🪽❤️🔥CAPÍTULO 24 - LA PRINCESA Y EL ÁNGEL CAÍDO🪽❤️🔥
Las nubes sangraban nieve. Sus caricias gélidas erizaban el vello de mi piel, tan pálida como el manto que cubría la tierra. Cada año que pasó desde la masacre de mi familia, solía experimentar las Navidades con cierta nostalgia. Echaba de menos la magia que envolvía la mansión Asmodeus. Me daban una luz que ya no tenía. Las memorias son herramientas frágiles y si no se usan con cuidado pueden romperse.
Bajé del vehículo con nerviosismo. Paseaba por los bosques con precaución, consciente del lugar en el que habíamos acordado reunirnos Lucifer y yo. Apartaba de mi mente los pensamientos dolorosos con cada rama que pisaba. Sus chasquidos me permitían distraerme. Pero el destino era el mismo, pretendiera encontrarlo o no.
Al alzar la vista, mi antiguo hogar se hallaba ante mis ojos. Estaba reconstruido, nuevo, pero lo único que yo veía era un cielo escarlata infernal y llamas devorando sus cimientos. Era el recuerdo que destruí como un espejo roto durante el paso del tiempo culpándome por lo ocurrido a cada minuto.
Si de verdad iba a tomar la decisión de entrar, lo haría sola. Ya nada me frenaba. Mi corazón latía con fuerza, pero yo lo protegía. Lo abrazaba con sonrisas y lágrimas para asegurarle que todo iría bien. Saldría de aquella casa renacida como la princesa de rojo y negro. Se lo prometí a mi hermano.
Cogí fuerzas y respiré aire puro. Expulsé vaho por la boca. Mis pasos se convirtieron en zancadas y estas a su vez en una carrera. No quería demorar la espera. Tenía que enfrentarme a mis demonios de una vez por todas.
Abrí la puerta de madera con un chirrido familiar. Cada mueble y cada cuadro ocupaba su lugar. Nada cambió. Sus paredes se fundían entre sí, firmes como antaño. Sus pasillos, sus estancias, su esencia fúnebre volvieron a invadir ese hueco que me faltaba. Me deslizaba por mi casa como un fantasma que bailaba con las almas que perdió en el pasado.
Ellos me sonreían desde la intimidad de los dormitorios, desde los fragmentos de una adolescencia que se alteró por el trauma. Buscaba una paz en los rostros que imaginaba que nadie más me podría ofrecer. Quería. No. Anhelaba reencontrarme con una Cassandra Asmodeus más pequeña para poder abrazarla y darle la calidez que no llegó a recibir.
Al fin decidí plantarme en el salón principal. Junto a la chimenea había dos sillones, pero lo que más llamó mi atención fue ver al hombre en camisa ante el fuego. No me costó nada reconocerlo mientras contemplaba el contraste con la ventisca visible desde los enormes ventanales. Era una cámara de dimensiones descomunales, plagada de estanterías, sofás, mesas, un reloj de pared y baúles de bronce.
Me detuve a unos metros de la chimenea. Mi invitado se dio la vuelta y sus ojos dorados, ahora más entristecidos que nunca, me dieron una bienvenida suave.
—Hola, Cass. —Sonrió él desde su posición.
—Hola, Luci. —Le devolví el gesto con un nudo en el estómago—. ¿Tú has hecho esto? La mansión...
Dejé fluir el movimiento de mis ojos hacia los detalles más específicos que mi mente infantil sacaba a relucir buscando coincidencias. Cada rasguño en la pared, cada anotación escrita a mano sobre la altura de "los mellizos", cada instante tallado en el tiempo estaba allí. Donde esperaba hallarlo. Y la emoción me hizo recordar lo que tanto sabía: la profecía de la princesa y el ángel caído siempre acaba en tragedia.
Él y yo éramos distintos. Lo sabía. No éramos el rosa y el negro, no seguiríamos los trazos que los lazos escarlatas del destino forjaron para nosotros. Teníamos nuestra propia voluntad. Y nos amábamos. Eso era todo.
—Lo ordené hace años, pero nunca quisisteis venir a verlo. —Lucifer recorría los rincones inhóspitos del salón con una mirada apenada—. Lo entiendo. No es una experiencia agradable revivir el evento que cambió el futuro de vuestra familia por completo.
—Nunca imaginé que me llamarías —dije con cierto escepticismo. La ilusión que viví al descolgar la llamada se convirtió en dudas—. Aunque eso ya da igual. Lo importante es que los dos estamos aquí y sabemos por qué.
—Antes de hablar de eso, tengo que darte una mala noticia.
La voz le tembló al expresarlo. Se me encogió el vientre.
—Adelante. —Quise ser firme, pero la debilidad del lugar y de mis sentimientos por él me delataban con cada gesto—. Cuéntame.
—Umbría corrompió a Luna. —Escuchar sus palabras me removió las tripas—. No pude salvarla. Era el octavo pecado capital y quería usarla para manipularme. Quería el poder del ángel caído para sí.
—¿Qué pasó? ¿Fue culpa mía? —pregunté con la garganta seca. No lo miraba. No podía.
—No. No lo fue. Hiciste lo que creíste correcto para ayudarla. Tuve que matarla para liberarla. —Hizo una breve pausa para respirar hondo. Le costaba confesar sus emociones—. Sé que el octavo pecado volverá y tratará de manipular a uno de los nuestros. Por eso necesito ser el ángel caído. Quitarle lo que busca.
—¿Qué más quieres con ese poder? —La desconfianza me abrumó. Me crucé de brazos—. No eres la clase de persona que quiere salvar el mundo.
Desenvainó la daga de diamantes rosas y negros de su pantalón. El arma brillaba. La observé con atención.
—Luna es una víctima. Ella no merecía morir. Nadie que haya salido perjudicado por nuestros actos debería haberlo pasado. —Las llamas de la chimenea danzaban al son de sus palabras—. Somos la peor plaga que existe.
—Los pecados nos hacen ser quienes somos. Es nuestra identidad, es lo que nos convierte en humanos. —Fruncía el ceño—. No seríamos nadie si no cometiésemos errores, ni tuviésemos debilidades.
Me señaló justo en ese instante. Sus ojos lanzaban destellos de oro por la rabia.
—La debilidad es lo que nos hace perder. Lo que lleva al ser humano a la perdición. ¿Es que no lo entiendes? Mi padre masacró a tu familia por ser débil, por su pecado. —Abrió los brazos y su vozarrón creó ecos entre los pasillos muertos de la mansión que lo empezó todo—. En nuestras manos tenemos la oportunidad de conseguir un poder que me permitiría exterminar a los criminales, a los delincuentes que corrompen almas puras.
—¿Y eso no te convertiría en un tirano? No serías diferente a tu padre. Tú no eres así. Sé que no. —Apreté los puños, cabreada con esa parte de él que le exigía ser el mejor—. He visto la clase de persona que eres a través del espejo, y más allá de esos trajes de lujo que esconden quién eres.
—Crearía un mundo en el que solo existiera un pecado que los englobara a todos. —Se señalaba a sí mismo, indicando que sería él—. Aceptaría que me viesen como un demonio horrible, un diablo malvado con tal de que los inocentes no sufrieran por ello. Os arrebataría esas debilidades que tenéis. No volvería a ser débil nunca más. Bajo mi vigilancia, el crimen cesaría.
No estaba dispuesta a aceptarlo. No lo quería.
—Estás recorriendo un camino por el que no te puedo seguir. Si me quitas la lujuria, me quitas la identidad. Es mi debilidad, pero es todo lo que me queda. Me criaron así. —Quise acercarme a él, pero tenía los pies bloqueados—. Y por mucho que luches por deshacerte de tu pecado, de ese orgullo que tan herido tienes, yo siempre seré tu debilidad, Lucifer Morningstar. —Cruzamos miradas. Él tenía miedo. Sabía que era la verdad—. Desde los primeros amantes de nuestros pecados, los que crearon la profecía, nuestras almas han estado enlazadas. Estamos destinados a estar juntos, aunque no coincidamos en lo que queremos en la vida.
Lo vi frustrado, aceptando la realidad. Si llegara a ser ángel caído, sé que nunca se atrevería a cruzar la línea si aquello pudiera herirme.
—Tienes que dejar que se cumpla. Ese mundo sería ideal. No más corrupción. No más oscuridad.
—Los humanos encontrarían la manera de crearla. Es el equilibrio lo que necesitamos, no la extinción —grité enfadada—. No puedo permitir que se cumpla una profecía que nos separaría, Luci. En el pasado, dos amantes empezaron esto. Crearon un ciclo de amor y traición que llevaba a la muerte. Es inevitable cuando uno de los dos ansía ser un ángel caído. —Suspiré—. Yo te quiero. Y sé que podríamos estar juntos si dejáramos atrás esto. Detrás de tu soberbia, hay amor.
Sorbió por la nariz, al borde de las lágrimas. No lo admitiría. Sabía que no tendría el valor para hacerlo.
Hubo un silencio tenso. Extraño. Algo no encajaba. Me fijé en mis alrededores. Sentí un escalofrío. Una presencia nos acechaba.
De pronto, los cristales se rompieron. Una presencia alada irrumpió. Una entidad divina oscura con un parche en el ojo.
—¡Dame la daga! —gruñó Augusto desenvainando una espada.
Lucifer detuvo su ataque con la daga. La desvió. Se apartó. Ambos se vieron enfrentados. Me alejé de la escena con cuidado. No quería dañar nada. Mis recuerdos eran más valiosos que mi vida. Era lo que me hacía ser yo misma.
—¡Quítamela si puedes! —replicó el rey.
Se lanzaban estocadas. Los golpes del metal contra el metal saltaron chispas. Sonaban melódicos. No sabía qué hacer. Me quedé petrificada. Los veía sin la opción de intervenir. Me matarían.
Augusto agarró un tronco de madera ardiente de la chimenea. Lo arrojó contra su rival. Él se agachó, pero el tronco se estampó contra la estantería. Las llamas pasaron a los libros. Grité de dolor. Hice lo posible por detener la expansión del fuego. Usé una alfombra. No hubo manera.
El Ángel de la Muerte se abalanzó sobre su adversario. Lucifer bloqueó su ataque. Se lo devolvió con rabia. El eco del metal sacudía el cielo y la tierra.
Me arrodillé entre lágrimas al ver que la mansión volvía a arder. Mis memorias volvían a fundirse. Cada libro, cada cuadro, cada viga se consumían por una esencia anaranjada. Era imparable. No sabía cómo actuar.
—¡Parad de una vez! —gritaba, pero no me escuchaban.
La niña que llevaba dentro insistía, pero los demonios de alas no tenían compasión por los inocentes.
Augusto clavó el arma en un mueble. Luci le dio una patada. Se la arrebató. Hizo el intento de lanzársela, pero el arma voló a través de la ventana rota tras esquivarla. Se perdió entre la nieve. El ángel no pestañeó. Valoraba más quitarle la daga a su propia vida.
Esquivaba los movimientos del monarca con agilidad. Para su edad, era un atleta. Lo agarró del brazo y Lucifer perdió la daga. El filo se deslizó por la madera hasta tocar mi pierna. Giró en el suelo hasta mostrarme el mango. Fue como si me llamara, me pedía que detuviera el conflicto.
Mientras las llamas seguían calcinando el entorno, agarré la daga. Me puse en pie, rota. Los apunté con ella.
—¡Tengo la daga! —grité, llamando su atención. Ambos se apartaron el uno del otro—. Si no apagáis las llamas ahora mismo, la usaré.
El Ángel de la Muerte hizo un gesto con la mano. Una brisa apagó las ascuas hasta dejar el salón lleno de cenizas. Después, me tendió la mano.
—Dámela y esto habrá acabado, querida. Has cumplido con tu deber —dijo Augusto—. Llevaba esperando este momento desde que hicimos el trato en la boda. Te convertirás en reina en cuanto destruya esa arma.
—Cass, sabes que no lo hará —interrumpió Lucifer, a varios metros de él. Su labio sangraba—. Hemos vivido demasiado hasta llegar a este punto. Has visto lo que los ángeles les han hecho a tus amigos. A tu propio hermano.
—Muchacha. —Recuperó el turno de palabra el ángel, con una voz más delicada que antes—. Yo no ordené la purga. Fueron los demás. Yo no estoy de su bando. Soy del grupo de quienes se negaron.
—Aunque eso sea cierto, conspiraste con Pol Gamón para matar a Bela y a Hugo —exclamé, con el corazón a punto de salirse por la garganta.
—Lucifer te quiere engañar como ha hecho con todos desde que se enteró de la profecía. —El rostro congestionado de Augusto me generó dudas—. Nos ha hecho creer que sus intenciones eran unas cuando siempre han sido un secreto. ¿Es que no conoces el historial de mentiras del que disponen las reencarnaciones de la soberbia a lo largo de los siglos?
—¿Sabes tú qué pretende conseguir él? —intervino Luci señalando al viejo con una mueca divertida—. Porque yo no. Fue uno de sus hermanos quien masacró a tu familia. Yo os protegí. Os salvé, a tu hermano y a ti.
—¡Y nunca nos dijiste la verdad! —vociferé llena de dolor—. Me pasé años odiándote porque tu orgullo te impedía decirnos que en realidad te preocupabas por nosotros. ¿Quién le hace eso a un ser querido?
Se calló. Sabía que tenía razón. Bajo la bóveda chamuscada del salón que una vez me arropó, debía tomar una decisión.
Ambos siguieron lanzándose maldiciones e insultos. Trataban de dar argumentos sobre por qué debía creer a uno y no a otro. Meras palabras que se llevaría el viento. Ninguno era honesto. Tenía que ver quién de los dos buscaba un beneficio más honrado.
O eso creía hasta que escuché las palabras de Lucifer.
—¡Te amo, Cass! —gritó a los cielos, más alto de lo que un ángel pudo llegar. Se me erizó el vello y las lágrimas inundaron mi rostro—. Siempre lo he hecho. Desde que te conocí.
—¡Incumples con tu pecado! ¡No puedes dejarlo de lado! —Lo reñía el Ángel de la Muerte.
—¡Déjalo que hable! —Castigué a Augusto, aproximándome a él con pasos lentos.
—No me importa. Ella es mi debilidad. Lo que siento es más poderoso que lo que soy. —Se le veía tan asustado que pude entrever la sinceridad entre sus palabras—. Si no hubiesen existido aquellos amantes que me dieron esta sensación, sería yo mismo quien iniciaría la profecía.
El ángel gruñía. En cuanto me vio a un metro de distancia, hizo un gesto con los dedos para que le diera el arma.
—Por mucho que te manipule con los sentimientos, sabes que nadie debería tener el poder del ángel caído. Estaría por encima de nosotros, al nivel de un semidiós. Necesitaríamos unir a los ángeles y los pecados para abatirlo —protestó. Era verdad. No podía negarlo. Me daba miedo lo que podría hacer—. Este no es el camino. Podrías ser reina, cambiar el mundo. Traer paz real.
—Lo sé.
Asentí, viendo una última vez la expresión frágil de Lucifer. Una lágrima se derramó por mi rostro. Mis ojos se posaron en el filo de la daga. Su brillo rosáceo y negro me hicieron sonreír.
Lo clavé en el estómago de Augusto. Él soltó un grito ahogado. Lo agarré de la mejilla para verlo morir, furiosa.
—Pero no es tu decisión. —Retorcí la daga en su interior y el viejo gimió de dolor—. A partir de ahora, el mundo dejará de ser rosa y negro como vosotros lo elegisteis. —Le saqué la daga, un brillo dorado iluminó su piel. Sus alas se convirtieron en plumas que volaron libres. Al caer, su cuerpo se desintegró en polvo negro—. Mi mundo es rojo y blanco. Esa es mi identidad. Es lo que soy.
Con el arma todavía entre mis dedos, observé a Lucifer. Sus ojos estaban abiertos como platos, pero una sonrisa orgullosa se dibujó en su rostro.
No dijo nada. Esperó a que hablara yo.
—¿Quién es la persona a la que amas, Lucifer? —pregunté, reticente. No tenía el valor de aproximarme—. Quiero volver a oírlo de tu corazón, no de tus labios.
—Eres tú. Te amo a ti, Cassandra —confesó entre los fantasmas de mi familia, aquellos que murieron en nombre del pecado que estaba dejando de lado por mí. Por amor.
—¿Qué es lo que deseas de verdad? ¿Me convertirías en tu reina? —Titubeaba, todavía procesando sus palabras.
Sonaban deliciosas en su boca. La lujuria me pedía que cediera ante la protección de sus brazos, tal y como hice tras el incendio. Quería que me dejara llevar. Pero eso sería el fin. Nuestros pecados no estaban hechos el uno para el otro, pero nuestras almas sí. El conflicto de la princesa y el ángel caído, amar o morir.
—No podría arrastrarte conmigo. No quiero hacerte daño. Es mi deber, mi futuro, mi destino.
—Si sales de este salón con ese poder y haces lo que me has contado, nunca te lo perdonaré. —Di un paso inseguro en su dirección—. ¿Me has oído? Jamás volverás a saber de mí. ¿De verdad es lo que quieres?
—Solo puede haber un rey, mi amor —susurró para que no se le oyera la voz quebrada por la emoción—. Pero no haría nada que te apartase de mí.
—¿Y por qué no destruimos esta daga y nos vamos a vivir juntos? Dejaremos que Amanda reine sobre los pecados, que el equilibrio siga su curso. La justicia llega tarde o temprano. No se puede eliminar el caos.
Vi una sombra de duda en su expresión. Se le marcaban los músculos sobre la camisa ensangrentada. Sus cabellos despeinados bailaban a su antojo. Pero lo más intenso fue su mirada dorada llena de sentimientos variados, muchos de los cuales nunca había llegado a ver en el rey del pecado.
—Ese es un camino por el que no podría seguirte —repitió mis palabras con un tono monótono.
Era yo quien tenía la daga y, sin embargo, él me acababa de apuñalar en el corazón. Recordé lo que dijo Hugo. O lo mataba, o me mataba, o el amor se extinguía. Eran las opciones. Deseaba que hubiese una carta, que aceptase lo que le proponía en aquel instante.
Habríamos vivido juntos, formado una familia donde nuestros hijos recibieran el amor que nuestros padres no nos dieron. Habríamos visitado al tío Thiago por Navidades, felices los tres. Habríamos pedido al tío Hugo que nos trajera regalos. Bela nos daría un concierto y Amanda consentiría a los niños, porque tras esa ira había una mujer que adoraba a mi hermano.
Imaginar a las reencarnaciones del pecado reunidos en paz en la cena de Nochebuena me destrozó por dentro. Solté la daga. El sonido metálico que sonó al tocar el suelo no me inmutó. Di media vuelta, observando la cristalera rota. Las cortinas se desplazaban al ritmo de la ventisca. No sabía desde cuándo hacía tanto frío. Estaba congelada.
Escuché unos pasos por detrás. Lucifer se me acercaría, le daría una patada a la daga y me abrazaría. Cumpliríamos nuestro amor al fin. Invitaríamos a los ángeles que nos apoyaron a nuestra boda. Usaría el vestido de mamá para demostrarle que su hija había sido la elegida para cambiar el mundo. Ella estaría orgullosa, en los cielos o entre huesos bajo tierra.
Oí el filo a mis espaldas. Seguro que quería tirarlo a la chimenea. Eso haría. Se aproximó más a mí. Se me puso delante. Yo seguía cabizbaja, incapaz de moverme. No tenía la valentía para mirarlo. Solo veía sus pies, cristales rotos, cenizas y recuerdos de mi familia desperdigados entre caos.
Me agarró del único brazo que me quedaba sano. El otro seguía vendado, palpitando como el resto de mi cuerpo. Alcé la vista un poco para ver cómo el filo hacía un corte. Sangre de ángel. Sangre de princesa.
—Gracias por todo, Cass —dijo, dándome un beso que no rechacé. Cerré los ojos.
No fue por pasión, fue porque no quería verlo.
Quería ceder y abrazarlo. Fundir nuestros cuerpos entre seda y sudor. Sería como aquella noche del hotel. Creí ver que era lo que deseaba. Me culpé por sus acciones. Debí llamarlo. Debí decirle que lo amaba. Debí quedarme tumbada en esa cama hasta que despertara.
Al abrirlos de nuevo, Lucifer se apartó de mí. Empuñaba la daga con una mano. No. Lo que no debí hacer fue confiar en que podría cambiarlo. Alcé la mirada para verlo de espaldas. Tras él quedaba lo que pudo haber sido su vida de ensueño. ¿Era lo que buscaba? Su ambición se derrumbaba a cachos con cada lágrima que compartíamos. Lo notaba en ese duelo interno.
—Pensé que mi amor era más fuerte que tu orgullo —repliqué en un último intento desesperado por atraer su atención.
Una puñalada sonó cuando penetró la daga en su vientre. Se la arrancó al instante. El arma sangraba con un brillo único. Era rosáceo. Si de verdad era la mujer a la que más amaba, el ritual se completaría.
Las plumas que sobrevolaban el salón se dirigieron hacia el rey. Formaron dos brechas paralelas en su espalda. Perdió la camisa durante el proceso. Entre destellos sombríos, dos alas pálidas como la nieve del exterior se clavaron en su piel, guiadas por una magia desconocida. Se extendieron formando una hermosa imagen de rojo y blanco. Era el renacer del nuevo ángel caído.
Con la fuerza que adquirió, rompió la daga en mil pedazos. Desintegró el diamante como si de papel mojado se tratase. Ladeó la cabeza, tan avergonzado que fue incapaz de mirarme a los ojos.
—Y así es. Pero mi deber como rey es más fuerte que nuestro amor —admitió, frío.
Apuñalarme con esa daga habría sido menos doloroso. Tensé los labios. La intensidad de las emociones cortó cualquier signo de amor que pudiese ofrecerle. Ya había intentado darle lo mejor de mí, pero aun así lo había rechazado.
Me sentí traicionada. Confirmó mis creencias desde que me planteé la posibilidad de que pudiésemos funcionar juntos: el amor de Lucifer era una idealización.
Mis esperanzas de que retrocediera se desvanecieron desde el momento en el que se hirió con la daga. Lo vi marcharse por el pasillo central de la mansión; un demonio alado que no conocía la emoción.
Lo seguí, recorriendo con la mente las muertes de mis padres y mi tío en aquella antesala, en aquella puerta, en aquel pasillo. Nos vi a mi hermano y a mí, adolescentes ingenuos, huyendo hacia la puerta de casa. Lucifer la abrió y se plantó en el umbral encogiendo las alas en los huecos de su espalda. Su cuerpo esculpido por los dioses me obligó a reincidir en lo que pudo ser y nunca sería.
—Me dijiste que no me harías daño, pero me has roto el corazón. —Logré que se detuviera antes de irse. Le pesaba la culpa tanto que no podía avanzar más rápido. Él lo quería tanto como yo, pero una parte de su conciencia se lo impedía—. Te quiero, pero no podré perdonarte por esto.
—Lo sé —asintió. Cruzamos miradas una última vez, desnudándonos el alma—. Y viviré con ello hasta el día en que muera. Pero esto es lo que debo hacer. De haber aceptado lo que me propones, puede que hubieses muerto tal y como dice la profecía. Prefiero vivir una vida lejos de ti a una en la que mueras por mí.
—Eres un cobarde si piensas que amar y morir no valdría la pena. Eres un ingenuo si crees que no arriesgarte y vivir es la mejor decisión. —Agarré un jarrón y lo lancé en su dirección. Se fragmentó junto a él, pero ni se inmutó.
—Adiós, Cass. —Dio media vuelta, provocándome un río de lágrimas cargado de una ira que desgarraba mi voz.
Le lancé maldiciones, insultos, odio y desprecio. Él se alejaba por la nieve, dando pasos hasta el coche en el que había llegado. Me quedé plantada en el porche desde donde me miró el Ángel de la Muerte del incendio, diez años atrás.
Mientras él se iba, un segundo vehículo llegaba a las cercanías de la finca. No llegué a vislumbrar quién lo conducía.
Volví al interior de la mansión, agitada. Empecé a romper los cuadros, a arrojar las memorias que tanto me protegieron. Gritaba y lloraba para desahogarme. Le di patadas a la reconstrucción que Lucifer me dio de mi antiguo hogar. Ya no lo quería. Ya no me quedaba nada de aquella época. Me sentía perdida, fuera de lugar. Me habían dejado sola en mis pensamientos, atormentada.
Hasta que unos brazos me envolvieron. Reaccioné con ira. Quise darle manotazos a la persona. Él me calmó. Thiago me abrazó y yo me derrumbé entre sus brazos. Nos quedamos de rodillas, unidos. Notaba sus caricias y su amor. Mi protector, mi salvador, mi mellizo.
No tuve fuerzas para explicarle lo ocurrido. En su mirada asustada me veía reflejada como si fuese un espejo. Ahora ya no había llamas. No debíamos huir más.
Tal vez en otra vida la soberbia y la lujuria pudiesen estar unidas. Quizás, en un futuro lejano, cuando mi identidad solo fuera una leyenda y mis actos hiciesen ecos en la eternidad, una Principessa de la Lussuria se encontraría con un rey de la soberbia y, sentados en un parque con luciérnagas, lo saludaría con una sonrisa sincera, llena del amor que yo llevaba dentro ahora y que ya nunca más gozaría.
NOTA DEL AUTOR:
Llegamos al gran capítulo. Llevaba mucho tiempo esperándolo y al fin ha sucedido. Creo que es tan agridulce y trágico que al terminar de escribirlo la sensación que tenía era hasta mala, como si me hubiese equivocado, y en realidad era porque me había metido demasiado en la mente de Cass. Lo que hacen las palabras y las historias es algo que nunca dejaré de admirar. Todavía queda el desenlace final, la resolución de las tramas abiertas y, por supuesto, la preparación del segundo libro. Pronto descubriréis cuál es el siguiente pecado protagonista!
Actualización: El dibujo que hay entre medias me lo ha dibujado la grandiosa miss_lumei, muchísimas gracias por hacerlo reina <3 es maravilloso y me ha encantado :'D
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