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El nacimiento de Regina.

Maximiliano

Estoy demasiado nervioso, mis manos están sudando mientras sostengo la de Ana con fuerza. Nos encontramos en el quirófano y aunque trato de mantener la calma, siento que en cualquier momento me voy a desmayar. Jamás en mi vida había presenciado un parto, y la verdad es que no sé cómo lo hacen los demás sin perder el control. Cada sonido de los monitores me hace saltar, pero Ana, a pesar de todo, se ve hermosa, más fuerte de lo que jamás la he visto.

—Lo estás haciendo increíble —le susurro, aunque dudo que me escuche con el ruido que hay a nuestro alrededor.

Ella me aprieta la mano y me da una sonrisa cansada, pero llena de determinación. ¿Cómo puede estar tan tranquila mientras yo estoy aquí, a punto de perder la compostura? Me quedo mirándola, tratando de no concentrarme en lo que los médicos están haciendo.

—Max... deja de mirar como si fueras tú el que está dando a luz —me dice ella con una leve risa entre dientes.

—Lo siento... es que... no puedo evitarlo —respondo, nervioso—. Eres impresionante, Ana.

La verdad es que, en este momento, mi mundo se está desmoronando y reconstruyendo al mismo tiempo.

El ambiente en el quirófano estaba lleno de tensión controlada, los médicos trabajando con precisión mientras los monitores emitían sus pitidos constantes. Ana respiraba profundamente, siguiendo las indicaciones de la enfermera a su lado.

—Muy bien, Ana, respira profundo y empuja cuando te lo diga —le dice el médico principal, con una voz calmada pero firme.

—Ya casi estás ahí, mamá —añade otra enfermera, animándola.

—Lo estás haciendo muy bien —le susurra el médico a Ana mientras revisa los monitores—. Todo está marchando como debería.

Yo seguía allí, incapaz de soltar su mano, intentando que mi propia respiración no se descontrolara. Sabía que tenía que ser fuerte, por ella, por la bebé que estaba por nacer. Pero cada segundo que pasaba sentía que mi corazón iba más rápido.

—¡Vamos, una más, Ana! —dijo el médico principal, levantando la vista para observarla—. Esta es la última empujada, lo prometo.

Ana apretó los dientes, y con todas sus fuerzas, hizo lo que le pidieron. Sentí su mano apretando la mía con tal fuerza que pensé que me rompería los dedos. Los pitidos del monitor subieron de ritmo por un momento, y luego se oyeron movimientos apresurados de los médicos.

—Aquí viene... —dijo uno de los asistentes—. La cabeza está coronando.

Mi corazón dio un salto en ese momento. Todo se volvió borroso por unos segundos hasta que oí el sonido más increíble del mundo: el primer llanto de nuestra bebé.

—¡Es una niña! —anunció el médico, con una sonrisa mientras sostenía a la recién nacida.

Ana soltó una exhalación pesada, agotada pero con una sonrisa que la hizo brillar. Yo miraba sin poder apartar la vista, sin creer lo que estaba pasando.

—Todo ha salido perfectamente —dijo el médico mientras le pasaban a nuestra hija a una de las enfermeras para limpiarla y revisarla—. Una bebé sana y fuerte.

—La pequeña está llorando con ganas —añadió otra enfermera con una sonrisa mientras envolvía a la bebé en una manta.

Una de las enfermeras le entregó a la bebé a Ana con cuidado, y al verla, mi corazón se detuvo por un segundo. Era realmente preciosa. Tenía el cabello oscuro y rizado, su piel era blanca como la porcelana, y sus ojos, esos enormes ojos azules, idénticos a los de Marco. Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar en eso, pero al mismo tiempo, ver esa pequeña carita hizo que todo lo demás se desvaneciera.

Ana la observaba con adoración, con una mezcla de lágrimas y sonrisas en su rostro.

—Hola, Máxima... —murmuré mientras tomaba su diminuta manito con mi dedo. La apretó con suavidad, y sentí una ola de emoción tan fuerte que casi no podía hablar—. Parece que ya tienes carácter.

Ana soltó una pequeña risa entrecortada, pero la emoción era palpable. Era imposible no notar lo perfecta que era, incluso con esos ojos que me recordaban al "maldito de Marco". Pero en este momento, nada importaba más que ella.

—Es perfecta... —dije en un susurro, mientras la bebé cerraba lentamente sus ojos, sintiéndose segura en los brazos de su madre.

Finalmente, llevaron a Ana a descansar y a la bebé a los cuneros. Salí del quirófano sintiendo una mezcla de alivio y agotamiento. Caminé hacia la sala de espera, donde estaban el padre y los hermanos de Ana, además de Clara, quien estaba ansiosa por noticias.

—¿Cómo está mi hermana, Max? —preguntó Sofía con preocupación en su rostro—. ¿Ya nació la bebé?

—Sí, acaba de nacer —dije, sin poder ocultar la emoción en mi voz.

Dimi, quien estaba observándome con una ceja levantada, de repente soltó una risa.

—¿Estás llorando, Max? —me preguntó, claramente divirtiéndose.

—No, claro que no... —Negué rápidamente con la cabeza, aunque sentía mis ojos un poco húmedos. Traté de mantener la compostura, pero la experiencia del parto me había dejado más tocado de lo que esperaba.

—Siempre tan sentimental, ¿eh? —se burló Sofía, aunque se le veía aliviada—. ¿Y la bebé? ¿Cómo es?

—Es hermosa... —respondí con una sonrisa—. Tiene el cabello oscuro y esos enormes ojos azules. Definitivamente es una Beltrán.

Clara dejó escapar un suspiro.

—Me alegra que todo haya salido bien, Max. ¿Y Ana?

—Está descansando. Ha sido un parto complicado, pero está bien. —Me pasé la mano por la cara, intentando sacudirme los nervios—. Ahora solo queda esperar que se recupere.

Cristóbal asintió.—Gracias por cuidar de ella, Max.

—Siempre —respondí.

Las horas pasaron lentamente, y eventualmente los familiares de Ana decidieron marcharse. Sabían que ella dormiría por un par de horas más, y además, no era horario de visitas. Pero yo no tenía intención alguna de irme. No dejaría a mis mujeres solas, no ahora.

Me acerqué al cunero, observando a través del vidrio. Ahí estaba, mi hija, durmiendo tranquila entre un grupo de bebés. Pero, para mí, ninguno de ellos se comparaba con su belleza. Era la bebé más hermosa del universo. Su pequeña carita parecía perfecta, con esos ojos grandes y su piel tan delicada.

—Hola, pequeña—murmuré en voz baja, aunque sabía que no podía escucharme.— No tienes idea de lo mucho que te amamos ya.

No podía apartar la mirada, sintiendo que ese momento era tan frágil y perfecto, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse solo para nosotros.

Me di cuenta de que un hombre se acercaba y se paraba a mi lado, observando también a los bebés.

—Eres padre primerizo, ¿verdad? —me preguntó con una sonrisa que intentaba ser simpática.

Lo miré de reojo, apenas asintiendo.

—¿Por qué lo preguntas? —respondí, tratando de mantenerme neutral.

—Es que tienes esa cara de susto mezclada con orgullo —dijo, aguantando una risa—. No te preocupes, se te pasará... eventualmente.

Solté una carcajada sarcástica.

—¿Susto? No, para nada —mentí descaradamente—. Estoy disfrutando mi papel como el padre más preparado del mundo. Solo mírame —agité mi mano hacia los cuneros.

La verdad es que sí, me estaba muriendo de miedo desde la tarde. Cuando Ana empezó a tener dolores, la trajimos a la clínica, y yo estaba temblando como nunca antes. Pero, claro, lo disimulé como un maestro frente a Ana. Sabía que si ella me veía nervioso, las cosas podrían ponerse peor. Tenía que ser el fuerte en esta situación, no ella.

Pero ahora, después de todo, al verla a ella y a nuestra hija sanas, me doy cuenta de que valió la pena. Aunque casi me desmayo durante el parto, al final todo salió bien.

—Pues prepárate, muchacho, para pañales, noches sin dormir y mucho llanto —bromea el hombre, dándome una palmada en la espalda.

—No me asustes más, por favor —le respondí, soltando una risa nerviosa—. Aún estoy tratando de recuperarme del susto de hoy.

—Ah, esto es solo el principio. Pero, créeme, cuando te miran con esos ojitos, todo vale la pena —me dice, con una sonrisa cómplice.

—Eso espero... porque ya me siento agotado y solo lleva unas horas de nacida.

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