor.
—Pues ya que parece que los has visto, permíteme que te los presente. —Satanás apoyó una mano sobre mi espalda, señalando a aquel anciano—. Ese es Leviatán, Levi para los amigos, profesor de historia y un envidioso de manual. Es el más inteligente, debo decir. —Dirigió mi mirada hacia una mujer rubia y gruesa con un bolso de marca—. Ella es Celia Calderón, la mejor persona del grupo, pero una mujer obsesionada con la ambición.
—¿Y mi contraparte? —reí, imaginando la respuesta—. ¿Se ha quedado dormida?
—Ah, ¿Ruz Belfegor? Te encantará. —Me dio un par de palmadas en el hombro—. No ha venido porque ayer se pasó seis horas en directo jugando a no sé qué de Baldur. La llamamos la otaku, pero ella está orgullosa. Dijo que le daba pereza venir.
La amaba. Si pudiera, me casaría con ella sin dudarlo. Entendía su ausencia, habría ocurrido lo mismo en mi caso si no hubiese sido esencial mi presencia en Moscú.
El siguiente a quien señaló fue un hombre con sobrepeso que se tomaba un batido de chocolate.
—Quedan dos. ¿Ese de ahí...?
—La gula. Es Mario. Dirige una franquicia de restaurantes de comida rápida, pero le avergüenza mostrarlo en público. —Se encogió de hombros Satanás.
Por último, señaló a una mujer que me resultó familiar. Tenía el ceño fruncido, el mentón alzado y vestía de violeta.
—Ella te va a sorprender. —Soltó una carcajada—. Su nombre quizás no te resulte familiar, pero conoces a su hermana Johanna.
Se me erizó el vello. Tenía los mismos rasgos faciales que la ex esposa de Lucifer, el matrimonio más corto de la historia.
—Entiendo que su motivación no será tan profesional como la vuestra. En su caso, la lucha es personal. —Me acaricié la barbilla con una mano.
—Por eso necesitamos a Elena. Esto es personal, Hugo. Esos ángeles nos dieron la oportunidad de ascender y no voy a dejar pasar la ocasión.
Nos miramos cara a cara, pero su gesto no me llegaba a generar la sensación que buscaba. Si podía conseguir que todos los pecados con sus contrapartes se reunieran en el castillo de Praga y trabajaran juntos por mantener la justicia, viviría en paz. Pero eso era imposible.
—Amanda me pidió que trajese a sus danzarinas. Quería que las vieras antes de las Iralimpiadas. Sé que vas a participar, no sé si el resto también. —No dejaba de mirar a los demás Pecados Capitales que nos vigilaban en la distancia—. Te las presento.
Hice un gesto para que las seis bailarinas se aproximaran. Una a una fue saludando al próximo rival que tendrían. Se retiraron con suma disciplina y elegancia sin dejar de mostrar su rabia acumulada por la derrota del año anterior.
—Va a ser un año especial. —Una sonrisa pícara se forjó entre los labios de Satanás, que con firmeza las veía marchar—. Amanda tiene mi respeto por haberlas entrenado así. La suerte no parece que vaya a volver a repetirse. Tendré que esforzarme más.
—Antes de conversar, quería avisarte. —Volvimos a enfrentarnos—. Mientras la guerra no afecte a civiles, inocentes o pecados que vayan en son de paz, no intervendré. En el momento en el que eso cambie, sea el bando que sea, caerá el peso de la justicia sobre vosotros. Y créeme, no me detendré.
—¿Y qué harás? —Arqueó las cejas el chico, vacilón.
Puse una mueca graciosa, dándole dos palmadas en la mejilla. Él se puso serio.
—Marcarme un Satanás, por aquí no vuelvas más —bromeé. Se hizo un breve silencio en el que solo pudo oírse el viento—. No te tengo miedo, ni a ti ni a nadie. No eres el primer demonio con complejo de ángel de la muerte que pretende intimidarme.
La seriedad de mi compañero se convirtió en una carcajada violenta antes de abrazarme. Ni las danzarinas de hierro ni los Pecados Capitales entendían qué pasaba. Ya sabía qué era lo que más me incomodaba de sus ojos: era un maníaco. Le faltaba tintarse de verde y sería el Joker en carne y hueso.
—Tienes un humor que Ruz adorará. —Desenvainó su catana y asestó varios golpes metálicos contra la barandilla del puente. Se reía como una hiena. Los demás se echaron atrás, pero yo me quedé quieto—. Ya verás qué ilusión le hará conocerte.
—Deseándolo estoy —musité, disimulando que tosía—. Bof.
—Más lo estarás cuando te presente a mi perro. Cerbero adora a los desconocidos. —Abrió los brazos, con el arma aún en la mano. Sus ojos ardían de una ira llameante más intensa que Amanda—. Y ahora, puesto que ninguno de los dos confiamos en los espías del otro bando, permíteme que me marche. Pronto visitaré la ciudad del pecado. Espero encontrarte allí.
—No olvides lo que hemos hablado.
Volvió a dar un golpe con la catana, sonando un chasquido metálico sobre la barandilla. La envainó a sus espaldas, me hizo una reverencia y retrocedió con el resto de pecados.
—¡Un demonio nunca olvida a sus nuevos amigos! —exclamó sin mirar atrás, alzando un brazo para despedirse.
Me crucé de brazos. Si Amanda pretendía que negociara con una persona de aquellas características, me sobreestimaba. Solo podíamos tener fe en que su caos interno no prendiera en llamas el estadio durante las Iralimpiadas, si es que este año no era al aire libre. En cuyo caso, temía por el futuro.
Se avecinaban cambios irreversibles para el mundo de los Pecados Capitales. El ángel caído solo era el principio de un sinfín de eventos que marcarían la historia de la humanidad. Con el batir de sus alas, daba el pistoletazo de salida para lo que sería una guerra de ira entre entidades divinas.
Y en mi cabeza, lo único que me apetecía era dormir, acariciar un gato y quedarme a jugar a la consola con mi contraparte femenina hasta que el conflicto cesase y pudiese descansar de una vez.
Viendo cómo se alejaba la Camarilla de los rebeldes, me quedé contemplando Moscú desde el puente. Qué pereza coger un avión para volver.
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