🔪🔥CAPÍTULO 22 - VIGILANTES NOCTURNOS🔪🔥
Soñé que volvía a ser un crío. Cabalgaba sobre un caballo por los bosques alrededor de la mansión Asmodeus. El viento me acariciaba el rostro con dulzura. El silencio me relajaba. Un ambiente hosco y neblinoso cubría de misterio los jardines de los príncipes de la lujuria. El animal que montaba mostraba la alegría que sentía al galopar. Acariciaba su melena, feliz. Veía a mi hermana en la distancia, bailando con mi madre. Por unos instantes, la presión en el pecho cesó.
Abrí los ojos entre sombras. La luz de la calle entraba por la ventana, pero la noche parecía ser la dueña del cuarto. Me encontraba en el hospital. Tenía el móvil en una mesa al lado. Lo agarré y vi la hora. Pensé que ver en qué punto de la madrugada me acababa de despertar me sorprendería, pero lo hizo más saber que habían pasado tres días. El torso me ardía. La pierna débil me temblaba.
Me quité el suero de la mano de un tirón. Me senté al borde de la cama, sintiendo mareos. Costaba horrores deshacerse de la pesadez. Mantener el equilibrio me resultó un desafío cuando apoyé la extremidad herida en el suelo. Me aferré a las sábanas, frágil. Si me soplaran, caería redondo.
Había perdido peso y color. La palidez daba un aire homogéneo a la bata que llevaba puesta. Anduve con pasos lentos hasta la ventana. Había un sillón en el que podría sentarme. Arrastré los pies hasta permitirme el placer. Nunca imaginé que sentiría tanta paz al apoyar el trasero en una superficie blanda.
Un anciano se asomó por la puerta entre tos y esputos. El dormitorio, pese a tener dos camas, estaba vacío. La segunda tenía las sábanas revueltas, como si alguien se hubiese levantado antes que yo.
—Thiago —rio el viejo con voz ronca, acercándose a mí. Su voz era conocida, pero su rostro no encajaba con nadie que recordase—. ¿Cómo estás, colega?
—Son las cuatro de la mañana, caballero. ¿No debería irse a dormir?
—Tengo insomnio, hijo, y entre que necesito ir al baño cada media hora y que la edad no perdona, prefiero darme paseos nocturnos. Soy un vigilante nocturno. —Iba vestido con una bata idéntica a la mía. Se invitó a entrar.
—Siéntese usted aquí. Hágame el favor y no se quede de pie. —Hice el ademán de incorporarme. El esfuerzo me desgarraba la poca energía que tenía.
Me dio una colleja y me pidió que me mantuviera sentado. Decía que pasearse le permitía que la sangre circulara. Su rostro era más amable de lo que habría esperado. Viéndolo de cerca, me recordaba a alguien. Una persona de mi pasado, de mi familia.
—¿Sabe usted dónde está mi hermana? Es inconfundible, somos mellizos.
—Se fue a tomar el aire con la pelirroja esa que tenías durmiendo al lado. Esas dos chicas te aman, muchacho. —El anciano se apoyó en mi cama con una mano huesuda—. No han dejado de preguntar al personal cómo estabas. Siempre que han podido, claro. El amor... Qué misterio y qué intenso siempre.
—¿Lo conozco de antes? —Tensé la mandíbula, preocupado. No me gustaba tener la duda rondando por mis pensamientos.
—Oh. —Asintió con efusividad, tosiendo de nuevo. Usó un pañuelo para limpiar la sangre de sus labios—. Eras un crío, pero tengo la sensación de que no me has olvidado.
La familia Asmodeus no era simple, para ser concretos. Tenía varios tíos, varios abuelos y primos a montones. Podría ser cualquiera.
—¿Es usted familiar? No llegué a conocer a todos mis tíos abuelos, supongo que pudo habérseme pasado.
—No, hijo. No comparto tu sangre. —La decepción formó una mueca entristecida en los labios del anciano. Tenía un aspecto demacrado, escuálido y frágil. Las manchas en la piel le pasaban factura—. Pero durante años ayudé con el servicio.
—Imagino que será porque ya han pasado diez años desde la última vez que pisé la mansión, pero no lo reconozco. —Respiré hondo, todavía drogado por el efecto de los medicamentos—. ¿Por qué está en el hospital?
—Cáncer de pulmón con metástasis —confesó, pero no le dolió tanto decirlo como cuando hablaba de mi familia—. Es como me va a llegar la hora a mí. No me parezco en nada a la persona que era hace unos años, eso puedo asegurártelo.
Tragué saliva, extrañado. ¿Por qué aparecía ahora? No tenía sentido que una persona importante para mi familia hubiese permanecido en las sombras durante una década.
—¿Por qué ha venido ahora? ¿Por qué después de tantos años? ¿Qué quiere de nosotros?
No tenía fuerzas para moverme con soltura. Las dificultades para acomodarme me pasaron una mala jugada al notar un pinchazo en el muslo herido.
—No me queda mucho, así que he venido a confesar y aceptar mi destino. —Tosió el anciano, congestionado por cada esputo sanguinolento. Estuve a punto de avisar a enfermería del estrés que me generó—. Déjalo. Déjalo. Estoy bien. Puedo aguantar. No te quitaré mucho más tiempo.
—¿Qué quiere confesar? —pregunté, aterrado por lo que fuese a decir a continuación.
—La razón por la que el resto de Ángeles de la Muerte me quitaron las alas a modo de castigo por masacrar a tu familia. —La siguiente vez que tosió, ya no me preocupó.
Se hizo un silencio tenso. Al ver su rostro, pude hacerme la imagen mental de cómo era en su juventud, sin la barba canosa, ni los cabellos largos, ni el arrepentimiento. Vi una sombra oscura, una criatura alada que nos perseguía a mi hermana y a mí por los bosques cuando huíamos del incendio.
Le habría clavado la barra del gotero en la garganta si hubiese podido levantarme. El dolor me ancló a mi sillón, frustrado.
—Espero que te ahogues en tu sangre la próxima vez que tosas. —La voz se me quebró—. Viejo, hijo de puta.
—Insúltame cuanto quieras. Sé que lo merezco. Pero antes de ahogarme, me gustaría que supieses la verdad. He estado pendiente de lo que ha pasado estas semanas. Sé que los ángeles os han intentado purgar y sé que Lucifer quiere hacerse con el poder del ángel caído. Soy consciente. Es igualito a su padre. —Sacudió la cabeza con asco.
—Me arruinaste la vida. Nos condenaste a la miseria —repetía, pero no dejaba de escucharlo.
—Christian Morningstar era la soberbia. No ha habido en la historia persona más cercana a su pecado de lo que el padre de Lucifer lo estuvo. —Alzó la vista al cielo, con unos ojos perdidos, vacíos—. Él se enamoró de tu madre. Esto solo lo sabemos quienes estuvimos implicados. Yo era un hombre cruel y él me prometió trabajar a su lado cuando lograra cumplir la profecía. Lo hizo sabiendo que el octavo pecado capital estaba de su lado.
Solté una carcajada entre lágrimas.
—¿Cómo coño sabía él qué tenía que hacer en ese ritual si eran mis padres quienes tenían el libro?
—Se lo dije yo. Era el Ángel de la Muerte encargado de velar por tu familia y los traicioné por poder. Lo hice porque Christian y el octavo pecado capital me prometieron una gloria que ansiaba tener. No fue hasta que perdí las alas que me di cuenta de que lo que ansiaba ya lo tenía. —Se señaló con el dedo a sí mismo, juicioso con sus actos—. Ese hombre jamás habría admitido la verdad. No, no.
—Mataste a mis padres. —Derramé una lágrima furiosa—. Mataste a mi tío. Acabaste con cada miembro de mi familia. ¿Todo porque un hombre cobarde no se atrevió a pedirle la mano a mi madre?
—Es lo que ocurre siempre con la soberbia y la lujuria. —Me miró, muerto por dentro. A través de sus ojos vi al demonio del incendio—. Desde tiempos inmemoriales, desde la primera vez que un miembro de un pecado se enamoró del otro, el romance del ángel caído y la princesa ha ido transmitiéndose generación tras generación. Es un ciclo. Fue tan intenso ese primer amor, que cuando nuevas reencarnaciones sustituyen a sus ancestros, el sentimiento perdura.
Veía sus palabras reflejadas en los sucesos ocurridos entre mi melliza y Lucifer. Lo que pasó con nuestros padres volvía a suceder en el presente.
—¿Y tu modo de detener el ciclo fue masacrar a mi familia? Eliminar nuestro pecado no modificaría el pasado, seguiría siendo igual.
—No. Mi modo de detenerlo iba a ser permitir que ocurriese. La sangre de tu madre y la mía iban a permitir que Christian ascendiese a ángel caído. Si lo hacía, sería inmortal. Y si no podía morir, nunca más se repetiría. La profecía se sellaría. —Suspiró, cansado—. Pero su hijo no pudo perdonarle lo que os hizo. La soberbia fracasó como lo hice yo, y mi error convirtió un sacrificio en un asesinato.
—Te odio. —Logré ponerme en pie con un gruñido de dolor. Las piernas me temblaban—. ¿Qué coño es esto? ¿Una ópera de la soberbia? El destino lo escribimos nosotros, no las profecías, ni los ciclos, ni los pecados. Nosotros elegimos el final.
—Por eso he venido aquí hoy, Thiago. —Tosió de nuevo, esta vez abriendo los brazos—. Dejo en tus manos que elijas el mío.
Cass dio un paso al frente y se mostró. Debía llevar tiempo escuchando pues sus mejillas estaban húmedas. La miré, asustado. Ella se aproximó al viejo, seria. Ya no era un ángel, ni apenas un hombre. Era un alma atormentada llena de culpa que necesitaba poner fin a su tortura.
Amanda llegó poco después. Llevaba una bata similar a la mía y la melena suelta brilló al encender la luz del cuarto.
—Llevo diez años soñando con esa noche. —Apreté el puño, tensando los labios—. Nada de lo que te haga me devolverá a mis padres. Todo este tiempo que has estado oculto, fustigándote por tus errores, yo lo he estado sufriendo con mi hermana. No hay nada que pueda hacerte que vaya a aliviarme.
—Me merezco que me quitéis la vida. —El anciano agachó la cabeza.
Por la región trasera de su bata pude ver los huecos de las alas que le arrancaron.
—No. Dejaré que la enfermedad te corroa por dentro. Porque lo que tú no hiciste con mis padres, yo lo haré contigo. Ese será mi castigo. —Lo señalé, acercándome. Cass quiso intervenir, pero la calmé con una caricia—. Ahora que me has contado esto, entiendo mejor lo que pasó. Nunca te perdonaré, pero sí tendré misericordia.
—Me niego. —El viejo me agarró del brazo, como suplicando que lo hiciera—. Lo que os hice fue...
—Me la suda. —Me deshice de su mano de un tirón—. Te devolvería las alas solo para verte pudrirte el resto de la eternidad.
Quise darle un empujón, un puñetazo o una patada, pero el cuerpo no me obedecía. Tenía tanta fragilidad en las extremidades como ese anciano senil que lloraba, roto. Me habría encantado darle una paliza cuando aún era joven y podía suponer un reto para mí. Ahora, en aquellas condiciones, lo único que sentía era pena por la clase de ser en el que se había convertido.
—Venga conmigo, señor —le dijo Amanda al ángel, agarrándolo con suavidad del brazo, aunque con llamas en los ojos—. Le llevaré de vuelta al lugar al que pertenece.
Imaginaba lo que iba a hacerle. Al salir del dormitorio, nos dejaron a Cass y a mí a solas. Ella no derramó una sola lágrima. La veía seca. Malgastó tantas en diez años que ya no le quedaban más.
—Tengo que enfrentarme a Lucifer. Quiero entender por qué quiere cumplir la profecía y convertirse en ángel caído. —Apoyó las manos en el borde de la cama—. Está claro que tenía la misma idea que nosotros sobre lo que ha dicho ese hombre. No sabe lo de los sentimientos.
—Si vas sola, le darás en bandeja la sangre de su amada. Si lo que quiere es malo, nos estarás condenando. —La miré con las cejas arqueadas de miedo.
—Pero si no voy, vendrá él a por mí. Solo yo puedo conseguir que no use ese poder para hacer el mal, como querían su padre o este ángel o el octavo pecado capital. —Cass me acarició las mejillas—. He visto cómo trataba a Luna. Sé que ha hecho barbaridades sin perdón, pero hay luz en ese corazón, querido. Necesito sacarle el amor que lleva dentro, ahora que sé que es eterno.
—¿Y si fallas? —Respiré hondo, envolviéndola con los brazos con cariño.
No quería que se separara de mi lado. No quería perderla. Era mi contraparte femenina, mi lado de paz, el lado que complementaba mi pecado.
—No lo haré. Mamá me vistió de rosa y negro una vez. Sé que recuerdas mi retrato sobre la chimenea —dijo en un tono de voz frágil—. Sabía que conseguiría grandes cosas, aunque no quisiera admitirlo.
—Tú no eres la princesa de rosa y negro. —La separé de mi pecho para mirarla. Sus ojos escarlatas brillaron al son de los míos. El vivo reflejo de nuestra esencia—. Eres la princesa de blanco y rojo. No nos convertiremos en lo que el resto quiere que seamos. Ya no.
Los colores capaces de asesinar ángeles nunca fueron representativos de nuestras vidas. Nos habíamos pasado una mitad inculcados en el deber, el honor y la familia, y la otra viviendo de la lealtad, la compasión y la lujuria.
Solo cuando nos quedamos huérfanos pudimos conocer lo que de verdad queríamos. Nada de ciclos, ni de profecías. El cambio éramos nosotros.
El teléfono de Cassandra sonó. Ella lo agarró, primero desganada, luego con el rostro palidecido. No podía creérselo. Sus ojos se abrieron.
Se llevó el aparato a la oreja, despacio, tragando saliva antes de responder.
—Hola, Luci.
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