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Las Llamas


Capítulo 6

Era de mañana, cuando Vellenegro despertó bajo un cielo gris, cubierto por nubes bajas y densas que amenazaban con más nieve. El frío cortaba como una cuchilla al salir de las casas de madera, cuyas paredes cubiertas de escarcha lucían pálidas, casi desvaneciéndose entre la neblina. El aire estaba impregnado del aroma húmedo y se mezclaba con el humo de las chimeneas que serpenteaba hacia el cielo. Las calles eran poco más que senderos irregulares cubiertos por una capa de hielo que crujía bajo las botas de los aldeanos madrugadores, mientras que en el bosque cercano, los árboles desnudos se alzaban como esqueletos oscuros, con ramas cubiertas de una delicada capa de nieve que ocasionalmente caía. Como siempre, el sonido de los cuervos rompía la quietud, graznando con aspereza.

Al menos, la peste comenzaba a menguar, y un sonido prolongado de tos se oía a lo lejos en el pueblo. En la plaza las campanas de la iglesia debían están repicando con un eco sordo, convocando a los fieles, pero en cambio, se oía el mercado, casi desierto en esa estación, con el señor Fausto ofreciendo pan duro y ahumado, el señor Vicius sus hortalizas, y los Craw tratando de vender pescado salado.

Los que estaban bien para la época, se les veía envueltos en capas gruesas y con rostros enrojecidos por el frío; caminaban apresurados y evitaban detenerse demasiado tiempo en la calle. Los niños que no estaban ayudando en los quehaceres lanzaban bolas de nieve entre risas tímidas que parecían perderse en la neblina. Maren y Elías podían ser uno de ellos, pero por algún motivo desconocido, la casa de los Leenweald estaba en penumbras, apenas iluminada por una lámpara de aceite colocada sobre la mesa de madera gastada. El sacerdote Grovic se encontraba sentado en un taburete frente a Maren, cuya cabeza permanecía inclinada, con sus manos apretadas en el regazo.

—Maren —habló finalmente el sacerdote. Sus ojos escudriñaban a la niña—, tus padres están preocupados, y con razón. No es propio de una muchacha andar merodeando el bosque a esas horas de la noche. ¿Qué buscabas allí?

La niña no respondió. Sus ojos se clavaron en las vetas de la madera de la mesa. Lo menos que quería era que las miradas que la recorrían la siguieran juzgando. ¿Cómo había sido tan tonta para dejarse descubrir después de tantos meses escapando a hurtadillas a casa de Gertrud? Sigvard la veía desde un rincón con el ceño fruncido y los brazos cruzados, en una postura tan rígida como hermética.

—Habla, niña —demandó el padre, con la aspereza de quien parecía estar cansado—. ¿Qué pecado te lleva a desafiar a tu familia y a la iglesia?

Maren levantó con lentitud la mirada, pero no hacia ellos, sino hacia un rincón oscuro de la habitación. Su respiración se aceleró un poco, y por un instante, pareció encogerse en su silla. Hilda, que permanecía de pie junto a la chimenea, ladeó la cabeza con preocupación.

—No quiere decir nada, Sigvard —intervino con suavidad—. Quizás... tiene miedo.

—¿Miedo? —bufó el hombre, incrédulo—. Lo que esta niña necesita es disciplina, no excusas.

Elías miraba fijamente a Maren con una expresión de "te-lo-dije", que no hacía más que acrecentar la rabia de la niña contra ella misma. ¿Cómo había sido tan estúpida? ¿Por qué había dejado que su propia ansiedad la dominaran?

Había planeado todo con cuidado, o eso creía. Como todas aquellas veces, esperó a que el resuello pesado de Sigvard desde la otra habitación indicara que su padre dormía profundamente, y había caminado de puntillas por el suelo crujiente, deteniéndose cada vez que un ruido mínimo le hacía contener el aliento. Pero, como una idiota, no se había fijado que el ronquido había desaparecido para cuando tomó su capa.

Tenía el corazón golpeando como un tambor. Vio el reflejo en el cristal helado de la ventana, y allí descubrió como los ojos de su padre brillaban como dos llamas pequeñas en la oscuridad, llenos de confusión, culpa y temor. Y fue en esos segundos demasiado largos que, con el crujido del somier en el cuarto contiguo que hablaba de que su madre también se había levantado, que, como el trueno previo a una tormenta, antes de apenas intentar cruzar el umbral hacia la negrura, que la mano de su padre la alcanzó y se cerró sobre su brazo como una garra de hierro.

"¿Qué demonios crees que estás haciendo?", gruñó Sigvard, con aquella voz ronca y baja, cargada de una furia y algo más que Maren reconoció como miedo.

La niña había intentado soltarse con forcejeos y gemidos ahogados, pero su padre la arrastró adentro sin piedad, cerrando la puerta con un golpe que hizo temblar las bisagras. Su madre para ese momento ya estaba en el filo de la escalera, con una expresión que no supo leer. Incluso, Elías había aparecido a su lado, con el cabello revuelto y los ojos abiertos como platos, tan sorprendido por la escena como ella. Su hermano no había dicho una palabra, pero su mirada lo decía todo. "Te advertí que no fueras," sin necesidad de pronunciarlo. "Te advertí que algo malo iba a pasar."

Maren apretó los dientes mientras su padre comenzaba a increparla en voz baja, pero dura, hablando de desobediencia, de los males del bosque, y de cómo una hija de la casa Leenweald no debía comportarse como una "niña salvaje sin respeto por Dios ni por su familia." Fue la peor noche de su vida.

Por eso, mientras seguía sentada en aquel taburete con el padre Grovic que vio de nuevo a su hermano; fue un segundo en el que vio aquel brillo extraño en los ojos oscuros de Elías, como si viera algo más allá, y sonrió.

"Lo sé, tiene algo detrás", quiso articular Maren cuando vio que la mirada de Elías cayó sobre la espalda del sacerdote.

—¿Qué miras, pequeña? —preguntó de pronto el sacerdote mirando detrás de él, viendo la chimenea encendida.

Todos se quedaron inmóviles. La lámpara de aceite parpadeó, como si una corriente invisible hubiese atravesado la habitación. Maren tragó saliva y cerró los ojos, sintiendo el peso de una presencia que los demás no podían percibir. Era enorme, una sombra fría y opresiva que parecía ocupar todo el espacio a su alrededor.

—¿Qué sucede? —inquirió Sigvard, confundido.

El primer sonido fue un crujido profundo, como si la casa misma respirara con esfuerzo. Las paredes parecieron expandirse y contraerse, y los muebles temblaron un poco. Todos se miraron, inmóviles, sin comprender qué estaba ocurriendo. Hilda dio un paso atrás y se tropezó con la esquina de la mesa, cuando una corriente helada barrió la estancia y apagó parcialmente la lámpara de aceite.

Entonces, se oyó un graznido, fuerte y rasposo, que se multiplicó rápidamente hasta convertirse en un coro cacofónico. El padre Grovic se levantó y fue hacia la ventana con curiosidad, y sus manos temblorosas apartaron la cortina. Lo que vio le robó el aliento.

—¡Por Dios...! —exclamó, retrocediendo un paso.

El cielo estaba infestado de cuervos; una masa oscura que giraba en círculos sobre la casa como un torbellino. Sus alas parecían oscurecer el día, y sus graznidos perforaban la quietud del campo. Hilda se llevó las manos al rostro, con algunas lágrimas en sus ojos, mientras Sigvard aferraba su brazo como si quisiera impedir que se desmoronara. Elías, sin embargo, tenía la mirada fija en el techo como si escuchara algo que los demás no podían oír.

Entonces, una voz se hizo presente.

Era un murmullo, áspero y viejo, como el roce de hojas secas arrastradas por el viento, pero no venía de ninguna dirección en particular. Parecía surgir de las mismas paredes. Hablaba en una lengua desconocida y sus palabras reptaban por el aire como serpientes. Maren miró a todos con los ojos abiertos de par en par, tan aterrada como ellos.

Sigvard se giró hacia el padre Grovic, con el rostro endurecido por la mezcla de rabia y miedo.

—¡¿Qué significa esto?! —gritó, con la voz quebrada—. ¡¿Qué está pasando en mi casa?!

El sacerdote apretó los dientes y se aferró a la cruz de su cuello con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

—El mal está aquí —dijo, con aquella voz susurrada y cargada de temor—. Está sobre su casa ahora mismo.

Hilda soltó un sollozo y se aferró al brazo de Sigvard, quien no apartaba la mirada del sacerdote. Fue entonces cuando Elías, con una calma desconcertante, habló.

—Todas somos una, y una todas somos —dijo, con palabras arrastradas, traduciendo—. Maldito será aquel que ponga una mano encima sobre las siervas de la oscuridad.

El padre Grovic giró con brusquedad hacia el niño, con los ojos llenos de confusión y alarma.

—¿Qué...? ¿Qué dijiste, niño?

Elías se quedó mudo. Maren apenas podía respirar. Miró a Elías, luego al sacerdote, y finalmente bajó la vista, intentando contener las lágrimas. Estaba asustada de que las cosas empeoraran, solo porque su maestra no quisiera que la dañaran.

—Si ibas al bosque... —murmuró Grovic, volviéndose a Maren, como si hubiera llegado a una conclusión aterradora—. Era para ver a esa mujer, ¿no es así? A la vieja bruja, Gertrud.

Maren levantó la mirada de golpe.

—¡Ella no es mala! —gritó, desesperada—. ¡Es mi amiga! Es la única que me comprende de verdad.

Sigvard se acercó a grandes zancadas, furioso.

—¡¿Amiga?! ¡Es pecado desafiar a tu familia y a Dios, Maren! ¿No entiendes lo que has hecho? ¡Te has juntado con una impía, una bruja!

—¡Dionisia es la mejor madre que he tenido! —escapó de los labios de Maren antes de que pudiera detenerse.

Hilda, que hasta entonces había permanecido detrás de Sigvard, la miró con el rostro descompuesto.

—¿Dionisia? —preguntó, con voz quebrada—. Maren... ¿por qué hablas de Dionisia? Estamos hablando de la bruja del bosque, Gertrud.

Un silencio cayó sobre la habitación, roto solo por el crepitar del fuego en la chimenea y los graznidos de los cuervos afuera. El padre Grovic pareció atar cabos en ese momento, llevándose una mano a la boca con horror.

—Es que son la misma... —susurró, retrocediendo un paso—. ¡Cómo no me di cuenta antes! Dionisia y Gertrud... son las mismas.

El sacerdote se santiguó de inmediato y apretó el crucifijo que colgaba de su cuello. Se acercó a Maren y colocó una mano sobre su cabeza.

—En el nombre del Señor, reprendo a cualquier espíritu oscuro que intente afligir a esta niña —entonó con solemnidad—. Maren, si has cometido algún pecado, debes confesarlo ahora.

Pero Maren solo susurró, con la vista al suelo y casi inaudible:

—No es un pecado. Gertrud... lo entiende.

Hilda llevó una mano a su pecho, horrorizada, mientras Sigvard avanzaba hacia su hija con pasos pesados.

—¡Esa bruja del bosque! —gruñó él, con el rostro enrojeciendo de ira—. ¿Qué te ha dicho? ¡¿Qué te ha hecho?!

Maren levantó la mirada y, por primera vez, habló con firmeza; temblaba, pero no de miedo, sino de convicción:

—Ella sabe lo que hay en el bosque. Sabe lo que los demás no quieren ver.

El Padre Grovic tomó su capa y se giró hacia Sigvard con prisa.

—Debemos llevar a la niña a la iglesia de inmediato. Quizá todavía no sea tarde para sacar el mal de ella. Pero primero... debo alertar al pueblo. Dionisa no es la sanadora que creemos que es. Es Gertrud, la bruja del bosque. Creo que finalmente tendremos la hoguera necesaria para esa maldita mujer.

Sigvard lo observó, aturdido.

—¿Qué significa eso?

Grovic lo miró con gravedad.

—El fuego es lo único que purifica. Zacarías, el hijo de Ronald Bertruff, desapareció anoche... Ahora todo tiene sentido.

Con eso, salió de la casa con premura, dejando a la familia atrapada en el helado silencio de su propia pesadilla. En ese momento, la lámpara se apagó de golpe y dejó la casa sumida en la oscuridad. Hilda ahogó un grito, mientras Elías se aferraba a su madre, murmurando algo inaudible. La presencia se hizo más densa, como si la misma sombra hubiera devorado el aire.

Y entonces, Maren habló una última vez, en un susurro que parecía dirigirse no a ellos, sino a aquello que la acechaba.

—Te siento... Estás aquí.

El silencio que siguió fue tan profundo que hasta el crujir de la madera bajo el peso de Sigvard pareció un grito. Nadie más se atrevió a hablar.

En un arrebato desesperado, Maren fue empujada hacia el campo, justo en el interior del depósito de herramientas que su padre solía usar para trabajar la madera o guardar lo que necesitaba del campo; para ser de día, se trataba de un lugar oscuro y helado en el extremo del campo. La madera crujió bajo sus pies mientras se giraba hacia la puerta, viendo con desesperación cómo su padre clavaba las tablas con fuerza, sellándola dentro.

—¡No! ¡Por favor, padre, no! ¡No soy una bruja! —gritó Maren, golpeando la puerta con las palmas de las manos hasta que se enrojecieron—. ¡No tengo el mal! ¡Gertrud no es mala! ¡Ella es buena, lo juro!

Pero los golpes de su padre con el martillo ahogaban sus súplicas.

—Esto es por tu bien, Maren —dijo Sigvard finalmente, con la voz cargada de cansancio y algo que ella no pudo identificar, tal vez culpa o desesperación—. Mañana te llevaremos a la iglesia, y el mal será expulsado de ti. Todo estará bien.

Los pasos de Sigvard se alejaron. Maren se quedó sola y se dejó caer de rodillas sobre el suelo polvoriento. Se abrazó a sí misma, con el pecho subiendo y bajando, mientras sollozaba sin control.

El frío del invierno se colaba por las rendijas de la vieja madera y la envolvían como un manto gélido que parecía hundirse en su piel. Apenas podía sentir las puntas de los dedos, pero el dolor en su pecho era aún peor.

—No soy mala... —susurró, casi inaudible, limpiando un poco las lágrimas le corrían por las mejillas—. No lo soy...

El silencio fue interrumpido por un leve sonido. Alzó la cabeza y vio la diminuta ventana en la parte alta del depósito. La luz gris del exterior se filtraba apenas, y subiendo hasta allí, a través del vidrio empañado, vio las figuras de su madre y su hermano.

Hilda tenía los brazos cruzados, con el rostro marcado por la preocupación y el agotamiento. Pero lo que llamó la atención de Maren fue Elías. Estaba inmóvil, con aquellos ojos negros que brillaban como dos abismos, y que la veían con escrutinio. Entonces, su pecho se llenó de una mezcla de confusión y rabia. ¿Por qué ella estaba encerrada y él no? ¿Acaso Elías no tenía también algo extraño? ¿Por qué nadie hablaba de los ojos oscuros de su hermano, de sus visiones, de las palabras extrañas que murmuraba a veces? ¿Había sido él quien preparó todo esto? ¿Había querido deshacerse de ella?

Maren apartó la mirada, incapaz de soportar más preguntas sin respuesta. La respiración se le aceleró, y su mente empezó a trazar un único camino: debía escapar. Si no lo hacía, la llevarían a la iglesia, y sabía lo que ocurría con las chicas acusadas de brujería. Gertrud había hablado de eso, de cómo se volvían blancos fáciles, de cómo las llamas se llevaban algo más que la vida: se llevaban su verdad, su esencia.

Se levantó con lentitud y manos temblorosas tanteando las paredes del depósito en busca de una solución. Las herramientas estaban allí: azadas, martillos, clavos. Tomó uno de los martillos y lo sostuvo con fuerza, viendo la ventana una vez más.

—No voy a quedarme aquí —susurró para sí misma, con una determinación que no sabía que tenía—. Tengo que llegar a Gertrud. Tengo que advertirle antes de que...

El pensamiento quedó incompleto, pero su resolución no. Miró las tablas que sellaban la puerta y empezó a golpear con fuerza, el sonido resonó en el pequeño espacio como un eco de su desesperación y su voluntad de vivir.

***

Esa misma noche, Vellenegro estaba más helada que nunca; los alientos de los aldeanos se convirtieran en pequeñas nubes blancas al hablar, pero el frío no parecía menguar la furia que ardía en sus corazones. En el centro del pueblo, una hoguera monumental estaba lista para ser encendida. Las llamas aún no bailaban, pero la pila de madera, alta como los espantapájaros que rodeaban la ciudad, estaba apilada con cuidado y prometía un espectáculo cruel y ardiente. El padre Grovic estaba de pie en una tarima improvisada, y alzaba la voz con fervor mientras sostenía su Biblia en una mano y señalaba con la otra hacia el bosque oscuro.

—"No permitirás que viva la hechicera" —bramó, con fuerza mientras tambaleaba su biblia—. ¡Éxodo 22:18! Estas palabras no son mías, sino del Señor. ¡Dios aborrece la brujería, la desobediencia y todo lo que se opone a su voluntad! Y esta noche, Vellenegro purgará la maldad que nos ha acechado por tanto tiempo.

La multitud, compuesta por hombres y mujeres con antorchas, horcas y herramientas de campo, rugió en respuesta. La ira y el miedo compartido los unía en una fuerza peligrosa, alimentada por las palabras del sacerdote. En aquellos ojos había una mezcla de fervor y desesperación, y algunos cuchicheaban sobre los hijos que habían perdido, las cosechas destruidas y las enfermedades que los habían golpeado en las últimas semanas.

Los Leenweald estaban allí, con el rostro sombrío y los hombros tensos. Escuchaban las palabras del padre Grovic, pero en su mente resonaban los gritos de Hilda, Sigvard y Elías, y los pasos apresurados de su hija. Sigvard recordaba con dolor cada detalle del momento en que Maren escapó.

Horas atrás... Sigvard había acabado de clavar las tablas en el depósito. Estaba tan contrariado en la sala, que las manos le temblaban más por la carga emocional que por el frío. Hilda preparaba comida junto a Elías, quien permanecía cerca, pero que de vez en cuando le daba una mirada preocupada a él. Y fue entonces cuando escuchó los golpes. Provenían del interior del depósito. Eran rítmicos, desesperados, como un tambor de guerra.

—¿Qué está haciendo ahora esa niña? —gruñó Sigvard. Caminó hacia la ventana con el ceño fruncido.

Todo ocurrió tan rápido que todavía meditaba como no se percató antes. Vio la puerta del depósito abierta y su corazón se volcó.

—Esta maldita niña —rugió, pero cuando abrió la puerta, no encontró a Maren en el campo.

Cuando vio la ventana rota y un martillo tirado en el suelo. Su corazón dio un tumbo, porque la chiquilla había abierto la puerta para despistarlo hacia donde había huido, mientras que su verdadera escapatoria había sido a través de la ventana. Si miraba bien la trayectoria, se entendía con facilidad que Maren había corrido al bosque.

—¿Qué sucede, cariño? —preguntó Hilda, a lo que él señaló el taller.

Entonces allí, entre la niebla, vio la espalda de Maren. Por pura inercia comenzó a correr hacia el bosque, seguido por Hilda y Elías.

—¡Maren! ¡Vuelve aquí ahora mismo! —gritó, entre la bruma.

Pero la figura de su hija ya se deslizaba entre los árboles, envuelta entre aquel manto mortecino. La niebla era tan espesa que parecía un muro viviente, y en cuestión de segundos, Maren desapareció de su vista.

—¡Maren! —gritó Hilda, con la voz quebrándose.

Sigvard sintió un nudo en el pecho. Recordaba a su hija como siempre desobediente, curiosa y testaruda, pero también perpetuaba las noches en que la había acunado en sus brazos, los días en que la había enseñado a recoger leña y las veces que la había llamado "mi pequeña luz". Ahora, esa luz se desvanecía en la oscuridad del bosque.

Junto con Elías, había incursionado adentro del bosque, llamando su nombre una y otra vez, pero Maren nunca respondió. Finalmente, agotados y congelados, regresaron a casa. Y ahora, allí estaba, parado frente a la hoguera, sintiendo una mezcla de culpa, furia y miedo. ¿Cómo no se había dado cuenta?

—Hoy, los Leenweald también han perdido una hija en el bosque, víctima de esta maldad —proclamó el padre Grovic, haciendo volver a la plaza a Sigvard, en el momento que le señalaba a él y su familia—. Pero no nos quedaremos de brazos cruzados. ¡Dios está con nosotros, y esta noche destruiremos la fuente de esta corrupción!

Sigvard apretó los puños. Su mandíbula estaba rígida, y en su mente solo resonaba una frase: "Se han tardado demasiado en acabar con esa mujer."

—¡Primero iremos a la casa de Dionisia! —anunció el sacerdote, y fue suficiente para que la multitud rugiera y se pusiera en movimiento.

Para cuando llegaron a la pequeña casa de Dionisia, no encontraron a nadie allí adentro. Las ventanas estaban cerradas y la puerta trancada, pero el sacerdote Grovic no se detuvo.

—¡Abramos paso al fuego! —ordenó.

Con antorchas en mano, los hombres prendieron fuego a la casa. Las llamas comenzaron a devorar la madera vieja con rapidez, y la multitud observaba en silencio, como si ese acto marcara el inicio de algo mayor.

—¡Al bosque! —gritó alguien.

La horda se dirigió hacia la espesura, liderada por Grovic y otros hombres con antorchas en alto. El frío mordía sus rostros, pero la furia los mantenía calientes. Temía, realmente lo hacía. Lo menos que esperaba era hallarse el cadáver de su hija, o la pila de niños desaparecido como un cruel holocausto, aun así, sabía que ninguno estaba dispuesto a detenerse hasta que la bruja pagara por sus crímenes.

Nota de autor: 

Esta es la antepenúltimo capítulo. sí, el siguiente ya acabaremos. Ya para este punto me gustaría saber sus teorías y conspiraciones. 

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