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🔪CAPÍTULO 16 - VIVE LIBRE O MUERE🔪

Lucifer esperó el ataque del ángel. Se agachó. Esquivó su ala retrocediendo un paso. Luego, la rajó con la daga. Las plumas soltaron un destello. El grito de dolor que emitió la entidad divina me erizó el vello. Escondió las alas y desenvainó un cuchillo del cinturón.

Mientras los veía pelear, me incorporé. Apunté al ángel de cabellos rubios con la pistola y disparé. La distraje. Amanda aprovechó para cortarle el cuello con una cuchilla. No funcionó. Su piel se recuperó con un brillo único. Se apartó con una mano sobre la herida que cicatrizaba. No podía morir si no era bajo el efecto de la daga.

La pierna me ardía. La notaba húmeda por la sangre. Ese cabrón de Pol huía por los pasadizos de las alcantarillas. Ya debía estar demasiado lejos. En cuanto lo alcanzara, lo haría comer el suelo. Otro que dormiría con los peces esa noche.

Me deslicé por la pared al ver el cuchillo del ángel. Soltó chispas al chocar contra el muro. Le di un puñetazo en el vientre. Por detrás, Lucifer lo apuñaló con la daga de rosa y negro.

El Ángel de la Muerte soltó su arma. Su cuerpo emitió una luz dorada que poco a poco se fue desvaneciendo. Trató de sacar las alas, pero estas se desintegraron. En un abrir y cerrar de ojos, cayó sobre el charco y se convirtió en polvo.

Su hermana se alejó, horrorizada. Se quedó petrificada observándonos.

Amanda aprovechó para arrebatarle el arma sagrada a Luci. La arrojó directa hacia el ángel. Se clavó en su frente. El mismo proceso ocurrió. Primero luz, luego las alas desintegradas y por último su cuerpo convertido en polvo.

El rey se acercó para recuperar la daga, sonriente.

—Buscad un refugio. No os perseguirán si no tenéis esto —ordenó Lucifer mostrándonosla—. Yo buscaré a Pol.

Empezó a correr en dirección al túnel por el que había desaparecido nuestro traidor.

Solté un gemido de dolor al pisar con la pierna herida. Sentía que me quemaba. No notaba el hombro. Estaba pálido y la cabeza me pesaba. Me apoyé sobre Amanda como pude.

—Tenemos que curarte esas heridas —me susurró.

Fue ella quien tuvo la iniciativa. Me guio por los túneles sin un rumbo fijo. O eso creía. Avanzamos durante una hora por lo que se me hizo una ruta eterna. No acababa. Empezaba a pensar que nunca saldríamos.

—¿Dónde quieres llegar? —pregunté al verla perdida.

—A tu hotel. Desde el punto en el que nos separamos tenemos que haber recorrido un distrito, por lo menos. Si salimos de las alcantarillas ahora, puede que nos ubiquemos mejor —explicó la chica, a la que no le importó mancharse de mi sangre.

—¿No te da asco ensuciarte las manos? Siempre te quejas de lo mismo —jadeé al fijarme en ella. Era hermosa incluso cubierta de arena y polvo.

—Calla y sigue.

Alcanzamos unas escaleras con acceso a la calle. La trampilla exterior nos indicó que los fuegos artificiales habían cesado. Se escuchaba a los coches pasar por la carretera. El suelo vibraba cuando un camión circulaba. Las luces rojas y azuladas de la policía nos preocuparon. Se estaban movilizando las dos comisarías enteras.

—Sube tú primero. Yo te sostengo —pidió la reencarnación de la ira.

Traté de flexionar la pierna mala para subir, pero un agudo pinchazo me detuvo. Solté un gruñido. No podía estirarla. Era intenso. Me sentía débil.

—No puedo. Ve tú. No pasa nada. —Sacudí la cabeza, apoyándola sobre el acero—. En cualquier momento podría aparecer uno de esos tíos y matarnos.

Nada más decirlo, vimos unas alas sombrías bajo la luz de las farolas en el exterior. Al mostrarse a la luz, comprobamos que se trataba de otro ángel. Dibujó una media sonrisa arrogante.

Agarré la pistola con fuerza y me puse delante de Amanda. Lo apunté con ella, firme y decidido.

—Escapa tú. —No la miré—. Yo ya estoy muerto.

—Como vuelvas a decirlo, me aseguraré de matarte yo misma. —Amanda me agarró de la pechera, agresiva. Me estampó contra la pared. Sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Tú no vas a morir en unas alcantarillas, imbécil. Todavía seguimos jugando.

Desde el otro extremo del túnel vimos aparecer otra figura alada. Su tamaño corpulento me resultó familiar, como si ya lo hubiese visto antes durante el viaje a Praga.

Pensé en Cass. De no ser por ella, no sé si me habría dado una segunda oportunidad. Antes me volaría los sesos con el arma a permitir que los Ángeles de la Muerte me torturaran.

—Bueno. Si vamos a caer los dos, hagamos que valga la pena.

La agarré del chaleco para acercármela y besarla. Ella recibió el gesto con pasión antes de separarnos. Me sonrió.

Apuntamos a los ángeles con nuestras pistolas al mismo tiempo. Disparamos sin contemplaciones. Las alas los protegieron. Gastamos cartuchos y arrojamos cuchillas. Llegamos incluso a herirlos. Cada uno se encargaba del suyo. Chocamos nuestras espaldas, conscientes de que nada sería suficiente.

—¡Agachaos! —gritó uno de ellos. No supe por qué, pero obedecí y conseguí que la chica me siguiera.

Una ráfaga de disparos atravesó las alas del ángel en el otro extremo. Lo hizo retroceder, huyendo despavorido ante la idea de ser acribillado.

No daba crédito de lo que ocurría. Bajo la luz anaranjada de las farolas que entraba por las rejillas, vi que se trataba del ángel corpulento que conocimos durante las votaciones. Pasó de largo por nuestro lado, serio.

—Hugo Sloth os envía saludos. —El ángel recargó el subfusil que cargaba a la altura de la cintura.

Continuó el camino persiguiendo a su hermano, perdiéndose en la oscuridad de nuevo.

Respiré hondo. El deje de esperanza que nació de aquello me dio fuerzas. Decidí sufrir el dolor de ascender por las escaleras a cambio de la libertad. Cada movimiento me escocía como un demonio. Para cuando tiré la trampilla a un lado de un manotazo, ya apenas sentía el cuerpo. Logré salir a la superficie y el viento nocturno me acarició. Fue agradable. La asfixia de las alcantarillas comenzaba a matarme.

Ayudé a Amanda a salir. Vimos que nos encontrábamos en el centro de una calle. Un grupo de ciudadanos se asombró al descubrir quiénes éramos.

Cojeé hasta uno de los locales cercanos. Era un bar cerrado en el que nos esperaba uno de los esbirros de Pol. Al escuchar los puñetazos que asesté contra la verja, nos permitió el acceso. Los coches de policía adelantaban al resto de vehículos sin control. La gente no paraba de hacernos fotos, impactados. Si nos encontraban los ángeles, sería culpa de la curiosidad humana.

—¿Y el jefe? ¿Qué ha pasado? —preguntó el soldado desarrapado que nos dio acceso.

—¿Eres médico? —se interesó en saber Amanda mientras me dejaba caer sobre una silla, colocando la pierna herida en alto.

El esbirro negó con la cabeza.

—Pero conozco a alguien que puede ayudaros —inquirió con un brillo característico de ojos.

Ninguno de los dos pecados lo miramos con alegría. No había ilusión en nuestros ojos. De hecho, lo que había era odio y rabia. Se podía oler la tensión en el ambiente.

Prestamos atención a las palabras que usó durante la llamada telefónica. No nos pareció que hablase en un lenguaje oculto. De hecho, fue amable.

La chica se sirvió una jarra de cerveza por cuenta propia. Me ofreció, pero lo rechacé. El único alcohol que quería era el que me quitase el ardor en las heridas.

Dio un trago, atendiendo al soldado que nos explicó que pronto llegaría un médico cirujano de confianza; otro contacto de nuestro empresario favorito.

—¿Hay algo más que pueda hacer por vosotros? —Se frotó las manos el hombre, que parecía querer ayudar.

—¿Le puedes mandar un mensaje a tu jefe? —Amanda dio otro trago a la jarra. Él asintió, ilusionado. Tras unos instantes en silencio, la chica lo apuntó con su arma y le disparó a través del ojo—. Gracias.

Dejó el arma sobre la mesa de un golpe. Tenía los músculos tensos. No dejaba de ver lava donde una vez hubo una mirada suave y rojiza.

—¿Crees que Lucifer lo encontrará? —Le quité la jarra de cerveza y la vertí sobre mi herida. Solté un gruñido, pero aquello ayudaría a limpiarla.

—Si no lo hace él, lo hará Hugo. —Recuperó su bebida, frustrada, y se terminó los restos de un largo trago—. Y si ninguno de ellos lo hace, seré yo quien le corte la puta cabeza.

No controló la violencia. Al apoyar la jarra sobre la mesa, la rompió en mil pedazos. No llegamos a herirnos por los cristales, pero ella soltó un grito de ira. Arrojó los restos contra un cuadro. De una patada volcó una segunda mesa redonda a nuestro lado.

—Cuando llegue el doctor, espero que no te lo cargues. Lo necesitamos vivo, a ser posible.

Se me encaró. Mantuvo reprimidos sus impulsos antes de poder malgastar esa fuerza en mí. Mi presencia servía de muro contra su pecado. No era capaz de desahogarse igual conmigo.

—Perdóname. —Giró la cabeza, avergonzada. Se llevó las manos a la frente y se estiró de los cabellos, alejándose—. Necesito venganza.

—Lo entiendo, pero no podemos precipitarnos.

Me ignoró. Lo supe por cómo se situaba en uno de los taburetes frente a la barra. Se deshizo del chaleco antibalas. Se quitó lo que ya no iba a serle de utilidad; casco, bufanda, guantes.

—¿Todavía seguimos en el juego? —pregunté, intrigado. Empecé a toser, por la arena.

—¿Qué? —La chica tenía los ojos tapados por las manos.

Se dirigió a mí, confusa.

—Es lo que has dicho en las alcantarillas. ¿Crees que después de esto hace falta jugar?

Evitaba la mirada. Si no hubiera sentido aquella pesadez sobre los hombros, habría ido a enfrentarla. El cuerpo me escocía, me daba pinchazos y me daba calambres. Notaba la boca seca.

—Esto ha sido puntual. Nada de lo que ocurre en la guerra puede extrapolarse a la vida normal —bufó con orgullo ella.

Fruncí el ceño. Estuve a escasos instantes de levantarme y demostrarle que se equivocaba.

—Lo que yo he visto es que en el amor y en la guerra, se nos da genial la danza. —Hice una breve pausa, admirando la melena de Amanda a través del reflejo de las luces—. No tenemos que fingir más, si no queremos.

—¿Qué te da miedo a ti, Thiago? —No se movió del taburete. Permaneció inmóvil, con una pierna sobre la otra, digna y elegante.

Volvía a su frialdad. Regresaba a la misteriosa bailarina que no paraba de aplicar el perfeccionismo a sus chicas. Quería lo mejor y lo quería sin errores.

—Pues ahora que lo dices. —Apoyé la pierna herida sobre la madera. Ignoré el dolor con tal de verla cara a cara—. Sí que temo una cosa.

Al escuchar mis pasos, se puso en pie de inmediato. Me obligó a sentarme de nuevo. Lo suplicó con gestos, pero no le hice caso. Me apoyé sobre la barra, acariciando su barbilla. Acortar la cercanía la silenció.

—Por favor, necesitas reposo —susurró en un hilillo suave de voz.

—Lo que más temo es que si doy ese paso contigo, descubra que no estamos hechos el uno para el otro. —Le revelé la expresión más real que pude mostrar. El sentimiento puro que yacía bajo mis palabras—. Basta de estúpidos juegos. —Cerré los ojos y choqué su frente con la mía. La volví a besar—. Te quiero, Amanda.

Ella me acarició las mejillas. Al abrir los ojos, vi que tenía cerrados los suyos para llorar. Noté la vulnerabilidad tras la coraza. Y en parte creí que había esperanza. Porque la ira era parte de su identidad, pero no de su voluntad.

No eligió su pecado. Yo sabía que una mitad de su alma ansiaba poder hallar paz, pero la otra luchaba por enviarla a la guerra.

—Y yo a ti. —Se lanzó para fundir sus labios con los míos de nuevo.

Los tenía ardiendo. Su cuerpo era una forja incandescente. Parecía que su corazón latía lava en vez de sangre.

Envolví su cintura con las manos. Sentí sus brazos rodear mi cuello. De ese modo pude sostenerme en pie, pese al dolor que me mareaba. Virutas negras comenzaban a posarse en mi campo de visión.

Volví a la silla para sentarme, pero apenas llegué a tiempo. Intenté sujetarme de la mesa, pero caí. Perdí la fuerza y el equilibrio. Al chocar contra el suelo, el mundo se oscureció.

Al despertar, una conversación lejana me acompañaba. Era Amanda comunicándose por walkie-talkie con Hugo. Le explicó que estábamos a salvo, que no había ángeles en la costa. Junto a mí pude apreciar a un doctor de mediana edad que terminaba de vendarme la herida de la pierna. Sus manos estaban cubiertas de sangre y la frente perlada de sudor me sugirió que no fue tarea sencilla.

Volví a cerrar los ojos. El dolor me dio un latigazo que me dejó inconsciente. La segunda vez que desperté, el médico había desaparecido. Me di cuenta de que me habían tumbado sobre dos mesas unidas. Amanda vigilaba el local con la mano sobre la pistola. Estaba atenta a los peligros.

—¿Sigo vivo? —pregunté en voz alta, confuso.

—Yo diría que sí. —Fingió normalidad ella. Por la mueca de felicidad que puso, supe que había ilusión tras la armadura que proyectaba.

—Deberíamos reunirnos con el resto.

—Lucifer ha encontrado a Pol. Están de camino al piso franco —confesó entonces la chica—. Hugo dice que tiene un plan.

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