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Sinfonía del Caos


Capítulo 7

Los Leenweald se encontraban avanzando junto a la muchedumbre. El frío de la noche mordía la piel y el aire helado hacía que las antorchas chisporrotearan. Los destellos anaranjados golpeaban contra las fachadas grises y las siluetas retorcidas de los árboles.

Sigvard llevaba el mentón hundido en el pecho y los hombros tensos, con los nudillos blancos por la fuerza con que aferraba un crucifijo de madera. Hilda estaba a su lado. Alzaba una antorcha, y miraba de un punto a otro con premura y ansiedad. A su alrededor, aldeanos con trinches, martillos y picos se empujaban, con mosquetes que relucían en la luz vacilante. Las suelas de las botas aplastaban ramas secas con un crujido siniestro, entre pasos apresurados y torpes, en el terreno nevado.

—Esto no pinta nada bueno —señaló Sigvard, entre susurros—. ¿Recuerdas, Hilda? —preguntó, sin desviar la mirada de los hombres que iban al frente—. En Grabowiec... aquella noche.

—¿Cómo olvidarlo? —inquirió con voz apagada y temblorosa, mientras tragaba saliva—. Las llamas... el olor a carne quemada... las mujeres acusadas de hablar con demonios.

Hubo una pequeña pausa. Lo más lógico era que transitaran en silencio, pero el murmullo de la multitud se mezclaba con rezos forzados y maldiciones susurradas. Un hombre a la derecha de Sigvard mascullaba entre dientes: "¡Dios nos ampare! ¡Que el fuego purifique!" Otro, al frente, agitaba su antorcha y gritaba: "¡Castigo a la bruja!"

Hilda se estremeció. Recordaba el rostro manchado de hollín de una de las brujas de Grabowiec. Había sido acusada de envenenar los pozos y hacer enfermar a los niños; Zofía, ese era su nombre. Todavía recordaba su cabello blanco enredado y su voz rota pidiendo clemencia mientras la ataban al poste. En aquella ocasión, ella había desviado la mirada como si así pudiera evitar tal desgracia, pero nunca pudo olvidar el sonido de los gritos. Cada alarido se había grabado en su cabeza como un hierro candente.

—¿Te acuerdas de la que decían que hacía flautas con huesos de muertos? —murmuró Sigvard, con los labios apretados—. La quemaron por tocar melodías malignas al caer la noche.

Hilda asintió, asqueada por el recuerdo. Era mentira, lo sabían: la mujer sólo había tallado adornos de hueso para vender, pero alguien la vio rezando lejos de la iglesia y la llamó bruja. El sacerdote de Grabowiec había citado entonces pasajes que nadie entendía, mientras la gente pedía sangre.

Una ráfaga de viento agitó las antorchas, y las llamas acariciaron el filo de las armas. Un aldeano gritó por encima del rumor: "¡Esta vez no escapará! ¡La bruja Gertrud pagará por sus crímenes!"

La turba respondió con un rugido colectivo. Aquella era una masa de odio palpitante que, Hilda nunca entendió. ¿Acaso no eran cristianos? ¿Podían protestar y alzar las voces en contra de algo? ¿Pero debía hacer justicia por su propia mano? ¿Qué los diferenciaba a ellos de los herejes?

—Esto es terrible... —su esposo la miró. Mientras él creía que hacía referencia a la pérdida de su hija en manos de una bruja, en realidad, hacía referencia al porvenir que deparaba a Gertrud, o, incluso su hija si seguía creyendo que su camino era ser una sanadora—. ¿Recuerdas a la joven que lloraba por sus hijos? —preguntó Hilda con voz trémula—. La acusaron de amamantar al diablo en forma de gato negro. Juro que vi el terror en sus ojos antes de que la hoguera la reclamara.

Sigvard soltó un suspiro amargo y elevó la mirada al cielo, cubierto de nubes bajas:

—La gente cree cualquier cosa cuando tiene miedo —añadió Hilda—. Y nosotros no hicimos nada entonces... solo rezamos y nos escondimos.

Sigvard le dio una mirada reprobatoria. Lo menos que esperaba es que su mujer sintiera lástima por todas esas mujeres de maldad; al final, aunque cruel había sido sus destinos, era lo justo por practicar los ritos ocultos del diablo.

Alguien tropezó con el pie de Sigvard, intentando pasar con una pica en la mano, y maldijo por lo bajo. El camino era ancho, pero en la oscuridad, y por la cantidad de árboles y raíces que sobresalían del terreno, le pareció angosto; por lo que la tensión crecía a medida que se internaban más en la oscuridad del bosque. La neblina espesa, incluso, parecía un velo entre ellos y la razón, entre ellos y la misericordia.

Hilda apretó el crucifijo contra su pecho y exclamó:

—No quiero ver lo mismo otra vez, Sigvard. No quiero... —admitió. La voz se le quebró en el proceso.

—No tenemos opción —respondió él, sin atreverse a mirarla—. Esta vez, es nuestra hija quien está en juego.

Sigvard e Hilda continuaron, arrastrando en sus mentes las imágenes de los rostros deformados por el fuego y acusaciones envenenadas, rezando, tal vez, porque esta vez pudieran salvar a quien tanto amaban.

Elías, por su parte, caminaba cerca de ellos con los ojos abiertos como platos, incapaz de apartar la vista de las sombras que danzaban a su alrededor, pero que más nadie parecía ver. Eran enormes, amorfas, y se movían con una gracia grotesca entre los árboles. Algunas tenían forma de criaturas monstruosas, con extremidades retorcidas y rostros que se burlaban en silencio. Otras, más pequeñas, estaba encima de los aldeanos y se aferraban a las antorchas, como si bebieran del fuego. Se reían. Risas estridentes, burlescas y chillonas; llenaban sus oídos con palabras susurrantes que helaban la sangre:

"Incautos... tan ciegos, tan perdidos..."

"Pisan suelo prohibido... maldito."

"Condenados son... por su ignorancia y su odio."

"Nunca saldrán... nunca regresarán..."

El niño apretó los puños y se llevó las manos a las orejas, pero los murmullos parecían venir dentro de su cabeza; no podía acallarlas. Miró a su padre y a su madre, deseando advertirles, pero sabía que no le creerían, o peor, lo tildarían como alguien con el mal adentro.

En algo tenían razón, todos allí eran demasiado ingenuos. ¿Cómo podías enfrentar algo que no se sabía siquiera que existía? Eran una marea furiosa, pero ajenos a la presencia del verdadero mundo que los rodeaba. Uno de sombras.

Elías sintió un peso repentino en su hombro izquierdo y se detuvo en seco. Dirigió la mirada con cautela y lo vio: una diminuta criatura de piel oscura, con forma de diablillo alado, encorvado y sonriente. Sus ojos luminiscentes brillaban con un fulgor malsano, y una dentadura blanquecina asomaba detrás de una sonrisa burlona. El muchacho abrió la boca, asustado, sin saber qué decir. La criatura soltó una carcajada áspera, como el chirrido de metal oxidado.

—Ah, qué curioso —dijo el diablillo, ladeando la cabeza y batiendo las alas membranosas—, ¿puedes verme con tanta claridad? Es inusual. Tienes el don, niño, un talento natural para la magia y el mundo de las sombras.

Elías miró a su alrededor, con la esperanza de que alguien—su padre, su madre, o cualquiera de los aldeanos—se percatara de aquel ser demoníaco posado sobre él. Pero no; todos seguían caminando, con rostros pétreos e iracundos, concentrados en su misión. Ni una sola mirada hacia el diablillo.

—¿D-Dónde está mi hermana? —balbuceó Elías, esforzándose por mantener la calma.

—¿Maren? —El diablillo sonrió aún más, con los labios estirados en una mueca burlona—. Ya lo sabes, pequeño. Está con Gertrud... si se pudiera decir. Tu hermana ha dado el paso final, se ha convertido en una verdadera bruja, no en una simple aprendiz.

Elías sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Si Maren era ahora una bruja completa, ¿qué destino le esperaba en Vellenegro, con la turba sedienta de sangre y el padre Grovic enardeciendo a la multitud?

—Eso significa que... —Elías tragó saliva—. Ella podría terminar como Gertrud lo haría: en la hoguera.

El diablillo soltó una risita nerviosa y movió las alas, como sacudiéndose un polvo invisible.

—Podría. Pero escúchame, chico. Déjame contarte una historia... Hubo un cuervo, negro como la noche, con ojos brillantes e inteligentes, que nació en un bosque antiguo; un bosque lleno de secretos y seres que existían antes de que el hombre caminara sobre la tierra. Su madre, otro cuervo, era sabia y fuerte, guardiana de un conocimiento que los demás pájaros temían. Desde el primer graznido de su nacimiento, el cuervo mostró un don: su canto no sólo espantaba a las palomas, sino que podía acallar al mismo viento. Cuando las otras aves se burlaban de él, cuando intentaban dañarlo, el cuervo se volvía más fuerte, aprendía nuevos trinos, nuevas formas de volar sin ser visto.

El diablillo se detuvo un segundo. Quería comprobar que Elías le prestaba atención. El muchacho seguía inmóvil, con el corazón latiendo a toda prisa, pero sus ojos estaban clavados sobre aquel ser.

—A medida que el cuervo crecía, no sólo aprendió a reconocer las hierbas venenosas que crecían bajo las raíces de los robles, sino a hacer pactos con fuerzas invisibles, más antiguas que cualquier árbol. Un día, encontró un abismo en el centro del bosque, un agujero en la tierra de donde emanaba un susurro. Allí, en la penumbra, el cuervo escuchó la voz de un poder ancestral. Hizo un trato, ofreciendo su alma a cambio de un plumaje que nunca se deterioraría, un pico que nunca se desgastaría y ojos que verían lo que ningún otro pájaro podía ver.

El diablillo inclinó la cabeza, acercó su rostro al de Elías, y sus pupilas brillaron con una diversión macabra.

—Desde entonces, el cuervo ha viajado por cientos de bosques, pueblos y campos. Cada vez que intentan atraparlo, lo subestiman. Lo llaman ave de mal agüero, y prenden hogueras, lanzan piedras, vociferan maldiciones. Pero el cuervo siempre halla la forma de escapar. Puede que pierda unas cuantas plumas en el intento, que sufra el canto de las llamas muy cerca, pero nunca desaparece. ¿Sabes por qué, niño?

Elías negó con la cabeza, con el estómago hecho un nudo.

—Porque esas gentes, los humanos comunes, no comprenden su poder ni su naturaleza. Se desesperan ante lo que no entienden y buscan aniquilarlo con fuego y acero. Pero el cuervo no es una criatura que pertenezca a su lógica mundana. Puede cambiar su forma, desde ser un asqueroso canario, a ser un águila real, incluso puede mezclarse con las sombras mismas del bosque. Al final, aquellos que intentan destruirlo se hallan con las manos vacías, rodeados de cenizas, y el cuervo alza el vuelo, lejos de su alcance.

El diablillo soltó otra risa, una más baja, más confidencial:

—¿Lo entiendes ahora? Tu hermana, ahora siendo la bruja que es, no será tan fácil de destruir. Aunque la encierren, aunque enciendan la hoguera, hay fuerzas en juego mucho más antiguas que la rabia humana.

Elías sintió el corazón aún más pesado. Si Maren podía sobrevivir, eso significaba...

El diablillo, con un gesto casi paternal, acarició con una garra la mejilla del chico.

—Y tú, querido, serás parte de esto. Navegarás en las corrientes oscuras del mundo, niño... si sigues el camino de las sombras.

El chico abrió la boca para hablar, pero las palabras murieron en su garganta.

¿Con quién hablas, hijo? —Interrumpió Hilda, con curiosidad y un poco de confusión.

Elías se alertó de ese hecho, y solo negó con la cabeza.

—Estaba pensando en voz alta madre; creí que si hablaba con Dios como hablo contigo, podría tener alguna respuesta —añadió, cuando Sigvard posó su mirada en él, tan severa como solía hacerlo cuando se equivocaba en el trabajo.

Pero su madre asintió sin más. Miró su hombro, y vio como el diablillo se desvaneció en una nube de humo negro. ¿Qué podía hacer en la situación que se encontraban?

Finalmente, llegaron a un claro en el bosque. Allí estaba la cabaña de Gertrud, pequeña y lúgubre, pero diferente. La chimenea no expulsaba humo y ninguna luz emanaba de su interior. Parecía un cascarón vacío, un caparazón abandonado en medio de la oscuridad. Los árboles alrededor estaban desnudos como el resto, con ramas que se alzaban como garras contra el cielo entenebrecido.

El padre Grovic avanzó hasta el frente del tumulto, alzó una mano y gritó con voz firme:

—¡Gertrud von Schwarzwald! —llamó, dejando que su voz zumbara en el claro como una campana de juicio—. ¡Te nombro por tu nombre completo, bruja del Alba, hechicera de las sombras, sierva de lo oscuro! ¡Sabemos quién eres y qué has hecho!

Los murmullos se detuvieron. La multitud contenía el aliento, mientras escuchaban al sacerdote continuar con su acusación.

—Nacida en Escocia, en un siglo de nuestro Señor, que desconocemos, pero que sabemos que desciendes de una línea de mujeres que abandonaron la luz de Dios para entregarse al pecado y a las artes oscuras. Seguro, desde niña mostrabas tu inclinación por el mal: plantas, venenos, rituales prohibidos... ¡Tuviste que aprenderlo de tu madre!, quien de seguro también era una bruja, y perfeccionaste tus poderes hasta convertirte en una amenaza. ¡Vendiste tu alma al diablo, y cada equinoccio alimentas su hambre con sacrificios humanos ¿verdad?, prolongando tu existencia a costa de vidas inocentes! ¡Bruja!

La multitud jadeó. Algunos hicieron la señal de la cruz, otros alzaron las antorchas como si pudieran ahuyentar el mal con ellas. Grovic dio un paso más y señaló la cabaña.

—¡Sal, bruja! ¡Enfrenta tu juicio y paga por tus pecados!

Por un momento, no hubo respuesta. El silencio fue tan pesado que pareció aplastar a los presentes. Entonces, con un crujido que hizo que muchos dieran un paso atrás, la puerta de la cabaña se abrió con lentitud, como empujada por una mano invisible.

La oscuridad dentro era absoluta. No se veía el interior, ni los muebles, ni el suelo, solo un abismo negro, profundo y palpitante como un agujero de gusano. Las sombras alrededor del claro parecieron acercarse, y una risa baja, gutural y resonante brotó desde algún lugar invisible. A diferencia de otras veces donde lo paranormal parecía perseguir en silencio a Elías, esta vez, todos pudieron oírla.

La multitud se quedó paralizada.

Nadie se atrevió a cruzar el umbral de la cabaña, pero las sombras... ellas ya estaban allí.

El mutismo que precedió a la salida fue tan pesado como la neblina que envolvía el bosque. Del interior de la cabaña emergió una figura que hizo retroceder a la multitud en un murmullo de horror colectivo.

Era Maren, o lo que alguna vez fue Maren.

Estaba envuelta en un vestido blanco translúcido, empapado de una sangre oscura que goteaba con lentitud. Sus movimientos eran discordantes, inhumanos, con los codos y las rodillas apuntando en direcciones contrarias, creando ángulos incómodos, con pasos que parecían no seguir las leyes del equilibrio, como una criatura retorcida aprendiendo a caminar. Cada movimiento era un arrastre seco y era acompañado con el sonido de uñas desgarrando el suelo y un crujido suave que parecía provenir de sus propias articulaciones.

El rostro de Maren, aunque reconocible, estaba pálido, con los ojos hundidos en sombras que parecían consumirla desde dentro. La cabeza se inclinaba de lado a lado con movimientos rápidos y repentinos, como los de un búho inspeccionando su entorno. Por miedo instintivo, la gente dio otro paso atrás.

—¿Maren? —preguntó Hilda, dudosa de que fuera su hija.

No hubo respuesta.

—¡Es mi hija! —gritó Sigvard, rompiendo el pavoroso silencio. Dio un paso al frente, aunque las súplicas de Hilda buscaban lo contrario, que se detuviera—. ¡Maren! ¡Ven aquí, hija mía!

Los ojos oscuros de Maren se clavaron en él con una mirada vacía. Por un instante, parecía que intentaba reconocerlo. Al siguiente, la cabeza se le inclinó de nuevo, como un ave evaluando a su presa, y entonces, con una voz que no era completamente suya, pronunció:

—Lo lamento... Todas somos una, y una somos todas.

Elías murmuró algo inaudible... pero Hilda lo abrazó con fuerza, cubriendo su vista como si pudiera protegerlo de lo que estaba ocurriendo.

Sigvard dio un paso más, pero antes de que pudiera avanzar, el padre Grovic levantó la mano, interrumpiéndolo.

—Perdóname, Sigvard —dijo el sacerdote, con una expresión de solemne pesar—. Ya no es tu hija. Esa cosa... esa cosa debe ser destruida. ¡Quemen la casa! ¡Quemen todo con ella!

Elías allí supo que el destino de su hermana se había marcado. ¿Pero dónde estaba Gertrud?

Las antorchas volaron en el aire, como arcos de fuego antes de aterrizar sobre la cabaña. Las llamas se propagaron con una velocidad antinatural, trepando por las paredes de madera como si fueran serpientes hambrientas. Los aldeanos, transformados en una turba enloquecida, comenzaron a correr hacia Maren con las herramientas en alto; gritaban con furia y terror.

Y entonces, el tiempo pareció detenerse.

Desde una vista panorámica, la escena se volvió un cuadro de horror congelado: las antorchas iluminaban los rostros desfigurados por la ira, las sombras danzaban entre los árboles, y Maren, en el centro de todo, sonreía con una expresión que era tanto triunfal como siniestra. Su boca se abrió, y con una voz imponente y gutural, pronunció:

—Que el fuego consuma lo que la oscuridad no necesita. Una somos todas, y todas somos una.

"El final del ritual..."

Escuchó Elías de pronto la voz del diablillo. Le sonrió en su hombro, y volvió a desaparecer.

El suelo comenzó a brillar bajo ellos, revelando un círculo con formas y símbolos antiguos, de proporciones descomunales que abarcaba todo el pueblo de Vellenegro. Tenía líneas carmesíes que relucían con un resplandor macabro y que iluminó no solo el bosque, sino las caras horrorizadas de los aldeanos.

El aire se llenó de un zumbido ensordecedor, y el tiempo pareció acelerarse de golpe.

Desde la cabaña, una llamarada surgió como un oleaje incandescente que se alzó al cielo antes de caer sobre el pueblo. Las sombras monstruosas que antes bailaban, se unieron a estas, riendo y gritando en un crescendo de voces estridentes. Y en cuestión de segundos, todo fue consumido: árboles, casas, hombres, mujeres, niños... incluso los cuervos en el cielo fueron reducidos a cenizas que flotaron en el aire helado, cubriendo la tierra en un manto gris.

Cuando la llamarada se extinguió. Elías y Maren eran lo único que parecía haber sobrevivido.

El niño tenía los ojos oscuros, parpadeando, como si intentara entender que había sucedido. Cenizas caían desde el cielo y se fundían con la nieve. El cielo, inexplicablemente despejado, pendía de una luna llena brillante y mortecina.

Maren no apartó los ojos de su hermano, y este tampoco los desvió. Aquellos ojos oscuros la miraban con calma, como si ya supiera lo que iba a suceder.

—Eres diferente —dijo, con aquella voz que parecía ser de Maren y algo más—. Siempre has visto y escuchado las sombras.

Elías no respondió, pero una lágrima silenciosa rodó por su mejilla.

—Dímelo —insistió Maren con delicadeza, aunque su mirada no ocultaba la impaciencia de su curiosidad—. ¿Qué ves, pequeño Elías?

—No solo veo el mundo de las sombras... —respondió, sin apartar la vista de ella—. Veo el velo que está detrás, incluso, de ese mundo. Más allá de lo que cualquiera podría imaginar... Veo a Gethraal, "El Hambre Infinita".

Maren, que sonreía con un deleite perverso, abrió los ojos con demasía.

—¿Gethraal? —repitió, con una mezcla de incredulidad que no removió ninguna emoción en Elías—. Nunca había oído ese nombre en labios humanos. ¿Qué sabes de él?

—No es un dios ni un demonio. Es una fuerza primigenia —explicó con un tono serio y apagado—. Un caos devorador que existía antes de que el tiempo tuviera sentido. Una entidad que se alimenta de la esencia de los vivos, que consume la vida para prolongar su propia existencia eterna. Vive más allá de la sombra, más allá de lo que los seres normales podrían entender. Es con quien pactaste tus poderes, Gertrud.

La sonrisa de Maren se ensanchó, mostrando sus dientes blancos. Bajó la mirada un instante, como quien considera un tesoro que no esperaba encontrar.

—Qué potencial tan glorioso —musitó, con un deje de admiración—. Ni yo, con los siglos que llevo viviendo, logro ver dimensiones más allá del mundo de las sombras. Tú, Elías, posees un don que excede todo lo que he presenciado. De haberlo sabido antes, hubiera optado por ti, en vez de Maren, aunque en cierta manera ella también tenía su propia gloria.

El muchacho no parpadeó. Debía sentirse confundido o con miedo, debido a la extraña satisfacción de ser reconocido, pero mientras la ceniza seguía cayendo silenciosa a su alrededor, vio como Gertrud, en el cuerpo de Maren, inclinó la cabeza, evaluándolo, como una maestra que mira a un aprendiz prometedor.

—¿Por qué yo...? —acertó a preguntar Elías, temiendo la respuesta.

La chica extendió una mano pálida y manchada de sangre seca, y la posó con suavidad sobre la cabeza del niño. Su contacto era helado, pero había en ese gesto una extraña ternura.

—Porque tienes todo lo que necesitamos para ser, verdaderamente gloriosas. Eres el siguiente —respondió ella, como si fuera obvio.

Entonces, las sombras amorfas y danzantes se curvaron sobre ellos, como un manto oscuro, cerrándolos en un abrazo impenetrable. Por un instante, todo se tiñó de negro, como un vacío silencioso y eterno, pronto, cuando las cenizas se despejaron y la visión regresó, el paisaje había cambiado. Ya no había gritos, ni antorchas, ni calles. El pueblo era un recuerdo: un cementerio de madera quemada y cuerpos calcinados.

Maren le tomó de la mano, y caminó hombro a hombro hacia el horizonte. En ese momento, el viento helado dispersó las últimas cenizas del mundo que comenzaba a dejar atrás. Vellenegro no solo se había convertido en un pueblo fantasma, había sido borrado del mapa como una ofrenda a Gethraal.

Y al llegar hasta el límite de lo que fue el circulo de ofrenda, en el interior de Elías, justo cuando Maren o lo que fuera le abrazó, le mostró en una visión:

Elías parpadeó y, de pronto, ya no estaba entre cenizas y nieve. Frente a él se extendía un salón de piedra húmeda y antorchas titilantes. Un hedor ácido flotaba en el aire y se mezclaba con el aroma dulzón de la sangre. Podía oír un goteo constante, casi un tamborileo rítmico; y al inclinar la cabeza, descubrió la fuente: un canal bajo, tallado en el suelo, por el que corría un hilo escarlata que nacía en una cámara contigua. Las llamas de las antorchas se reflejaban en aquel arroyo carmesí, como si fuera una ofrenda a la oscuridad misma.

Gertrud, en el cuerpo de maduro de Maren, estaba allí. Ella no hablaba, pero su cuerpo se movía con precisión implacable, ordenando a humanos que llevaran cuerpos inertes, hombres, mujeres y niños, hasta un altar de piedra. Eran 300 almas, una masa anónima de retorcidos, despojados de voluntad, que se alineaban una tras otra, dejándose caer con un golpe sordo sobre la superficie rugosa. Y por cada cuerpo que caía, Gertrud inclinaba la cabeza con una reverencia metódica, sus labios moviéndose en un susurro incomprensible; un ritual que pedía a Gethraal un poder mayor.

Elías parecía inmutable ante lo que veía. Era un espectador. Luego, vio como Gertrud levantó un cuchillo de obsidiana, y abrió la palma de su mano con un tajo lento. De la herida no surgió sangre común, sino un vapor negro, como las sombras que danzaban a su alrededor. Ese aliento se alzó, dibujando espirales en el aire, y fue entonces que Elías comprendió: ella no sólo habitaba un cuerpo para extender su mortalidad, sino que confería el poder acumulado de siglos, de todos los cuerpos que había tomado desde el año 980 en el que nació. Alimentaba al ente de su pacto, mientras ella adquiría más poder y vida.

Caminó un poco para ver en el altar quién era la víctima esta vez. Se sorprendió al verse a sí mismo, con los ojos ennegrecidos, viéndole directo a él, incluso en aquel plano que parecía trascender le tiempo y el espacio. Estaban conectado su versión del futuro con su versión infantil.

De pronto, Elías sintió un tirón brusco, y se vio a sí mismo ahora acostado en aquel altar. Quiso replicar, pero no pudo. Vio, entonces, la mano de Gertrud—o lo que quedaba de su carne— hundirse en su pecho, atravesando la carne de una forma imposible, como si fuera un espectro, pero físico al mismo tiempo puesto que podía sentir su mano apretando su corazón. Oyó un crujido, no físico, sino un quebrar de las barreras entre mundos, y vio como las almas que Gertrud había consumido formaban una marea oscura, para luego cubrirlo por completo. Sintió una horrible presión. Iban a llenarlo, a otorgarle lo que ella había acumulado a lo largo de los siglos.

Pero, peso a la sensación, Elías no se estremeció de terror. Entonces, un recuerdo ajeno de sí mismo lo invadió: se vio a sí mismo en un santuario, y allí reconoció el nombre de "Dabristo." No supo cómo, pero se dio cuenta de que su yo del futuro había preparado su propia jugada.

Y allí, en la penumbra de su propia mente, una fuerza más antigua que Gethraal se inclinó para escucharlo. Elías no suplicó; prometió. Mostró un campo de batalla con máquinas de hierro escupiendo fuego, aviones rasgando cielos, líneas de hombres cayendo por millones. Ofreció una guerra mundial futura, tan vasta, tan insensata, que, hasta el ente ancestral más viejo que las galaxias, pareció entretenerse con la idea. El precio de su favor: la libertad de absorber a Gertrud, de engullir su conciencia y la de todas las almas que ella había atrapado. A cambio, vendría una época de caos tal, que haría temblar al universo entero.

El acuerdo fue sellado con un silencio helado. Entonces, Elías sintió cómo la esencia de Gertrud, sorprendida y traicionada, intentaba resistirse. La bruja soltó un grito mudo, una mueca de incredulidad mientras su fuerza, sus siglos de conocimiento y su poder tallado en sangre, fluían hacia Elías como un río interminable. La espada invisible que ella había esgrimido durante incontables existencias se volvía ahora la suya.

El escenario cambió de nuevo.

Elías se vio a sí mismo, más tarde: sus ojos, completamente negros, reflejaban una sala majestuosa, con muros de mármol brillante y estandartes colgando del techo abovedado. Allí, en un trono de oro y ébano, se erguía más alto, más fuerte, con un aura que destilaba poder y autoridad. Ya no había monarquía electiva, no al menos como se conocía. Sus decretos habían transformado Polonia-Lituania en un reino sometido a su voluntad.

Luego, siglos más tarde, se vio en una sala oscura, de paredes altísimas, donde mapas del mundo cubrían muros iluminados únicamente por lámparas eléctricas. Hombres con rostros tensos y uniformes marciales se inclinaban sobre mesas con líneas y flechas de colores, mientras el aire se cargaba del olor amargo de tabaco y sudor.

Elías, daba voces, indicaciones, como una presencia invisible, una sombra que lo sabía todo y lo guiaba todo. Más tarde, vio trenes cargados de artillería, caballería chocando con alambradas, máscaras antigás y hombres envueltos en lodazales infinitos. Era la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial, y él—o algo más en su interior—deslizaba un dedo etéreo sobre el mapa de Europa, empujando silenciosamente fronteras invisibles. Con un susurro apenas perceptible, cambiaba el curso de ofensivas, decidía cuándo los ejércitos se detendrían o avanzarían. La carnicería de millones no era más que una sinfonía controlada, una danza de peones en un tablero inmenso.

La visión no se detuvo. El tiempo aceleró, se contrajo, y la sala cambió. Decenios más tarde, Elías contemplaba hombres de rostro duro y bigote recortado, uniformes impecablemente negros y banderas rojas con símbolos marcados en blanco y negro. Allí estaba Hitler, con el mentón en alto, voceando promesas de gloria mientras multitudes rugían en las plazas. Pero Elías veía más que la superficie. En esa penumbra, detrás del dictador, había un trono vacío, tallado en sombras, y en él descansaba la esencia misma de Elías—o lo que se había convertido en él—observando cada gesto del Führer como un titiritero paciente y silencioso.

Cuando Hitler daba sus órdenes, sus ojos tenían un matiz vidrioso, carente de auténtica chispa. Hitler era un siervo, un vehículo elegido con cuidado. Mientras la Europa de entreguerras se convertía en un polvorín, mientras las potencias agitaban tratados, conferencias y ultimátums, él alzaba apenas una ceja y la historia doblaba una esquina oscura. Vio las divisiones panzer surcar las llanuras, las bombas caer sobre ciudades dormidas, los rostros asustados de los civiles al escuchar las sirenas. Todo ocurría según un guion escrito en tinta invisible, dictado por su voluntad.

Los mapas en las paredes cambiaban cada vez que Elías desviaba la atención. Líneas que eran fronteras se desplazaban como lombrices asustadas. Acuerdos se rompían, países ardían. Elías no se conmovía, ni se complacía abiertamente; su rostro—cuando lo veía reflejado en un cristal inexistente—no mostraba emoción humana. Era la encarnación de una voluntad antigua, la suma de todos los poderes que había absorbido a lo largo de su travesía. Maren, Gertrud, las almas sacrificadas, los viejos pactos con entes primigenios: todos convergían en su conciencia, y alimentaban la quieta certeza de que nada, ni nadie, escaparía a su influjo.

En las trincheras y bosques de Europa, entre ríos de sangre y cenizas de ciudades bombardeadas, incluso las sombras se inclinaban ante él. No había ente más oscuro en el mundo al que pertenecían, que superara al mundano Elías.

Y allí, su versión infantil que miraba absorto todo aquello, sonrió al ver los soldados con miradas vacías, generales indecisos, líderes mundiales atrapados en el juego de diplomacias frágiles. La Primera Guerra fue su preludio, la Segunda su obra maestra, y la tercera, aunque no la vio allí, su mente ya había planeado cuando iniciarla y cómo. Todo como una ofrenda a Dabristo.

Cuando la visión se desvaneció, Elías sintió en la punta de los dedos un cosquilleo; la marca de su poder. Ya no necesitaba las alas del diablillo ni las palabras de Gertrud, pues él había tomado el control del destino humano. Sabía que su reinado no se limitaba a un trono de mármol en un palacio, sino que abarcaba también la danza de los imperios y la caída de las naciones. Ni los hombres, ni las armas, ni las ideologías escaparían de su mano.

La oscuridad había triunfado, sí, pero era su oscuridad. El hambre infinita no residía ya en una entidad lejana, sino en su propia mirada. Que estúpida había sido Gertrud. 

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