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CAPITULO XIV: ¡Hatsú huye!

Esa noche, Hatsú permanecía en la residencia que su padre tenía asignada en el área médica de la organización. Estaba acostada, insomne, mirando fijamente el techo blanco del dormitorio. Durante el día le habían hecho nuevas pruebas para asegurarse de que el suplemento alimenticio que lograron sintetizar para ella, el cual sustituiría a las dolorosas transfusiones de las que dependía desde que tenía ocho años y que tan mal le caían cuando se las administraban, no le producían efectos secundarios.

Debería estar aliviada al pensar que por fin se libraría del dolor y de todo el malestar que padecía, el que en varias ocasiones la orilló a la inconsciencia y tal vez a la misma muerte cada mes cuando su padre la transfundía. Sin embargo, ella no se sentía aliviada, mucho menos esperanzada por el éxito de su nuevo tratamiento, ya antes pasó por situaciones similares solo para decepcionarse, descubrir que los intentos habían fallado y volver a las horribles transfusiones. No quería alegrase en vano. Estaba convencida que nada podría curarla.

Hacía tiempo que sospechaba que su padre le ocultaba cosas. Tenía la impresión de que había algo raro en su enfermedad sanguínea, una misteriosa afección sin nombre que solo ella padecía. Presentía que la razón de que su padre no le pusiera un nombre a su padecimiento era el hecho de que era incurable. Ella creía que él no quería que supiera que tarde o temprano esa enfermedad la llevaría a la tumba por más que él se empeñara en buscar nuevos tratamientos en su tozudez de curarla.

Su padre roncaba en la cama de al lado cuando el leve sonido de una puerta abriéndose afuera sacó a Hatsú de sus cavilaciones y la puso en alerta. Fue un ruido apenas audible, tan tenue que ella dudó si en verdad había sido real. Pero entonces escuchó el susurro de voces y ya no dudó más. Se incorporó en la cama y prestó atención a lo que sea estaba afuera.

Pasos. Leves, casi imperceptibles.

Era muy de madrugada para que alguien deambulara por los pasillos, podía ser ese el caso, pero era raro.

Volteó y miró a su padre profundamente dormido en la cama de al lado. La curiosidad la invadía. Hatsú llenó sus pulmones con una gran bocanada de aire y se levantó. Se puso un abrigo sobre el pijama y caminó hasta la puerta, pero se detuvo a segundos de abrirla.

A pesar de que sentía curiosidad por saber que pasaba afuera, también sentía miedo. Ella no era alguien acostumbrada a tomar riesgos, y mucho menos en esa organización llena de personas portentosas que la mayoría de las veces le ocasionaban temor. ¿Y si alguien la veía? No quería que nadie le regañara, ni que su padre se enojara con ella por meterse en asuntos que no eran de su interés, eso la llenaría de vergüenza. Bajó la mano que ya sostenía el picaporte decidida a volver a su cama cuando otro ruido de pasos llamó de nuevo su atención.

No lo pensó más. Giró la perilla de la puerta y asomó la cabeza al blanco corredor. Alcanzó a ver dos figuras vestidas de negro que cruzaron el pasillo y cruzaron hacia el área de investigación. Hatsú tomó de la mesita de noche la llave electrónica de su padre, cerró la puerta tras de sí y siguió a las misteriosas figuras que avanzaban a unos metros delante de ella por el desierto corredor.

Los vio atravesar las puertas acristaladas del laboratorio. Eran un chico y la cazadora rubia que casi se desmayó cuando le dio la mano hace algunos días en la oficina de su padre. Ambos caminaban con cautela, era evidente que actuaban de incógnito y no deseaban ser descubiertos. De seguro, lo que hacían no estaba autorizado por la sección médica. Hatsú los siguió a cierta distancia imitando sus movimientos felinos para no hacer ruido.

Una vez dentro del laboratorio, los dos chicos se separaron. El muchacho se metió en la oficina de la doctora Auberbach y la chica siguió hasta atravesar la sala de investigación la cual era un área restringida a la que solo su padre y la doctora tenían acceso.

Hatsú entró en el laboratorio y se ocultó detrás de una centrífuga. Asegurándose que el cazador seguía dentro de la oficina y no podría verla, avanzó hasta la puerta de acero de la sala restringida y se asomó por la ventanilla de cristal. La cazadora rubia estaba adentro, caminaba de aquí para allá limitándose solo a ver, no había tocado nada, cuando de repente se volteo. A Hatsú apenas le dio tiempo de agacharse para no ser descubierta.

Después de unos segundos, volvió a levantarse para mirar de nuevo por la ventanilla de cristal. La cazadora volteo en su dirección otra vez, parecía que podía detectar su presencia. Hatsú se asustó y corrió a esconderse detrás de la centrífuga antes de que la puerta de acero se abriera y la cazadora saliera escudriñando en todas direcciones, sospechando que alguien la espiaba.

La cazadora rubia corrió donde estaba su compañero y en pocos segundos ambos salieron de la sala mirando a su alrededor. Hatsú estaba segura que sospechaban que alguien estaba allí.

Esperó detrás de su escondite aguantando la respiración, rezando a todos los santos porque los dos cazadores se fueran y no se les ocurriera buscar al intruso. Cuando finalmente oyó el pitido de la puerta magnética del laboratorio, exhaló liberando la tensión que había sentido.

Permaneció un momento sentada, con la espalda pegada a la centrífuga, reflexionando. ¿Qué buscaban esos chicos? ¿Debería decirle a su padre lo que había visto? Si lo hacía tendría que revelar que ella los siguió, que desobedeció la norma de su padre que le prohibía vagar de noche y sola por las instalaciones.

De nuevo la asaltó la preocupación que desde hacía un tiempo la rondaba, esa en torno a su enfermedad. Ya estaba en el área de investigación, quizás no tendría otra oportunidad para buscar una respuesta a su propio dilema. Los cazadores y lo que estuvieran haciendo allí no era de su incumbencia, pero su misterioso padecimiento, sí lo era. Quería saber la verdad. Si es que acaso tenía una afección incurable e iba a morir irremediablemente, era su derecho saberlo.

Se llenó de valor y tomó una decisión, una que llevaba considerando desde hacía bastante tiempo, pero que por miedo a lo que pudiera descubrir, no había concretado.

Sacó la tarjeta de su padre y abrió su oficina.

Caminó cuidando de no hacer ruido por el blanco espacio hasta sentarse frente a la computadora personal de su padre. Las manos le sudaban y el corazón le latía con fuerza ante la expectativa de lo que descubriría. Tomó una gran bocanada de aire y encendió el aparato.

Lo primero que apareció fue la solicitud de la contraseña. Hatsú no lo dudó un segundo y escribió el nombre que ella misma le había puesto a su casa en la playa de la costa oeste e inmediatamente se le autorizó el acceso.

Encontró una carpeta que contenía los archivos con la información de cada uno de los cazadores que componían la división de Aiskia. Nerviosa, volteo una vez para asegurarse que nadie se acercaba a la oficina. Debía de buscar de prisa aquello que le interesaba.

Entre los archivos encontró el de la cazadora rubia que sabía, se llamaba Amaya. ¿Estaría allí lo que la cazadora buscaba? Llevada por la curiosidad intentó abrirlo, para su sorpresa, estaba cifrado. Pensó por un momento en cual podría ser la contraseña usada por su padre, colocó varias hasta que la quinta abrió el archivo. Mientras leía, su corazón se aceleró. Esa cazadora era única.

Ahora entendía porque su padre personalmente la atendía solo a ella y le dedicaba tanto tiempo. Ella era uno de sus más valiosos experimentos, la precursora de todos.

Después de leer la información sobre la cazadora, Hatsú tuvo un mal presentimiento. De pronto se acobardó. El pánico la invadió, ya no sentía tantas ganas de conocer la verdad sobre su enfermedad.

Lo que leyó sobre Amaya la impresionó profundamente. Ella sabía que los cazadores estaban modificados genéticamente, pero lo que nunca imaginó fue el origen de esas modificaciones. Tuvo la certeza que los propios cazadores tampoco lo sabían y eso era lo que buscaban, la verdad sobre sí mismos, tal como lo estaba haciendo ella.

De pronto encontrar al fin esa verdad, la acobardó.

Pasó la mano sobre su rostro, indecisa sobre sí continuar buscando o irse y olvidarse de conocerla. No estaba segura de poder manejar lo que descubriera. Respiraba tan rápido que empezó a marearse. Se secó el sudor de las manos en el pantalón del pijama y tomó aire. Esperó a que su corazón se tranquilizara y siguió buscando sin saber muy bien lo que deseaba hallar, hasta que encontró algo que llamó su atención de nuevo.

Había un archivo "Primogénito". Su padre era un fanático de la cultura japonesa y su nombre en japonés significa justo eso: primogénita. Ese archivo tenía que ser el que había estado buscando, el suyo.

Temblando, lo abrió y confirmó que eran sus registros. Sus antecedentes médicos desde que nació y hasta la actualidad.

Se preparó mentalmente para encontrar el nombre de su terrible enfermedad, esa que presentía la llevaría a la muerte inexorable. Pero lo que leía no era lo que esperaba.

Una lágrima cayó al escritorio y a esa le siguieron otras. El temblor incontrolable se apoderó de su cuerpo a medida que más leía. Sus peores miedos se hicieron pequeños al comprender la realidad, su verdad.

No había enfermedad que la llevara a la muerte porque la muerte era ella.

Ese archivo contenía el secreto de su existencia, para que estaba en el mundo.

Leyéndolo, recordó todos los dolorosos procedimientos que le aplicó su padre desde que la diagnosticó. Las biopsias, los exámenes de sangre, las pruebas físicas, las transfusiones que le hacían sufrir lo indecible presa de la fiebre y los escalofríos y que varias veces la orillaron a la muerte, hasta que él logró sintetizar, hacía poco, el suplemento alimenticio que las sustituiría.

Prácticamente toda su vida la había pasado en ese sótano de experimentación y ahora entendía el porqué.

La mayoría de las personas pasan su estadía en este mundo buscando la respuesta de su existencia: ¿Por qué han nacido? ¿Cuál es el papel que deben jugar en la vida? ¿Qué quiere Dios de nosotros? Ella acababa de conocer a su Dios y el motivo por el que estaba en el mundo...y era horrible.

Lloró desesperada durante varios minutos. Su mundo acababa de desmoronarse.

Se quedó sin fuerzas, perdida, sin tener idea de qué hacer. Su mente embotada, no comprendía o no quería comprender que era todo aquello. Respiró varias veces absorbiendo en cada bocanada tragos de aire que le devolvieran la paz, tratando de calmarse, de no morirse allí mismo. Había vivido durante toda su vida con el enemigo, inmersa en una mentira.

Tenía que continuar leyendo todos esos aberrantes documentos. Se llenó de valor, y fijó de nuevo su mirada azul, empañada por las lágrimas, en la pantalla. Su mano temblorosa fue a parar a su boca para no gritar cuando leyó los planes que La Orden tenía para los vampiros y lo peor era que su "padre" había dado forma a todo aquello en base a ella misma.

Se levantó tambaleante, con la mirada desenfocada y el corazón hecho pedazos. Se sentía ahora más que nunca una muñeca de cristal que acababa de caer al suelo para romperse en mil pedazos que nunca volvería a reconstruirse. Tenía que salir de allí.

¿A dónde?

No importaba.

Cualquier lugar era mejor que ese.

Estaba aterrada, pero no les permitiría continuar experimentando con su vida y su cuerpo, sometida al dolor y al agotamiento que dejaba cada prueba, cada biopsia, cada transfusión. Lo único que lamentaba era que no podía escapar de sí misma y en lo que la habían convertido.

Se pasó las manos con fuerza por la cara arrastrando las lágrimas. Se estrujó la piel y despeinó sus cabellos, un vendaval, un tsunami destrozando su tranquila playa.

Como una niña perdida, sin saber qué hacer, giró varias veces sobre sí misma hasta que sus ojos hinchados se fijaron en el refrigerador donde su padre guardaba el alimento exclusivamente creado para ella. Lo abrió y tomó el pequeño contenedor. Del mesón agarró un bisturí que quizá pudiera serle útil y salió de allí sin tener la mínima idea de a dónde ir.

Atravesó los pasillos iluminados por luz blanca del área médica, mareada, sosteniéndose de las paredes para no caer, con náuseas y la vista desenfocada hasta llegar a las escaleras. Tenía que tranquilizarse o si no, no podría escapar. Por unos minutos cerró los ojos y se concentró en su respiración, en los rápidos latidos de su corazón que quería bombear hasta explotar.

Poco a poco obligó su cuerpo a calmarse. Continuaba sintiendo miedo, pero al menos ya no estaba mareada y podía ver con claridad.

Subió de uno en uno los escalones que llevaban al vestíbulo, escuchando atentamente cualquier ruido a su alrededor. Al llegar arriba se ocultó detrás de una pared desde donde podía ver a uno de los cazadores de la tercera orden montar guardia en el pasillo. Era casi un niño, quizás tendría su misma edad. Sintió una profunda pena por él, tuvo el impulso de convencerlo para que se marchara con ella, de decirle lo oscura y funesta que era esa organización a la que él estaba dispuesto a entregar su vida, pero eso no era lo más adecuado en ese momento.

Decidió poner en práctica una parte de lo que había leído que podía hacer y hasta ahora no sabía, y aprovechando que el chico se alejó unos pasos de la puerta, corrió a una velocidad inhumana para salir al exterior. Cuando se detuvo, detrás de una columna a unos metros del portón, se balanceó adelante y atrás sin equilibrio debido la rapidez con la que corrió.

Respiró una profunda bocanada de aire para tranquilizarse. Delante tenía el portón electrónico y en la caseta dos cazadores que vigilaban y monitoreaban las cámaras de seguridad. Afortunadamente la columna detrás de la que se escondía era un punto ciego para las cámaras, pero en lo que saliera, de seguro sería notada por ellas. A menos que su velocidad fuera tal que no pudiera ser captada. Era un riesgo que debía correr.

Pero quedaba otro problema. ¿Cómo se suponía que iba a atravesar el portón? No podía llegar y golpear a los guardias, no quería alertar tan rápido de su escape a la organización.

Pensó que tal vez ella también tenía habilidades telepáticas como algunos cazadores o los vampiros. Aunque no leyó en su informe que poseyera esa habilidad, igual se concentró sin saber muy bien como emplearla. Trató de mandar un mensaje psíquico al guardia, ordenarle que abriera el portón, pero nada pasó. Se concentró aún más pensando en ondas cerebrales, en energía fluyendo, en aquietar su corazón acelerado y se enfocó solo en el cazador de la caseta de vigilancia y en lo que quería que él hiciera.

De pronto, el portón electrónico comenzó a hacer un ruido indicando que se abría.

Hatsú estaba perpleja. Parecía que, después de todo, sí tenía habilidades psicoquinéticas. Se movió nuevamente hacía el portón a una velocidad que ningún humano sería capaz de alcanzar, y casi choca de frente con un auto negro blindado que venía entrando, lo esquivó sin apenas detenerse y salió del edificio.

Ahí se dio cuenta que no tenía ningún poder telepático, solo fue suerte de que alguien entrara, el portón se abriera y ella pudiera escapar.

Sin perder tiempo, echó a correr, no se detuvo ni por un momento. Comenzó a huir por la zona boscosa adyacente al edificio hacia el sur, lejos de las grandes ciudades y las áreas pobladas.

La noche en el bosque debido a los árboles frondosos que ocultaban los rayos de la luna, era oscura. El suelo estaba cubierto de las hojas marchitas que el otoño había derribado en su furioso paso y en algunos sitios sobresalían gruesas y retorcidas raíces, pero Hatsú, a pesar de todo esto, no tropezó ni una sola vez. Su vista no titubeó.

Temerosa de que la estuvieran siguiendo, continuó corriendo sin descanso hasta que el cielo comenzó a aclarar. Era tanto su miedo de que la atraparan que no sintió el frío otoñal traspasando su delgado pijama, al contrario, sudaba por el esfuerzo de la huida. Solo cuando se detuvo hacia el amanecer, se percató y del sudor helado que cubría su cuerpo y fue consciente de lo cansada que estaba, de cómo los músculos de sus pantorrillas le pinchaban al igual que los de su abdomen.

Con la espalda pegada a un gran tronco, se dejó caer hasta el suelo lleno de hojas secas y hierba húmeda de rocío. Se abrazó a sí misma y después de un rato, cuando la adrenalina hubo bajado y su cuerpo se enfrió, notó el viento helando todo a su alrededor, el invierno estaba muy cerca. También se percató de que estaba hambrienta.

Antes de huir tomó de la oficina de su padre un contenedor cuadrado de unos veinte centímetros lleno del nuevo alimento que él logró sintetizar para ella, el cual sustituiría a las transfusiones y que debía comer cada 2 días. Lamentablemente el contenedor tenía solo lo suficiente como para unas pocas semanas.

Hatsú tembló al pensar qué sería de ella cuando ese alimento se acabara, o si los cazadores la atrapaban. Porque cuando notaran su desaparición, ellos la buscarían, no dejarían escapar a uno de sus experimentos.

Entonces se le ocurrió algo que creyó era bastante evidente: ella debía tener un localizador implantado en su cuerpo. Siendo parte importante de los planes de La Orden, lógicamente ellos no querrían perderla.

Se quitó la ropa aguantando el frío atenazador y comenzó a palparse su cuerpo concienzudamente, pero después de recorrerlo con las manos y casi congelarse por el frío, no halló ninguna protuberancia o cicatriz que le indicara que allí podría haber algún implante.

Si tenía un localizador y no lo hallaba, ellos la encontrarían. Se pasó las manos por su cabello y, angustiada, las detuvo juntas en su nuca tratando de pensar donde podía estar ese localizador. Se sorprendió al sentir algo diferente en la base de su cabeza. Sentía sus vertebras en el cuello, pero entre estas y su cráneo había un sitio donde no se sentía el bulto de la vertebra, sino algo plano.

Hatsú sacó el bisturí que había tomado del laboratorio. Lo miró temblando ante lo que se proponía a hacer.

Fueron muchos años en los cuales fue sometida a infinidad de pinchazos, de cortes, de biopsias, tantos que casi era insensible al dolor, ya no les tenía miedo a las agujas, ni siquiera al bisturí que sostenía en su mano temblorosa. Sin embargo, no era lo mismo tener que cortarse ella misma.

Respiró profundo, tomó la delgada hoja de metal con la mano derecha y con la izquierda volvió a tocarse la parte posterior del cuello. Cerró los ojos y aguantó la respiración mientras el frío acero cortaba su piel. Se abrió donde sentía la diferencia. Apretando los ojos y aguantando las lágrimas hizo una abertura de unos cinco centímetros. Tomó aire por la boca y metió en la herida los dedos índice y medio de la mano derecha para empezar a hurgar entre sus músculos hasta que sintió la pequeña plaquita de metal extraña al resto de sus tejidos. Con total cuidado la extrajo y la levantó a la altura de sus ojos. Exhalando, la miró cubierta de sangre entre sus dedos, la apretó hasta pulverizarla y respiró aliviada.

Ignoró el ardor de la herida en su cuello y permaneció sentada en el suelo cubierto de hojas secas, se abrazó a sí misma en un intento por paliar el frío matinal y todo su miedo. Ahora estaba sola, nunca antes lo estuvo. ¿Qué sería de ella?

Volvió a llorar desesperada y aterrada, el aire comenzó a faltarle. Siempre fue muy insegura, siempre anheló unas manos maternas que acariciaran sus cabellos trayéndole consuelo y ahora más que nunca lo deseaba, lo necesitaba.

Poco a poco el llanto mermó. Hatsu se levantó y continuó adelante.

Cuando volvió a tocarse la nuca, en el lugar donde debía estar la herida, no había nada. Era como si jamás se hubiese hecho ningún corte.

A través de las copas de los árboles, Hatsú apreció como el cielo se teñía de malvas y tenues amarillos. El sol calentaba con timidez el bosque por donde ella caminaba y hacia brillar el rocío de las hojas asemejándolos a pequeños cristales. La noche quedaba atrás, un mundo nuevo renacía en el esplendor de la mañana, una mañana fría pero clara.

Estaba hambrienta y sin darse cuenta, su olfato la llevó a una pequeña ciudad donde podía olerse panecillos recién horneados y el aroma a café acabado de hacer. Se maldijo a sí misma por ser tan estúpida, por permitir que su hambre la llevara a un sitio poblado que era lo que había estado evitando desde que salió de La Orden.

Se asomó a la orilla del bosque donde estaba y vio que daba a una carretera. Al otro lado podían verse casas blancas ordenadas como en una ciudad hecha para anuncios de televisión, con terrazas de césped verde perfectamente recortado. En los jardines de algunas casas había bicicletas, quizás olvidadas temporalmente mientras sus dueños iban a la escuela. El olor dulce venía de esas casas. Olor a familia, a niños, a sueños inmaculados y vida normal, una que ella jamás podría tener, su padre se había encargado de que fuera así.

Hatsú iba a adentrarse de nuevo al bosque cuando escuchó a lo lejos, en la carretera del pueblo, el ruido de un auto que se acercaba a toda prisa. El corazón le saltó en el pecho al pensar que venían por ella, que, a pesar de todo, la habían encontrado.

A punto de saltar para meterse en el bosque, miró a la avenida. Al otro lado, cruzando la carretera vio a una niña de unos diez años que saltaba con actitud juguetona al lado de un muchacho joven. La niña iba riendo, el joven no le prestaba atención dejándola atrás sin darse cuenta de que el pie de la chiquilla se atoró en un hueco que, por estar saltando, no tuvo la precaución de evitar.

Si la niña no sacaba el pie, el auto que ya podía verse en la distancia avanzando a gran velocidad, la atropellaría en unos dos minutos.

Ninguno de los dos se había percatado del auto y el joven además no se enteraba que había dejado a la chiquilla atrás intentando en vano sacar su pie del agujero.

Hatsú no se permitió dudar, actuó sin pensar, por puro instinto. Saltó unos veinte metros para caer justo al lado de la niña, la tomó por debajo de los brazos y la sacó de un jalón del hueco. Cuando volteó, el auto estaba a pocos metros de ellas. Solo tuvo tiempo de arrojar a la niña al otro lado mientras escuchaba el grito del chico que por fin se daba cuenta del peligro.

El auto la impactó y la arrojó por el aire a varios metros de distancia.

Las personas que estaban cerca rodearon a Hatsú incluyendo al muchacho y a la niña.

—Pero ¿qué pasó?

—¿De dónde salió esta chica?

—¡Mira! ¡El auto se está dando a la fuga!

—¡No la muevan! ¡Pudo haberse roto el cuello!

—¡Llamen a emergencias!

Hatsú escuchó a lo lejos muchas voces antes de sumergirse en la inconsciencia.

Hola, ¿Cómo están? Este es el capitulo mas largo hasta ahora ¿Que les pareció? Dudas?, teorías?

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