La propuesta de Max
Me encontraba desayunando con Sofía, mi hermana, en su oficina. Aprovechamos que hoy ella tiene una reunión tarde.
—No puedo creer que no lo metiste en tu cama... —se burla ella, con una sonrisa traviesa mientras le daba un sorbo a su café.
Reí fuerte, divertida por su comentario exagerado.
—¡Cómo crees, Sofía! No es así de fácil —le respondí, agitando la mano como si eso quitara peso a la conversación.
Sofía arqueó una ceja, escéptica.
—Por Dios, ese bombón ha estado enamorado de ti durante años —dijo, agitando el tenedor en el aire como si fuera una evidencia innegable—. Pero no deja de ser hombre, Ana. Si no le das sexo, va a buscarse a otra.
—¡Sofía! —exclamé, entre sorprendida y divertida por su franqueza, mientras intentaba mantener una cara seria.
—Es la verdad —añadió ella, encogiéndose de hombros—. Yo solo digo que, con lo guapo que es Max, si no te espabilas, alguna otra se va a aprovechar. ¿Has visto cómo lo miran las demás? Una manada de lobas.
Suspiré, sabiendo que no podía negar lo evidente. Max atraía miradas donde fuera, pero entre nosotros las cosas siempre habían sido más complicadas que solo física.
—No es tan simple... —murmuré, jugando con la taza de café entre mis manos—. Yo quiero que sea algo más que eso. No quiero que lo nuestro sea solo deseo.
Sofía me observó, dejando su tenedor en el plato.
—Lo entiendo, Ana, pero también sé que no puedes tenerlo esperando para siempre. Si lo quieres de verdad, no dejes que el miedo te paralice. A veces hay que tomar riesgos.
Su consejo me dejó pensando. Sabía que Max no era un hombre cualquiera. Había estado a mi lado en los momentos más difíciles, cuidando de Regina, siempre presente. Pero también sabía que abrirme a él completamente significaba exponerme a lo que más temía: que me rompieran el corazón.
—Solo piensa en lo que quieres realmente —dijo Sofía con una sonrisa suave—. Y ve por ello.
Sonreí de vuelta, agradecida por su honestidad.
—Gracias, Sofía. Lo pensaré —respondí.
Cuando salía de la oficina de Sofía, me dirigí al ascensor mientras revisaba mi teléfono, completamente distraída. Al llegar, noté que un hombre estaba entrando. Alto, de cabello oscuro, piel morena y una presencia que no pasaba desapercibida. Era realmente guapo, con una sonrisa ladeada que dejaba entrever una actitud segura y algo coqueta.
—Buenos días —dijo con un tono cálido, acompañado de una mirada directa que me hizo sentir como si me analizara con detenimiento.
—Buenos días —respondí, un poco sorprendida por la intensidad en sus ojos.
Nos quedamos en silencio por un momento mientras el ascensor comenzaba a descender, pero él rompió la tensión enseguida.
—No suelo encontrarme con mujeres tan bonitas tan temprano en la mañana. Es un buen cambio de rutina —comentó con una sonrisa, mientras me lanzaba una mirada de lado, claramente intentando medir mi reacción.
Me reí ligeramente, tratando de no parecer demasiado afectada por su halago, aunque no pude evitar que mis mejillas se sonrojaran un poco.
—Bueno, gracias… creo —respondí, manteniendo un tono ligero.
Él se inclinó un poco hacia mí, como si fuera a compartir un secreto.
—¿Vas a decirme tu nombre o dejarás que adivine? —susurró, su voz baja y suave, claramente disfrutando del juego.
No pude evitar sonreír ante su audacia.
—Anastasia —dije, finalmente, aunque manteniendo cierta distancia.
—Encantado, Anastasia. Soy Gabriel —respondió él, dándome una mirada que hizo que el tiempo pareciera ralentizarse por un instante.
Las puertas del ascensor se abrieron justo en ese momento, y él me dedicó una última sonrisa antes de salir.
—Espero verte de nuevo, Anastasia —dijo con un guiño, alejándose mientras yo permanecía en el ascensor.
No me era extraño que Sofía hiciera negocios con hombres guapos; la mayoría de ellos terminaban siendo sus amantes de turno. Mi hermana nunca se interesaba en relaciones serias, ni mucho menos en casarse, a menos que hubiera una razón muy poderosa. Así que, cuando vi al hombre en el ascensor, supe de inmediato que podía ser otro de los "proyectos" de Sofía.
No tardé en llegar al laboratorio. Al entrar, me encontré con Maximiliano, quien estaba concentrado organizando algunos papeles sobre la mesa. Lo observé por unos segundos, apreciando su perfil marcado y la forma en que sus manos se movían con precisión. Algo en su presencia me hizo acercarme sin dudarlo.
—Hola, guapo —dije, mientras me acercaba lentamente a él.
Maximiliano levantó la mirada, y una sonrisa traviesa apareció en sus labios.
—Hola, preciosa —respondió, dejando los papeles a un lado para enfocarse completamente en mí.
No pude resistirlo, me acerqué aún más y, sin pensarlo, uní mis labios a los suyos. Su respuesta fue inmediata, como si hubiera estado esperando ese momento. El beso fue lento al principio, pero pronto se volvió más profundo, cargado de una tensión que habíamos dejado crecer entre nosotros por demasiado tiempo.
Cuando nos separamos, sus ojos grises me observaron con intensidad.
—¿A qué se debe este privilegio? —bromeó, con una sonrisa pícara, acercándose de nuevo, su cuerpo casi tocando el mío.
—Simplemente me apetecía —dije, mordiéndome el labio, sintiendo la química entre nosotros.
Max pasó un dedo por mi mentón, levantándolo suavemente.
—¿Sabes que no me quejaré, verdad? —Su tono era bajo y seductor, y la forma en que me miraba me hacía olvidar cualquier cosa que pudiera estar ocurriendo fuera de ese momento.
—No me hagas arrepentirme de esto —le advertí, aunque con una sonrisa.
Él sonrió aún más y, acercándose un poco más, susurró cerca de mi oído:
—No te arrepentirás, Ana. Solo deja que te lo demuestre.
Su cercanía, su voz suave pero cargada de deseo, y esa confianza irresistible me hicieron sentir un calor en todo el cuerpo. Había algo en Maximiliano que me atraía como un imán, y aunque había razones para resistirme, en ese instante, ninguna de ellas parecía importar.
Maximiliano me sostuvo la mirada, con esa mezcla de arrogancia y seguridad que lo hacía aún más irresistible. Su mano todavía descansaba en mi mentón, y sin que me diera cuenta, ya estaba tan cerca que podía sentir su respiración sobre mi piel.
—No solo no te arrepentirás —murmuró, con esa voz grave que siempre lograba erizarme la piel—, vas a desear que lo hubiéramos hecho antes.
—Tienes una alta opinión de ti mismo, ¿no? —respondí, arqueando una ceja, intentando mantener mi tono desafiante, aunque por dentro mi corazón latía más rápido de lo que estaba dispuesta a admitir.
Max soltó una risa suave, arrogante, mientras me tomaba de la cintura con firmeza, atrayéndome aún más cerca. Su cuerpo se pegó al mío, y su calor me envolvió de inmediato.
—Digamos que tengo motivos para confiar en mis habilidades, Ana —susurró, antes de inclinarse hacia mí.
Esta vez, fue él quien tomó la iniciativa. Su beso fue intenso desde el primer segundo, cargado de deseo, y completamente decidido. No había titubeos, ni dudas, solo la firme convicción de que me quería, de que sabía lo que hacía. Su mano subió por mi espalda, mientras con la otra seguía aferrado a mi cintura, controlando cada segundo del momento.
Yo intenté resistirlo, mantenerme en control, pero no tardé en perderme en el beso. Mi cuerpo respondió antes que mi mente, y mis manos se enredaron en su cabello, tirando ligeramente, lo que provocó que soltara un gruñido bajo, que vibró contra mis labios.
—Max... —susurré entre besos, intentando detenerme, aunque no estaba segura si de verdad quería hacerlo.
—No me detengas ahora —murmuró contra mis labios, sin dejar de besarme—. Sabes que me deseas tanto como yo a ti.
Max bajó sus labios hasta mi cuello, dejando besos y pequeñas mordidas que me hicieron estremecer. Sus manos se movían con una calma que contrastaba con la urgencia que sentía en mi interior. Desabotonaba mi blusa suavemente, con una destreza que solo Max podía tener, como si disfrutara de cada segundo en que lograba hacerme perder el control.
—Max... —murmuré, con la voz entrecortada, pero él respondió con una sonrisa arrogante contra mi piel, sabiendo perfectamente el efecto que tenía sobre mí.
—No digas nada, Ana —susurró, su tono seductor y seguro—. Solo disfruta.
El calor de su cuerpo, su cercanía, y la manera en que me miraba con esos ojos grises llenos de deseo me dejaban sin palabras. Sus labios continuaron bajando por mi cuello, mientras sus manos deslizaban la tela de mi blusa, exponiendo mi piel a su toque firme y a la vez gentil. Se detuvo un momento, observándome con esa mirada intensa que solo él sabía darme.
—Eres tan hermosa... —murmuró, su voz ronca de pasión, haciéndome temblar de anticipación.
Odiaba lo mucho que lograba desarmarme con tan solo una mirada, un toque. Pero también lo deseaba como nunca había deseado a nadie. No podía resistirme, y lo sabía. Siempre lo había sabido.
Lo atraje hacia mí con desesperación, mis labios buscando los suyos de nuevo, mientras mis manos se aferraban a su camisa, intentando acercarlo más, borrar cualquier distancia entre nosotros.
Max me alzó en sus brazos con una facilidad que me dejó sin aliento, y en un movimiento rápido me sentó sobre la mesa que había allí, sin preocuparse por los papeles que cayeron al suelo. Lo vi quitarse la bata blanca con un gesto decidido, y luego, con una calma arrogante, se desabrochó la camisa, dejándola caer a un lado.
Mi mirada recorrió su torso, su abdomen musculoso y perfectamente definido. Cada línea de su cuerpo irradiaba fuerza y confianza, algo que siempre me había vuelto loca. Él sabía el efecto que tenía en mí, y lo usaba a su favor sin ningún reparo.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó con una sonrisa segura, sus ojos grises brillando con picardía, mientras se acercaba nuevamente a mí.
No tuve tiempo de responder antes de que sus manos rodearan mi cintura, acercándome más a su cuerpo. El calor que desprendía era intoxicante. Sentí su respiración en mi piel y cómo sus labios volvían a buscar los míos, esta vez con más intensidad, llenos de deseo y posesión.
Mis piernas se enredaron automáticamente en su cadera cuando sentí cómo sus manos subían lentamente por mi falda, tirando de mis bragas hacia abajo. Con una agilidad que me dejó sin aliento, me las quitó y, sin apartar su mirada de la mía, las guardó en su bolsillo. El gesto fue tan posesivo, tan propio de Max, que mi piel se erizó.
Antes de que pudiera decir algo, sus labios encontraron de nuevo los míos, besándome con una intensidad que solo aumentaba mi deseo. Entre beso y beso, su voz ronca susurró contra mis labios:
—No solo quiero un polvo rápido que termine cuando alguien nos interrumpa... —sus manos apretaron mi cintura mientras sus ojos grises me atrapaban—. Quiero tenerte toda la noche, Ana.
Mi corazón latía con fuerza, la combinación de sus palabras y la forma en la que me tocaba me hacía perder el control.
—Pero es que Regina... —intenté decir, aunque mi voz sonaba más insegura de lo que esperaba.
Maximiliano sonrió de una forma que solo él sabía hacer, esa mezcla de arrogancia y seducción que me hacía temblar.
—Regina se duerme temprano, no tienes excusas —me dijo, acercándose aún más, dejando apenas un espacio entre nosotros—. Esta noche quiero que seas mi mujer... o ¿huirás como la última vez?
La referencia a lo que pasó hace años hizo que un escalofrío recorriera mi espalda. Lo recordaba perfectamente: Max había preparado una cena increíble, pero jamás asistí. Tenía miedo de entregarle mi virginidad a un patán como él.
Él lo sabía, y esa sonrisa suya me recordaba que no había olvidado aquel momento.
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