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Capítulo 1


    1883
    E L tren, que había salido de la estación Victoria de Londres con quince minutos de retraso, estaba tratando de reponer el tiempo. A Xenia le parecía que el vagón se balanceaba en una forma por demás desagradable.
    Aunque lo había resentido en el primer momento, se alegraba ahora de que la señora Berkeley hubiera insistido en llevar las ventanillas cerradas, a fin de que no las envolviera el humo negro de la máquina.
    Sentada frente a su patrona, Xenia pensó por milésima vez en lo afortunada que era al tener la oportunidad de cruzar el Canal de la Mancha y visitar Francia. La señora Berkeley desde luego, no permitía que lo olvidara un solo instante.
    —La mayor parte de las jóvenes —decía con voz dura e irritable— se sentirían muy emocionadas de poder conocer la Europa continental, pero en tu caso, es gran suerte.
    Con ello se refería, una vez más, al hecho de que Xenia se había quedado sin un centavo a la muerte de sus padres. Aunque Xenia había esperado que alguno de sus familiares se hiciera cargo de ella, fue una desconocida, una mujer que se enorgullecía de sus impulsos caritativos, quien la había llevado a su casa.
    La honorable señora Berkeley era viuda del Squire [1] , en el pequeño pueblo donde Xenia había vivido toda su vida.
    La mayor parte de sus habitantes estaban empleados en la extensa propiedad de los Berkeley, pero el padre de Xenia había sido la excepción y ella pensaba, en secreto, que la señora Berkeley resentía no haber podido tratar a los padres de ella con el mismo aire de superioridad con que trataba a todos los demás.
    Parecía imposible que la señora Berkeley, con su gran fortuna, sus extensas propiedades y su magnífica mansión, pudiera haber estado celosa de la modesta y tranquila señora Sandon, quien no hacía el menor esfuerzo por sobrepasar a nadie.
    Sin embargo, Xenia sabía que su madre, a diferencia de la señora Berkeley, era amada por todos los que la conocían, gracias a su simpatía, su comprensión y su dulce personalidad.
    La señora Berkeley había estado siempre decidida a imponerse a los Sandon. El hecho de que su única hija hubiera quedado huérfana y desamparada, había satisfecho su vanidad, en alguna forma oscura.
    —¿Qué habrías hecho —preguntaba a Xenia una y otra vez— si yo no te hubiera tomado bajo mi protección y te hubiera convertido en mi dama de compañía, además de pagarte un salario excesivo, considerando lo poco que haces?
    Esto, pensaba Xenia, era injusto.
    En su condición de dama de compañía de la señora Berkeley, empezaba a trabajar en cuanto amanecía y no terminaba hasta bien avanzada la tarde.
    Siempre había algo que traer o llevar, o mensajes que entregar, además de incontables deberes que debían haber correspondido a la doncella.
    Lo más duro de todo era escucharla quejarse, durante largas horas, no sólo de Xenia sino de otras personas. La señora Berkeley esperaba la perfección en todo y nunca estaba satisfecha.
    Xenia se había sentido muy desventurada debido a la muerte repentina de sus padres, pues ambos habían sido víctimas de un tipo virulento de influenza que arrasó Inglaterra y llegó hasta el pequeño pueblo de Little Coombe.
    Todo sucedió en una forma tan repentina, que Xenia casi no tuvo tiempo de darse cuenta de que se había quedado sola en el mundo, sin nadie de quién ocuparse, ni que se ocupara de ella.
    La señora Berkeley, como una hada madrina de exagerada benevolencia, se la había llevado a su mansión, llamada Las Torres de Berkeley, y antes que tuviera siquiera tiempo de secar sus lágrimas, ella le empezó a dar órdenes con la firme severidad de un sargento que está entrenando a un joven recluta.
    —El llorar no te sirve de nada —le decía la señora Berkeley con voz aguda—. Yo he aprendido en la vida que es inútil luchar contra lo inevitable… y la muerte lo es.
    Se detuvo para añadir con voz firme:
    —Reconoce de una vez por todas, que eres una joven muy afortunada, porque yo te he tomado bajo mi protección. Demuéstrame tu gratitud tratando de hacer lo que te pido.
    Habría sido mucho más fácil, pensó Xenia, si hubiera existido algún método o rutina en las exigencias de la señora Berkeley, pero sus órdenes cambiaban constantemente, no sólo de un día para otro, sino de una hora a la siguiente.
    —Pero usted me dijo que hiciera eso —protestaba algunas veces cuando la había reñido y llamado «tonta».
    —No te importe lo que dije antes —decía la señora Berkeley con brusquedad—. Esto es lo que quiero ahora y espero que lo hagas a mi modo.
    Algunas veces Xenia empezaba a preguntarse con desaliento si no sería, en verdad, tan tonta como la señora Berkeley le aseguraba.
    Su padre siempre la había considerado inteligente, y su madre la había amado de un modo tan profundo, que nunca pareció encontrar defecto alguno en una hija tan querida.
    Cuando llevaba nueve meses al servicio de la señora Berkeley, Xenia llegó a la conclusión de que una de las razones por las que su patrona trataba siempre de encontrar defectos en su carácter, era debido a sus indiscutibles atractivos físicos.
    Era imposible ignorar la belleza que Xenia había heredado de su madre, ni ocultar el hecho de que se veía diferente a otras chicas de su edad.
    La gente lanzaba exclamaciones de admiración al verla y le decía cumplidos, lo cual enfurecía a la señora Berkeley y la hacía apretar los labios.
    La señora Berkeley tenía ya más de cuarenta años, pero había sido bien parecida en su juventud y no había la menor duda de que le disgustaba que todos los visitantes de Las Torres de Berkeley miraran a Xenia con asombrada admiración.
    Algunas veces, Xenia se preguntaba de qué le servía ser bella, si ello era un estorbo en vez de una ayuda.
    Pero también había momentos en que la mirada de un hombre, sin importar lo viejo que fuera, resultaba un consuelo para ella.
    «Tal vez algún día», pensaba, «encontraré a alguien que me ame… y entonces escaparé de aquí».
    Sabía que era perverso de su parte no sentir más gratitud hacia la señora Berkeley, pero la humillaba tener que estar oyendo todo el día sus críticas y sus burlas.
    Todo aquello era muy diferente de la felicidad que había conocido en su propio hogar.
    La vida era muy tranquila en su casita de techo de paja que, sin embargo, tenía muchas comodidades en comparación con otras casas de Little Coombe.
    —¡Realmente, este lugar es casi habitable! —había comentado la señora Berkeley cuando la visitó después del funeral.
    Observó a su alrededor y percibió el atractivo decorado de las pequeñas habitaciones y los muebles finos que los padres de Xenia habían logrado reunir a través de los años.
    La actitud condescendiente de la señora Berkeley era lo que más molestaba a Xenia.
    Con frecuencia, tuvo que vencer el impulso de decirle la verdad sobre su madre y divertirse al ver cómo cambiaba su actitud, pero eso habría sido traicionar lo que consideraba un secreto sagrado.
    Tenía catorce años cuando la señora Sandon le había dicho un día:
    —Debes haberte preguntado, querida mía, por qué nunca te he hablado de mis padres, ni de mi familia.
    Xenia la miró con los ojos muy abiertos mientras ella continuaba:
    —Todos los familiares de tu padre viven en el norte, aunque la mayor parte de ellos ha muerto ya. Pero yo tengo familia, también.
    —¿De veras, mamá? —Habría preguntado Xenia – ¿Por qué nunca me habías hablado de ella?
    —Porque mi pasado es un secreto y lo que voy a decirte debe seguir siéndolo. Debes prometerme que nunca hablarás de esto con nadie.
    —¿Por qué no, mamá?
    —Cuando tu padre y yo nos fugamos para hacer nuestra propia vida, corté los lazos que me unían, no sólo con mis padres, sino con mi hermana gemela.
    —¡Mamá! —La expresión de Xenia había sido de franco asombro—. ¿Te fugaste con papá? ¡Qué emocionante! ¡Qué romántico!
    —Fue muy romántico, Xenia —dijo su madre con una sonrisa— y jamás me he arrepentido. ¡No sólo fue lo más inteligente que hice en toda mi vida, sino que me convirtió en la mujer más feliz del mundo!
    No había la menor duda, pensó Xenia, de que sus padres eran muy felices.
    Sólo tenía que observar la expresión del rostro de su madre, cuando su padre entraba en una habitación, y advertir la mirada de adoración que le dirigía a su esposa para comprender que ambos vivían en un mundo aparte, donde reinaba la felicidad.
    —Con frecuencia me he preguntado dónde habías nacido mamá; pero cuando te pedía que me lo dijeras, no habías querido hacerlo, hasta ahora. Sólo sabía que eras de alguna parte de Europa.
    —¿Cómo sabías eso? —preguntó la señora Sandon. Xenia se había echado a reír.
    —La gente siempre dice que tu cabello y el mío son del color del de la Emperatriz de Austria, y que debemos tener sangre húngara en las venas.
    —Ambas cosas se apegan a la verdad —dijo la señora Sandon.
    —Entonces… cuéntamelo todo, mamá, y te prometo que nunca revelaré tu secreto a nadie.
    La señora Sandon se había detenido un momento y entonces dijo:
    —Mi padre… tu abuelo… ¡es el Rey Constantino de Eslovia!
    Xenia la miró con la boca abierta.
    —¿Es verdad eso, mamá, o es sólo un cuento de hadas? —Es verdad— dijo la señora Sandon con una sonrisa. —Entonces, ¿por qué no tienes ningún título?
    —Eso es lo que voy a explicarte, querida mía. Yo renuncié a todo al fugarme con tu padre.
    Xenia, uniendo las manos, había escuchado con gran atención, mientras su madre, con una mirada que parecía perderse en el pasado, le decía:
    —Me hubiera gustado que hubieras visto a tu padre cuando llegó por primera vez al palacio. Era tan apuesto, se veía atractivo en su uniforme, que yo sentí que mi corazón dejaba de latir. Comprendí, casi en el momento mismo en que lo vi, que me había enamorado de él.
    —¿Y él también se enamoró de ti, mamá?
    —¡En forma instantánea! Me dijo años más tarde que le pareció verme envuelta en una luz blanca… y que yo era la mujer que había estado buscando toda su vida.
    —¿Y él te dijo que se sentía así?
    —No en el momento de conocernos —contestó su madre—. Era difícil para nosotros estar juntos, pero de algún modo nos ingeniamos para hacerlo. Nos vimos a los ojos, su mano tocó la mía, y no hubo necesidad de palabras. Ambos sabíamos que nos pertenecíamos.
    —¿Qué sucedió? —había preguntado Xenia, casi sin aliento.
    —Luchamos contra nuestros sentimientos, pues sabíamos que nuestro amor no sólo consternaría a todos, sino que acarrearía una enorme oposición.
    —¿Me quieres decir que tu padre, el rey, no consideraba a papá un esposo adecuado para ti?
    —El no hubiera considerado posible jamás una unión así. Dudo mucho que se hubiera dado cuenta hasta entonces de la existencia de tu padre.
    —¿Por qué fue papá a tu palacio?
    —Llegó a Eslovia como uno de los ayudantes de un general inglés que iba en una misión militar.
    —Debe haber sido difícil para ustedes aun verse —dijo Xenia llena de compasión.
    —Habría sido imposible si mi hermana gemela no hubiera sido exactamente igual a mí —explicó su madre.
    —Nunca me dijiste que tenías una hermana gemela —la había interrumpido Xenia en tono acusador.
    —¡Si supieras cuánto ansiaba decírtelo y hablar sobre ella! Supongo que era inevitable, puesto que los gemelos están más unidos entre sí que con cualquier otro familiar y cuando me fugué con tu padre, aunque lo amaba mucho, una parte de mí misma pareció quedarse con Dorottyn.
    —¡Qué bonito nombre! —exclamó Xenia – Y siempre me ha encantado el tuyo, mamá… Lilla.
    —Yo quería cambiarlo por Lilly cuando llegué a Inglaterra, pero tu padre no lo permitió. Insistió en que Lilla me quedaba muy bien y ya sabes que yo hago siempre lo que él quiere.
    —Y él hace lo que tú quieres —dijo Xenia, riendo.
    —¡He sido tan afortunada…! —exclamó la señora Sandon con suavidad.
    —¿No lamentas haber dejado tu palacio y a toda tu familia?
    —He echado mucho de menos a Dorottyn —contestó su madre—. Pero no me resulta fácil perdonar a mis padres por haberme borrado de sus vidas y actuar como si yo no existiera.
    —¿Cómo pudieron hacer eso? —había preguntado Xenia indignada.
    —Supongo, volviendo la vista atrás, que mi conducta fue terrible, desde el punto de vista de ellos. No sólo me enamoré de un plebeyo, sino que rechacé un ventajoso matrimonio que había arreglado para mí y que beneficiaría al país.
    —Siempre he entendido que los matrimonios reales son arreglados —dijo Xenia.
    —Y muchos otros también —reconoció la señora Sandon – No se supone que las mujeres de la realeza tengan deseos ni sentimientos propios, sino sólo un profundo sentido del deber hacia su país.
    Se había echado a reír, levantando los brazos.
    —¡Oh, Xenia! ¿Cómo podría explicarte lo diferente que es estar casada con tu padre y saber que él me ama por mí misma y nada más? Pero no pude darle dote… ¡nada!
    —¿Y papá tuvo que dejar su regimiento?
    —Por supuesto —dijo la señora Sandon – Habíamos causado un escándalo y eso era imperdonable. Todo fue acallado y mantenido en secreto hasta donde fue posible, no sólo debido a la oposición de mi familia, sino porque era inconcebible que un militar inglés se fugara con la hija de un rey. Creo que eso perjudicó mucho a la misión británica.
    Xenia se echó a reír ante el tono que su madre había dado a su voz.
    —Cualquiera pensaría que una cosa así no importaba —comentó.
    —¡En todo palacio hay un protocolo muy estricto… y todo tiene gran importancia! Así que tu padre y yo tuvimos que desaparecer.
    —¿Fue por eso que vinieron a vivir a Little Coombe?
    —Tu padre conocía este lugar. Y cuando yo vi lo bonito que era el pueblo y me mostraron la casita disponible aquí para nosotros, me pareció que había llegado al paraíso —dijo la señora Sandon.
    Miró a su hija y continuó:
    —Cuando te enamores, queridita, comprenderás que todo lo que uno quiere es estar sola con el hombre que ama y tener la oportunidad de cuidarlo. Nada más tiene la menor importancia.
    —Estoy segura de que papá piensa lo mismo.
    —Así es, aunque él lamenta, lo cual es del todo innecesario, no haberme podido dar todas las comodidades que tenía en Eslovia.
    —¿Es debido a que se fugaron ustedes que hemos sido siempre tan pobres?
    —Exacto, mi amor. Y aunque eso no me ha preocupado nunca, hay muchas cosas que hubiéramos querido darte a ti, pero no fue posible.
    —Yo soy muy feliz —había respondido Xenia – Mientras pueda cabalgar con papá y tú puedas enseñarme tantas cosas, me consideraré muy afortunada.
    La señora Sandon rodeó a Xenia con un brazo y la besó.
    —Eso es lo que quería que dijeras, mi amor, cuando te revelara mi secreto.
    —¡Es muy emocionante! —exclamó Xenia – Pero ¿por qué tu hermana no se mantuvo en contacto contigo? Ella debe haberte echado de menos también.
    —Sé que Dorottyn me extrañó tanto como yo a ella —reconoció la señora Sandon— pero ella se quedó en casa y no hubo posibilidad de que se comunicara conmigo contra los deseos de nuestro padre. Además, ignoraba mi paradero.
    —¿Tú no le escribiste?
    —No. Eso habría resultado muy embarazoso para todos. —¿Y ella se casó?
    —Sí. Vi el anuncio de su matrimonio, un año después de que salí de Eslovia, con el Archiduque Federico de Prusen. —Parece tratarse de un hombre muy importante.
    —Sí, por supuesto. Era el hombre con quien mi padre pensaba casarme —contestó su madre—. Pero te aseguro, querida mía, que en ningún momento habría querido cambiar de lugar con mi hermana gemela.
    —¿Tiene ella hijos? —había preguntado Xenia con curiosidad.
    —No lo sé —contestó la señora Sandon con voz llena de tristeza—. Los periódicos ingleses, ya sabes, no se interesan mucho en los estados europeos muy pequeños. Algunas veces mencionan a Eslovia, y hace dos años me enteré de que mi madre había muerto.
    —¿Tu padre vive todavía?
    —Sí. Ahora es un anciano. La última vez que leí algo sobre él se decía que su salud era precaria. Pensé que tal vez viniera para algunas de las celebraciones importantes que han tenido lugar en Inglaterra en estos años, pero me imagino que está demasiado enfermo para viajar.
    Xenia había lanzado un suspiro.
    —Es difícil pensar en ti, mamá, como en la hija de un rey. —Es algo que ya había olvidado y que tú también debes olvidar.
    —No quiero olvidarlo —contestó Xenia – Quiero recordarlo.
    Ahora sé por qué tienes tanta dignidad, mamá, y por qué papá te gasta bromas refiriéndose a tu aristocrática nariz.
    Se había puesto de pie de un salto para correr hacia un espejo que colgaba de la pared.
    —Tengo una nariz como la tuya —dijo – En realidad, me parezco mucho a ti, con mi cabello rojo y los ojos verdes. ¿Crees que yo también tengo aspecto de aristócrata?
    —Espero que siempre te comportarás como una dama aristócrata —dijo la señora Sandon— y eso significa ser orgullosa y valiente, y considerada y comprensiva con los demás.
    —Como eres tú, mamá —dijo Xenia – Lo intentaré. ¡De veras lo intentaré! ¡Todo es tan emocionante, mamá!
    —No, no lo es en verdad. Y recuerda, Xenia: nunca debes decir a nadie quién soy. Mi padre, como lo hizo mi madre cuando vivía, actúa como si yo hubiera muerto.
    La voz de ella pareció quebrarse y Xenia se había apresurado a echarle los brazos al cuello.
    —No te preocupes, mamá —dijo – Nos tienes a papá y a mí y nosotros te queremos mucho.
    —Eso es lo que importa. Y te aseguro, Xenia, que es mucho mejor vivir en una casa donde hay amor, que en el más suntuoso de los palacios del mundo.
    Xenia pensó que su madre había dicho una enorme verdad cuando no encontró el menor rastro de amor en el lujo oropelesco de Las Torres de Berkeley y muy poca consideración para los demás.
    —¡Caramba, muchacha, cuánto tiempo te tardaste! —comentó la señora Berkeley con voz desagradable cuando Xenia le trajo algo que le había pedido en cierta ocasión, y que le costó mucho trabajo encontrar.
    —Estaba en la parte más alta de la casa —había explicado Xenia, disculpándose.
    —A tu edad puedes sin duda alguna subir unos cuantos escalones —había replicado la señora Berkeley – ¡Cuando quiero algo, lo quiero inmediatamente! Debes aprender a darte prisa.
    «Me di mucha prisa», hubiera querido contestar Xenia, pero comprendió que era inútil discutir, pues la señora Berkeley encontraba siempre un motivo de crítica.
    En otras ocasiones había reprendido a Xenia por subir y bajar corriendo la escalera, diciendo que era una cosa muy poco digna y que constituía un mal ejemplo para los sirvientes.
    Por la noche, cuando se encontraba acostada en la amplia y cómoda alcoba que le había sido proporcionada en aquella mansión para estar cerca de la señora Berkeley por si ésta la necesitaba, suspiraba pensando con nostalgia en la diminuta habitación, de techo inclinado, que había ocupado en su propia casa.
    En aquel dormitorio de pequeñas ventanas de cristales en forma de rombos, había pensado que el mundo exterior estaba lleno de sol y de risas.
    Dentro de la pequeña casa de sus padres había una atmósfera de paz y de dicha que ella no había apreciado de verdad hasta que la perdió.
    —No has escuchado nada de lo que te estaba diciendo, Xenia —dijo ahora la señora Berkeley con brusquedad.
    —Lo siento —respondió Xenia a toda prisa—. Es que las ruedas hacen mucho ruido.
    —No espero tener que decir dos veces las cosas a nadie. Te estaba explicando que debes tener mucho cuidado con nuestro equipaje de mano cuando lleguemos a Dover. Todos los europeos del continente son ladrones. No quiero encontrarme con que todas mis preciosas posesiones han desaparecido, mientras tú estabas papando moscas.
    —Tendré mucho cuidado —prometió Xenia.
    —Así espero. Después de todo, me ha costado mucho dinero traerte en este viaje.
    —Lo sé muy bien —asintió Xenia— y se lo he agradecido muchas veces.
    —¡Como debe ser! —replicó la señora Berkeley – Sólo ese vestido que llevas puesto cuesta una suma considerable de dinero. Pero, claro, no puedo traer como dama de compañía a una muchacha vestida con harapos.
    Eso era falso y ofensivo. Xenia sintió que el color subía a sus mejillas, pero había aprendido, para entonces, a no decir nada ante tales provocaciones.
    La señora Berkeley se había esmerado en burlarse y en menospreciar la ropa que había traído consigo cuando se instaló en Las Torres de Berkeley.
    Sus vestidos, desde luego, estaban hechos de tela barata, pero su madre los había confeccionado con gran cuidado y eran de un gusto impecable.
    La señora Berkeley había comprado a Xenia algunos vestidos negros, pero después de cinco meses le había ordenado que no siguiera llevando luto.
    —No me gusta ese color —le había dicho—. Además, te hace aparecer demasiado teatral, con ese cutis blanco y anémico que tienes, y ese ostentoso cabello rojo.
    Obedeciendo, Xenia se puso los vestidos que usaba antes que sus padres murieran, sólo para ser ridiculizada y obligada a mostrarse efusivamente agradecida por los que la señora Berkeley le compró para sustituirlos.
    La ropa que Xenia había traído, de colores seleccionados por su madre, acentuaba maravillosamente la blancura de su piel, y eso provocaba la envidia de la señora Berkeley.
    —Xenia tiene un cutis como el tuyo, mi amor —había oído decir a su padre en una ocasión dirigiéndose a su madre—. Parece una magnolia cuando uno la toca o la besa.
    La señora Berkeley procuró seleccionar vestidos que opacaran la blanca piel de Xenia, pero no pudo hacer nada respecto a su cabello.
    Era del rojo Tiziano que tanto amaban los pintores y del tono exacto que Winterhalter reprodujo al pintar el retrato de Isabel, Emperatriz de Austria.
    —¿Estamos emparentadas con la reina más hermosa de Europa? —había preguntado Xenia a su madre, en una ocasión.
    —Sí, es nuestra prima lejana —contestó su madre—. Y tú tienes también sangre húngara en las venas.
    Había sonreído al continuar diciendo:
    —Ahora comprenderás por qué quise que aprendieras tanto el idioma alemán como el húngaro. Tu padre lo consideraba innecesario, pero yo insistí.
    —Tal vez algún día yo pueda ir a Eslovia, mamá.
    —Nuestro pueblo es una mezcla de las dos naciones que se encuentran a cada lado de la nuestra —explicó su madre— pero hemos fundido los dos idiomas, y aunque muchas palabras son alemanas, otras son del todo húngaras.
    Había una expresión en su rostro que hizo a Xenia comprender que su madre estaba mirando hacia el pasado cuando dijo:
    —Mi padre insistió siempre en que fuéramos buenas lingüistas para poder hablar con nuestros vecinos en su propio idioma. Recuerdo que cuando el Rey de Lutenia nos visitó, se mostró encantado porque tanto Dorottyn como yo podíamos hablar con él en luteniano.
    —Yo nunca seré tan eficiente para hablar idiomas como tú, mamá.
    —Es difícil aprender un idioma si nunca has visitado el país de origen —había respondido la señora Sandon— pero vas a darte cuenta algún día de que no es difícil hablar cualquiera de los idiomas balcánicos si sabes alemán, francés, húngaro y, tal vez, un poco de griego.
    Después de que Xenia conoció el secreto de su madre puso gran empeño en estudiar aquellos idiomas.
    Cuando ella y la señora Sandon estaban solas nunca hablaban en inglés.
    Pronto Xenia había empezado a soñar que un día, aunque tuviera que hacerlo en la forma más económica posible, visitaría Eslovia y los otros reinos que su madre había conocido tan bien.
    El hecho de que la señora Berkeley la llevara a Francia era un paso hacia adelante.
    —Supongo que no sabes nada de francés —había comentado su patrona.
    Lo dijo en un tono que hizo a Xenia sentir que esperaba estar en lo cierto, para poder demostrarle su superioridad.
    —Hablo francés —contestó Xenia.
    —¿De veras? —La señora Berkeley enarcó las cejas y entonces añadió— pero, por supuesto… tienes sangre extranjera en las venas. De eso no hay la menor duda. Ni tú ni tu difunta madre tienen nada de inglesas.
    No lo había dicho en forma lisonjera, sino despreciativa, y Xenia no pudo menos que replicar:
    —¡Mamá no era inglesa! Venía de los Balcanes.
    —¡Oh, los Balcanes! —repuso la señora Berkeley, como si hubiera algo de degradante en ello.
    Como Xenia había tenido miedo de perder los estribos, se apresuró a cambiar de tema.
    Ahora se preguntó si a su madre le hubiera complacido saber que iba a Francia.
    Con frecuencia, cuando estaba ya sola en la cama, hablaba con su madre, como si estuviera todavía ahí, y le decía lo triste que se sentía sin ella.
    Sin embargo, sabía que habría sido un gran egoísmo de su parte desear que su padre, o su madre, hubieran sobrevivido uno sin el otro.
    Ellos la amaban, pero no cabía la menor duda de que el gran amor de cada uno de ellos era el que sentía por el otro. Xenia comprendía que si uno de los dos hubiera sobrevivido habría querido morir para estar junto al ser amado.
    La señora Berkeley consultó su reloj.
    —No debemos ya tardar mucho —dijo – En verdad me resulta muy cansado viajar en tren. Estoy segura de que las pobres criaturas que viajan en los vagones de segunda y de tercera deben encontrar agotadora la experiencia.
    Este comentario, como Xenia sabía muy bien, tenía por objeto hacerle notar lo afortunada que era al poder viajar con lujo.
    Xenia iba a hacer algún comentario pertinente al respecto, cuando de pronto se escuchó un ruido semejante a una explosión y, al mismo tiempo, un choque que hizo estremecer con fuerza el vagón. La señora Berkeley lanzó un agudo grito y el vagón se volcó.
    Xenia no gritó. Sólo sintió un intenso miedo que la hizo buscar algo de qué sujetarse, sin encontrar nada.
    Entonces fue lanzada a un lado y perdió el conocimiento…
    * * *
    X enia volvió con lentitud a la realidad. Escuchó un ruido casi indescriptible que le golpeaba sin piedad los oídos y se dio cuenta de que estaba tirada en el suelo. Advirtió, en una forma muy vaga, que alguien la levantaba, recorría con ella cierta distancia y la depositaba en la hierba.
    Sin abrir los ojos, escuchó gritos y lamentos, mezclados con el agudo zumbido del vapor que escapaba del tren y que hacía que todos los demás sonidos resultaran confusos.
    Sintió que volvían a levantarla y debido a que estaba mareada y no recobraba del todo el conocimiento, permaneció inmóvil.
    Poco a poco llegó hasta su mente la impresión de que se encontraba en una especie de camilla; pero el ruido ensordecedor hacía difícil pensar.
    El sonido del vapor que se escapaba pareció intensificarse, y después de un momento Xenia comprendió que quienquiera que la estuviera conduciendo pasaba en esos momentos frente a la locomotora.
    Continuaron y escuchó entonces la voz de un hombre que decía:
    —¡Fue una suerte que la hayamos encontrado tan pronto! Y me alegro también de que la estación esté tan cerca.
    «Ya sé lo que sucedió…», pensó Xenia. «El ferrocarril tuvo un accidente».
    Le pareció un poco tonto no haberlo comprendido antes, pero todo había ocurrido demasiado aprisa: el vagón que se estremecía, la explosión y luego la oscuridad que la envolvió.
    Comprendió vagamente que debía preguntar por la señora Berkeley, pero no se encontraba en condiciones de hacerlo.
    Se sumió de nuevo en el olvido… hasta que un momento después, recobró la conciencia, y comprendió que había sido llevada al interior de un edificio, porque podía escuchar las pisadas sobre la madera del piso.
    —Estará bien aquí —dijo la voz de un hombre—. Enviaré a un doctor, si puedo conseguirlo.
    —Será mejor que lo haga —contestó otra voz— y diga a su señoría que ya la hemos localizado. ¡Estaba como loco!
    Xenia sintió que la depositaban en el piso. Escuchó las pisadas de dos hombres que salían de la habitación y cerraban la puerta tras ellos.
    Se quedó inmóvil por unos minutos y luego, con gran esfuerzo, abrió los ojos. Se encontró mirando hacia un techo y después hacia unos muros pintados en un tono poco agradable de marrón. Supuso que se encontraba en la sala de espera de una estación.
    Todavía atontada, recordó que alguien había dicho que la estación estaba cercana al lugar del accidente.
    Se obligó a sí misma a sentarse y descubrió que tenía razón al suponer que la habían transportado en una camilla. Ésta había sido puesta en un piso cubierto de linóleo.
    La habitación era más pequeña que la acostumbrada sala de espera. Junto a la inevitable banca de dura superficie, había dos sillones frente a una chimenea.
    Lenta, muy lentamente, Xenia se puso de pie.
    «No hay huesos rotos», pensó con satisfacción.
    En realidad aparte de que tenía dolor de cabeza, no parecía haberle sucedido nada serio. Sin embargo, como se sentía débil y asustada, se sentó en la banca. Traía las manos desnudas… porque sus guantes se habían perdido. Se desató las cintas del sombrero y se lo quitó, sintiendo que podría pensar con más claridad sin él.
    «El ferrocarril en el que… viajábamos… sufrió un accidente» se dijo a sí misma. «El tren debe haber chocado con algo… tal vez con otro tren… y la colisión… lo descarriló».
    Exhaló un suspiro y descubrió que le temblaban las manos y no tenía fuerzas en las piernas.
    «Estoy sufriendo los… efectos de la impresión», pensó con sentido práctico. «Lo que necesito ahora es… una bebida caliente».
    Entonces, ya con cierta prisa porque se sentía avergonzada de pensar tanto en sí misma, decidió que debía averiguar qué le había pasado a la señora Berkeley.
    Le pareció extraño que no trajeran a más pasajeros a la sala de espera.
    Notó que había dos puertas y que la del extremo más lejano de la habitación tenía paneles de cristal opaco. Parecía conducir a un guardarropa.
    Una vez más, Xenia se puso de pie.
    Sentía una cadera un poco lastimada, pero era evidente que no había sufrido ningún otro golpe de importancia. Caminó hasta la puerta de cristales y la abrió.
    Tenía razón. Se trataba de un guardarropa y sobre el lavamanos había un espejo.
    Se miró y se dio cuenta de que su rostro estaba muy pálido debido al susto sufrido, lo que hacía que sus ojos se vieran más oscuros y más grandes.
    «Tomaré un poco… de… agua», decidió «y después… iré a buscar a… la señora Berkeley».
    Había dos vasos junto al lavamanos. Dejó que el agua corriera un poco, como le había enseñado su madre, a fin de que el agua saliera más limpia. Entonces llenó uno de los vasos.
    El agua estaba fría y al tomarla se sintió mejor y más tranquila. «Debo tratar… de encontrar… a la señora Berkeley», pensó de nuevo.
    Se lavó las manos y se humedeció la frente.
    «Tengo que… pensar con claridad. Estoy ilesa… y debo… buscar a la señora Berkeley».
    Las palabras se repetían una y otra vez en su mente. Entonces, con gesto resuelto, volvió a la sala de espera.
    Cuando abrió la puerta advirtió que, mientras ella estuvo ausente, alguien más había entrado.
    Era una mujer, y estaba de espaldas. Xenia se acercó a la banca donde había dejado su sombrero y lo tomó por la cinta y en ese momento la mujer se volvió hacia ella.
    Por un momento, Xenia pensó que era difícil verla con claridad. Se dijo que aún no podía fijar bien la vista y que todavía estaba mirando su propia imagen reflejada en el espejo del lavabo.
    «Todavía estoy atontada por el golpe», pensó.
    Entonces la mujer habló:
    —¡Cielos! —exclamó – ¿Quién es usted?
    Xenia no pudo contestar.
    Al mirar a la desconocida, vio que tenía el mismo cabello rojo, la misma piel blanca y los mismos ojos verdes de espesas pestañas oscuras que ella tenía.
    —¿Cómo se llama?
    La pregunta fue hecha con voz aguda y en tono autoritario.
    —Xenia… Sandon.
    —Debí haberlo adivinado, sin preguntártelo.
    —¿Quiere usted… decir que…?
    —Tú eres mi prima. Siempre supe que tenía una, pero no esperaba que fueras tan exactamente igual a mí, aunque nuestras madres fueron gemelas idénticas.
    —¿Quieres… decir que tú… eres la hija de mi… tía Dorottyn?
    —¡Por supuesto! Me llamo Johanna… más bien, Johanna Xenia. Creo que nuestras madres se prometieron mutuamente que si tenían una hija la llamarían Xenia, como se llamaba su muñeca favorita.
    Xenia se echó a reír, aunque su risa era todavía un poco temblorosa.
    —Mamá me dijo eso… pero yo nunca lo creí… nunca pensé que… hubiera en el mundo nadie que se pareciera… tanto a mí.
    —Somos exactamente iguales —dijo Johanna – Pero no es de sorprender, considerando que nuestras madres eran idénticas. Y yo me parezco a la mía.
    —Como yo… a la mía —contestó Xenia.
    Se tambaleó un poco al hablar y Johanna le dijo:
    —Será mejor que te sientes. ¿Estás lastimada?
    —No. Pero perdí… el conocimiento por algunos minutos y me trajeron aquí.
    Johanna se echó a reír.
    —¿Sabes una cosa? —dijo – Creo que pensaron que eras, yo.
    —¿Por qué dices eso? —preguntó Xenia.
    Levantó la mirada con expresión desconcertada.
    —Bueno, sucede que ésta es la estación especial de Lord Warden, dueño de una propiedad llamada Los Cinco Puertos… al menos es lo que me dijeron. Y me imagino que ésta es la sala privada reservada para él. El resto de los pasajeros debe estar en la sala de espera pública.
    —¡Oh, ya veo dijo Xenia – Ahora recuerdo que oí decir a un hombre que era una suerte que me hubieran encontrado tan pronto.
    —Pensaron que se trataba de mí —contestó Johanna. Se sentó en una silla junto a Xenia y se hizo el silencio antes de preguntar:
    —¿Adónde vas? ¿Por qué ibas en el tren?
    —Iba hacia Francia con una señora Berkeley, de quien soy… dama de compañía. Mis padres murieron, ambos, el… año pasado.
    —Lo siento mucho —dijo Johanna – Debió ser terrible para ti.
    —Eramos muy felices —contestó Xenia.
    Su prima le dirigió una mirada interrogante.
    —¿Lo dices en serio? ¿Fue tu mamá en verdad feliz después de fugarse? Yo me lo he preguntado muchas veces y sé que mi madre también lo ha hecho.
    —Mamá y papá fueron increíblemente felices juntos —contestó Xenia – Mamá me dijo con frecuencia que no lamentaba haber sido pobre con papá y vivir en una casita modesta, en lugar de hacerlo en un palacio.
    —Tu madre era una mujer excepcional. Creo que yo jamás podría sentirme así.
    —Lo harías, si estuvieras enamorada.
    —Estoy enamorada —dijo Johanna— pero ¿cómo podría renunciar… a todo lo que siempre he conocido… aun para estar con Robert?
    Xenia la miró sorprendida.
    —¿Estás enamorada de un inglés?
    —Sí, como tu madre… de un inglés.
    —¿Y vas a fugarte con él?
    —Me gustaría hacerlo —contestó Johanna— pero, con toda franqueza, no tengo el valor suficiente para ello.
    —Entonces no estás realmente enamorada.
    —A ti te es fácil decir tal cosa, pero yo tengo que casarme con el Rey István de Lutenia. Así que no sólo mis padres se pondrían furiosos conmigo, sino él también.
    —Mamá estaba exactamente en la misma posición —dijo Xenia – Se suponía que debía casarse con el Archiduque Federi…
    Se detuvo de pronto, al recordar que su madre le había dicho que el archiduque se había casado con su hermana gemela.
    —¿Me quieres decir, de veras, que tu madre debía casarse con mi papá? —preguntó Johanna con incredulidad. Entonces echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír—. ¡Oh, ahora comprendo por qué me han ocultado muchas cosas! ¡Me imagino cómo habrá enfurecido a papá que alguien lo haya dejado plantado por un plebeyo… inglés por añadidura!
    —Pero se casó con tu madre —dijo Xenia a toda prisa.
    —Supongo que, a sus ojos, una gemela era tan buena como la otra —admitió Johanna – Pero no me sorprende que el nombre de tu mamá sea tabú. Sólo puedo hablar de ella cuando estoy a solas con mamá.
    —Mi madre nunca supo de tu existencia —dijo Xenia – Ansiaba saber si tía Dorottyn había tenido hijos, pero no había modo de averiguarlo y no había muchas noticias de Eslovia en los periódicos ingleses.
    —Tampoco se dice mucho de Inglaterra en los nuestros —contestó Johanna— excepto que todos tenemos que inclinarnos ante tu reina, y ¡vaya que es una persona bastante impresionante!
    —¿La has visto? —preguntó Xenia.
    —Acabo de pasar dos noches en el Castillo de Windsor. Ésa es una de las razones por las que me dejaron venir a Inglaterra. Robert estaba ahí y fue maravilloso, debido a los momentos en que pudimos estar juntos.
    Su rostro pareció iluminarse por un instante. Entonces dijo:
    —Pero es inútil. Me han mandado llamar con urgencia y debo ir a Lutenia ahora mismo. No puedo hacer otra cosa que obedecer —dijo Johanna.
    El tono de su voz era desesperado; pero de pronto, miró a Xenia y dijo:
    —¡Oye… tengo una idea!
    —¿Una idea? —preguntó Xenia.
    —Te voy a decir rápidamente lo que pienso y escucha con atención, porque tenemos muy poco tiempo.
    —¿Qué quieres… decir? ¿De qué estás… hablando?
    Johanna miró por encima de su sombrero como si temiera que alguien pudiera escucharlas. Entonces dijo:
    —Había planeado… no me preguntes cómo, porque iba a ser muy difícil… pasar diez días con Robert antes de volver a casa. El tenía todo arreglado e íbamos a estar juntos, por última vez en nuestra vida.
    Un sollozo ahogó por un momento la voz de Johanna.
    —Entonces recibí esta llamada urgente… me enviaron un mensaje diplomático diciendo que debía partir para Lutenia —continuó por fin—. La Oficina Británica de Asuntos exteriores, en combinación con nuestra embajada, ha hecho todos los arreglos.
    Se detuvo antes de añadir:
    —Pero ahora que te he encontrado, puedo ir con Robert, después de todo. Nadie sabrá que no soy yo quien está en Lutenia.
    —¿Qué —e… estás diciendo?— preguntó Xenia.
    —Dices que sólo eres la dama de compañía de una mujer. Si desapareces, ¿se preocuparía mucho por ti?
    —Supongo que haría… averiguaciones…
    —Pensará que resultaste muerta, aplastada, o algo así, por el tren —continuó Johanna – Pero, en realidad, ¡estarás viajando en mi lugar hacia Lutenia!
    —¿Estás loca? ¿Cómo podría hacer una cosa así?
    —¿Quién va a notar la diferencia si somos iguales? —preguntó Johanna.
    Se puso de pie de un salto.
    —Escucha, Xenia —dijo – Alguien podría venir en cualquier momento. Debemos cambiarnos de ropa ahora mismo.
    —No puedo… hacerlo… me descubrirían.
    —No, no lo harán —la contradijo Johanna – Si no sabes todo lo que se supone que debes saber, di que el accidente te dejó atontada, que has perdido la memoria. Sería muy comprensible, dadas las circunstancias.
    Xenia la miró con los ojos muy abiertos.
    —¿Estás realmente sugiriendo… que vaya… en tu lugar?
    —Escúchame —dijo Johanna – Todo lo que tienes que hacer es viajar a Lutenia y averiguar por qué quieren que vaya con tanta premura. Mi compromiso matrimonial fue anunciado hace tres meses, pero no me casaré hasta el próximo otoño. Supongo que debe tratarse de alguna ceremonia en la que debo aparecer, como futura reina. Pero no debe tener ninguna importancia.
    —Pero… el re —rey… tu prometido… sabrá que no eres… tú.
    —Note va a prestar mucha atención, a juzgar por su conducta en el pasado —dijo Johanna.
    —¿Por qué no? No entiendo.
    —Te lo diré mientras nos cambiamos. Ven… entremos rápido al lavabo… debes ponerte mi vestido y yo me pondré el tuyo.
    —¡No podemos… quiero decir… es imposible! —Trató de decir Xenia.
    Pero Johanna la había tomado de la mano y la estaba empujando a través de la pequeña salida, mientras con la mano libre se quitaba el sombrero.
    Ya dentro del lavabo puso el cerrojo a la puerta y dijo:
    —Ahora, empieza a quitarte la ropa.
    —¡Estás loca! —protestó Xenia – En cuanto abra yo la boca la gente comprenderá que algo extraño ha sucedido.
    —Nadie en Lutenia conoce tu existencia —dijo Johanna – Tú hablas eslovenio.
    Era una declaración más que una pregunta.
    —¡Sí, por supuesto! —contestó Xenia – Mamá me enseñó todos los idiomas que ella hablaba. En realidad, el luteniano es casi igual que el eslovenio.
    —Entonces, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó Johanna – Lo único que tienes que hacer es sonreír a todo lo que digan y mostrarte agradable. Después yo me reuniré contigo y podrás volver a Inglaterra.
    Se detuvo antes de añadir:
    —Te pagaré por esto, desde luego. Déjame pensar… en dinero inglés… te daré cien libras… no, doscientas libras.
    —¿Doscientas libras? —exclamó Xenia asombrada.
    Era más de lo que ganaría con la señora Berkeley en años.
    —Puedo disponer de doscientas libras sin que nadie me pregunte qué hice con ellas —dijo Johanna – Además, si te vieras en problemas, Robert, Lord Gratton, como realmente se llama, te ayudará. Te estará muy agradecido porque nos permitiste pasar juntos el tiempo que habíamos planeado.
    —¿Cómo lo conociste? —preguntó Xenia, dominada por la curiosidad.
    Johanna sonrió. Era una cosa extraña verla sonreír, pensó Xenia, porque era como si ése estuviera viendo sonreír a sí misma.
    —Robert fue enviado a la Embajada Británica en Eslovia. Nos conocimos y nos enamoramos como locos uno del otro… ¡y eso es todo!
    —Pero no te vas a fugar con él…
    —El quería que lo hiciéramos y está dispuesto a renunciar a su carrera diplomática. Pero ¿cómo puedo renunciar a ser reina? Además, ¡creo que mi papá me mataría!
    —Mamá nunca se arrepintió de haber huido con el hombre que amaba.
    —Yo me conformaré, por el momento, con disponer de diez días para estar con Robert, como nos habíamos prometido —dijo Johanna – Vamos, Xenia, démonos prisa. En cualquier momento van a localizar a mi horrible dama de honor.
    —No puedes… hacerme esto… no puedes… Johanna —protestó Xenia – ¿Qué dama de honor? y, ¿qué pensarán todos?
    —No pensarán nada —dijo Johanna con demasiada premura para ser convincente—. El único peligro es la Baronesa von Absicht, quien vino conmigo desde Eslovia. Es una vieja entremetida. Pero ¿cómo podrá imaginar, siquiera por un momento, que tú y yo nos conocimos gracias a este choque de trenes?
    —Sí, parece bastante increíble —dijo Xenia.
    —Es como el argumento de una de esas novelitas sensacionales que mamá me prohíbe leer. Y ahora, te informaré acerca del resto de mis acompañantes.
    —¡No… voy a poder hacerlo!
    —Tienes que ayudarme, Xenia —suplicó Johanna – Además, necesitas las doscientas libras… ¡sé que las necesitas!
    Ésa era una verdad irrefutable. Xenia se quitó el vestido, escuchando con atención las palabras de Johanna.
    —La otra dama de honor, Madame Gyula, viene de Lutenia y se reunió apenas hoy conmigo en Londres. Ella no significa ninguna amenaza, porque casi no me conoce. Y está mi doncella personal.
    —Ella, sin duda alguna, sospechará algo.
    —Sólo pensará que estoy un poco atontada y sufriendo tal vez de conmoción cerebral, debido al choque del tren —dijo Johanna con confianza—. Será mejor que nos cambiemos de ropa interior también. La tuya parece un poco inferior a la mía, sin deseos de ofenderte.
    —Nunca he visto nada más bello que esa ropa que traes puesto —dijo Xenia.
    —Bueno, puedes usar toda la que yo tengo y además la que traigo conmigo. Es muy atractiva, porque será parte de mi trousseau . Compré bastantes cosas en París antes de venir a Inglaterra.
    —¿Estás segura de que no te importa que yo use tu ropa?
    —No tendrás otra cosa que ponerte —dijo Johanna – Y no se te vaya a ocurrir reclamar tu propio equipaje.
    Xenia juntó las manos.
    —¡Oh, Johanna… no me hagas esto! Me dará tanto miedo… me aterrorizará pensar que voy a cometer un error. Después de todo, nunca he vivido en un palacio.
    —No necesitas preocuparte por eso —dijo Johanna – Siempre hay alguna vieja oficiosa a tu alrededor diciéndote lo que debes hacer: «no olvide sus guantes, Su Alteza Real», «haga usted una reverencia, Su Alteza Real», «estreche la mano del alcalde, Su Alteza Real». ¡Algunas veces me daban ganas de gritar!
    —Para mí será una enorme ayuda —dijo Xenia.
    Johanna sonrió.
    —Sé que no me dejarás mal, ¡y sólo piensa en lo feliz que seré con Robert! Nos iremos a una casita que él tiene en Cornwall, donde estaremos completamente solos.
    Xenia la miró con los ojos muy abiertos.
    —¿Completamente solos…? ¿Me quieres decir…? ¿Me estás diciendo que…?
    —¿Qué Robert es mi amante? ¡Por supuesto! ¡Lo ha sido desde hace más de un año!
    —¡Oh, Johanna! Nunca imaginé… no sabía que alguien…
    —¿Pudiera actuar en esta forma escandalosa? —concluyó Johanna – No sé cómo te educaron a ti, Xenia, pero esto sucede en todos los países del mundo.
    Se estaba riendo de ella y Xenia lo sabía, pero a pesar de ello no podía menos que sentirse escandalizada.
    Jamás hubiera pensado que una muchacha de su edad, que pertenecía a una familia decente, pudiera tener un amante y estar a la vez comprometida en matrimonio con otro hombre.
    —Pe —pero… ¿y el rey?— tartamudeó después de un momento.
    —El rey tiene a Elga… una amante de la que está enamorado. Y ya hemos acordado que, una vez que estemos casados, cada uno vivirá su vida privada como quiera.
    Xenia no contestó y Johanna dijo:
    —Veo que eso también te escandaliza.
    —Sí, así es —asintió Xenia – Me parece una forma fría y desagradable de casarse.
    —Es desagradable tener que casarse con un hombre al que no amas —dijo Johanna con brusquedad— pero aunque hayas vivido hasta ahora una vida muy sencilla, debes comprender que al realeza tiene ciertas obligaciones que no puede dejar de cumplir. —Mamá las pasó por alto.
    —¡Y escandalizó a toda Europa! Ya sé que todo se ocultó b mejor posible —dijo Johanna— pero, por supuesto, dio lugar muchos rumores. Se transmitió la noticia de una corte a otra. No sólo pensaron que tu madre estaba loca al hacer tal elección, sino que dijeron que era un duro golpe a la monarquía.
    —Mamá nunca pensó que su persona fuera tan importante —dijo Xenia.
    —Lo era, y yo no quiero quedar como un horrible ejemplo para la posteridad.
    Entonces, al ver los preocupados ojos de su prima, Johanna si inclinó y la besó.
    —Deja de preocuparte por mí, Xenia. Estoy haciendo lo que es correcto… para mí, al menos. Nunca podré agradecerte lo suficiente que me hayas ayudado a fin de que Robert y yo tengamos diez días de felicidad.
    Se detuvo para añadir con gran solemnidad:
    —Será todo lo que tendré para recordar en los años venideros. —Decídete, y cásate con él— suplicó Xenia.
    —¡No! Estoy comprometida con el Rey István y quiero ser reina. Todo lo que tienes que hacer es ocupar ahora mi lugar, para que no haya escándalo alguno.
    —Pero ¿cómo volveremos a reunirnos?
    —Deja todo en mis manos —dijo Johanna – Yo me presentaré en el palacio, de algún modo. Tú recibirás tu dinero y volverás a Inglaterra.
    Todo parecía demasiado sencillo, pero Xenia se sentía aún atontada debido al accidente y no tenía ya fuerzas para protestar más tiempo.
    —¿Y qué me dices de ti? —preguntó con voz débil—. ¿Cómo te encontrarás con… Lord Gratton, de nuevo?
    —El destino se mueve en formas misteriosas —conteste Johanna – Robert intenta, aunque le advertí que sería peligroso, verme en Dover. Se adelantó en otro tren que salió más temprano e iba a hacer arreglos para que nos despidiéramos antes que yo abordara el barco para cruzar el canal.
    Se estaba abotonando el vestido azul de Xenia mientras continuaba diciendo:
    —Se hicieron arreglos para que a nuestra llegada fuéramos al Hotel Lord Warden. Robert estará ahí. Cuando le diga que soy libre de irme con él, sé que te lo agradecerá tanto como yo.
    —Va a estar muy preocupado cuando sepa que tu tren sufrió un accidente —dijo Xenia.
    —Supongo que enviarán ahora mismo a Dover una lista de los pasajeros que resultaron ilesos —contestó Johanna – De cualquier modo, no te preocupes por mí. Traigo bastante dinero y puedo cuidarme sola.
    —Creo que eres muy valerosa.
    —Y yo creo que tú eres un ángel, y eso es lo que importa en realidad.
    —Por el contrario, debo estar un poco mal de la cabeza… ¡de otro modo jamás habría aceptado participar en este loco plan!
    —No va a suceder nada. ¿De qué te preocupas? Míranos… ¿quién podría imaginarse siquiera que pueda haber dos primas tan similares? Hace mucho tiempo que todos olvidaron que tu madre y la mía eran gemelas idénticas.
    —¡Tu madre! —exclamó Xenia – ¿Y si ella me ve?
    —No te verá —contestó Johanna llena de confianza—. Aun si ella y papá quisieran ir a Lutenia porque yo estoy ahí, les sería imposible llegar antes que yo.
    —¿Por qué?
    —Porque son invitados del Zar de Rusia en San Petersburgo y no podrán regresar de Rusia antes de diez días.
    —No, es cierto —dijo Xenia con un suspiro de alivio.
    —¡Así que no te preocupes! Todo lo que tienes que hacer es mostrarte muy débil y dejar que todos cuiden de ti. ¡Eso me vuelve loca a mí! Mamá dice que tengo un carácter tan autoritario como papá. A él le gusta dar órdenes, no recibirlas.
    —Tu padre se sentiría… horrorizado, si supiera lo que estamos… haciendo.
    —Nunca lo sabrá. Por cierto, papá, mamá, y el Rey István, me llaman Xenia, aunque nadie más lo hace.
    —¡Qué extraño! ¿Por qué te llaman así?
    —Mamá quería que fuera mi único nombre, porque se lo había prometido a tu madre. Papá insistió en que me pusieran también el nombre de su abuela, pero el Rey István alega que una tía que él detestaba se llamaba Johanna.
    Xenia se echó a reír antes de decir:
    —Bueno, cuando menos contestaré cuando él me hable.
    Johanna se miró en el espejo.
    El vestido azul oscuro de Xenia, de talle ajustado, destacaba su diminuta cintura por encima de la amplia falda, drapeada a la altura de las caderas.
    —Este vestido no está mal —dijo – Podría verme peor.
    —Pero no tienes nada más que ponerte.
    —Eso no tiene importancia —contestó Johanna – Robert puede comprarme todo lo que necesito en Dover. En realidad, necesitaré muy poco… ¡excepto sus brazos en torno a mí!
    Habló en una forma que hizo a Xenia ruborizarse. Entonces, antes que pudiera decir nada más, llamaron a la puerta.
    ¿Está usted bien, Su Alteza? —preguntó la voz de un hombre.
    —Bastante bien, gracias, señor Donington —contestó Johanna – Me estoy arreglando un poco. Saldré en un momento.
    —No hay prisa, Su Alteza.
    —Gracias.
    Oyeron que los pasos se alejaron de la puerta.
    —¿Quién era? —preguntó Xenia en un murmullo.
    —El señor Somerset Donington —explicó Johanna al oído de su prima—. Es de la Oficina Británica de Asuntos Extranjeros. —¿No sospechará nada?
    —No. Nunca me había visto, hasta ahora.
    Xenia lanzó un leve suspiro de alivio.
    —Ahora, sal a la sala —ordenó Johanna – Sólo muéstrate un poco vaga, como si estuvieras sufriendo de la cabeza a causa del choque.
    —¿Y tú?
    —Esperaré aquí, hasta que ustedes se hayan ido.
    —¡Y… no voy… a poder… hacerlo!
    Johanna la besó en la mejilla, a toda prisa y, sin decir nada más, abrió la puerta.
    Se quedó de pie detrás de ella y Xenia no pudo hacer otra cosa que salir hacia la sala de espera.
    Un hombre de edad madura, de expresión preocupada, la esperaba.
    —Siento mucho haberme tardado tanto, Su Alteza —dijo— pero tengo malas noticias.
    Xenia no se atrevía a hablar. Se concretó a mirarlo con expresión interrogante.
    —Me temo que tanto la Baronesa von Absicht como la doncella de Su Alteza están demasiado malheridas para poder continuar el viaje. Ahora las conducen en ambulancia a Dover, donde los doctores piensan que tendrán que permanecer, cuando menos, dos o tres semanas.
    —Lamento mucho saber eso.
    Xenia se sintió sorprendida de haber podido hablar con toda claridad, sin tartamudear. Pensó que Johanna se habría sentido orgullosa de ella.
    —He encontrado a Madame Gyula, sin embargo —continuó diciendo el señor Donington— sólo está un poco asustada, y espera a Su Alteza en este momento en un carruaje, afuera.
    —¿Vamos a viajar en carruaje? —preguntó Xenia.
    —Es un recorrido de sólo tres cuartos de hora hasta Dover —contestó el señor Donington – Y pensé que Su Alteza encontraría menos incómodo partir ahora mismo, que esperar otro tren.
    —Por supuesto —contestó Xenia.
    —Entonces, ¿podemos irnos?
    —S —sí…
    Caminó a través de la sala, preguntándose, al hacerlo, si Johanna pensaría que lo estaba haciendo bien.
    «¡Esto es una locura! ¡Va a terminar en desastre!», se dijo.
    Entonces pensó que cualquier cosa que sucediera era preferible a seguir soportando las represiones y las críticas de la señora Berkeley.
    Y, además, aquélla era una aventura… una loca y emocionante aventura, que había emprendido cuando menos lo esperaba.


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