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Capítulo 2

Al acercarse a Viena, Xenia se sintió invadida de pronto por el pánico al pensar en lo que la esperaba.
    Hasta entonces, todo había marchado bien, pero un centenar de veces al día pensaba que la gente que estaba con ella debía comprender que no era lo que pretendía ser.
    Aceptaron el hecho, de que estaba alterada, atontada, y un poco distraída a causa del accidente ferroviario.
    Desde el momento en que cruzaron el canal en un camarote privado, con dos policías vestidos de civil encargados de su seguridad, comprendió que la suerte estaba echada y que ya no podría retroceder.
    Era una suerte, tal vez, que Madame Gyula estuviera en peores condiciones que la propia Xenia. Era una mujer de más de cuarenta años y el accidente le había asustado extraordinariamente.
    Una y otra vez, se lamentaba de que la hubieran convencido de escoltar a la princesa a Lutenia.
    —El rey debió haber enviado a alguien más joven —gemía— pero, desde luego, Su Majestad confía en mí, ¿y qué dirá cuando sepa lo que sucedió a Su Alteza?
    —No puede culparla por el choque de los trenes —le dijo Xenia para consolarla.
    —El Rey István es muy organizado, como Su Alteza sabe muy bien. Espera que todos cumplamos sus órdenes al pie de la letra.
    Se había referido varias veces al amor que el rey tenía por el orden. Esto hizo pensar a Xenia que él debía ser tan pomposo y autoritario como el padre de Johanna.
    Su madre le había dicho que el Archiduque Federico era un autócrata, algo muy cercano a un tirano.
    —Habría sido muy desventurada a su lado —le había dicho—. A mí me gusta la gente cariñosa y tierna como tu papá, aunque a veces quisiera que fuera un poco más práctico en lo que a cuestiones de dinero se refiere.
    Xenia había recibido una terrible impresión al descubrir, cuando sus padres murieron, que ellos no sólo estaban llenos de deudas sino que habían estado viviendo con una cantidad de dinero casi irrisoria todos aquellos años que habían pasado en Little Coombe.
    Su padre venía de una familia de militares y, cuando murió, Xenia recibió una carta de su abuelo, el general Sir Alexander Sandon, que revelaba a las claras que él nunca le había perdonado a su hijo el haber abandonado el regimiento.
    La carta del general era muy fría y estaba escrita en un tono formal.
    Me resulta imposible asistir al funeral de tu padre, y mis otros dos hijos se encuentran en la India, con su regimiento. Como sin duda debes saber, tu padre había estado recibiendo una mensualidad que le proporcioné en los últimos diecinueve años. Me imagino que no debes haber quedado en una situación muy holgada, por lo que continuaré enviándote la mitad de la cantidad que le mandaba a mi hijo y que te será pagada trimestralmente a través de mis abogados.
    Era evidente que el anciano no podía olvidar el pasado y a Xenia le dolió que no expresara el menor deseo de verla.
    La pensión que iba a recibir era de menos de cien libras al año lo cual significaba que sus padres habían recibido cerca de doscientas libras anuales.
    Era una cantidad suficiente para evitar que murieran de hambre, pero Xenia comprendía ahora por qué se habían tenido que hacer tantas economías, aun viviendo en la forma tranquila y modesta en que lo hacían en Little Coombe.
    Pensó que le quedaría algo de dinero después de vender la casita, que, según ella sabía bien, había sido comprada con las joyas que su madre había traído con ella cuando se fugó de Eslovia.
    Pero la propiedad estaba hipotecada y después de pagar la hipoteca y de vender, a su pesar, todos los muebles, tenía tan poco dinero en el banco que el futuro no dejó de inquietarla.
    «Tendré que encontrar algún tipo de trabajo», se dijo, y cuando la señora Berkeley sugirió que podía servirle de dama de compañía, comprendió que no tenía otra alternativa.
    «Sin importar lo que suceda en el futuro», pensó ahora, «tendré las doscientas libras que me prometió Johanna y recuerdos que, de otra manera, no tendría nunca».
    Sin embargo, se sentía asustada.
    Trató de convencerse a sí misma de que era tan parecida a Johanna que nadie podía sospechar que se trataba de otra persona. Pero sabía que eso había sido posible gracias a que estaba rodeada de gente que no conocía bien a su prima.
    El señor Somerset Donington, lo mismo que Madame Gyula, había conocido a Johanna apenas el día anterior a que salieran de Londres. Pero Xenia sabía que, cuando llegaran a Viena, sería entregada al cuidado de un estadista de Lutenia, pues entonces viajaría en el tren privado del rey.
    Le emocionó mucho descubrir que habían contratado un vagón completo para ella en el tren de Calais a París.
    Hubiera querido preguntar si era posible que conociera la ciudad de la que había oído hablar tanto. Fue una desilusión saber que apenas había tiempo para tomar el tren nocturno que cruzaría Europa y que la dejaría a ella en Viena.
    El señor Donington no dejaba de disculparse por el hecho de que Xenia no dispusiera de una doncella personal.
    —Estoy seguro de que Madame Gyula la ayudará en todo lo que pueda, Alteza —decía el hombre—. No hubo tiempo para contratar a una doncella, pero he enviado un telegrama a Su Majestad explicándole lo que ha pasado y pidiéndole que envíe una doncella en el tren real.
    —Estoy segura de que a Su Majestad no le gustará que lo molesten con cosas tan insignificantes —dijo Xenia.
    —Sé que todo lo que concierne a Su Alteza Real y a su comodidad es para él de la mayor importancia —contestó el señor Donington de manera muy diplomática.
    Xenia esperaba que cuando se quedara a solas con Madame Gyula podría hacerle preguntas acerca del rey, que le sirvieran de guía y la ayudaran cuando se encontrara con él en persona.
    Pero Madame Gyula no hacía otra cosa que lamentarse sobre el accidente y añadir que estaba segura de que el rey la haría responsable de lo sucedido.
    «Si el rey intimida a mujeres de la edad de ella», se dijo Xenia, «¿cómo no va a asustarme a mí?».
    Acostada en la cama, en el vagón privado que sin duda vigilaban todo el tiempo policías en traje de civil, se repitió muchas veces que aquélla era una aventura emocionante que recordaría toda su vida.
    Sentía que, de algún modo, su madre la ayudaría y la protegería a fin de que no cometiera errores serios. No le permitiría, estaba segura, que defraudara la confianza que Johanna había depositado en ella.
    A pesar de lo que su prima le había contado acerca de los amoríos del rey, estaba segura de que él no esperaría que su futura esposa y reina tuviera un amante.
    Xenia se ruborizó con sólo decirse a sí misma esa palabra. ¿Cómo podía una chica bien educada, irse con un hombre como si estuviera casada con él?
    Xenia era muy inocente y no tenía idea de lo que sucedía con exactitud cuando un hombre y una mujer hacían el amor.
    Pero sólo tenía que pensar en sus padres para saber que era algo muy íntimo y que lo que hacían estaba aprobado por Dios.
    Hacer el amor con un hombre por diez días, sabiendo que después no lo volvería a ver, le parecía una cosa muy mala, casi perversa.
    «¿Cómo puede portarse de ese modo?», se preguntaba. «Para hacer eso, debe amarlo; pero no lo suficiente para renunciar a su oportunidad de ser reina».
    Pensó que si alguna vez se enamoraba, se comportaría tal como lo había hecho su madre. No permitiría que nada, ni nadie, se interpusiera en su camino.
    Y si llegaban a ser siquiera la mitad de felices de lo que habían sido sus padres, valdría la pena hacer cualquier sacrificio en aras del amor.
    Por el momento, se limitó a disfrutar de todas las deferencias y consideraciones que la rodeaban, lo cual representaba un gran cambio en comparación con las críticas incesantes de la señora Berkeley.
    El señor Somerset Donington era un diplomático de la vieja escuela, que decía todas las cosas encantadoras que una persona de la realeza deseaba escuchar, suavizando todas las dificultades con una habilidad que revelaba sus largos años de experiencia.
    Poco antes de llegar a Viena, Xenia le preguntó:
    —Dígame señor Donington, ¿por qué me llamaron de Inglaterra con tanta premura?
    Vio que el señor Donington estaba turbado. El no contestó con rapidez y ella añadió:
    —Sería muy bondadoso de parte suya que me dijera la verdad. No quisiera cometer errores al llegar a Molnar.
    Molnar era la capital de Lutenia y era el lugar donde se encontraría con el rey.
    —No, por supuesto que no —reconoció el señor Donington— pero estoy cierto de que Su Alteza tendrá una calurosa acogida de los lutenianos y estos esperarán su matrimonio con gran alborozo.
    Xenia no contestó y él continuó diciendo:
    —Tengo entendido, Su Alteza, que no ha visitado su futuro país desde que su compromiso fue anunciado, ¿no es así?
    —Así es —dijo Xenia.
    —Entonces, debe esperar muchas demostraciones de entusiasmo. No dudo que se dé cuenta de que los lutenianos constituyen un pueblo cordial y extrovertido, que a veces se deja llevar por sus pasiones.
    —¿Qué quiere decir con eso?
    A Xenia le pareció que al señor Donington le hubiera gustado retirar sus palabras y expresar en otros términos lo que quería decir, pero al fin él contestó:
    —Los lutenianos tienen fama de ser un poco temperamentales, debido a su sangre húngara.
    —Siempre he sabido —dijo Xenia— que la corte de Austria, bajo los Habsburgo, es muy rígida y que el protocolo es riguroso en extremo comparado con el de otras cortes.
    Esto era algo que le había oído decir a su madre y el señor Donington estuvo de acuerdo con ella.
    —Eso es verdad —le respondió— pero como bien sabe, el Rey István es muy diferente del Emperador Francisco José.
    —Dígame qué opinión tiene de él, señor Donington.
    —Su Alteza, yo no me atrevería a emitir una opinión… —empezó a decir el señor Donington, pero Xenia lo interrumpió.
    —Me gustaría conocerla. Quiero ayudar a mi futuro país y me será más fácil hacerlo si sé qué piensan del rey los diplomáticos como usted en Inglaterra y en otras partes de Europa.
    El señor Donington pareció sorprendido, pero era indiscutible que le impresionaba la sinceridad de Xenia.
    —Lutenia —dijo después de una pausa— es un país muy importante, por el momento, en el equilibrio del poder. Su padre debe haberle dicho, sin duda alguna, que siempre existe el temor de que el Imperio Otomano se extienda hacia el norte. Y el Imperio Austriaco tiene ambiciones de extenderse hacia el sur.
    Xenia comprendió que debía decir algo y contestó:
    —Sí, eso lo entiendo.
    —Estoy seguro de que Su Majestad, la Reina Victoria, debe haberle dicho lo mismo —dijo el señor Donington con una sonrisa—. Sospecho que ésa fue una de las razones por las que a Su Alteza la invitaron al Castillo de Windsor.
    En lugar de tener que mentir, Xenia le dirigió una leve sonrisa y él continuó:
    —El Rey István, —por lo tanto, se encuentra en una posición ideal para volverse muy importante, con el apoyo y la bendición de Gran Bretaña, Francia y Alemania.
    El señor Donington se detuvo y entonces añadió:
    —He visto a Su Majestad sólo una vez, pero me dio la impresión de que es un joven excepcionalmente inteligente, que podría lograr grandes cosas si se consagrara a la causa de Lutenia.
    —¿Usted cree que no está haciendo eso? —preguntó Xenia. Ahora el señor Donington se mostró turbado en extremo.
    —Le aseguro, Alteza, que no estaba criticando a Su Majestad en modo alguno.
    —No, por supuesto que no —dijo Xenia— pero estoy ansiosa de saber qué podría hacer el rey con exactitud.
    El señor Donington se inclinó hacia adelante.
    —Creo, Su Alteza, que usted podría ayudar mucho a Su Majestad —dijo en voz baja.
    —¿Ayudarlo?
    —Ante todo, a establecer la paz en Lutenia.
    —¿Hay problemas ahí?
    Ahora el señor Donington pareció sorprendido.
    —Pensé que Su Majestad la Reina se lo habría dicho.
    —No entendí… con mucha claridad… qué era lo que estaba… sucediendo —contestó Xenia.
    —Hay muchos disturbios entre los estudiantes y los trabajadores. Existe cierto malestar en todo el país.
    Titubeó un momento y añadió con franqueza:
    —Podría constituir un gran peligro para la monarquía misma, si esos sentimientos no se controlan.
    —¿Cree usted que el rey sería obligado a abdicar?
    —No preveo una cosa tan grave por el momento —dijo el señor Donington a toda prisa—, y sé que, si tal catástrofe ocurriera, Gran Bretaña se sentiría muy alarmada. Por eso, Alteza, debe evitarse cualquier situación que pueda resultar un desastre nacional.
    —Lo entiendo —dijo Xenia en voz baja—. Y, señor Donington, gracias por haber sido tan sincero conmigo.
    —Su Alteza es muy amable —dijo el señor Donington inclinándose.
    Cuando meditó sobre lo que había oído, Xenia pensó que sería un desastre que el rey perdiera su trono y que Lutenia dejara de ser independiente.
    Su madre le había hablado del rey anterior, padre del actual, que había sido amigo personal de su abuelo. Le dijo que de todos los pequeños países de los Balcanes, Lutenia era el más bello.
    —Hay altas montañas cubiertas de nieve, Xenia —decía— y valles fértiles, con ríos plateados que corren a través de ellos. La gente sonríe y parece feliz.
    Era un gran contraste, sabía Xenia muy bien, con Serbia, un país que no le había gustado a su madre y con Bosnia, que le pareció muy incómodo, por su gente sombría y su desagradable comida.
    Deseó ahora haber oído hablar más a su madre de Lutenia. Pero decidió que en el corto tiempo en que estaría ahí, haría todo lo posible por averiguar qué era lo que andaba mal, para prevenir a Johanna.
    Cuando se detuvieron en Viena, Xenia hubiera querido tener oportunidad de conocer a la bella emperatriz, a quienes todos admiraban, pero de quien se decía que llevaba una vida triste y desventurada en el austero palacio de los Habsburgo, bajo la tiranía de su formidable suegra.
    Al pensar en ella se dio cuenta de que no había preguntado sobre los padres del Rey István.
    En la primera oportunidad, desvió la conversación en forma hábil hacia la Reina Madre.
    —Hábleme, Madame —dijo a su dama de honor— sobre la madre del Rey István.
    —Quisiera que la hubiera conocido Alteza —contestó Madame Gyula – Era una persona encantadora en verdad.
    Esto le reveló a Xenia que estaba muerta. Del mismo modo, descubrió que el rey no tenía hermanos, ya que había sido hijo único.
    —Fue una gran tristeza —dijo Madame Gyula— y todo el país espera que el rey tenga muchos hijos.
    Había hablado sin pensar. Entonces miró con nerviosidad hacia Xenia, para ver si no se había molestado.
    —Yo también he descubierto que ser hijo único produce una profunda soledad —dijo Xenia, con lo cual pareció tranquilizar a la mujer.
    —Estoy segura de que Su Alteza será muy feliz en Lutenia. Todos querrán agasajarla y hacerla sentir en su casa.
    Xenia tuvo buen cuidado de no hablar con Madame Gyula sobre la situación del país, pero cuando llegaron a Viena, el señor Donington se despidió y su lugar fue ocupado por el Conde Gaspar Horvath.
    Debido a la rapidez con que había sido llamada de Inglaterra, el Rey István no había podido enviar al Ministro de Asuntos Extranjeros a Londres para escoltarla, como Xenia comprendía que habría sucedido en circunstancias ordinarias.
    En cambio, el Conde Gaspar la estaba esperando en el tren real, y el señor Donington se la entregó, pensó Xenia en secreto, como si fuera una valija diplomática.
    Al principio se mostró más interesada en el tren que en el conde.
    Su madre le había dicho que la Reina Victoria tenía un tren especial en el que viajaba a todas partes y con el aumento de los ferrocarriles en toda Europa, muchos monarcas habían seguido su ejemplo.
    El tren del Rey István, blanco, con el escudo de armas real pintado en alegres colores, parecía un tren de juguete. Todos los sirvientes que viajaban en él llevaban un uniforme especial, blanco y dorado.
    Había un coche-salón lleno de flores, y varios vagones para transportar al séquito y a la servidumbre.
    Apenas Xenia se despidió del señor Donington y le dio las gracias por cuidar de ella, el Conde Gaspar le explicó que el rey y todos en palacio se habían preocupado mucho cuando supieron del accidente ferroviario en que se había visto involucrada.
    —Fue bastante impresionante —dijo Xenia – Por fortuna no resulté herida, pero se me olvidan mucho las cosas.
    —Eso es de esperar, Alteza, pero cuando llegue a Lutenia se sentirá mejor.
    —Eso espero —contestó Xenia.
    En un momento oportuno dijo al conde:
    —Tengo entendido que ha habido problemas en la capital. El conde le dirigió una mirada penetrante, como tratando de averiguar qué sabía.
    Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de cabellos grises, y aunque parecía dedicar buena parte de su tiempo al servicio del rey, debía ser también un deportista y, sin duda alguna, un magnífico jinete.
    —Los lutenianos —le dijo una vez a Xenia su madre— son, por supuesto, magníficos jinetes, lo cual es una característica de su sangre húngara.
    Había lanzado un ligero suspiro al añadir:
    —¡Como quisiera que papá pudiera comprarte un buen caballo para que lo montaras, como los que yo tenía en mi casa!
    —Tenemos la suerte, mamá —dijo Xenia— de que los granjeros quieran tanto a papá que lo dejen montar sus caballos.
    —Tu padre es muy buen jinete —contestó su madre—. En realidad, él lo hace todo muy bien, pero…
    Se detuvo y Xenia había añadido en tono de broma:
    —Creo, mamá, que ibas a decir que hay hombres en los Balcanes que son mejores jinetes que papá…
    —Es una cosa diferente —se apresuró a decir su madre—. Los húngaros, los eslovenios y los lutenianos pasan casi la vida entera sobre la silla. Yo montaba desde los tres años de edad.
    —¿No echas mucho de menos haber dejado de hacerlo, mamá?
    A veces sueño que estoy galopando sobre las estepas —confesó su madre— pero te aseguro que en tanto tu padre tenga un caballo que montar, yo me siento tranquila de quedarme en casa.
    Cuando Xenia fue mayor, comprendió que, a pesar de la generosidad de su madre, no podía evitar ponerse nostálgica cuando veía un buen caballo o a otras personas cabalgando en animales pura sangre.
    Cuando estaban solas, con frecuencia le hablaba a su hija de las hazañas hípicas que había visto de chiquilla, de la forma en que los eslovenos domaban a los potros salvajes y de la magnífica colección de animales que llenaba las caballerizas de su abuelo.
    El conde estaba tratando de contestar la pregunta de Xenia.
    —Hay cierta inquietud en Molnar, Su Alteza, pero estoy seguro de que la gente sólo necesita distraer un poco la mente de sus problemas, en su mayor parte imaginarios, para terminar por olvidarlos.
    «Por eso fue que quisieron que Johanna acudiera a Lutenia a toda prisa», pensó Xenia para sus adentros.
    Como su prima no había estado ahí desde que el rey y ella se comprometieron en matrimonio, tendría que haber, sin duda alguna, presentaciones, recepciones y tal vez un baile.
    Era emocionante para Xenia pensar que, por una vez en su vida, podría asistir a un baile formal.
    Su madre le había descrito con frecuencia los bailes oficiales, pero ella no había asistido jamás a fiesta alguna.
    Se asombró, al llegar a Dover, al ver la enorme cantidad de equipaje que Johanna llevaba con ella y que, por fortuna, había sido rescatado del tren sin haber sufrido daño alguno. El vagón de equipajes no se había volcado y, por lo tanto, no fue difícil transferir los enormes baúles de piel a un segundo vehículo, que los siguió en el recorrido que hizo el carruaje que trasladó a Xenia al puerto.
    Xenia casi quedó sin habla cuando vio lo que contenían los baúles que Johanna llevaba en el tren.
    Había vestidos que jamás soñó ver, y mucho menos usar. Eran tan frágiles, tan exquisitos, que Xenia estaba casi temerosa de ponérselos, con la idea de que podía arruinarlos.
    «Debo tener mucho cuidado», se advirtió a sí misma. Pero era una delicia ver su imagen reflejada en el espejo y saber que parecía en verdad una princesa de cuento.
    Todos los colores habían sido seleccionados para hacer resaltar el rojo cabello de Johanna, que era igual al suyo.
    La única diferencia entre ellas era, tal vez, que la piel de magnolia de Xenia era aún más blanca que la de Johanna. El equipaje no sólo contenía aquellos vestidos, sino un enorme joyero repleto de valiosas joyas que, al parecer, pertenecían al rey. Con gran dificultad, Xenia logró controlarse para no lanzar una exclamación cuando Madame Gyula lo abrió.
    —Fue una gran fortuna —dijo la dama de honor— que yo estuviera a cargo de las joyas, Alteza, y no su pobre doncella. ¡Si se hubieran perdido, habría sido una tragedia!
    —Sí que lo habría sido —dijo Xenia contemplando los collares de perlas y brillantes y los brazaletes que hacían juego, colocados en otra sección del joyero.
    —Tengo entendido que algunas de estas joyas pertenecen a su querida madre —continúo Madame Gyula— así que habría sido una doble pérdida, si hubieran sido destruidas o robadas en ese terrible desastre.
    Xenia no pudo menos que sonreír un poco.
    Con cada kilómetro que avanzaban hacia Lutenia, el accidente ferroviario adquiría mayores y mayores proporciones en la mente de Madame Gyula.
    Estaba segura de, que cuando llegaran, Madame representaría el papel de heroína y, sin duda alguna, se vería rodeada de un fascinado auditorio mientras relataba su traumática experiencia.
    Aquello era una suerte, por otra parte, porque distraía su mente de Xenia y debido a ello no se dio cuenta de varios errores que ella cometió.
    El tren del rey viajaba a gran velocidad, pero aun así, les tomó un día completo y una noche hacer el recorrido de Viena a Lutenia.
    Cuando cruzaron Austria, a Xenia le fue difícil hacer otra cosa que mirar por la ventanilla, fascinada por todo lo que veía.
    Aquí era donde siempre había deseado estar, en la parte de Europa a la que su madre pertenecía y que nunca había soñado, ni por un instante, visitar, excepto en las condiciones más modestas imaginables.
    El que la atendieran y la rodearan de comodidades que estaban más allá de lo que jamás imaginó, resultaba una emoción indescriptible. Y saber que cada vez que se veía al espejo aparecía más hermosa de lo que se viera nunca, le producía indecible placer.
    «Pero sólo soy Cenicienta», se advirtió a sí misma. «A la medianoche, tendré que desaparecer. Sólo que, en este cuento, el hada madrina tomará mi lugar».
    Algunas veces, cuando pensaba en Johanna, se preguntaba qué se sentiría al estar sola con un hombre que uno amaba, ocultándose, porque no debían ser vistos juntos, pero feliz, como Johanna había dicho, al verse en sus brazos.
    Sin embargo, como no podía evitar escandalizarse por la conducta de su prima, trató de no pensar en otra cosa mas que en lo que le esperaba a ella en los próximos días.
    Se deslizaron a través de un paso que cruzaba una alta montaña. Luego, pasaron por un puente a través de un ancho río, entonces les avisaron que estaban ya a sólo una hora de viaje de la frontera de Lutenia.
    —Debe… decirme qué… debo esperar… —dijo Xenia al conde en un repentino acceso de pánico.
    —No será nada que deba asustarla, Alteza —contestó él como si lo sorprendiera el tono de su voz—. El alcalde dirá un discurso de bienvenida y el Ministro de Asuntos Extranjeros se unirá a nuestro tren. Usted ya conoce al señor Miclos Dudich.
    Xenia se llevó la mano a la frente.
    —Pensará que soy muy tonta, señor conde —dijo— pero desde que ocurrió el accidente me resulta difícil recordar a algunas personas. Hábleme un poco del señor Dudich.
    —Lo reconocerá en cuanto lo vea —contestó el conde—. Fue él quien hizo todos los arreglos respecto al anuncio del compromiso con Su Majestad, cuando estuvo con el abuelo de usted en Eslovia.
    —Sí, sí, por supuesto —dijo Xenia – ¡Qué tonta soy! ¡Estos lapsos de memoria me asustan, de veras!
    —Es muy natural —convino el conde con voz tranquilizadora—. Recuerdo que cuando sufrí de conmoción cerebral, después de una caída que tuve cabalgando, perdí la memoria durante dos semanas.
    —Entonces debe comprender lo tonta que me siento —dijo Xenia con una sonrisa—. Y, por favor, ayúdeme si olvido algo que indique el protocolo cuando estemos en Molnar. Creo que Su Majestad insiste mucho en que todo se haga de un modo correcto.
    El conde se mostró escéptico.
    —Si voy a ser franco, Alteza, me gustaría que Su Majestad fuera más exigente respecto a esas cosas.
    —¿De veras? —preguntó Xenia sorprendida—. Pero Madame Gyula…
    El conde se echó a reír.
    — Madame es una de esas personas, Alteza, que están siempre angustiadas porque piensan que van a hacer algo mal. Por lo tanto, exagera cuanto se espera de ella…
    —Ya me estaba asustando. Podría cometer errores y meterme en… dificultades.
    —Si tiene algún problema o comete algún error, Alteza, puede estar segura de que todo luteniano, desde el rey hasta su más humilde súbdito, la perdonarían —dijo el conde con una inconfundible expresión de admiración en los ojos.
    —Espero que esté usted en lo cierto —dijo Xenia dudosa.
    —Haré cuanto esté de mi parte para recordarle lo que se espera de Su Alteza, pero los lutenianos que la conocieron en su propio país nos dijeron que era usted tan segura, tan refinada en todo lo que hacía y decía, que parecería tener diez años más de los que en verdad tiene.
    Xenia sintió que su corazón daba un salto de miedo.
    Los lutenianos, sobre todo su rey, no tardarían en descubrir que ni era refinada, ni tenía experiencia alguna. Lo único que podía hacer era orar para que una inspiración divina le impidiera hacer el papel de tonta.
    Pasó por la tortura de cruzar la frontera, con todas las ceremonias del caso, con bastante habilidad y compostura. Después, continuaron el viaje hacia Molnar.
    Ahora, iba a conocer al rey.
    Su confianza renació cuando, antes de llegar a Molnar, se puso uno de los vestidos más hermosos de Johanna.
    Era verde pálido, en el mismo tono de los brotes de hierba en primavera, como primaverales eran también las flores que adornaban el elegante sombrerito que combinaba con el vestido.
    Cuando terminó de vestirse, Xenia se miró en el espejo y deseó que su madre hubiera podido verla.
    Ahora comprendía por qué la señora Sandon se había lamentado siempre de que su hija no pudiera usar el tipo de vestidos que ella había usado en su propia juventud.
    «Tal vez sería un fastidio tener que estar siempre tan bien arreglada», pensó Xenia tratando de consolarse.
    Entonces comprendió que nunca sería un fastidio verse como se veía en esos momentos y saber, sin la menor vanidad, que era una mujer muy bella.
    —Ya casi hemos llegado, Su Alteza —dijo Madame Gyula, desde la puerta, con acento preocupado.
    Al mirar su imagen reflejada en el espejo, Xenia advirtió que sus ojos parecían haberse agrandado dentro de su carita pálida. «No te preocupes… él pensará que eres Johanna. Todo lo que tienes que hacer es mostrarte agradable», se dijo, en el tono de una maestra de escuela que da instrucciones a una alumna. Pero cuando se dispuso a salir al salón, advirtió que tenía los labios resecos y que sus manos temblaban.
    Sabía que cuando llegara el rey, que estaría esperando en la estación, se encontraría con ella a solas en el tren. Las cortinas serían corridas para que ambos pudieran saludarse sin que los observaran miradas indiscretas.
    Al entrar en el salón, Xenia se dio cuenta de que las luces estaban encendidas. Se preguntó, con repentina tensión, si el rey la besaría.
    Después de todo, estaba comprometido en matrimonio con Johanna y las parejas de prometidos se besaban.
    Nunca la había besado un hombre y pensó con desesperación que Johanna era también una mujer experimentada en ésta, como en muchas otras cosas y tal vez ella cometiera algún error.
    «¿Y si él lo nota y lo considera extraño?“, se preguntó Xenia. Entonces recordó que Johanna le había dicho que ella y el rey habían ya decidido seguir cada uno su camino cuando se casaran. En tal caso, no era muy probable que se mostrara efusivo.
    Era un pensamiento consolador, pero a pesar de ello, cuando el tren entró con lentitud en la estación y Xenia escuchó los primeros vítores y los acordes de una banda, se dio cuenta de que estaba temblando.
    —Estaré esperando afuera del vagón, Su Alteza, para saludar a Su Majestad —dijo Madame Gyula— así que si necesita algo, si puedo traerle algo…
    —No, gracias —contestó Xenia.
    Estaba sentada, muy rígida, en la orilla de una silla, y el conde la miró con cierta preocupación.
    —¿Su Alteza se siente bien? —preguntó – ¿Desea que le traiga un vaso de agua o una copa de vino? Comprendo que cualquier ceremonia debe causarle tensión, después de todo lo que ha pasado en este viaje.
    —No, me siento bien, gracias, señor conde —logró decir Xenia.
    No estaba muy segura de sentirse bien, pero no había tiempo de decir nada más.
    El tren se detuvo y tanto el conde como el Ministro de Asuntos Extranjeros salieron a toda prisa.
    De nuevo se escucharon vítores y el sonido de la música. Después se oyeron voces, lo cual significaba que aquellos que habían acompañado a Xenia en el viaje estaban saludando al rey.
    Con lentitud, mientras el corazón le palpitaba locamente, Xenia se puso de pie.
    Se dijo que debía actuar con absoluta naturalidad, que ahora era Johanna, una joven segura de sí misma, refinada y tranquila.
    Nada de esto significaría nada para ella, ni siquiera el momento en que se reuniría con el hombre con quien estaba comprometida en matrimonio.
    La puerta del vagón se abrió y el rey entró.
    Aunque había pensado mucho en él y había tratado de averiguar todo lo posible acerca de su persona, Xenia jamás supuso que fuera tan impresionante, tan diferente a todos los hombres que había conocido.
    El se quedó mirándola. Xenia advirtió que llevaba puesta una chaqueta militar blanca cubierta de medallas y pantalones rojo oscuro. En la curva del brazo llevaba un sombrero de plumas.
    Casi antes de que se acercara a ella, Xenia observó que tenía la gracia que le confería su ascendencia húngara.
    Pero fue su rostro, y su expresión, lo que atrajo su mirada.
    Era moreno y extreMadamente apuesto, pero nunca, pensó Xenia, había visto a un hombre joven con tal expresión de cinismo y amargura, combinada con una arrogante indiferencia que parecía abarcar a todo lo que le rodeaba.
    Sus ojos oscuros, sin embargo, eran muy penetrantes. Cuando la miró, Xenia sintió como si buscara bajo la superficie algo que estaba seguro de no encontrar.
    Había llegado ya a su lado, antes que ella, con un gran esfuerzo, recordara que debía hacerle una reverencia.
    Cuando lo hizo, él le tomó la mano y debió darse cuenta de que los dedos de ella estaban muy fríos y temblaban.
    —Bienvenida a Lutenia, Xenia Lamento profundamente saber que tuviste una desafortunada experiencia antes de salir de Inglaterra.
    Xenia se incorporó y lo miró. Pero como se sentía muy tímida parpadeó y desvió la mirada.
    —Tuve mucha… suerte de no salir… lastimada —dijo.
    —El conde me dice que estuviste inconsciente algún tiempo. Debiste golpearte la cabeza.
    Xenia comprendió que el conde había sabido esto de labios del señor Donington, y como ello podría excusar cualquier cosa indebida que ella pudiera hacer, contestó:
    —Estoy ya… bien ahora… al menos, eso… creo.
    El rey soltó su mano.
    —¿Me permites decirte que, a pesar de lo que has sufrido, te veo extremadamente bella? El vestido y el sombrero que llevas te favorecen mucho.
    —Gracias…
    A pesar de su resolución de actuar con naturalidad, Xenia no pudo evitar que el rubor aflorara a sus mejillas.
    No era sólo que no estaba acostumbrada a las lisonjas, sino que el rey la estaba mirando con sus ojos oscuros y penetrantes. Además, su voz era más profunda de lo que ella esperaba.
    Algo en el tono de él la hizo sentir como si lo estuviera escuchando, no sólo con los oídos, sino con el corazón.
    —Bueno, creo que hemos estado ya aquí el tiempo suficiente para satisfacer las ideas románticas del populacho —dijo el rey de pronto, cambiando de tono—. ¿Estás lista para irte?
    Hablaba en una forma tan diferente de como lo hiciera un momento antes, que Xenia lo miró con sorpresa. Entonces dijo a toda prisa:
    —Sí… desde luego. Estoy… lista.
    El rey abrió la puerta y Madame Gyula y el conde se apresuraron a entrar.
    —Acabemos de una vez con esto, Horvath —dijo el rey— y espero que haya suficientes soldados en toda la ruta.
    Xenia oyó lo que el rey había dicho, pero no la respuesta del conde. No tuvo tiempo de preguntar qué significaba eso, porque el rey estaba muy impaciente.
    Salieron al andén. La Guardia de Honor se puso en actitud de atención y la banda empezó a tocar. Se quedaron de pie, sobre una alfombra roja, uno junto al otro, hasta que terminaron de escuchar el himno nacional.
    Los vítores estallaron entre la multitud congregada en la estación, constituida por personas de importancia, invitadas especialmente para la ocasión.
    Se acercaron varios dignatarios que fueron presentados a Xenia. Después, ella y el rey avanzaron a través de la Guardia de Honor, hacia un carruaje que los esperaba frente a la estación.
    Viajarían solos en un landó abierto, tirado por seis caballos grises, tres de ellos conducidos por postillones con elaborados uniformes dorados.
    Xenia recordó lo que su madre le contaba acerca de su comportamiento cuando vivía en su palacio de Eslovia, así que movió la mano hacia la multitud y sonrió.
    Su madre había dicho una vez:
    —Mi madre consideraba que era demasiado familiar y poco digno sonreír. Mi padre pensaba lo mismo; pero Dorottyn y yo siempre sonreíamos y saludábamos con la mano. Y sentíamos que algo andaba mal si la gente no nos sonreía a su vez.
    —Estoy segura de que tu pueblo te amaba, mamá —había respondido Xenia.
    —Dorottyn y yo solíamos pensar así —contestó la señora Sandon— pero algunas veces me ponía a pensar si los miembros de la realeza no debíamos dar más a la gente. ¡El pueblo hace tanto por nosotros! Tal vez nosotras podíamos haberlo ayudado de muchas maneras. Una sonrisa es un pago bastante modesto para una vida de servicio.
    Su madre hablaba muy en serio, pero Xenia no había comprendido, en aquel entonces, lo que había querido decir. Pero ahora, al recordar sus palabras, sonrió y movió la mano a modo de saludo, como pensaba que debía hacerlo una princesa, y sintió, aunque no estaba segura, que la gente parecía complacida con ella.
    El rey no hizo ningún esfuerzo por responder a los saludos de la multitud. Permaneció recostado en un rincón del carruaje, con aire de profundo aburrimiento.
    A ella le costaba trabajo apartar los ojos de la multitud o dejar de contemplar los edificios ante los que iban pasando y observó que los árboles que bordeaban los caminos estaban llenos de capullos de brillante colorido.
    —Todo es muy hermoso —exclamó ella.
    —¿Hermoso? —preguntó el rey—. Recuerdo que dijiste que mi país era demasiado pequeño e insignificante, y que si tuvieras alguna alternativa, preferirías vivir en Francia o en Inglaterra.
    Xenia no contestó, pero se preguntó cómo podía haber expresado Johanna una opinión tan poco agradable acerca del país sobre el cual iba a reinar.
    Los caballos dieron la vuelta a una plaza llena de gente y tomaron después otro camino.
    Se escucharon aún vítores y se vio a gente que saludaba durante la primera mitad del camino; pero, entonces, de pronto, la multitud pareció aquietarse y el carruaje avanzó más de prisa. Agitando aún la mano, Xenia advirtió muchos rostros de expresión grave, que los veían pasar en silencio.
    Llevaban cartelones escritos con palabras que al principio no pudo leer, pero luego aparecieron otros con letras más grandes, cuyo significado comprendió.
    Leyó asombrada:
    ¡A BAJO ! ¡L OS D ESPRECIAMOS !
    Después, otro cartelón que decía:
    ¡E XIGIMOS J USTICIA !
    Debido a que nadie respondía a su saludo, bajó la mano y la dejó sobre su regazo.
    —¿Qué es lo que sucede? —preguntó al rey—. ¿Quiénes son estas personas?
    —Son estudiantes revolucionarios —contestó él—. No les hagas caso.
    Casi como si hubieran escuchado sus palabras, los estudiantes estallaron de pronto en ruidosos abucheos. Gritaban en forma ofensiva.
    El cochero fustigó a los caballos y empezaron a avanzar a mucha mayor velocidad que antes. Pero la atmósfera hostil que los rodeaba pareció aumentar y Xenia sintió miedo.
    Recordó historias que había oído contar desde niña, acerca de asesinos consagrados a exterminar a la aristocracia, y anarquistas que arrojaban bombas a los monarcas.
    Como aquello era tan amenazador e inesperado, casi sin pensar en lo que hacía, deslizó su mano en la del rey.
    —¿Serían capaces de… hacernos daño? —preguntó.
    El la miró, sorprendido del temor que vio en sus ojos. Entonces contestó:
    —Sólo están tratando de molestarnos. Debí haberte advertido que algo así podía suceder.
    Demasiado tarde, Xenia recordó que su madre siempre le había dicho que los miembros de la realeza nunca demostraban temor.
    Con frecuencia, le había contado historias acerca de lo valientes que eran los reyes y las reinas, aun en los casos en que eran arrojadas bombas a sus carruajes y que casi siempre mataban a sus caballos.
    «Me estoy portando como la plebeya que soy», pensó Xenia. Al mismo tiempo, siguió aferrada a la mano del rey, pues le resultaba confortante.
    Unos cuantos segundos después, los estudiantes quedaron atrás y una vez más aparecieron las multitudes de gente que los aclamaba y saludaba con la mano. Eran, en su mayor parte, mujeres y niños.
    Entonces, frente a ellos, construido sobre una colina, al fondo de una ancha avenida bordeada de árboles en flor, Xenia vio el palacio.
    Se veía tal como ella pensaba que debía ser un palacio: impresionante y romántico, con torreones a los lados y con verjas de hierro forjado de puntas doradas a la entrada.
    Había retirado su mano de la del rey, cuando empezó a saludar de nuevo a la multitud. Ahora, olvidados ya sus temores, se volvió hacia él con ojos muy brillantes.
    —¡Es justo el tipo de palacio en el que debe vivir un rey! —dijo – Es tan hermoso e impresionante como tu hermoso país.
    Al decir eso, dirigió la vista a una enorme montaña que se erguía exactamente atrás del palacio. Más allá, rodeando todo el valle en que se encontraban, se divisaba una gran cordillera de montañas en la distancia, cuyas cumbres cubrían todavía las nieves del invierno anterior.
    —¡Es hermoso! —exclamó Xenia – ¡Cuán hermoso! ¿Cómo no puede ser feliz alguien aquí?
    —¿Y tú piensas que lo serás? —preguntó el rey en un tono inconfundible de duda.
    Sus palabras fueron como un cubo de agua fría volcado sobre el rostro de Xenia. Demasiado tarde, comprendió que había estado hablando, no como Johanna, sino como ella misma, diciendo lo que ella, Xenia… una impostora, una falsa princesa… pensaba en realidad.

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