🌙CAPÍTULO 14 - UMBRÍA🌙
Cuando me tocaba turno de tarde, lo pasaba fatal. Tenía que salir de noche. No era común, ni mucho menos. Desde que lo cambié, podría pasarme una vez al mes y solo si un compañero enfermaba o era una urgencia. Yo aceptaba porque no quería que los demás tuviesen que amoldar sus horarios por mis problemas. Me sentía insegura y, sin la presencia de Lucifer protegiéndome día tras día, era como si la oscuridad me oprimiera.
Lo único positivo que sacaba de la situación era la tranquilidad con la que podíamos organizarnos. En el distrito donde se posicionaba el hospital en el que trabajaba no solía haber mucho conflicto. La mayoría de crisis y urgencias médicas acababan yendo al Santo Domingo, que era el más popular. Al menos así se asegurarían un buen servicio. Si tuviese que depender de mí, dudaba que pudiese ayudar a nadie. Estaba distraída.
Una chica de rizos esmeraldas se sentó en la silla para un análisis de sangre. Era extraño, pues por las tardes no se solían hacer. La belleza de la chica hablaba por sí sola, diría que tenía una apariencia exótica que me encantaba. Mi compañera tuvo que darme un codazo para que volviera en sí de mis pensamientos. Pedí perdón. Estaba dispersa.
—Acabo de ver a la siguiente paciente que tenéis. Es una furcia. La conozco, ya os digo yo que no es buena calaña —dijo la chica con el mentón alzado, orgullosa.
—Eh, eso no está bien —protesté, notando cómo la auxiliar de enfermera que me acompañaba me lanzaba una mirada de terror. No entendí lo que quería decirme—. No es justo juzgar a los demás así.
Seguí con el procedimiento médico sin más. Lo había automatizado tras unos años de experiencia y me salía natural. Era lo único en lo que sentía que tenía el control.
—No sabes quién soy, ¿verdad? Me lo imaginaba. —La paciente me dio unas palmadas en la mano. Me asusté—. Soy Lise, la reencarnación de la envidia. Supongo que no tendrás televisión en casa.
—Sí que tengo. —Arrugué las cejas, extrañada.
Que fuera una pecadora me daba más motivos para reñirla por sus comentarios.
—Pues deberías poner los canales importantes. Pasarte el día entre documentales y misas te dejará la cabeza hecha un lío. —Lise se dejó hacer cuando empecé a sacarle sangre. Quería concentrarme para hacerle el menor daño posible.
Me sentía juzgada sin motivo alguno. Decidí que sería mejor idea cambiar de tema, o ignorarla. Me generaba culpabilidad no darles comodidad a mis pacientes, incluso si eran así.
—¿Y cómo van tus proyectos? Ya que no te conozco mucho, podrías contarme en qué estás trabajando —contesté, volviéndome para dejar el frasco de la extracción en un lugar seguro.
Observé que mi compañera temblaba al colocar la tirita en el brazo de la reencarnación. Era nueva y nunca antes había visto un pecado personificado. Al acercarse a mí, no pude evitar acariciarla para calmarla.
—Eh, todo irá bien. Tranquila —le susurré.
—Pues —la pecadora sonrió, satisfecha de hablar de sí misma— me estoy preparando para unas actuaciones. He salido en tres programas de la televisión y pronto celebraré un concierto. Pol Gamón se ofreció a ser mi manager, ¿sabes?
Asentí. Era lo que ella quería. Una respuesta sumisa y sonriente. Fingir ilusión y admiración. No me gustaba mentir, ni aunque fuese mediante gestos, pero necesitaba sobrevivir a ese turno.
La pecadora nos contó que quería hacerse un análisis de sangre para mostrárselo a su dietista. Quería tener una figura perfecta, ser el foco de las cámaras y superar a Bela, la cantante coreana, en un duelo inventado de fama y reputación. Hablaba de ella como si fuese el infierno con patas. Se le notaba el odio y el desprecio hacia lo ajeno.
Después de soltar una historia infinita sobre cómo llegó hasta donde estaba y por qué ninguna de las enfermeras del hospital podríamos aspirar a un décimo de lo que ella había conseguido, se despidió y se marchó. Nunca el silencio había sido tan satisfactorio.
Mi compañera, que llevaba acumulando estrés desde que la vio entrar, aprovechó los instantes en los que yo terminaba de preparar la salita para el siguiente paciente para vomitar en una bolsa de basura. Me supo mal por ella. Le pedí que se tomara un descanso mientras lo limpiaba.
Refresqué el olor nauseabundo de la habitación con un ambientador y esperé unos minutos antes de llamar a la próxima en la lista de espera.
Respiré hondo, imaginando cómo sería volver a llamar a mi padre para que me recogiera del trabajo. Odiaba tener que despertarlo de noche, pero me pidió con insistencia que lo hiciera. Saber lo que estuvo a punto de ocurrirme en el portal hizo que estuviera más pendiente de mí. Era un hombre mayor, más que mi madre, y ya no tenía las mismas fuerzas que antes. Lo hacía por cuidar de su hija, pero a duras penas se mantenía a sí mismo.
Era un buen hombre, y mi madre era una buena mujer.
Una joven apareció por la puerta, silenciosa. Le pedí que se sentara en la silla sin fijarme mucho en ella. Preparaba la jeringuilla, dispersa en lo que no paraba de suceder a mi alrededor.
Cada día notaba más cercana la presencia de esa tal Umbría. Cuando la veía entre las sombras, una desgracia acechaba. Perdía el bus, tropezaba con alguien o recibía un insulto gratuito.
En los últimos días, de hecho, había empezado a ser más serio. En una de las ocasiones en las que apareció, mi padre me llamó advirtiendo de la salud de mi madre. Estuve a punto de sufrir un ataque de ansiedad. Resultó ser un susto, un bajón de azúcar que me dejó tiritando de miedo. Podría haber sido peor.
Al girarme a contemplar a mi paciente con una sonrisa forzada, vi que se trataba de una chica que ya conocía de vista. Estuvo en el parque la última vez que hablé con Lucifer.
—Hola —saludó con alegría mi paciente, arrugando el rostro en una mueca de cordialidad.
Sus ojos escarlatas estudiaron la bata blanca que llevaba puesta. Llevaba una coleta baja y vestía con prendas góticas. El pintalabios negro fue lo que más me llamó la atención. No podía tener pensamientos impuros. Aquello no estaba bien. Ni siquiera me gustaban las mujeres.
—Hola. —Incliné la cabeza con el mismo entusiasmo—. ¿Te conozco?
—Odio que me hagan esa pregunta, cariño —rio la chica. Me incomodó, pero la acompañé por complacerla—. Soy Cassandra. Me suenas del parque. ¿Puede ser que estuvieses por allí la semana pasada?
—¿Cassandra Asmodeus? —Se me heló la nuca al escucharla. Empezaba a temblar. Era una de las personas más influyentes de la ciudad y la tenía delante—. ¿Y qué hace una eminencia como tú en un hospital como este?
—Mis pruebas mensuales para las ETS. —Suspiró ella, cabizbaja—. Supongo que ya te lo imaginabas. Tengo una vida sexual plena.
Me encogí de hombros. No sabía qué responder. Mi opinión hacia aquel tema no le gustaría ni lo más mínimo así que no tenía intención de indagar.
—Quedará entre nosotras. —Sonreí, arremangando su rebeca para encontrar la vena—. Al menos tú piensas en las consecuencias.
—Mi familia heredó mutaciones genéticas que nos hacen inmunes a muchas ETS, pero nunca se sabe. Tuve un tío abuelo que murió de sífilis. No quisiera llevarme un disgusto. —Chasqueó las uñas contra el reposabrazos de la silla. Sonaba como una melodía rítmica—. Hay cerdos que se quitan la gomita.
—Yo creo que primero hay que conocer a fondo a la persona antes de... —Me daba pánico pronunciar las palabras.
—Procrear. —Arqueó las cejas mi interlocutora, cuidadosa—. Lo entiendo. Cada amor es un mundo. La lujuria es solo una parte.
Continuamos hablando en un tono más sosegado mientras le hacía la extracción. Al terminar, le coloqué su venda y ella se bajó la manga de la rebeca.
Terminé de colocar los instrumentos en la mesa, desinfectando los materiales de manera automática. Funcionaba por impulsos. Ya tenía el movimiento mecánico memorizado en el músculo.
Me alarmé cuando percibí una caricia en el hombro. Me giré, alterada. Tenía la respiración agitada. Un recuerdo del atracador del portal me vino a la mente. En realidad, era Cassandra. Sus ojos me miraban con preocupación, misteriosos y etéreos. Era como si estuviese ante una entidad de otro mundo.
—Perdón, no quería asustarte —dijo—. Oye, ¿tú conoces a Lucifer, verdad?
¿Le habría contado al resto de pecados lo que me pasaba? Si era así, deseaba que viniera a ayudarme. Se le veía confiable, aunque fuese tan abierta en su sexualidad.
—¿Por qué lo preguntas?
—Puedes confiar en mí. —Se aseguró de que la puerta estuviese cerrada—. Me contó que ves a Umbría. ¿Te ha hecho daño?
No supe cómo reaccionar. Me había hecho sufrir, pero nunca me había tocado. Me miraba de lejos. Su presencia me aterraba.
—Con sus manos no.
—Mejor. De haberlo hecho no creo que estuviésemos hablando tan tranquilas. —Me acarició la mejilla con suavidad—. Lucifer me contó cómo está tu familia y cómo estás tú. ¿Te importa si te acompaño a casa luego?
Me extrañó. Era un comportamiento agradable por parte de una reencarnación de uno de los anillos del infierno. ¿Me perdía algo?
—¿Por qué querrías hacerlo? —Me aparté de ella, desconfiada.
—Bueno. —Abrió los brazos—. Le importas a una persona que me importa. Es fácil hacer las matemáticas. Además, me pillas en una época sensible. En otro momento me habría encantado hacerte mía.
Se mordió el labio, lamiendo uno de sus dedos.
Sus palabras me irritaron. ¿De qué iba?
—No seas tan bruta, por favor. No me gusta el tono que estás poniendo.
—No voy a hacerte nada, te lo prometo. —Colocó una mano sobre el pecho—. Son bromas que hago. Solo sodomizo a quien quiere. El consentimiento es muy importante para mí.
—Prefiero pedirle a mi padre que me recoja, gracias. Ya me las apañaré.
Si no hubiese dicho aquel comentario, la habría creído. No me generaba seguridad saber que controlaba tan poco sus impulsos lujuriosos.
—Mi hermano es el dueño de un hotel en el que podríais refugiaros un tiempo, tú y tus padres. Os pagaríamos lo que necesitaseis. Incluso los tratamientos para el ELA. —Se me acercó. Choqué contra la pared, agobiada por si los pacientes de la sala de espera se impacientaban—. Piénsatelo, ¿vale? Esta noche te espero en la limusina fuera del hospital. Si cuando salgas prefieres que te llevemos a casa, solo tienes que subirte.
—¿Cómo sabes tanto? No me gusta que me espíen, pero si me dices eso es porque esa Umbría va a hacerme daño pronto. ¿Sabes si quiere matarme? —Tenía un nudo en el estómago. Sentía náuseas.
—Quiere usarte, es lo único que te puedo decir. No tenemos ni idea de por qué, y Lucifer no sabe que estoy aquí contigo. No se lo digas si te pregunta. —Notaba su aliento al posarse ante mí. Fue ahí cuando vi lo alta que era, y lo esbelta.
—No lo entiendo. ¿No te ha enviado él?
Me guiñó el ojo, acariciando mi barbilla antes de marcharse por la puerta.
La vergüenza me inundó al sentir excitación. Las mejillas se me enrojecieron. No me gustaban las mujeres, ¿por qué ella era tan especial?
El resto de la jornada la pasé desconcentrada. La auxiliar me ayudó con la mayoría de pacientes. Atendimos a un niño con fiebre, una anciana que notaba el pulso acelerado y un hombre que venía quejándose de que su mujer lo había arrastrado al hospital por un dolor de lumbares. Había quienes eran educados, pero otros tenían un temperamento que me estresaba.
A las doce y media recogí mi mochila y me despedí de los enfermeros que venían a sustituirme. Salí por la puerta del hospital y la brisa fría me caló los huesos. El silencio me hizo sudar. Mi corazón palpitaba, me temblaban las piernas y no paraba de anticiparme. Tenía claro que me atracarían.
Y lo tuve todavía más cuando, mientras marcaba el teléfono de mi padre, la vi a lo lejos. La muchacha de vestido rojo y cabellos negros revueltos observaba tras unos arbustos en el aparcamiento. Entré en shock. Estuve a punto de soltar el móvil, pero no lo hice. Se me apagó la pantalla por el tiempo que me había quedado en blanco. La torpeza me impidió desbloquear el patrón. Lo odiaba. Quise usar la llamada de emergencia, pero un empujón me hizo caer.
—Disculpa —dijo el hombre corpulento con el que me había topado.
Me tendió la mano, pero la rechacé y me fui corriendo.
No fui consciente de que me estaba metiendo en la zona oscura entre los coches. Estaba más pendiente del caballero que me preguntaba si estaba bien.
Al mirar al frente, vi a Umbría ante mí. Estaba a un metro, como mucho. Retrocedí sobre mis pasos, cauta. La presión en la garganta me prohibió chillar. No podía pedir ayuda. No podía hacer nada. Sus ojos negros me penetraban. Derramó lágrimas de tinta por las mejillas y me llevé una mano a la boca.
Los músculos me fallaron. Caí al suelo, arrastrándome sin apartar la mirada. La entidad quería tocarme. Sus pasos eran lentos pero incesantes. Olía a ceniza. Estuvo a nada de hacerlo, pero una patada en el costado la alejó de mí. Cayó sobre el capó de un coche. La alarma sonó.
Unas manos suaves me levantaron del suelo. Al ver los ojos escarlatas, me aferré a su cuerpo y me dejé llevar. No pude ver lo que pasaba hasta que el frío pasó a una calidez agradable en el interior de un vehículo. La música jazz que sonaba me calmó.
—Le prometí a un sacerdote que te mantendría lejos del pecado, y así lo haré —confesó Cassandra Asmodeus mientras me dejaba llorar sobre su pecho.
Le di las gracias de mil formas posibles. Con su permiso, me pasé el resto del trayecto en limusina abrazada a ella. No decía nada. Tenía la expresión de una loba salvaje con el instinto protector de una madre.
—Hablaré con mis padres para mudarnos un tiempo a ese hotel. No haré más preguntas. Lo juro. Obedeceré lo que me pidas, pero no dejes que ella me toque.
—Como te he dicho antes, el consentimiento es muy importante para mí —susurró ella, seria y fría—. No tienes que obedecer. Tus ideales son firmes y puros tal y como son. Por eso quieren corromperte.
Tenía tantas preguntas que habría sido inútil insistir. Le conté que Augusto, el sacerdote que estaba sustituyendo al viejo Pancracio en la iglesia, solía pedirme que me alejara de los pecados siempre que pudiera. Cuando me confesé la última vez, decidí contarle que me había juntado con Lucifer porque me estaba protegiendo de una mujer extraña. Aquello le impactó.
Me sorprendió, porque no entendía qué le llevó a cambiar de idea. De obligarme a separarme del rey de la soberbia, pareció restarle importancia cuando le mencioné a Umbría.
Cassandra no me respondió. Soltó un gruñido y continuó observando las calles por la ventana. Prefería evitar hablarme de ese mundillo que no entendía y que tanto me aterraba. Si tan impuros eran sus crímenes como oía en las noticias, aproximarme era lo último que deseaba.
—¿Sabes si Lucifer está bien? —pregunté cuando llegamos al portal de mi casa. La limusina se detuvo.
La joven se quedó pensativa. Salió del vehículo y me tendió la mano para acompañarme al interior.
—No lo sé. Supongo. —Se cruzó de brazos.
Me siguió hasta el ascensor, subió conmigo y se paró ante la puerta de mi casa, cuando ya no había peligro.
—¿Cómo de importante es él en tu vida?
—Buenas noches, Luna. —Se giró, apática como un robot.
—Espera. —La frené con una mano. Al ver su rostro, no necesité palabras para entender el dilema con el que cargaba—. Os vi sentados en un banco en el parque. Antes de marcharme con mis amigas.
Ella escuchaba con atención. Tensó la mandíbula y tragó saliva.
—Tienes ojos, bueno saberlo. —Se volvió para marcharse por el ascensor, pero me negaba a dejar el tema abierto.
—Ningún pecado haría esto por mí si no amase a Lucifer.
Aquellas palabras marcaron a Cass. No llegó a entrar en el ascensor. De un par de zancadas, logró intimidarme.
—¿No te consideras valiosa por ti misma? Tu seguridad me beneficia por sí sola —respondió ella. Pese a su tono de voz serio, no le tuve miedo.
—No creo que esa sea la única razón.
—Del amor al odio hay un paso, querida. —Me acarició la mejilla, firme—. Y te estoy empezando a coger cariño. Ese tema es personal. Si sigues caminando sobre hielo, acabarás resbalando.
En esa última ocasión no se paró cuando se lo pedí.
—Pero...
—Tengo trabajo que hacer. Ya hablaremos más adelante.
En un abrir y cerrar de ojos, desapareció tras las puertas del ascensor.
Usé las manos para alargar los planos del banco. Pol, Thiago, Amanda y Hugo lo observaban desde sus respectivas posiciones, alejados del único foco de luz que apuntaba al mapa. Estábamos en mi despacho en la mansión, y los había convocado en son de paz con el objetivo de trabajar juntos por un bien común.
—Este es el único modo de matar a un Ángel de la Muerte. Todos lo sabemos. Ha habido pocos escritos en nuestra historia en los que un pecado ha conseguido borrar a un ángel de la existencia, pero los hay.
El mellizo Asmodeus no dejaba de mirarme. Estaba distraído, enfocado en sus pensamientos. Lo ignoré mientras explicaba el plan.
Entraríamos por la puerta principal. Al ser pecados, los guardias de seguridad priorizarían nuestro poder al inútil heroísmo. Desde el instante en el que la alarma sonara hasta que los Ángeles de la Muerte acudieran para detenernos tendríamos cinco minutos. Era tiempo suficiente para que Amanda y yo irrumpiéramos por la fuerza en la cámara subterránea. Hugo nos abriría las puertas electrónicas gracias al hackeo del mecanismo de apertura.
No sabía cómo, pero la pereza había logrado poner al SSI de nuestro lado. Tenía mis sospechas sobre qué le habría ofrecido a cambio, pero prefería pensar en su buena fe.
A lo largo de los últimos meses, los esbirros de Pol habían cavado túneles aprovechando las alcantarillas de la ciudad. Los usaríamos para escapar. Con la daga en nuestras manos, los ángeles no se atreverían a perseguirnos. Si el plan fallaba, detonaríamos lo excavado para impedirles el paso. A la salida del túnel, en una zona poco transitada de la ciudad, nos esperarían dos vehículos. Nos dividiríamos para despistar a los agentes de la ley que trabajen para nuestros enemigos alados.
Quien se quedara atrás, fuera por la razón que fuera, usaría el alcantarillado para salir y refugiarse en uno de nuestros negocios. El objetivo era que ningún Ángel de la Muerte nos capturara con vida. De lo contrario, el interrogatorio podría ser apoteósico.
—Sé que nos odiamos. Muchos aquí querríamos matarnos. Lo sé. —Deslicé la mirada por los rostros de los miembros del equipo—. Pero si no trabajamos en equipo y conseguimos esa daga rosa y negra, los Ángeles de la Muerte nos purgarán.
—Nos acabaremos matando entre nosotros de igual modo. ¿Qué más dará? —bufó Hugo, que jugueteaba con un gato negro que tenía en la mansión.
—Al menos así seremos nosotros quienes elijamos cómo morir —contesté con ira—. Yo digo que hagamos una tregua temporal, hasta que no quede un ángel en esta puta ciudad con vida.
Coloqué una mano en el centro del mapa. Pol fue el primero en apoyar la suya sobre la mía. Amanda titubeó, pero al fin aceptó.
—Yo de vosotros llevaría cuidado sobre a quién traiciono. —Sonrió Hugo, que se acercó a la mesa con el gato en brazos antes de colocar su mano en el centro—. Esto se va a poner interesante.
—¿Thiago? —Miré al mellizo, que seguía dándole vueltas a la cabeza.
Era el único que quedaba. El resto de pecados o se negó a participar o no tenían ganas de arriesgar sus vidas por una misión de ese calibre.
—Mataste a tu esposa delante de mis ojos —susurró—. El día de vuestra boda. Y al día siguiente me enteré que gracias a ti sobreviví al incendio que cambió mi vida hace diez años.
Suspiré. Él siguió hablando.
—No sé si quererte u odiarte —añadió, con la voz quebrada—. Es la primera vez en una semana que enseñas la cara. ¿Qué clase de rey abandona a su pueblo así?
—La clase de rey que asume las consecuencias de sus actos. El octavo pecado capital ha vuelto. He estado encargándome de vigilarlo mientras vosotros jugabais con mi trono a vuestro antojo —admití—. Me arrepiento de que esa bala perdida atravesara el corazón de Johanna. Lo haré hasta el día en que muera.
Romper la barrera que había construido con mi soberbia le llegó al corazón a los pecados. Lo que empezó siendo una desconfianza irritable hacia mis intenciones, de pronto se volvió un deseo genuino por recuperar la estabilidad que una vez tuvimos. Ya no éramos la fuerza superior de la ciudad. Los Ángeles de la Muerte se colocaron las coronas de fuego y oro. Nos quitaban nuestras pertenencias como si no fuésemos nadie.
—Júrame que no harás daño a mi hermana —gruñó Thiago, serio.
—No sufrirá daño por nada que dependa de mí.
Lo vi dudar. No debió ser un proceso complejo, pues enseguida colocó su mano sobre el resto.
—Confío en ti. —No dejó de mirarme—. Espero hacer lo correcto.
Cuando Cass me dejó plantado en la habitación del hotel, no pude controlar su sufrimiento. No porque no quisiera, sino porque no me lo permitió. Habría deseado decirle que la amaba cuando me preguntó, pero un sentimiento en mi interior me decía que le estaría mintiendo. Era el amor de mi vida y, no obstante, no era capaz de dejar a un lado el orgullo por ella.
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