capitulo 3
Una gran multitud se congregaba en las afueras del palacio, pero cuando Xenia saludó con la mano, se dio cuenta de que, cuando mucho, sólo una de cada tres personas respondía a su saludo.
El resto, hombres en su mayoría, permanecía de pie con los brazos cruzados y una torva expresión en el rostro.
Hubiera querido preguntar al rey qué sucedía, pero comprendió que no hubiera logrado hacer escuchar su voz y, un momento después, habían cruzado las verjas de puntas doradas, guardadas por soldados.
Le pareció que había un número exagerado de ellos en las puertas y en el patio y en la larga escalinata que conducía a la puerta del frente.
Se veían muy elegantes con sus chaquetas rojas y pantalones azul oscuro, y los oficiales impresionantes con sus charreteras doradas en los hombros y sus numerosas medallas.
Xenia y el rey subieron la escalinata alfombrada de rojo y entraron en uno de los más hermosos vestíbulos que ella había visto nunca.
Era de mármol blanco, con columnas corintias con adornos dorados y el techo estaba pintado en forma exquisita. Había también, numerosas estatuas admirablemente esculpidas.
Pero no hubo tiempo para ver nada más, porque varios funcionarios los condujeron a través de un amplio corredor, hacia un enorme salón de recepciones.
Éste era también impresionante, y al principio, Xenia sólo acertó a ver los enormes candelabros de cristal reflejados una y otra vez a ambos lados del largo salón.
Mientras ella y el rey se movían a través de una gran cantidad de gente hacia un estrado que se encontraba al fondo, en el cual había dos tronos dorados, a Xenia se le ocurrió que el salón había sido, en realidad, copiado del Salón de los Espejos, en el Palacio de Versalles.
«¡Es muy hermoso!», pensó con admiración.
Entonces le fue imposible pensar en nada, excepto en la gente que le estaban presentando. Varios familiares ancianos del rey se encontraban presentes y constituían acompañantes de respeto para ella. Y estaban, también, los miembros del gobierno.
El primer ministro era un hombre de cabellos grises y de cierta edad, pero había algo en su porte y en la expresión de su rostro que reveló a Xenia que poseía un poder del que había tenido que tener cuidado.
Murmuró algunas palabras de bienvenida, antes de presentar a los miembros de su gabinete, uno por uno.
Xenia sintió que ellos la miraban en forma calculadora, como si estuvieran decidiendo para sí mismos si les sería de utilidad o si resultaría un estorbo. Pero enseguida pensó que se estaba dejando llevar por su imaginación.
En Lutenia, como en otros países pequeños, el monarca estaba siempre al mando de todo. El controlaba el país, y sólo en casos excepcionales, el gobierno se oponía a sus decisiones.
Xenia tuvo que ser presentada a tantas personas, que, después de algunos momentos, se sentía atontada, y no era capaz de distinguir un rostro de otro. Se concretó a contestar a los saludos con amables frases de gratitud.
En el salón, Xenia se sintió tan tímida que temió no poder pronunciar una sola palabra y no deseó otra cosa que encontrar un rincón dónde esconderse. Entonces recordó, no sólo que se suponía que era Johanna, sino también las palabras de su madre:
«La timidez es egoísta. Significa que estás pensando en ti misma. Piensa en los demás y en sus problemas, no en los tuyos».
Eso fue lo que Xenia trató de hacer ahora y cuando la recepción terminó y los invitados aplaudieron, aunque lo hicieron en forma digna y controlada, sintió que lo había logrado.
Ella y el rey salieron y subieron por una escalera hacia lo que ella supuso que debían ser sus apartamentos privados.
Tenía que recordar que se suponía que había visitado antes Lutenia, pero llegó a la conclusión, por lo que pudo escuchar, que ello había sucedido mucho antes que el rey y Johanna se comprometieran.
—Estas habitaciones han sido redecoradas —dijo el rey— y espero que el resultado te satisfaga.
Habló como si le hubiera sorprendido mucho una respuesta afirmativa.
Pero cuando entraron en el salón, decorado en estilo francés y amueblado al estilo Luís X IV , con consolas y espejos, Xenia no pudo hacer otra cosa que mirar a su alrededor, con la alegría reflejada en el rostro.
El palacio de Eslovia contenía muchos magníficos muebles antiguos, cuya descripción había escuchado Xenia de labios de su madre, quien también le había explicado cómo y en qué períodos de la historia habían sido adquiridos. Y, gracias a su abuelo quien también había sido coleccionista de cuadros, llegó a conocer bastante bien a los maestros italianos y a los pintores primitivos.
Pero una cosa era oír hablar de tales tesoros y otra muy diferente verlos en realidad.
—¡Ése es un Fragonard, estoy segura! —exclamó.
Estaba contemplando un cuadro que había sobre un muro. Estaba dotado de una etérea belleza tan impresionante, que casi parecía afectar la atmósfera de la habitación.
—Es uno de mis cuadros favoritos —dijo el rey—. Me pareció muy apropiado para esta habitación, aunque recuerdo que tú no estabas muy interesada que digamos en la pintura.
—¿Cómo podría alguien no apreciar esto? —preguntó Xenia, contemplando las gentiles líneas de la pintura y la forma exquisita en que habían sido mezclados los colores.
Había también un Boucher sobre el cual hizo comentarios y lanzó exclamaciones de extasiada admiración. Le costó trabajo dejar de ver los cuadros para apreciar las porcelanas que decoraban las bellas mesas llenas de finas incrustaciones de maderas preciosas.
—Me alegro que te guste esta habitación, porque va a ser tuya —dijo el rey—. Sin embargo, temo que, por el momento, no puedas pasar mucho tiempo aquí. El Primer Ministro quiere hablar contigo, tan pronto como hayas descansado un poco.
—¿El Primer Ministro? —preguntó Xenia.
—Quiere explicarte la razón de que hayas sido llamada con tanta urgencia.
—Pero, tú puedes decírmelo, sin duda alguna —contestó Xenia. Miró al rey, observando que parecía más cínico y más aburrido que nunca.
«¿Qué puede haberlo hecho volverse así?», se preguntó.
Entonces, cuando sus ojos se encontraron, advirtió que él la estaba mirando en la misma forma inquisitiva que ella lo miraba. Fue solo una impresión. Luego, de manera brusca, él dijo:
—Espero que te hayas divertido en Inglaterra.
—Fue… fue muy… agradable —contestó Xenia a toda prisa.
—¿Agradable? —preguntó él y su voz sonó llena de desprecio—. Supongo que tu amante inglés debió hacer tu estancia allí algo más que agradable, ¿no?
Xenia se quedó inmóvil. El tono de la voz del rey y el hecho de que la palabra «amante» la mortificaba tanto hicieron aflorar el rubor a sus mejillas.
Como no supo qué decir, se volvió para dirigirse a la ventana. Se sentía muy agitada, por lo que se quitó el pequeño sombrero que llevaba puesto. Se quedó mirando hacia afuera, pero no vio el jardín formal abajo, ni las fuentes de aguas cantarinas que había en el centro.
Estaba tratando, con desesperación, de pensar en lo que Johanna diría en aquellas circunstancias. Pero se sentía confusa, como si su cerebro estuviera relleno de algodón.
—¿No me contestas? —preguntó el rey con expresión burlona a sus espaldas—. ¿Fue demasiado apasionado para describirlo con palabras? ¿O resultó una desilusión, como suele suceder con todos los idilios ilícitos?
Xenia no contestó y después de un momento, el rey dijo:
—Si tus experiencias son demasiado privadas para ser relata das, sin duda alguna estarás interesada en las mías, ¿no? Todavía no me preguntas por Elga. Estaba seguro de que te interesarías por mi relación con ella.
Ahora se estaba burlando. De pronto, sin pensar en lo que estaba diciendo, Xenia exclamó:
—Por favor… no… hables… así.
—¿Por qué no?
—Porque… lo arruinas todo. Todo aquí es tan hermoso… como un palacio de un cuento de hadas… y quiero… disfrutarlo en…
Había estado a punto de decir: «en los pocos días que estaré aquí», pero se detuvo a tiempo. Su voz murió en la última palabra, como en una melodía inconclusa.
Por un momento, se produjo un silencio total. Entonces el rey dijo en un tono diferente:
—Después de lo que me dijiste la última vez que nos vimos, me cuesta trabajo entender tu actitud.
Xenia contuvo la respiración. No debía hacer quedar mal a Johanna, pensó, y sin embargo, no podía soportar que algo arruinara el poco tiempo que iba a estar en el palacio.
Por una vez en la vida, ella sería una persona importante y formaría parte del ambiente que su madre le había descrito.
Debía atesorar cada segundo en su mente, de modo que cuando volviera a Inglaterra a buscar empleo, con el dinero que Johanna iba a darle y lo poco que su padre le había dejado como único capital, pudiera recordarlo todo.
Como el rey no dijo nada más, se volvió para mirarlo, muy grandes los ojos y un poco asustados.
¿Tal vez había dicho ya demasiado? ¿Le habría hecho sospechar que ella no era quien pretendía ser?
El, mirándola con una penetración que la hacía sentirse turbada, sonrió inesperadamente.
Aquella sonrisa transformaba su rostro. Lo hacía verse más joven, más apuesto aún, más humano.
—Por primera vez, Xenia —dijo el rey— pareces ser una muchacha de tu edad, no la mujer de mundo, refinada y hastiada de todo, que parecías ser en el pasado.
Xenia sintió una repentina oleada de alivio. ¡El no había sospechado nada! Logró decir en tono ligero:
—Nadie podría ser como tú me has descrito en un ambiente tan hermoso como éste.
Se retiró de la ventana al decir eso, y se dio cuenta de que el rey la estaba observando.
—¿Quieres que me cambie antes que vayamos a ver al Primer Ministro? —le preguntó.
—No, por supuesto que no —contestó el rey—. Pero tal vez quieras arreglarte un poco. Tu dormitorio está en la siguiente puerta y tus doncellas deben estar esperándote.
—Gracias —contestó Xenia – Entonces, ¿debo volver aquí?
—Te recogeré dentro de veinte minutos.
—Gracias —repitió ella.
No estaba segura de si debía o no hacer una reverencia antes de retirarse, pero decidió ser muy formal, en lo posible.
Hizo, por lo tanto, una reverencia, pensando que cualquier mujer se vería bien en un vestido tan exquisito como el suyo.
Luego, sin mirar de nuevo al rey, abrió la puerta que estaba segura, la conduciría a su alcoba y se dio cuenta, al hacerlo, de que el rey había permanecido en el centro de la sala, mirándola aún.
La esperaban dos doncellas en aquella habitación, que era tan atractiva como la que acababa de dejar.
La enorme cama, tallada y dorada, estaba cubierta de suaves cortinajes de seda azul, que hacían juego con los paneles de tela que decoraban los muros.
Una vez más, observó que el techo estaba decorado con pinturas, como los muebles, que estaban tallados con flores y frutas en el estilo típico de Austria.
La habitación era tan hermosa que se concretó a mirarla, hasta se dio cuenta de que las dos doncellas estaban inclinadas casi hasta el suelo, esperando que ella las notara.
Sin pensar que estaba haciendo algo poco convencional, Xenia extendió la mano para estrechar la de la doncella de más edad.
—Encantada de conocerlas —dijo— y muchas gracias por ordenar mi ropa.
—Es un honor y un privilegio, Su Alteza.
—Me gustaría saber cómo se llama.
—Yo soy Margit, Alteza, y ésta es Vilma.
Vilma era joven y atractiva. Era evidente que estaba muy impresionada con su nueva ama. Hizo una serie de pequeñas reverencias nerviosas. Xenia sonrió y se sentó ante el tocador para arreglarse el cabello.
—¿Quiere Su Alteza cambiarse de vestido? —preguntó Margit.
—No es necesario… —empezó a decir Xenia.
Entonces miró hacia el guardarropa abierto y vio que ya estaba lleno hasta la mitad de vestidos que parecían provenir de sus propios sueños.
De pronto, sintió la irresistible necesidad de probárselos todos y de usarlos antes que su experiencia de Cenicienta llegara a su final, cuando las campanadas de medianoche la mandarían de regreso a sus harapos y a la cocina.
—Sí, me cambiaré —dijo con una leve emoción en la voz—. ¿Cuál cree que sería el vestido más adecuado para esta hora del día?
—Hay un banquete en el palacio esta noche —contestó Margit— y yo pienso que Su Alteza querría usar un vestido blanco… tal vez éste.
Tomo del guardarropa un vestido de seda blanca, con el frente drapeado, casi al estilo griego, y recogido a los lados con ramilletes de lirios amarillos. Desde la espalda, de un ligero polisón, se desprendía una pequeña cola.
Era tan hermoso, que se produjo una pausa perceptible antes que Xenia dijera:
—Sí, estoy segura de que ése sería el traje ideal para usar esta noche.
—Le sugiero a Su Alteza que se ponga ahora éste —dijo Margit.
Le dio un traje de seda de un pálido tono de aguamarina, adornado con encajes del mismo color.
Cuando Xenia se lo puso pensó que la favorecía todavía mas que el anterior y sin embargo, no podía decidirse entre los dos.
Por fortuna, ella y Johanna eran de la misma estatura. La única diferencia era que ella era más esbelta y, por lo tanto, tenía una cintura más pequeña.
Sin embargo, muchos de los vestidos tenían cinturón y aquellos que no lo tenían podían recogerse en la cintura, con costuras, y descoserse después.
«Los sirvientes pensarán que he perdido peso debido al accidente», pensó.
Por lo tanto, mientras se vestía, contó a Margit lo que había sucedido y el gran susto que se había llevado.
—¡Una terrible experiencia, Su Alteza! —exclamó la mujer, mientras Vilma escuchaba con la expresión de un niño al que han llevado a los títeres.
—Los trenes son muy peligrosos —continuó Margit— pero tal vez en Inglaterra no son tan buenos como los nuestros.
Tal vez porque la doncella había hablado de Inglaterra, Xenia pensó de pronto en Johanna. Recordó con gran claridad la forma en que el rey había hablado de su «amante» inglés.
Había tenido razón, decidió, al pensar que debía estar escandalizado y tal vez disgustado por la idea de que su esposa, la futura reina, actuara como lo estaba haciendo Johanna.
«¿Cómo pudo ser tan tonta como para decírselo?», se preguntó Xenia en silencio.
Pero luego pensó que tal vez habría sido más reprensible engañarlo.
Era un problema que jamás imaginó que podría presentársele: una vez más, se encontró pensando en la conducta de su prima.
Sin embargo, se dijo con severidad, no era nada de su incumbencia.
Todo lo que ella tenía que hacer era tener al rey tranquilo y feliz. Y tal vez, lo que era quizá más importante, tratar de ayudarlo como el señor Donington había dicho que debía hacerlo.
La idea la hizo sentir nerviosa. Estaba segura de que nada de lo que ella dijera o hiciera tendría ninguna importancia para él.
El era un hombre magnífico, impresionante, pensó, pero, a pesar de todo, no era feliz.
Xenia recordó una vez más las palabras de su madre cuando se refería a su vida en Eslovia:
—La gente común siempre piensa que quienes viven en los palacios llevan una existencia encantada, de dicha y comodidad. Eso no es cierto.
—¿Tú no fuiste feliz, mamá?
—Sólo cuando era muy pequeña —le había contestado su madre—. Al crecer, me sentía con frecuencia frustrada de que me mantuvieran siempre alejada de la realidad.
La señora Sandon se rió antes de añadir:
—Me sentía como un canario en una jaula, o como un pececito en una pecera. Todos me podían mirar, pero yo no podía participar en lo que sucedía a mi alrededor.
Se detuvo un momento y después siguió diciendo:
—Si no hubiera huido con tu padre, habría llevado una existencia vacía, sin significado alguno, con el corazón destrozado.
—Habrías sido una archiduquesa muy hermosa, mamá —dijo Xenia.
—De una cosa estoy segura. Habría sido muy desventurada como esposa del archiduque y sin duda una mujer muy aburrida.
Como si sintiera que debía explicar a su hija esta última frase, había añadido:
—Cuando la gente es desventurada, se vuelve aburrida y desilusionada. Es entonces cuando sale a relucir todo lo malo que hay en el ser humano.
—Eso es fácil de comprender, mamá.
—Quiero que lo entiendas. La felicidad es importante, no sólo para el desarrollo de uno mismo, sino para todos aquéllos con los que uno entra en contacto.
Era felicidad, pensó Xenia ahora, lo que su madre había tratado de dar a la gente de Little Coombe, y no era de sorprender que todos en el pueblo la adoraran.
Recordó cuántas lágrimas se habían derramado en el funeral de su mamá y cómo hasta el más pobre de los habitantes del pueblo había llevado flores a su tumba.
«El rey es desventurado», pensó. «Debo tratar de hacerlo feliz, como lo habría hecho ella». No se preguntó cómo podría ser eso posible en el corto tiempo de que disponía. Sólo sabía que era como si le hubieran puesto una tarea y, por imposible que pareciera, debía realizar el esfuerzo necesario para llevarla a cabo.
Cuando salió de su dormitorio hacia el salón, el rey la estaba esperando. Estaba de pie, mirando un diario, cuando ella entró, pero al oír que la puerta se abría, se volvió. En forma casi instintiva, Xenia se quedó inmóvil, como si esperara su aprobación.
Hubo una pequeña pausa. Entonces él dijo:
—¡Muy atractiva! Te ves todavía más hermosa de lo que te veías hace media hora. ¿Es lo que esperabas que dijera?
No se estaba burlando de ella; de hecho, había en sus labios una leve sonrisa, como si comprendiera por qué se había cambiado.
—No quiero que tu palacio… me haga… sentir avergonzada —explicó Xenia.
—Eso no sería posible… tú no podrías hacer otra cosa que adornarlo —contestó el rey.
Xenia sonrió.
—Es el cumplido más agradable que podías haberme hecho.
Habló llena de emoción, pero luego se preguntó si él no esperaba que se mostrara harta de cumplidos y lisonjas. Johanna, sin duda alguna, debía haberlos recibido en abundancia.
Trató de recordar a Johanna y de pensar con cuidado en todo lo que hacía o decía, a fin de que el rey no notara la diferencia entre ellas.
«Pero si nota algo», se dijo Xenia en silencio, «yo no podré hacer nada al respecto. Después, no estaré aquí, y ello no me preocupará».
Casi como si, alguien le hubiera dicho lo que debía hacer, decidió que, si quería ayudar al rey, debía ser ella misma.
—Muéstrame las demás alteraciones que has hecho en el palacio —dijo en voz alta—; porque, a decir verdad, el accidente que tuve en el tren parece haber afectado mi memoria, y no puedo recordar con exactitud cómo era todo cuando estuve aquí por última vez.
—¿Qué otras cosas te resultan difíciles de recordar? —preguntó el rey.
—Muchas más —contestó Xenia – El conde Gaspar me estaba diciendo que cuando él sufrió una conmoción perdió la memoria por quince días. Yo siento que lo mismo me ha pasado a mí; así que tal vez en dos semanas más volveré a la normalidad.
—Eso sería una lástima —dijo el rey— porque, accidente o no, me gustas como eres.
—Entonces tienes que ayudarme —dijo Xenia— porque no puedo recordar bien a todas las personas que conozco y me disgustaría mucho que alguien pensara que lo había olvidado.
—¿Te importarían sus sentimientos de veras? —preguntó el rey.
—Por supuesto que me importarían —dijo Xenia – No me gusta ser cruel, ni quisiera que la gente pensara que soy fría o indiferente.
Se dijo a sí misma, al decir eso, que era así como él se había portado cuando se conocieron. De algún modo, tendría que evitar que en el futuro él se mostrara tan indiferente ante la gente que acudía a vitorearlo.
El pareció adivinar lo que estaba pensando y le dijo:
—¿Me estás riñendo en una forma indirecta? Si es así, es algo que no esperaba de ti.
—Jamás… pretendería siquiera… reñirte… —dijo Xenia a toda prisa.
—Sin embargo, tengo la impresión de que hay una píldora oculta en la mermelada.
Xenia se echó a reír.
—Así es como a mí me daban siempre la medicina… en una cucharada de miel o jalea.
—A mí también —confesó el rey— y por eso es que sospecho que lo que me vas a ofrecer ahora no va a saber muy bien que digamos.
El era mucho más perceptivo de lo que ella esperaba, por lo que Xenia decidió que debía actuar con discreción al llevar adelante sus propósitos.
—¿No nos está esperando el Primer Ministro? —preguntó.
—Supongo que sí —contestó el rey—. Pero no hay prisa. ¡Que espere!
—¿No es eso un poco… descortés?
—Cualquier descortesía que Kalolyi reciba de parte mía es apenas lo que se merece —dijo el rey casi con furia—. El mina mi autoridad, usurpa mi poder y terminará por sentarse en mi trono, a menos que yo se lo impida.
Hablaba con violencia y Xenia lo miró sorprendida.
—Si te sientes así, ¿por qué no te deshaces de él?
—¿Y causar una crisis constitucional? —preguntó el rey, y añadió— no es cuestión de quién ganaría la batalla: Kalolyi es ya el vencedor. Yo no soy el rey de este país… ¡lo es él!
Xenia empezó a comprender por qué el rey se veía siempre tan amargado.
—He oído que había problemas… disturbios en la capital…
—¿Problemas y disturbios? ¡Claro que los hay! —exclamó el rey.
—¿Y no hay nada que puedas hacer?
—Pregunta a Kalolyi —contestó el rey—. El tiene las riendas del país. Cuando las cosas salen bien, él se lleva el crédito; cuando salen mal, me echa la culpa a mí.
La voz del rey reflejaba ira contenida. Entonces añadió:
—¿Por qué tienes tú que escuchar todo esto? Ven y escucha lo que Kalolyi tiene que decir y entérate qué papel quiere que desempeñes en el caos que él ha creado.
Xenia miró al rey sorprendida, pero él se dirigió a la puerta, la abrió y ella caminó frente a él para salir al pasillo.
Un funcionario de la corte que los esperaba hizo una respetuosa reverencia y caminó frente a ellos para bajar la gran escalinata del palacio.
—¿Ya se fueron todos los invitados? —preguntó Xenia, buscando algo inofensivo qué decir.
Se daba perfecta cuenta de que el funcionario que iba frente a ellos podía escuchar cuanto decían.
—Me imagino que muchos se habrán quedado y andan todavía por ahí —contestó el rey— pero no nos encontraremos con ellos. Nuestra junta con el Primer Ministro es en otra parte del palacio.
Recorrieron varios anchos pasillos. Había cuadros colgados en las paredes que a Xenia le hubiera gustado detenerse a examinar. Esperaba permanecer suficiente tiempo en el palacio para verlo todo.
«Si sólo pudiera tener un modelo pequeño del palacio», pensó. «Algo como una casa de muñecas. Entonces sería fácil recordar cada pequeño detalle y sería mío para siempre».
Para entonces tenía ya la impresión de que los minutos pasaban con demasiada rapidez y de que, casi antes que pudiera empezar a apreciar cuanto la rodeaba, tendría que marcharse.
Dos lacayos ataviados con la librea real abrieron un par de enormes puertas y el rey y Xenia entraron por ellas, uno al lado del otro.
Se encontraron en una habitación que era más masculina, y tenía cierto aspecto de oficina, lo que la diferenciaba de las del resto del palacio. Había tres hombres esperándolos.
Uno de ellos era el Ministro de Asuntos Extranjeros, al que Xenia ya conocía; otro el Primer Ministro y recordó vagamente al tercero, que le había sido presentado durante la recepción como el Lord Canciller.
Todos inclinaron la cabeza y el rey indicó una silla tapizada en terciopelo verde, en la que se sentó. Cuando el rey tomó asiento cerca de ella dijo:
—Siéntense, por favor; caballeros.
El Primer Ministro había quedado frente a Xenia. Mientras ella esperaba un poco temerosa él volvió la vista hacia el rey y entonces dijo:
—Supongo que ya le habrá dicho a Su Alteza…
—¡No le he dicho nada! —lo interrumpió el rey—. Lo dejo en sus manos, Primer Ministro. Es su propio plan y pensé que podría explicárselo mejor a ella que yo.
Xenia se sintió turbada por el tono sarcástico que empleó el rey Así que sonrió al Primer Ministro y preguntó:
—¿Tiene usted algo que decirme?
—Debe haberse preguntado, Alteza, por qué le pedimos que regresara de Londres con tanta premura.
—Fue ciertamente inesperado —dijo Xenia.
—Ha sabido sin duda, que tenemos problemas en Lutenia. —Eso he oído decir.
—Creo, por lo tanto, que es imperativo que distraigamos la mente del populacho tan pronto como sea posible.
—¿Distraerla de qué? —preguntó Xenia.
—¡De la rebelión! ¡De la revolución! —dijo el Primer Ministro con voz aguda.
—Si eso sucede, será obra de su gobierno —interrumpió el rey—. Hace mucho tiempo que vengo diciendo que los impuestos son demasiado altos y que el pueblo no tolerará para siempre tantas restricciones como le han sido impuestas.
—Como he informado a Su Majestad en ocasiones anteriores —contestó el Primer Ministro— mi gobierno no tiene más alternativas que imponer las leyes a las que Su Majestad se opone.
—Mi oposición siempre pasa desapercibida —dijo el rey en un tono desagradable.
El Primer Ministro pareció a punto de contestarle, enfadado también. Pero, con un esfuerzo visible, cambió de opinión y dijo:
—Pedimos a Su Alteza que regresara porque, como ya he dicho, es importante desviar la mente del pueblo de sus agravios imaginarios.
Xenia pensó que el rey iba una vez más a interrumpir para protestar ante la palabra «imaginarios», pero él se limitó a echarse hacia atrás en su silla, con la actitud malhumorada que adoptó en el carruaje cuando viajaron desde la estación hasta el palacio.
—¿Qué sugiere usted que podría yo hacer? —preguntó Xenia.
—Estoy haciendo arreglos, Su Alteza —contestó el Primer Ministro— para que su matrimonio con Su Majestad se celebre inmediatamente.
Por un momento Xenia se quedó mirándolo como si no pudiera comprender lo que había dicho.
Entonces, en una voz que pareció ahogarse en su garganta y que casi no se escuchaba, preguntó:
—¿Inmedia… tamente?
—En siete días a lo sumo, Su Alteza. Se anunciará esta noche y las decoraciones empezarán a colocarse en las calles mañana mismo.
—Yo… ¡es… imposible!
Las palabras salieron de los labios de Xenia como en un estallido.
—Nada es imposible —replicó el Primer Ministro— y esto, Alteza, es imperativo.
—¡Pero, en una semana! —exclamó Xenia – ¡No! No puedo aceptar. Debemos esperar un poco… más que eso.
Estaba tratando, mientras hablaba, de calcular con toda rapidez cuándo podría llegar Johanna.
A ella le había tomado tres días llegar a Molnar y Johanna había hecho arreglos para pasar diez días con Lord Gratton.
Suponiendo que le tomara el mismo tiempo que a ella llegar a Lutenia, eso significaría que estaría aquí dentro de trece días, por lo menos.
Como vio que el Primer Ministro estaba a punto de decir algo, añadió a toda prisa:
—Dos semanas… podría estar lista en dos semanas… creo… y no pienso que una semana vaya a hacer mucha diferencia.
—Puede tomar menos de veinticuatro horas, Alteza, el que un país sea lanzado a la revolución y que un trono se venga abajo.
El Primer Ministro habló con expresión sombría, pero Xenia tuvo la idea de que estaba tratando de asustarla en una forma deliberada.
Miró al rey y vio que él seguía sentado en la misma posición, decidido a no tomar parte en el argumento.
—¿Está tratando de decir que, a menos… que nuestro… matrimonio tenga lugar… en los próximos… siete días, Su Majestad podría perder el trono?
Era difícil hablar con calma, pero de algún modo lo logró.
—Estoy diciendo, Su Alteza —contestó el Primer Ministro— que considero imperativo que se casen ustedes el próximo martes; como he planeado. ¿Qué objeto tendría esperar otra semana?
—Pero… mis padres no podrían estar… presentes.
—Eso es en verdad muy lamentable, —concedió el Primer Ministro – Sin embargo, estoy seguro de que Su Alteza Real, el Archiduque, al enterarse de lo ocurrido, comprenderá la urgencia de la situación.
—Aunque el matrimonio sea anunciado… la ceremonia no puede tener lugar hasta dentro de… catorce días —dijo Xenia.
—Siete días… o catorce… ¿qué objeto tiene esperar? Usted está aquí en Molnar. Tengo todo organizado y Su Majestad estuvo de acuerdo en que le pidiéramos a Su Alteza que volviera aquí inmediatamente.
—Acepté porque usted me tenía puesta una pistola en la cabeza —comentó el rey.
—Y, ya que todo está listo, ¿por qué discutir por unos días más o menos? —preguntó el Primer Ministro.
Xenia trató de encontrar alguna excusa, pero no lo logró.
—Muy bien. Entonces todo está arreglado —dijo el Primer Ministro – El anuncio saldrá inmediatamente y estará en los periódicos mañana en la mañana.
Se detuvo, pero como nadie más habló, él continuó diciendo:
—He hecho arreglos para que Su Alteza y Su Majestad tengan una conferencia de prensa mañana. Los periodistas irán a una recepción que se ofrece en el Parlamento; después podrán venir al palacio. Sin duda alguna, querrán saber muchas cosas de Su Alteza, así como de su trousseau .
Había cierto tono mordaz en la voz del Primer Ministro que disgustó a Xenia. Aquel hombre le parecía muy desagradable y sospechaba que imponía su voluntad a todos, del mismo modo como había hecho con ella.
El rey se puso de pie.
—Sin duda alguna, Kalolyi —dijo— nos enviará usted una lista de instrucciones que, desde luego, esperará que sigamos al pie de la letra.
Su voz era tan sarcástica como amarga.
—¡Su Majestad es muy amable!
La animosidad entre los dos hombres parecía vibrar en el aire, y para aliviar la tensión, Xenia extendió la mano hacia el Ministro de Asuntos Extranjeros.
—Fue muy amable de su parte ir a la frontera a recibirme, señor Dudich.
—Fue un gran placer, Alteza —contestó él— y permítame expresarle cuánto siento que los archiduques no puedan asistir a su boda. Tengo entendido que se encuentran en Rusia, ¿no es así?
—Estoy segura de que cuando se enteren se van a sentir muy desilusionados —dijo Xenia.
Estrechó la mano del Primer Ministro, sintiendo, al tocarlo, que era todavía más desagradable de lo que parecía ser.
El rey tenía razón. Era un hombre ambicioso, autoritario y, sin duda alguna, un dictador en ciernes.
Con cierto alivio, Xenia advirtió una sonrisa de disculpa en el rostro del Lord Canciller. Entonces ella y el rey salieron de la habitación y empezaron a avanzar por el corredor.
Caminaron juntos, en silencio, hasta que el rey se detuvo frente a dos puertas primorosamente pintadas que alguien abrió a toda prisa, y Xenia se encontró en un salón que tenía grandes ventanas que daban al jardín.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, el rey exclamó con violencia:
—¡Ahora te das cuenta! ¿Comprendes a lo que me enfrento? Es culpa del Primer Ministro, y sólo de él, que se hable aquí de una revolución.
—El pueblo no puede simpatizar con él —contestó Xenia—. Le tienen miedo, lo cual es más importante. Y todos los miembros de su gabinete no son más que conejos. ¡Los tiene hipnotizados!
—Entonces debes librarte de él —dijo. Xenia.
El rey se echó a reír, con una risa amarga.
—Sería tan fácil como tratar de mover una montaña con la mano. Se ha colocado en una posición en la que su palabra es ley. Y ese pobre viejo, el Lord Canciller, acepta cuanto él dice.
—Debe haber alguna… forma… —murmuró Xenia.
El rey la miró y entonces dijo en un tono diferente:
—Lamento muchopreocuparte con todo esto. Lo comprendo muy bien: tú no tenías el menor deseo de casarte conmigo, ni yo contigo, pero Kalolyi lo ha arreglado todo, hasta nuestro matrimonio, con mano de hierro, como hace siempre las cosas.
—¿Hay… alguien más con… quien quisieras… casarte? —preguntó Xenia en voz baja.
—¡Cielos, no! —dijo el rey—. Con Elga no es cuestión de matrimonio, como bien sabes. Pero no me gusta que Kalolyi me presione a hacer algo. ¡Había arreglado ya todo con tu padre, sin consultarme siquiera!
—Comprendo lo horrible que todo esto debe ser… para ti —dijo Xenia.
—Ciertamente no me demostraste mucha simpatía cuando hablé contigo la ocasión anterior.
Xenia no contestó. Después de un momento dijo:
—No hay tiempo de discutir lo que sucedió en el pasado. Tenemos que pensar en el futuro, descubrir alguna forma de poder romper el dominio que el Primer Ministro tiene sobre ti y sobre el país entero.
Al decir eso pensó en lo perdida que parecía aquella causa y en lo impotente que ella misma se sentía para hacer algo.
¿Qué sabía ella sobre primeros ministros, revoluciones o reyes, después de todo?
Y, sin embargo, pensó, todos los tiranos, aun los más insignificantes, como la señora Berkeley, eran iguales. Aplastaban a la gente y la obligaban a someterse a ellos, sin darle oportunidad alguna de escapar.
—¿En qué estás pensando? —preguntó el rey.
—Estaba pensando en ti —contestó Xenia— y preguntándome si no te habrías dado por vencido, tal vez, demasiado… fácilmente.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Me preguntaba qué era lo que andaba mal, cuando hicimos el recorrido de la estación hacia acá y pensé…
Titubeó y se detuvo.
—Bueno… ¿qué pensaste? —preguntó el rey.
—Tal vez lo consideres… impertinente de mi parte.
El sonrió.
—Me imagino que vas a ser muy franca y puedo asegurarte que, a pesar de ello, no me sentiré ofendido…
—Bueno, yo pensé… que parecías… muy aburrido y arrogante… como si consideraras a toda la gente que te vitoreaba por donde íbamos avanzando, muy por debajo… de ti para que la tomaras siquiera en cuenta.
—¡Caramba, no! ¡No era eso! —exclamó el rey—. Si quieres saber la verdad, estaba resintiendo la forma en que te habían hecho venir, sin consultarme. Resentía el tener que casarme contigo, lo quisiera o no, y el que la gente estuviera aclamándome solo porque le habían ordenado que lo hiciera.
—¿Qué quieres decir con eso de que… le habían ordenado que lo hiciera? —preguntó Xenia.
—Los heraldos han estado recorriendo las calles en los tres últimos días anunciando tu llegada, exaltando tus encantos, haciendo creer a la gente que todo cambiará una vez que haya una reina aquí. ¡Y tú sabes, maldita sea, que eso no es verdad!
Xenia pareció asombrada al oír al rey lanzar un juramento. Con visible irritación, el rey exclamó:
—Perdóname. No debí hablarte de ese modo, pero estoy harto de verme metido en una trampa de la que no puedo escapar. Es como verse atrapado en una rueda de molino, sin poder llegar a ninguna parte.
Habló con tanta amargura, que Xenia se sintió conmovida.
Dio un paso hacia él y puso una mano sobre su brazo.
—Lo siento —dijo— lo siento mucho. Pero no puedo creer que no haya una salida para ti… la salida debe estarte esperando… todo lo que tenemos que hacer es… encontrarla.
Habló con una compasión que venía del fondo mismo de su corazón. Entonces, al mirar los ojos del rey, no pudo apartar la vista de ellos.
Se quedaron mirándose, hasta que el reloj de la chimenea lanzó varias campanadas.
Xenia miró hacia otro lado.
—¿A qué hora debo estar… lista para el… banquete? —preguntó.
—Tienes tres cuartos de hora.
Xenia lanzó un pequeño grito.
—Entonces tendré que darme prisa.
Se volvió hacia la puerta.
—¡Hazlos esperar! —exclamó el rey—. Tal vez yo me siente a la cabecera, pero el verdadero anfitrión será Kalolyi. El es quien hizo las invitaciones.
Xenia había llegado a la puerta, pero se volvió para sonreírle.
—No tengo intenciones de llegar tarde —contestó— porque tengo hambre y estoy segura de que la comida en el palacio debe ser deliciosa, como lo es todo lo que hay aquí.
Abrió la puerta al decir eso y al salir oyó reír al rey, pero esta vez su risa era un sonido de genuina diversión.
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