El Mal
Capítulo 1
Dicen que el conocimiento es una puerta que, una vez abierta, ya no puede cerrarse. Salomón fue un ejemplo de ello: sabio entre los hombres, y quien buscó respuestas en los rincones más oscuros, ambicionando dominar cada secreto que el mundo pudiera ofrecerle. Pero su afán de conocerlo todo lo empujó a cruzar límites, de probar cada experiencia, cada pecado, de entender el bien y el mal en su totalidad, que le apartó de lo sagrado y lo llevó a un punto de donde ni siquiera él pudo volver.
Las historias de Vellenegro advertían sobre secretos guardados en el bosque, los mismos que las viejas generaciones enseñaban a sus hijos para resguardarlos, para mantenerlos lejos de él. Los que escuchaban eran quienes más sufrían, quienes, al igual que el rey caído Salomón, se acercaban a lo prohibido y cruzaban umbrales que cambiaban sus vidas para siempre. Algunos decían que el saber demasiado era igual de peligroso que saber muy poco; que ciertas lecciones, incluso las de aquellos que parecían ser sabios, eran mejores si nunca se aprendían.
—¿Qué hacen? —preguntó Maren, detrás de la vieja carreta que rechinaba y crujía por las calles de Vellenegro, al mirar hacia un pequeño parque apenas marcado por algunos árboles torcidos y oscuros, rodeando una explanada de tierra apisonada.
Si le preguntaban a Maren, hubiera dicho que se trataba de un lugar sombrío, debido a la luz tenue de la tarde que proyectaba sombras largas y densas. Había lugareños reunidos en completo silencio, alrededor de un muñeco de paja, colocado con cuidado en el centro de la plaza. El muñeco era grotesco y desaliñado: llevaba vestiduras negras, grises y blancas, que le asemejaba a un espectro, pero lo que más inquietaba era la máscara sobre su rostro; se trataba del cráneo de un cuervo, de cuyas cuencas parecía mirarse a la noche misma.
—He oído a los ancianos murmurar que esto es para alejar la oscuridad —murmuró su padre en voz baja, volviéndose un momento para mirarla, antes de seguir con la vista enfrente para dirigir a los caballos—. Pocos forasteros han presenciado la ceremonia; deberíamos sentirnos privilegiados de que llegamos al pueblo en un día como este.
—¿Para alejar la oscuridad? —se preguntó la niña para sí misma, intentando entender lo que eso significaba.
—La llaman La Quema de la Sombra —añadió su madre, con una sonrisa amable. Maren sintió un escalofrío—. Es una ceremonia antigua, casi olvidada en toda la República de las Dos Naciones. —La también llamada Mancomunidad de Polonia-Lituania—. Se cree que con esto se purgaban los males del pueblo —agregó, sabiendo que los rostros de sus hijos no denotaban tranquilidad precisamente.
¿Pero que males?, se preguntó Maren. Entendía la importancia del ritual, pero no podía evitar cuestionar sobre qué mal se cernía en el pueblo y si en realidad ese acto de fuego serviría para purgarlo.
La chica estaba hipnotizada en aquella escena en el centro de la plaza: los habitantes del pueblo permanecían rígidos, de pie, rodeando la gran fogata que buscaba consumir al muñeco y que crepitaba, proyectando sus llamas hacia el cielo. Vio como uno por uno, cada aldeano se pinchaba un dedo y dejaba caer una gota de sangre en un cuenco, ya denso con hierbas oscuras y raíces retorcidas. Y cuando todos hubieron ofrecido su tributo, el contenido del cuenco fue vertido sobre el muñeco de paja, decorándolo con hierbas y salpicaduras de sangre oscura, tan solemne, inquietante, como siniestro bajo la luz del fuego.
De repente, un canto monocorde, lento y solemne, comenzó a escucharse. El aire se llenó de un eco gutural y profundo, e intentó entender las palabras. Pero más que el tono, eran las sílabas la que parecían importantes:
"Sombra que al río va,
Sombra que el fuego aqueja,
la luz te hará callar,
y el viento te aleja.
Llama que en la noche arde,
llama que en la oscuridad nos brilla,
purifica y disuelve los males
mata el mal y hasta la sombra humilla.
Que prevalezca la claridad,
Luz de antaño y eternidad
que al pueblo devuelva su paz,
y que la gente te ofrende de por vida"
Repetían las mismas estrofas, una y otra vez, como un susurro antiguo que parecía surgir de la misma tierra. Maren sintió una presencia extraña a su lado y miró a su hermano, Elías, quien observaba la escena con la misma contemplación que ella. Pero los ojos de Elías se habían oscurecido; eran pozos insondables de negrura, como si algo misterioso y siniestro habitara dentro de él.
—La danza de las luciérnagas —mencionó el chico, con un letargo que la heló.
Maren parpadeó incrédula, y en un instante, observó que los ojos de su hermano volvieron a la normalidad.
—¿Qué ves, Elías? —susurró Maren, inquieta.
—Están bailando —respondió él en voz baja, como si describiera un sueño.
Maren observó de nuevo a la multitud, esperando ver algún movimiento, pero todos seguían rígidos, inmóviles, fijos en la figura decadente del muñeco de paja, que ardía con intensidad, consumiéndose lentamente entre las llamas. Algo dentro de ella, incluso, le decía que este le observaba. Sin embargo, no había danzas ni movimiento, solo las figuras de los aldeanos, como sombras petrificadas bajo el resplandor de rojo del fuego. Maren se preguntó a qué se refería su hermano.
—¿Puedes describirlo? —Inquirió con sus ojos verdes sobre Elías, llenos de curiosidad.
—Hombres, mujeres y niños están vestidos con lino desgastado y cintas blancas; la luna llena está sobre ellos y sus figuras se entrelazan con las sombras que se alargan bajo la luz —oírlo hablar, parecía que relataba un ritual distinto a lo que Maren observaba—. Veo las luces parpadeantes de las velas colocadas en el suelo, y sus expresiones están llenas de fervor y cierta energía mística; sus brazos se levantan y se mueven como si estuvieran tratando de tocar a las estrellas.
Maren miró al cielo, casi como si pudiera imaginar la escena.
—Es hipnótico; pasos rápidos y pausas dramáticas que parecen imitar el latido de la tierra, mientras cantan. Incluso, cuando giran, los vientos parecen unirse a su ritual. Tiene una belleza oscura que evoca fascinación y temor, Maren.
La chica volvió a mirar enfrente, pero solo veía al muñeco de trapo y paja, ardiendo y extraño, consumiéndose. Lo único extraño que le pareció, era que los aldeanos no parecían notar la presencia ni de ella ni de su familia, como si estuvieran atrapados en algún trance oscuro, ajenos a todo. Inusual, pues ella misma conocía la curiosidad que desborda lo desconocido, como ese pueblo para ella.
Vellenegro estaba situado en un rincón olvidado de la Europa del Este, entre densos bosques y montañas. Maren percibió, incluso, que el aire era demasiado enigmático, debido a la espesa niebla que pareció atraparlos durante el camino, pero que se despejó un poco a la llegada del pueblo.
Estaba emocionada en mudarse y empezar de nuevo, pero tuvo altas expectativas sobre lo que conseguiría. Nunca creyó que fuera tan mediano y austero, como Grabowiec, el pueblucho de donde habían salido. Fue... ¿cómo decirlo? Decepcionante, verlo compuesto por unas cuantas calles de tierra que serpentean entre casas de madera y piedra; fachadas cubiertas de musgo y hiedra, con ventanas entrecerradas, como si los habitantes se resguardaran de los ojos curiosos, como los de ella. Además, esas casas eran bajas, de techos de tejas oscuras que se hundían y que se inclinaban unas hacia otras. Lo que sí era diferente de Grabowiec, era aquel olor a madera quemada, mezclado con la humedad de la tierra y el olor penetrante de hierbas secas, el cual no supo si se debía a las hierbas del ritual de ofrenda que hacían, o por las hierbas que colgaban en las puertas como amuletos.
—Tomen, intenten abrigarse mejor —dijo Hilda Oster von Dunkel, esposa de Sigvard Leenweald, y madre de Elías y Maren, mientras les acercaba una gruesa cobija que Maren no dudó en tomar. No faltó mucho para que ambos niños se hicieran un ovillo dentro de ella.
Ese era otro detalle diferente a Grabowiec, el frío que Vellenegro hacía calaba hasta los huesos.
—Es lo único que extrañare de Grabowec, su clima, me han dicho que acá se siente incluso en pleno verano —informó Sigvard, con una expresión de queja que reflejaba su malestar.
Y es que, la luz del sol apenas penetraba las calles; tal vez, se debía a que estaban rodeadas de árboles altos.
—Tranquilo, ya encontraremos algo bueno de este lugar. —Lo consoló su esposa.
Lo que realmente espantaba un poco a Hilda, era aquel silencio inquietante que los sobreacogió desde que habían dejado el centro del pueblito. Solo era roto por el crujir de la madera vieja debajo de los cascos de los caballos y ruedas de la carreta de aquel viejo puente, el aullido lejano de lobos y el gorjeo de algún cuervo solitario.
—Creo que tendremos que tener más cuidado en este lugar, parece que las bestias salvajes están más cerca de lo debido. ¿Lo entiendes Maren? —indicó Sigvard, con una mirada de soslayo a su hija. Maren solo asintió. Aquello no le agradaba en absoluto, pero afianzaba la poca confianza que sentía sobre el nuevo lugar que se habían mudado—. Lo bueno es... que, si hay bestias salvajes, significa que hay comida.
Hilda sonrió, y recostó su cabeza en el hombro de su marido mientras le tomaba del brazo.
—Ves, ya estás viendo lo bueno del lugar. —Al menos, la alegría era genuina—. También observo que el bosque aquí es más denso, así que tendrás más material para trabajar.
—¡Y la iglesia, querida! No olvides que había una justo en el centro de la ciudad —acotó él con extrema energía—. Estoy seguro que ese ritual que observamos, debió ser conmemorativo para alejar las fuerzas del mal.
¿El mal? Otra vez la mención de esa palabra. ¿Qué era? Se preguntaba Maren, ¿qué los acechaba? Si algo caracterizaba a Sigvard, aparte de ser un hombre robusto, serio y supersticioso, quien intentaba seguir la rígida moral de la iglesia y los pueblos, y de ser carpintero y ocasionalmente cazador, era trabajar para sustentar a su familia; pero nada de esto estaba por encima de su profundo temor a todo aquello que se alejaba de las enseñanzas de la iglesia. Su problema con Maren era lo desobediente que esta podía hacer, y se preocupaba de que haya sido "tocada por fuerzas oscuras".
Y para mala suerte de Maren, si algo había notado es que, al igual que Grabowiec, le pareció que Vellenegro habitaba la misma gente campesina y siervos que de seguro trabajaban las tierras de la nobleza, artesanos locales como su padre, y a algunos comerciantes que proveían de bienes básicos y comerciaban en ferias ocasionales. Sin mencionar a los sacerdotes católicos o protestantes, o los rabinos y comunidades judías, que no estaba segura de que existieran todos allí, pero uno de ellos sí. Y era cierto, una iglesia existía.
Para cuando finalmente llegaron a la nueva casa, lo primero que vio y alegró a la muchacha, fue ver que a su alrededor el bosque avanzaba sin resistencia, como si los árboles quisieran retomar el espacio que alguna vez fue suyo. Sin embargo, la casa como tal, tenía paredes de madera que mostraban grietas por las que se colaba la humedad.
—Parece que tienes mucho trabajo que hacer, querido, antes de trabajar para otros —señaló Hilda, con las cejas arqueadas y un tono que no denotaba una resolución diferente.
—Bueno, ¿qué podemos esperar de una casa que tiene tanto tiempo sin habitar? —respondió el, pero Hilda le dio una mirada severa—. Despreocúpate, mujer, yo me encargo. Dejemos las cosas primero y ocúpate de la cocina mientras evaluó la casa.
Hilda asintió, entre tanto señalaba a los niños que la ayudaran con la carga.
Para cuando cruzaron el umbral, el olor a polvo añejo, resina seca, hojas mojadas y a humedad en general les envolvió. Era un espacio un poco más grande que su antigua casa; tenía un pequeño vestíbulo de donde se veía la chimenea, la cocina y la sala de estar sin divisiones, más que un pequeño pasillo que daba a dos habitaciones, y una escalera que iba hacia dormitorios superiores.
Sigvard se acercó a la chimenea abandonada y llena de ceniza endurecida, con marcas de herramientas y manchas de hollín en las piedras que la rodeaban, y tomando del banco de trabajo del fondo que conservaba algunas herramientas oxidadas, dejadas tal cual como las había abandonado el último propietario, comenzó a mover la madera.
—Creo que tendré que buscar leña si queremos pasar buena noche hoy. Al final, mañana es que podré iniciar las reparaciones —dijo Sigvard, mirando a su esposa—. Además, necesitas leña para cocinar —agregó, al ver el rostro incómodo de Hilda.
Él se acercó a ella y la besó. La miró a los ojos, y aclaró entre susurros:
—Debo decirte algo que tampoco te gustará —Hilda quiso apartar la mirada de su esposo, pero no puedo. Sabía que, fuera lo que fuera, era importante—. Elías tiene diez años. Edad suficiente para que aprenda mis labores. Por eso me lo llevaré desde hoy a ayudarme con la leña y estará trabajando conmigo en la casa.
Hilda suspiró, y no quedó más que asentir. Al final, aunque no le gustara, el chico debía aprender los gajes del oficio de su señor.
—Elías, ven conmigo, vas ayudarme —demandó su padre.
Elías miró a su madre, pero esta asintió. Maren abrió los ojos, entendiendo que, al igual que ella, su hermano había cumplido el tiempo necesario para convertirse en un hombre. El chico pareció abatido, pero era algo que todos sabían que, tarde o temprano, iba a suceder. Maren todavía recordaba las cortaduras que se había hecho cuando empezó ayudar a Hilda en la cocina, hacía dos años.
Entonces, con los pisos de madera crujiendo bajo cada paso, Maren e Hilda comenzaron a desempacar todo lo que necesitaban en la cocina —lo más importante después del viaje tan largo que habían llevado—. No fue hasta casi caer la noche, cuando la chimenea crepitaba por el fuego, en el que todos estaban sentados en la mesa robusta: estaba dispuesta con cucharas y tazones de madera talladas a mano. En el centro, había una enorme olla humeante de la mesa, en conjunto de ramas de hierbas aromáticas para alejar a los insectos; velas de cebo alumbraban la habitación e Hilda servía a cada uno una porción de sopa espesa, hechas con vegetales de raíz, coles y carne de conejo, que Sigvard y Elías habían cazado. Maren sonreía porque su padre había tenido razón si había carne servida en la mesa. Era un lugar de abundancia.
—¿Puedes contarnos de nuevo la historia de Grabowiec? —preguntó Elías, con la manta envuelta en una defensa enmarañada a su madre.
Maren estaba al otro lado de la misma habitación, tan envuelta como él, con la misma sonrisa cómplice y curiosa de su hermano, mientras su madre paseaba dispuesta a apagar la vela de cebo que allí se encontraba. Hilda estaba cansada, pero sabía que ambos se habían esforzado en hacer lo necesario para sobrevivir al primer día en un lugar diferente; de modo que, un cuento repetido era lo menos que podía darles.
Hilda se acomodó en una pequeña y vieja silla junto al fuego, respiró profundo y comenzó:
—Hace mucho, mucho tiempo, en los mismos bosques donde ahora viven los lobos y se escucha el crujir de los árboles en las noches, había una niña... una pastora de ovejas. No era mucho mayor que ustedes. Esa niña cuidaba el rebaño de su familia en los alrededores de los bosques de carpes; muy parecido a este lugar en aquella época, con árboles de hojas densas y troncos retorcidos.
Maren intercambió una mirada con Elías, intrigada por el tono de su madre, pero en especial por la comparativa de Vellenegro con la historia, una novedad.
—Un día, mientras caminaba entre los árboles, escuchó el galopar de un caballo, pero cuando miró a su alrededor, no vio a nadie. Decidió que sería mejor alejarse, pero antes de que pudiera, un caballero apareció de entre los árboles, tan silencioso como una sombra. —Hilda bajó la voz—. Dicen que aquel hombre no era un simple viajero: su capa era negra y larga, y parecía arrastrar consigo un aroma de humo y madera. Pero sus ojos... sus ojos brillaban, azules como el cielo al amanecer.
Elías se inclinó hacia adelante, fascinado.
—¿Y la niña no se asustó? —preguntó, susurrando.
Hilda negó con la cabeza, sonriendo.
—No, en absoluto. Al contrario. Aquella pastora no sintió miedo alguno. Aquel caballero le habló, le preguntó su nombre y le ofreció una flor de carpe, como si fuera un regalo de las propias lobregueces del bosque. Ella la aceptó sin saber que, al hacerlo, estaría uniendo su destino al de él.
—¿Qué significa eso, mamá? —preguntó Maren, frunciendo el ceño.
—Significa, Maren, que a veces el bosque decide a quién proteger y a quién concederle sus secretos. Porque ese caballero, en realidad, estaba perdido. No buscaba caminos, sino algo mucho más profundo, una fortaleza oculta que muchos decían que existía en el corazón del bosque, donde el tiempo y el espacio se entrelazaban.
—¿Por qué buscaba una fortaleza? —preguntó Elías, con una mirada llena de curiosidad.
Hilda suspiró, mirando el fuego como si las llamas le ayudaran a recordar los detalles.
—Porque en esa fortaleza había una magia antigua, de esas que son tan viejas como la tierra misma. Pero los caminos estaban cerrados para él. Algunos decían que sólo alguien con un corazón puro, alguien capaz de ver el bosque como realmente era, podría guiarlo hasta el lugar donde se encontraban. Y así fue como esa niña pastora, inocente y curiosa, guio al caballero hasta una colina, donde los árboles de carpes se entrelazaban y formaban una especie de portal, un arco que parecía hecho de sombras y de luz al mismo tiempo.
El rostro de ambos niños, mostraba el mismo asombro de siempre, pese a que habían oído la historia más de una vez.
—¿Y entonces qué pasó? —Se hizo el curioso Elías.
—El caballero, al ver que la niña había encontrado el camino para él, quedó profundamente agradecido. Según la leyenda, él no era un simple caballero, sino alguien que tenía su propia conexión con el bosque, alguien destinado a proteger aquellas tierras de las oscuridades. Al ver el corazón puro de la niña, decidió pedir su mano. Y así, aquel caballero, quien algunos decían que era de origen noble y tenía sabiduría oculta, se casó con la pastora y fundaron una fortaleza en el bosque, a la que llamaron Grabowiec, en honor a los carpes que los habían unido.
—Grabowiec... por los carpes y las ovejas —repitió Maren, como si el nombre del pueblo fuera parte de un hechizo.
Hilda asintió.
—Con el tiempo, construyeron una pequeña aldea alrededor de la fortaleza, y aquel bosque de carpes se convirtió en su guardián. La fortaleza nunca fue visible para cualquiera; sólo aquellos que tuvieran un propósito puro podían verla. Y a veces... a veces, la gente dice que, si te acercas al bosque con las intenciones equivocadas, podrías perderte para siempre.
Elías frunció el ceño.
—¿Y eso es cierto? ¿Podrías perderte para siempre en el bosque?
Hilda sonrió con tristeza y acarició el cabello de su hijo.
—Es una leyenda, mi pequeño. Pero los bosques tienen sus propios secretos, y algunos dicen que recuerdan las historias de aquellos que caminaron por ellos. Es por eso que muchos prefieren no adentrarse demasiado, y algunos aún dejan ofrendas en las raíces de los carpes. Para mantener la paz, para no molestar a los espíritus que, según las viejas creencias, aún vigilan.
—Por eso padre se enoja siempre con Maren, ¿cierto? —el niño miró a su hermana, y ella abrió los ojos con la misma sorpresa que él tenía. Nunca había cuestionado si se debía a eso—. Pero ella tiene el corazón puro, siempre regresó a casa.
—¿Y tú, mamá, crees en eso? —preguntó Maren en voz baja, con una mezcla de temor, tristeza y fascinación.
Hilda miró a su hija con una mirada suave pero profunda.
—Lo de su padre es otro asunto, no se preocupen por ello —miró a su hija, en ese momento, y continuó—: A veces, Maren, hay cosas que no necesitan pruebas para ser ciertas. La gente necesita creer en algo. Para algunos, es Dios el mismo que se venera en las iglesias. Para otros... —hizo una pausa, mirando de nuevo al fuego— para otros, son las fuerzas antiguas, las que residen en los árboles, en los ríos y en las piedras. Yo prefiero no desafiar lo que no entiendo, y respeto aquello que siento más allá de las palabras.
—¿Crees en Dios, madre? —preguntó Elías, de inmediato.
—Por supuesto —respondió ella sin pensarlo demasiado—, indistintamente de la cultura con la que crecemos, la evidencia del poder divino es real y genuino, y, si creemos que existe el mal, entonces debe existir su antítesis, el bien. Ninguno puede existir sin que el otro no esté presente.
¿Otra vez el mal? Maren, tragó grueso. La habitación quedó en silencio. Las palabras de Hilda se asentaron en los pensamientos de los niños, y no ayudó mucho cuando apagó la vela. Como fuera, algo siniestro debía estar en alguna parte, y Maren temía que lo descubrieran en Vellenegro.
Nota:
Queridos lectores, aquí con una nueva historia corta de terror. Espero que puedan disfrutar de esta interesante y siniestra aventura. No olviden votar y comentar.
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