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🩸​🔥CAPÍTULO 27 - LARGA VIDA AL REY (PT. 2)🩸​🔥

Los aposentos del castillo que me reservaron tenían vistas al jardín junto al cementerio. Podía ver los mausoleos bajo los cuales cabría una cripta de innumerables secretos. Quizás así lo era. Me gustaba pensar que teníamos oculto a la vista un manjar de secretos. Era una pena que la tormenta impidiera salir al exterior. El crepitar de las gotas sobre los cristales me relajaba. Me traía buenos recuerdos, pero también llegaban malos. El viaje a Japón con madre supuso el último día en el que mi corazón sonrió de felicidad.

Por suerte, conté con la ayuda del monje. Mi maestro de fuego. Mi maestro de danza. Lo que conocía del arte de la guerra, lo hacía gracias a sus lecciones. Pensar en Satanás, mi contraparte masculina, me dio que pensar. ¿Era posible que el monje tuviese un hijo bastardo? Cuando le preguntaba no quería responder. En cuanto Lucifer nos dijo que podía ser el nuevo líder de la rebelión, supe que mi destino era conocerlo. Descubrir qué quería y, solo entonces, apoyarlo en su rebelión contra el ángel caído.

Mi puesto estaba en el trono. El mundo no necesitaba suprimir a los criminales ni a los delincuentes, necesitaba manejarlos. Asumiría el poder para postrarlos ante mis pies. Así, el miedo les impediría actuar. Los obligaría a participar en las Iralimpiadas, a aquellos que osaran cuestionarme, los enviaría a la muerte segura para mi disfrute. Sangre, hierro y honor. Esas eran las palabras que mi maestro me hizo repetir en mi adolescencia, cuando practicaba con la catana en la colina más alta del templo de los Himalayas.

Escuché la puerta del dormitorio abrirse. Me giré, acariciando el colgante en mi cuello. Hugo cerró y se acercó a paso lento. Sus párpados cansados revelaban su fatiga.

—Ya lo has oído. —Alcé el mentón, fría—. Un nuevo grupo de bárbaros pretende usurpar la corona de nuestro rey.

—Qué lástima que no los conozcamos, así es difícil juzgar su pobre opinión de su Majestad —respondió él, metiendo las manos en los bolsillos.

Sonreí. Me recogí el pelo en un moño, pero un par de mechones salvajes me colgaban por la frente.

—¿Tienes ideas sobre cómo deberíamos organizarnos? —pregunté, paseando por el dormitorio con elegancia. El chico se sentó al borde de la cama—. Ni se te ocurra quedarte dormido o te cortaré la garganta en tu sueño.

—Si quisieras hacerlo, no habrías esperado tanto —rio Hugo—. El SSI me ha comunicado la ubicación de Satanás. Puede que vaya a hacerle una visita.

—Si necesitas refuerzos, mis danzarinas de hierro estarían encantadas de acompañarte. Hagamos que esos salvajes entiendan el mensaje que queremos transmitirles. —Crucé las manos tras la espalda.

Se hizo una breve pausa. Nos miramos el uno al otro, indagando en las motivaciones del otro. Parecía que coincidíamos.

—El mensaje del monarca, doy por hecho. —El chico ladeó una sonrisa curiosa, cómplice.

—Por supuesto, ¿qué otro mensaje existe, si no? —Le devolví el gesto, satisfecha.

—Ya que estamos hablando de colaboración, quisiera pedirte un favor. No tiene nada que ver el ángel caído.

Alcé las cejas, interesada.

—¿Qué te preocupa?

—Tras la reunión, he notado que nuestra amiga Bela ha perdido lo que tenía. —El chico se frotó las manos para calentarlas—. Su negocio, su trabajo y su voluntad se han ido al garete. Entendiendo cómo te ha hablado Lucifer, diría que eres su mano derecha ahora. —Asentí, escuchándolo con atención—. ¿Podrías asegurarte de que mi amiga esté a salvo?

Recordé la imagen que vi al visitarlo en su piso desordenado y sucio. Bela lo recorría semidesnuda como su hogar. No sabía si había sentimientos o si era un entretenimiento, pero le tenía cariño. Pensé en Thiago y la empatía me invadió.

—¿Qué sientes por ella, por curiosidad?

—Cariño y afecto. Es leal y a ratos buena gente. No sé, es cercana.

—Le echaré un ojo encima si me haces un favor a mí. Un trato es un trato —contesté volviendo a sentarme sobre el escritorio junto a la ventana. Me refugié en el abrigo que todavía no podía quitarme por el frío—. Bueno, mejor dicho. Dos favores. Uno de ellos es sencillo.

—Dispara. —Se tumbó sobre la cama, pero mi palmada lo convenció de que no era buena idea. Hizo pucheros.

—El primero es sobre Thiago. ¿Qué opinión tiene sobre mí de cara a sus amigos? ¿Qué soy para él en su día a día? —Jugueteaba con el mechón caído.

Hugo se incorporó, sacudiendo la cabeza para mantenerse despierto. Pestañeó consecutivas veces, frotándose los ojos. Iba vestido como un vagabundo. Seguía despreciando su sentido de la moda, pero no podía negar que era más inteligente que los demás.

—Si te lo digo te vas a reír. O a llorar. —Dio vueltas por la sala. Me incomodaba que me mantuviera en tensión de ese modo—. Quiere hacerte su esposa. Lleva unos días que no para de decirlo. Empezó en Nochebuena. Se ve que la pasasteis juntos.

Me sonrojé. ¿Esposa? No podía creer que les hubiese contado a sus amigos lo que pasó en las fiestas. Me daba vergüenza mirarlo a los ojos tras esa revelación. Deduje que no entró en detalles por la tonalidad de su voz, pero no dejaba de ser mi intimidad. Y lo mismo ocurría con el juicio de Pol, cuando se descubrió que Thiago grababa vídeos sexuales con su secretaria.

El juego que teníamos entre manos tenía que acabar de inmediato. Estaba harta de fingir que quería ponerlo a prueba. Si tuviera que soportar dos semanas más entre calores me acabaría volviendo loca.

—Ah. Hombres... Siempre tan salvajes, pensando en lo mismo. —Tenía la barbilla alzada de orgullo, pero mis mejillas ruborizadas decían lo contrario.

Hugo trazó una sonrisa pícara en la que ninguno de los dos quiso adentrarse. No era necesario. Ya nos lo decíamos con la mirada.

—¿Cuál es el segundo favor, doña puritana? —El chico se deslizó por el cuarto hasta mi posición.

—Cuando vayas a Moscú, enséñale a Satanás quién es el verdadero rey.

—¿Crees que ese rey será justo y consecuente con sus actos? —La duda en su mirada fue el reto que necesitaba.

—Lo será siempre que se respeten las normas. —Le tendí la mano, determinada.

Él la miró, luego se dirigió a mí y respiró hondo.

—Larga vida al rey, en ese caso. —Me estrechó la mano, dando media vuelta para marcharse.

—Larga vida al rey —susurré mientras me limpiaba la mano en una tela de la silla junto al escritorio.

¡Y qué majestuoso será el rey de cabellos de fuego!

Vestida con un pijama de flores de loto, me quedé observando la lluvia desde el alfeizar de la ventana. Acababa de ducharme y me peinaba sin dejar de contemplar los rayos formar ramificaciones azuladas. Los torreones se iluminaban y tomaban una fuerza digna de una película de Drácula. Si hubiese vampiros viviendo en las criptas, no me sorprendería. Debieron desplazarse de Rumania a Praga, lo que no sabía era si viajaron en murciélago o en tren.

Tocaron a la puerta y pedí que la persona entrara sin mirar. Dejé el peine a un lado y me eché atrás la melena pelirroja. Me gustaba sentirla suelta. El brillo de las estrellas le daba un aire llameante único.

—¿Se puede, madame? —bromeó Thiago, que portaba unos pantalones holgados en su camino hacia mi posición.

Pese a las bajas temperaturas, no parecía importarle ir sin camiseta. Y a mí no me desagradaba en absoluto. Costaba fingir que lo miraba a los ojos cuando sus abdominales y los músculos de sus brazos me acariciaban la vista con ese tacto tan suave y dulce. Lo odiaba. Me hacía admitir que una mujer tan exquisita como yo podía enamorarse.

—Qué suelto vienes. A ver si vas a coger frío. No pienso acostarme con gérmenes flotantes —contesté con dureza, provocando una carcajada relajada de mi amante.

—Los gérmenes te reclaman, mi reina. —Me agarró de las mejillas y me besó. Cedí al instante. No podía controlarlo—. Eh, eh. ¿Hoy no quieres jugar?

—¿Otra vez las cartas de los cojones? ¿Quieres que le meta un puñetazo a la pared como un heterazo sin sesera? —le susurré contra sus labios, volviendo a conquistarlo con el sabor dulzón de su boca.

Me agarró de los muslos y me alzó. Podía conmigo sin apenas esfuerzo. Las cicatrices de su hombro y su cuerpo marcaban al guerrero después de sus batallas. Me enamoraban. Era la danza que nos enseñaron a practicar desde pequeños, tanto a él como a mí. Conocía la historia de su padre y de cómo lo obligó a dejar fluir sus impulsos de ira. Éramos dos caras de una misma moneda.

—Pero si sabes que es divertido. Venga, saca la baraja. —Me tumbó sobre la cama, inclinándose sobre mí para tentarme con un beso que no llegaba—. O te la sacaré yo.

Estuve a punto de hacerle una llave de artes marciales para atarlo a mí y no soltarlo en toda la noche. Pero me contuve. No debía ser tan bruta o la ira podría causar estragos en mis decisiones.

Se apartó de mí y yo le señalé el cajón junto a la cama. Lo abrió y sacó la baraja francesa.

—Piensa que hoy juegas con ventaja. Al menos tú tienes ropa que quitarte. —Se tumbó a mi lado, apoyado sobre la almohada con el codo.

—¿Y por qué no lo hacemos hoy a preguntas? —Sonreí con malicia, él se encogió de hombros—. Me ha dicho un búho dormilón que les has contado a tus amigos lo que hicimos en Nochebuena.

—¿Lo de darnos la mano muy fuerte mientras dábamos una vuelta por el paseo marítimo? Oh, sí. Les encantó. —Puso una sonrisa falsa a la que no podía resistirme. Era mi debilidad.

—Gilipollas. —Sacudí la cabeza, barajando las cartas con agilidad.

Habíamos aprendido del famoso vídeo entre Lucifer y Cass, aquel duelo de Blackjack con el que medio mundo se pasó hablando semanas. Aún había canales de televisión que hablaban de ello.

—Si gano yo, hoy me toca encima a mí. —Lo señalé, dispuesta a cabalgarlo hasta que no pudiera más.

—Vale. —Thiago se puso a pensar. Se le marcaba el cuello y la mandíbula en una curva perfecta—. Si gano yo, te casarás conmigo cuando terminen las Iralimpiadas.

Me atraganté con la saliva. ¿Tan lejos habíamos llegado? Empecé a toser y él me dio palmadas en la espalda. Se carcajeaba como si fuera broma, pero la intuición me decía que iba más en serio que nunca.

—Déjate de tonterías, idiota.

—No, en serio. ¿Por qué no? —Abrió los brazos, incorporado—. Ya has visto cómo nos ha ido este tiempo. Encajamos muy bien, el mundo está demasiado lleno de miseria y desgracias como para dejar que una buena noticia se nos pase. Vivamos la vida.

Una mueca tristona se reflejó en su rostro. Conforme repartía las dos cartas para cada uno, empecé a preocuparme.

—¿Por qué te ha venido esto tan de repente? No me lo habías dicho hasta ahora. —Las mejillas se me ruborizaron, caldeadas. Era un horno andante.

El corazón me latía cual metralleta en medio de una batalla campal. Me palpitaba hasta la entrepierna.

—Mi hermana está jodida. He visto lo que ha significado para ella que el amor de su vida la rechace. No quiero eso para mí. —Suspiró, como si se sintiera mal diciéndolo—. Tampoco me gustaría que se comparara con nosotros, pero es que no puedo evitar imaginar... ¿Y si nunca llegamos a nada por no arriesgar?

—Ya, pero... ¿Eres consciente de que aún no sé si estamos hechos el uno para el otro? Que haya sentimientos no indica que... —Al ver la expresión insegura en su rostro, recordé el día del atraco. Cómo lo veía, lo mucho que habría odiado perderlo. Nunca antes había deseado proteger tanto a alguien—. Mira, me la pela. Digo sí. Adelante. Probemos. Joder. Sí. Probemos a ver, coño.

—¡Hostia! —Se alegró dando un aplauso él.

—¡Sí! ¡Me cago en la puta! —Alcé más la voz, riendo de la ilusión.

De pronto, se escuchó un golpe en la pared. Parecía una silla rompiéndose.

—¡¿Queréis callaros de una puta vez?! ¡Esta zorra necesita dormir, tortolitos! —gritó Cass desde la habitación anexa.

Reímos entre susurros. Lo que parecía enfado pareció venir acompañado de una suave risilla. El mellizo se puso feliz hasta que aquello pasó al llanto silencioso. Esa chica necesitaba ayuda.

—Creo que debería ir a consolarla. —Se alarmó Thiago.

Lo agarré de la mano antes de que pudiera moverse.

—No puedes sobreprotegerla así. Ya la cuidas todo lo que puedes. Necesita espacio. —La seriedad se volvió obscenidad y lascivia en mi sonrisa—. Además, de este cuarto no sales sin hacerme llegar al orgasmo.

Me acarició la mejilla con afecto, titubeando.

Jugamos a las cartas durante varias rondas en las que nos lanzamos preguntas el uno al otro. Primero fueron temas generales para conocernos en aspectos de nuestras vidas poco conocidos. Cuando me preguntó por mi familia, me negué a responder. Ya le hablaría de aquello cuando llegara el momento. Yo me interesé por conocerlo mejor en su trabajo. Ambos éramos matones o sicarios, pero ninguno de los dos lo hacíamos por placer.

Le conté mi historia con las danzarinas de hierro. Las recluté siendo preadolescentes y lo hice porque esa fue la edad que tenía cuando me adoptó el maestro de fuego. Les mostré los caminos de la violencia y la ira, y cómo manejarlos a través del baile. A ojos del gobierno y la sociedad, ellas eran bailarinas expertas que participarían en una competición de danza artística en las Iralimpiadas. La realidad era que las entrenaba como asesinas. Y durante esas olimpiadas sanguinarias, matarían sin control a sus adversarios de otros países.

Al preguntarme por Satanás, le di mi interpretación. Él entrenó al equipo femenino de baile que batió al mío el año anterior. Y, por ende, estaba en Rusia. Allí era donde se dirigía Hugo en una misión especial para descubrir su ubicación y sus intereses. Era la única explicación viable a nuestra derrota.

—¿Y qué hay de tu familia? Cuando torturé y maté al Ángel de la Muerte ese que te visitó en el hospital, no me soltó nada —confesé con intriga—. Fue críptico hablando de los Asmodeus.

—Mi linaje lo es, o eso dicen. No tengo ni idea. Mis padres apenas nos hablaron de familiares que no fueran cercanos. Más allá de mis abuelos es terreno desconocido hasta para mí. —Se encogió de hombros, curioso—. Creo que iré con mi hermana a la mansión en Nochevieja. Puede que en el sótano quede algún volumen sin rebuscar.

—¿Queréis que os acompañe? —propuse, respetuosa.

—No, prefiero que vayamos a solas. Creo que necesitamos ese reencuentro con nuestro pasado. Olvidar.

Asentí. No era mi familia, así que no tenía intenciones de molestar. Tampoco me hacía especial ilusión juntarme con la cuñada en pleno proceso de duelo. Si intentaba darle dos besos, me mordería el cuello.

Cuando él perdía una ronda, se quitaba una prenda. Era más común que las perdiese yo, así que en cuestión de cuatro rondas estábamos al borde del final semidesnudos. El frío no me importaba en presencia de Thiago. Su cuerpo me generaba calor como una hoguera natural.

¿Qué nos estaba ocurriendo? ¿Por qué él estaba tan atractivo esa noche? Sus ojos brillaban con un matiz distinto. Me seducían sus labios y cedía a los impulsos con facilidad. Y yo veía más intensa mi ira. El pelo me brillaba con energía y los ojos debían arder entre retazos escarlatas y granates. ¿Qué nos había dado Lucifer en la reunión? Era real. Era nuevo y refrescante. Era cálido.

—¿Qué tal si lo dejamos en tablas? —susurró—. Lo digo porque llevas mirándome los morros cinco minutos y no has respondido a mi pregunta. No estamos ya para pensar.

Recogí las cartas, me levanté para dejarlas en el cajón y me tumbé sobre él en la cama. Le di varios besos suaves y luego uno pasional.

Noté sus fuertes manos firmes sobre mis glúteos. Nos deshicimos de las prendas que nos quedaban y nos metimos entre las sábanas. Cambiamos y rodamos el uno sobre el otro. Nos fundíamos, las caricias acompasaban el ritmo de nuestros latidos. Nos sentíamos a través del sonido de la lluvia y nos gemíamos al oído. La vulnerabilidad de los pecados apresaba los sentidos. Anhelaba su tacto. Lamía su cuello. Abrazaba su cuerpo para recibirlo dentro de mí.

Acabamos tumbados en postura de cuchara. El calor de su pecho contra mi espalda me daba tranquilidad. Sus manos me servían de sujetador. No entendía por qué estaba tan sensible a su merced, pero era la realidad.

Esa noche soñé con Japón. Era una adolescente y mi madre reía con felicidad a cada lugar que visitábamos. Había sido su placer prohibido desde que era joven y al fin cumplía su sueño. Paseando por un mercado oriental, me perdía. Un demonio oni aparecía con un pesado martillo. Me perseguía. Corría desesperada por los puestos, sin entender el idioma. Lloraba y pedía ayuda.

Llegué a un lago y una mujer en kimono me saludaba. Flores de loto caían sobre las aguas y los nenúfares. Formaban olas. Y de azul transparente pasaron a granate.

Alcé la vista. El cielo era anaranjado con matices rojizos. Se cernía un apocalipsis. No encontraba a mi familia. Ante mí ya no había un árbol, sino cientos de cerezos. Los empapaba una lluvia de sangre. Me giré para ver una casa de puertas correderas con decoraciones asiáticas. Me acerqué a ver. La sangre salpicó cuando pisé el charco. El suelo tomó su color. Vi cabezas, extremidades, torsos y huesos. Y una catana chorreante que los mató a todos.

El demonio de la ira poseyó a la mujer que los masacró. Y cuando le miré a los ojos, pude reconocer el terror de mi madre a través de su piel. Me devolvió la mirada, frágil, y al darse cuenta de su error, alzó la catana y se atravesó el vientre.

Desperté sudorosa. Una lágrima me caía por la mejilla. Me la sequé de un gesto rápido. Thiago, adormilado, se incorporó despacio. Ya era de día y no llovía. Me acarició el brazo con cariño y me besó la espalda.

—¿Estás bien? —preguntó con la voz ronca.

—Sí. Solo ha sido una pesadilla. —Apoyé la cabeza sobre la suya, acariciando sus mejillas. Le di un beso sutil, pensativa—. Solo eso.

Mis ojos se desviaron a la maleta que tenía en el suelo. En su interior, el filo de la catana brillaba. Esta vez, la sangre de mi madre no la ensuciaba.

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