🔪CAPÍTULO 2 - PRÍNCIPES DE LAS SOMBRAS🔪
Trabajar para Lucifer era intenso. En todos los sentidos, me cansaba estar pendiente constantemente para confirmar que estuviera a salvo. Vigilaba que el resto de invitados, que habían pagado una cantidad bárbara de dinero por asistir a la ceremonia, no se sobrepasaran en su cercanía con el rey. Me tocaba las narices, pero había que tragar para que no le hiciera daño a Cass.
En el jardín interior, dos árboles estaban decorados por hileras de luces y estandartes con el color de cada uno de los pecados; morado para la soberbia, azul marino para la lujuria, azul claro para la pereza, verde para la envidia, amarillo para la avaricia, naranja para la gula y rojo para la ira.
Yo esperaba de brazos cruzados junto a mi jefe, observando cómo la multitud paseaba, reía y bebía. Amanda Morn se encontraba junto a la fuente, sonriendo ante los piropos de los atletas que le pedían consejo. De tanto en tanto me era inevitable desviar la mirada hacia su figura.
—Thiago —susurró Lucifer para captar mi atención—. Encárgate de ese.
Señaló a un empresario que trataba de vender sus ideas a la duquesa Emilia Levian, la reencarnación de la envidia. Era fácil distinguirla por su cabello esmeralda. En apariencia parecía más mayor de lo que era, pero rondaría los cuarenta años.
Me aproximé de unas cuantas zancadas. Me crují los puños, me arremangué y agarré al hombre de la pechera para encararlo.
—Nada de tocar. —Lo miré con un brillo escarlata que sabía que lo intimidaba. Él frunció el ceño, olía a alcohol—. ¿Entendido?
—¿Y tú quién eres? —su pregunta me enfureció.
De un gruñido, lo arrastré hasta la fuente ante la atenta mirada del resto. Notaba mil ojos clavados en mí, pero no me importaba. Era mi trabajo. Lo hacía por mi familia.
Le estampé la cara contra el borde de piedra, hundiendo su cabeza en el pequeño estanque durante unos segundos. Él forcejeaba y se resistía. Cuando lo saqué a la superficie, chorreando sangre y agua, suplicó por su vida.
—¿Qué tienes que decirle a la señorita? —Lo giré para que se dirigiera hacia Emilia, que me contemplaba mordiéndose el labio con deseo.
—Perdóname. Por favor, no pretendía acercarme tanto —tartamudeaba tiritando de frío o miedo, nunca lo sabría.
—Bien hecho, colega. Ahora a tu puta casa a dormir la mona, eh. —Le di una palmada en el hombro y él se volvió a mirarme, todavía furioso—. Ah, ¿con que vienes con esas?
Le asesté un puñetazo que le cruzó la cara y lo tumbé. Inconsciente, dos guardias de la mansión llegaron para arrastrarlo hasta la salida. Sacudí las manos para deshacerme del hormigueo y me crují el cuello. Los invitados que no formaban parte de la Camarilla me tenían pavor. Sabía que era la intención de Lucifer desde el principio. Querían que me temieran si es que el supuesto asesino estaba entre nosotros.
—¿No tenéis cotilleos más importantes en los que meter las narices? —Abrí los brazos con agresividad, provocando que el gentío se dispersara y volviera a sus asuntos.
Me eché el pelo hacia atrás, marcando los músculos. Tensaba la mandíbula por inercia.
Los atletas se marcharon y entonces crucé miradas con Amanda, que parecía estar interesada en mis actos, aunque no lo mostrara en sus gestos. Sus ojos tenían el mismo tono que los míos, pero el fuego que ardía a través de ellos venía de distintas emociones. En mi caso de lujuria, en los suyos de una ira controlada con una macabra habilidad.
Deslizó los ojos por mi cuerpo, apática, antes de dar media vuelta y alejarse con un halo enigmático a su alrededor. Era la elegancia en tacones.
—Thiago, muchas gracias por ayudarme. —Escuché la voz de una mujer a mi lado. Al girar la cabeza, vi que Emilia trataba de sostenerme la mano—. No hemos tenido tiempo para hablar antes, pero esto, sin duda, ha roto el hielo.
Cada vez que movía los dedos para dirigirse a los invitados lo hacía con desprecio. Se creía superior a ellos, mirándolos desde la arrogancia. Era como si quisiera ser el centro de atención en cada palabra que soltara. Me repugnaba.
—Sí, eso debe ser. —Me fijé en cómo la mujer trataba de acentuar la curva de sus pechos. Olía a perfume caro, pero su aliento delataba el alcohol que había consumido—. ¿Necesitas algo más? Tengo mucho trabajo.
—Eso mismo podría preguntarte yo a ti. ¿De verdad quieres irte sin más? Puedo recompensarte por salvarme. —Su voz se hacía más seductora conforme se caldeaba.
Vi que Lucifer me llamaba con un chasquido de dedos y agradecí a los hilos del destino por la tóxica dependencia que tenía el monarca de los pecados por mis servicios.
—Estoy bien, gracias. Y ahora si me disculpas, me llama el capo. —Me encogí de hombros y me dirigí a la pareja de novios que soltaba bromas con un grupo de jeques árabes—. ¿Qué puedo hacer por vos, Alteza?
El rey se inclinó con sutileza a mi oreja y yo me coloqué de manera que pudiera susurrarme al oído sin hacer mucho esfuerzo.
—El Ángel de la Muerte será quien nos una en matrimonio a Johanna y a mí. Retírate y asegúrate de que no haga nada sospechoso. —La mirada de Lucifer mostraba su confianza entre brillos dorados.
—A sus órdenes, Majestad. —Le hice una reverencia y me despedí de su novia con un beso en la mano—. Nos veremos más tarde.
Conforme volvía a adentrarme en la mansión de nuevo, percibí unos ojos que me espiaban desde la multitud. Una melena pelirroja se camufló entre ellos. Sonreí, satisfecho. Si quería meterse en esos juegos, la seguiría.
Me pasé las próximas tres horas alerta del hombre calvo con un parche en el ojo que vestía con una túnica de sacerdote. En su forma humana no imponía tanto como en su apariencia real. El Ángel de la Muerte que masacró a mi familia tuvo que ser hermano de aquel que tenía ante mí. No podía arriesgarme a juzgarlo sin premeditarlo. Puede que ese no estuviera comprado y quisiera actuar bajo las normas acordadas por los primeros siete Pecados Capitales en el Antiguo Egipto.
Seguía al cura allá adonde iba, sin importar que supiera que lo estaba vigilando. Lucifer ya lo advirtió de que estaría vigilado. Puede que el asesino del que hablaba Cass quisiese deshacerse de él también. Esos ángeles eran la única barrera que nos separaba a los pecados de descontrolarnos y tomar el poder por nuestra mano.
Entramos en uno de los salones de juegos en el primer piso de la mansión. Tenía billares, recreativos, mesas para jugar a las cartas y el humo en el ambiente indicaba que estaba permitido fumar. Entre los presentes pude diferenciar a líderes de la Yakuza, miembros de organizaciones criminales internacionales y los sucesores de la Mano Negra italiana. Eran la clase de grupos con los que Lucifer me obligaba a colaborar y ya casi era parte de sus familias de delincuentes.
Saludé a los conocidos con un asentimiento, siguiendo mi ruta para fijarme en qué hacía el Ángel de la Muerte. Él se sentó en una mesa junto a la ventana para jugar al póker con los más poderosos de las mafias. Le ofrecieron un asiento VIP por su reputación y le entregaron las cartas como si lo llevaran esperando horas.
Me apoyé en la pared, viendo cómo las prostitutas contratadas satisfacían a sus clientes o les ofrecían vasos de whisky y champán. Una joven de cabellos rubios se me acercó con interés para ofrecerme un vaso. Lo cogí con mucho gusto, le di un trago y le guiñé el ojo.
Sabía por su mirada que me conocía y entendía qué era capaz de hacer. La agarré de la cintura y me la pegué al cuerpo. Ella deslizaba el dedo por mis músculos, aflojando el nudo de la corbata y colocando la mano sobre mi vientre. Iba bajando poco a poco, tratando de morderme el lóbulo de la oreja con pasión.
—Estoy de servicio, cielo, pero si te interesa puedo hacerte una visita al burdel de mi hermana cuando quieras. —Mis ojos se posaron sobre los suyos y ella se sonrojó—. O en mi hotel aunque, en cualquier caso, yo no pago por eso.
—A ti nunca te cobraría.
La rubia me lanzó un beso antes de marcharse. No insistió, tal y como me gustaba. Echaba ojeadas a la partida de póker del Ángel de la Muerte, enterándome de las conversaciones banales que compartían sin que pareciera un espía.
El problema llegó cuando logré discernir el pelo engominado de Pol Gamón acercándose a mí. Iba acompañado de sus perros falderos, gorilas entrenados en el arte de la violencia. El hombre, que rondaría los cincuenta, se sacó el puro de la boca y soltó el humo con desprecio. La avaricia se le escapaba por los bolsillos en forma de fajos de billetes ganados en apuestas. No sabía si eran por las carreras de caballos, por la ruleta o por robos.
—Aquí viene el tío que pretende arrebatarle el casino a la novia de mi hermana. Qué ridículo —suspiré al verlo pararse frente a mí.
—Bela gana mucho con ese local. ¿Acaso tú no lo querrías para ti? —bufó el hombre, que ocultaba el sudor de sus axilas cambiándose de traje cada pocas horas—. Emilia ya me ha dicho que estabas en la casa. ¿Has dejado de lamerle las bolas a tu jefe o es que te estabas asfixiando teniéndola tan hondo en la garganta?
Sus esbirros rieron su gracia como robots activados por un cartel de luces LED automático. Eran peores que las risas falsas en las series de comedia.
—No, en realidad he venido por órdenes suyas. Y por mí mejor, me cansa que tu mujer quiera acostarse conmigo en cada evento que nos juntamos. —Sonreí con malicia y la felicidad en el rostro de Pol se desdibujó—. Me ha salvado de una buena.
—¿Te crees gracioso, jovencito? —Me dio un empujón que me estampó contra la pared—. A ver si voy a tener que enseñarte modales.
Lo agarré del brazo y se lo coloqué en su espalda, estampando su cara contra la pared. Desenvainé una navaja del cinturón y le corté el cuello al esbirro que intentó apuntarme con su pistola.
Las partidas se detuvieron al instante. Mientras un hombre se ahogaba en su sangre en el suelo, los líderes de las mafias permanecieron en silencio. La tensión podía cortarse. Nadie actuó. No intervinieron. El respeto hacia los Pecados Capitales era superior a su propio orgullo.
Coloqué el filo de la hoja bajo el cuello de Pol, que gruñía todavía inmovilizado contra la madera.
—Déjate de tonterías y métete en tus putos asuntos. Ya tienes los caballos, el negocio del alcohol, la droga y las armas. ¿Qué cojones te importa un casino? —Apreté su cuerpo para hacerle daño. Le rajé un poco la carne recién afeitada del cuello para intimidarlo.
—Es el negocio que más beneficios da. Bela ya tiene la música y los conciertos. ¿Para qué lo quiere?
—Si al menos te hubieses interesado en conocerla, tal vez podríais compartirlo. Pero te gusta más que te den duro por detrás, ¿verdad que sí, Pol? Lucifer se lo debe de pasar de lujo empotrándote contra su escritorio. —Lo solté y lo giré para agarrarlo del cuello. La sangre del esbirro muerto goteaba por mi barbilla allí donde salpicó—. Limítate a lo tuyo. Si te metes con Bela, te metes con mi hermana. Y si te metes con mi hermana, dormirás con los peces. ¿Capisci?
Lo solté de un empujón. El Ángel de la Muerte me observaba con atención. Tenía una mueca de aprobación en el rostro.
Ordené a uno de los mayordomos que limpiaran el estropicio que había montado. Cargué con el cadáver sobre mi hombro, como si tuviese peso pluma, y lo saqué del salón de juegos.
Cuando decía la palabra capisci, una imagen de mi padre se me venía a la mente. Me exigía convertirme en un hombre y me abofeteaba si estaba a punto de llorar siendo un crío. Ahora yo lo imitaba. Repetía sus manierismos al pelear. Replicaba sus movimientos ágiles al usar la navaja. Me asqueaba la simple idea de tener un parecido con él.
Nuestra familia tenía ascendencia italiana. Mi abuelo nació en el norte, mi abuela en el sur. Cass y yo aprendimos a hablar la lengua desde pequeños. En el presente preferíamos usarla cuando debíamos conversar de temas personales en público para que nadie nos entendiera. Solo Hugo podía comprendernos, pero los brazos de Morfeo ocupaban la mayor parte de su tiempo.
Regresé a la mansión tras dejar el destino del cuerpo que cargaba en manos de un par de aliados de Lucifer externos a la boda. Tenía el traje ensangrentado y ni una sola muda para cambiarme.
Al llegar al salón de actos, vi que miles de sillas estaban dispuestas a lo largo de lo que parecía un anfiteatro con vistas al arco de flores donde dos tronos descansaban sobre una tarima de marfil. La ceremonia de casamiento daría comienzo en breves instantes y los invitados ya se empezaban a sentar. Desde los palcos superiores pude observar guardias que vigilaban cada esquina y rincón a la espera de un pequeño gesto para intervenir. Si el asesino estaba entre ellos, lo detendrían a tiempo.
Amanda Morn permanecía apoyada junto a una de las columnas de oro al lado de las sillas VIP. Miraba el móvil con una copa de vino entre los dedos. Quise acercarme, pero preferí limitarme a pasar por el pasillo central. Los ojos se depositaron con horror sobre las manchas de sangre de mi conjunto. No me desagradaba. Así sabrían lo que los hombres de Lucifer estaban dispuestos a hacer por asegurar su protección.
Llegando al altar, vi a Pol devorando a besos a Emilia, que trataba de atraer la atención del resto. Lanzaba miradas de odio hacia Amanda, pues sabía que era la mujer por la que se desviaban mis ojos. En cuanto quiso llamarme por mi nombre, la ignoré. El hombre que la besaba la estrujó contra sí en un intento por dominarla que ella impidió. Al parecer, al no crearme emoción alguna, ya no sintió tanto interés por enrollarse con él.
Vaya dos ridículos.
Lucifer dejó que sus estilistas finiquitaran los últimos detalles de su traje cerca del escenario. Al verme, sonrió y de un gesto apartó a sus empleados. Me rodeó con un brazo y se me acercó al oído.
—Buen trabajo demostrándole a mis empleados que nadie está por encima de mi mano derecha —susurró con una risa diabólica—. Quédate cerca de mí durante la ceremonia. Este día se recordará por el resto de la eternidad y quiero que el mundo vea que Thiago Asmodeus estaba de mi lado.
Fingí una sonrisa que no me creía. En efecto, aquel día sería importante. El esbirro de Pol solo fue el primero de los que murieron en aquella boda.
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