CAPITULO II: En la Guarida del vampiro (I/II)
Los ojos de Amaya se abrieron lentamente, la cabeza le dolía y sentía algo tibió escurrir por su frente. Trató de moverse, pero se dio cuenta que sus manos permanecían encadenadas a la pared. No había mucha luz, sin embargo, pudo notar que estaba en una especie de celda, de paredes y piso de concreto sin nada más que ella en aquella habitación. Los últimos momentos se agolparon en su mente. Deseó ardientemente que Tiago y Karan hubieran podido escapar. ¿Dónde estaba? Sentía la boca seca y el cuerpo adolorido. Intentó soltarse de las cadenas, pero fue inútil.
De pronto, la puerta de hierro se abrió permitiéndole la entrada a una figura siniestra que la miró con ojos ávidos. Se acercó como una serpiente, rápida y sigilosa. Tomándola del mentón olió su cabello, luego su piel y a Amaya le dio la impresión de haberse convertido en un ratón a punto de ser devorado. Le pareció que el hombre hacía un esfuerzo por separarse de ella. Sin duda era un vampiro seducido por el olor de la sangre que brotaba de su frente.
—Has despertado, belleza —dijo arrastrando las sílabas. Y sin más, salió de la celda.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se sentía como la cena de alguien. Tenía que salir de allí, pero atada como estaba y sin su espada no tenía muchas opciones para liberarse.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la puerta volvió a abrirse. Esta vez un hombre ataviado con un elegante traje negro y camisa blanca sin corbata, entró. Su cabello negro y liso era reluciente y también absurdamente largo. Lo llevaba suelto y caía sobre los hombros del saco hasta casi la cintura. La piel muy blanca, con un brillo sobrenatural delataba su esencia. El rostro de altos pómulos y ojos grandes, ligeramente rasgados, le otorgaban un aire oriental. La boca de labios finos se entreabrió con un gesto de sorpresa al verla. Aquella expresión duró solo un momento, luego fue reemplazada por una sonrisa maliciosa al acercarse a ella.
—Hola belleza, asesina de vampiros —le dijo con una sonrisa burlona y mirada penetrante.
Amaya se sintió desarmada ante el aura sobrenatural de aquel ser que parecía robar la luz de cuanto lo rodeaba. Su boca se secó aún más. No podía apartar la vista de esos extraños ojos violetas que la miraban como si quisieran descubrir hasta el último de sus secretos.
El vampiro se acercó lentamente y posó los dedos largos en su mejilla. Un escalofrío recorrió su rostro ante el tacto de los dedos gélidos. Habló tratando de sonar la más despectiva posible.
—¡No me llames belleza! —Y apartó su cara de las manos del vampiro.
El vampiro enarcó sus cejas con sorpresa, luego rio divertido por el gesto de su prisionera.
—La bella cazadora que mató a Octavio. ¿Qué haré contigo?
—¡Mátame, no dudes en hacerlo porque si me das la oportunidad, yo no dudaré en matarte a ti! —dijo la muchacha mirándolo desafiante, la voz impregnada de rencor.
El vampiro, aunque sorprendido, volvió a reír por —a su juicio— la inútil valentía que exhibía la cazadora en esa difícil situación.
—Veamos, creo que no estás en posición de amenazarme, dulzura. Te tengo a mi disposición para hacer contigo lo que me plazca y lo que quiero es vengar la muerte de mi hermano.
Deslizó uno de los dedos por la sangre que cubría su frente y luego lo saboreó con deleite. Un temblor recorrió el cuerpo de la joven ante el repugnante acto.
Entonces el vampiro hizo algo que ella no esperaba: Caminó hasta la pared oeste y abrió las cadenas que la ataban. Su cuerpo cayó pesadamente en el suelo de frío concreto.
Sin otorgarle siquiera una mirada luego de liberarla, el vampiro giró para marcharse quedando de espaldas a ella. Entonces Amaya creyó tener una oportunidad. Se le abalanzó encima, pero antes de que pudiera siquiera tocarle, con un rápido movimiento de su mano, él la elevó en el aire para luego estrellarla contra la pared. La cazadora se deslizó hasta el suelo y se quedó allí, adolorida.
—No lo vuelvas a hacer —le dijo en un susurro mientras se inclinaba sobre ella—, no deseo matarte... aún. No me hagas cambiar de opinión.
Con otro movimiento de su mano la levantó y la atrajo ante sí. Amaya miró el rostro pálido tan cerca que podía notar con toda claridad las vetas azules en sus iris violetas. Aunque no lo quería, empezó a temblar. El terror se apoderó de su ser al darse cuenta que no podía moverse, incapaz de escapar o defenderse, si él lo deseaba su vida terminaría en ese preciso momento.
El vampiro, mirándola, ladeó la cabeza con curiosidad.
—¿Tienes miedo? —le preguntó con una media sonrisa— ¡Debes tenerlo!
Y ante la sorpresa de ella, él la besó.
Apenas fue un suave roce de labios, pero la cazadora sintió llenarse del más absoluto pavor.
El vampiro se separó de ella y la soltó dejándola caer en el suelo. Quería levantarse, deseaba darle pelea, demostrarle lo valiente que era, pero por primera vez en su vida de cazadora el miedo la inmovilizó.
Cuando se dio cuenta, él ya se había marchado.
Amaya se hizo un ovillo en el suelo de concreto. Su cuerpo comenzó a temblar violentamente cuando las lágrimas, sin ningún pudor, rodaron por sus mejillas.
Desde que era niña había aprendido a odiarlos. Sucias bestias sedientas de la sangre inocente de la humanidad. Ella, al igual que sus compañeros, tenía una misión: habían ofrecido su existencia para liberar al mundo de aquellos seres siniestros. Daría su vida con gusto para lograrlo. Siempre tuvo claro que ese era su único propósito en la vida y para eso contaba con su habilidad con la espada, además, era muy buena en el combate cuerpo a cuerpo. Había librado mil batallas y nunca se había sentido débil en presencia de un vampiro. Nunca. Hasta ahora.
Débil.
Indefensa.
A merced de su enemigo, se dio cuenta de que no era nada.
No sabía cuánto tiempo llevaba encerrada. Había permanecido sentada en un rincón de la oscura y húmeda celda incapaz de pensar con claridad, cuando otra vez la pesada puerta de hierro se abrió. Esta vez una joven delgada y pequeña entró por ella. Traía ropa limpia, un paño y un recipiente con agua. Se le acercó temerosa, sin hacer contacto visual con ella. Amaya se percató de que tenía cortes en sus muñecas.
—Mi señor pide que por favor se limpie y se cambie de ropa. —Amaya la miró sorprendida.
—¿Tu señor?, ¿Quién es tu señor?
—El príncipe Ryu, señorita. Él desea que use esta ropa limpia y luego me acompañe a la que será su habitación mientras esté acá. También le manda a decir. —La joven titubeó, como si tuviera miedo de pronunciar aquellas palabras—. Le, le manda a decir que, que no trate de huir porque la destruirá.
Amaya cerró los ojos con horror y se sintió morir. Así que su captor era nada menos que uno de los tres príncipes. Tarde o temprano la destruiría. ¿Qué sentido tenía acatar la advertencia?, retrasar su muerte solamente.
De nuevo las lágrimas escaparon de sus ojos azules. Su vida se acercaba a su fin.
Abrió otra vez los ojos y miró la delgada y pequeña figura de la sirvienta frente a ella. Vio de nuevo las marcas de cortes, sin duda esa chica era mucho más indefensa que ella, era una esclava de esos asquerosos seres.
Por los humanos, por librarlos de la esclavitud de los vampiros era que ella estaba orgullosa de ser una cazadora. Su destino siempre fue morir luchando contra ellos, no tenía caso sentirse como un ratón indefenso. Si tenía que dar su vida lo haría con valentía. Moriría como la guerrera que era, dando la batalla.
Agarró el balde con agua y las ropas limpias que la joven mujer le ofrecía. Se quitó su uniforme negro cubierto de suciedad, se limpió. con el paño humedecido en el balde, la sangre seca que cubría su cara y vistió las ropas sencillas de algodón que le dio la sirvienta.
Cuando la mujer se hubo retirado, Amaya tomó una decisión. Si iba a morir, antes destruiría a sus captores, se los llevaría con ella al mismísimo infierno.
Un momento después otro vampiro entró a la celda.
El vampiro —que era sin duda un sirviente— se acercó a ella, tomó sus manos y las ató juntas, luego le pidió que lo acompañara. La muchacha, llena de desconfianza y en estado expectante, lo siguió.
Caminaron por un pasillo sin ventanas donde había otras celdas como la de ella, pero las gruesas puertas de hierro no le permitían ver si estaban ocupadas. Luego subieron varios pisos por unas escaleras de hierro hasta detenerse en lo que le pareció era el piso nueve. Cuando entraron, lo hicieron a un pequeño y estrecho corredor que se abría a un amplio salón iluminado por luz indirecta proveniente de modernas lámparas en las paredes. Atravesaron la lujosa sala de piso de mármol blanco y estatuas de bellas ninfas. A un lado del salón había unas escaleras de caracol de acero y cristal. Subieron por ellas hasta el piso superior, se pararon frente a una de las varias habitaciones que se distribuían en él.
El vampiro, que sujetaba sus manos atadas, la empujó suavemente al interior de una de ellas. Amaya entró y sus ojos exploraron la habitación. Era un dormitorio amplio con una gran cama al centro de madera oscura, dos sillones forrados en cuero también oscuro y una mesa cuadrada en uno de los extremos, sobre la mesa había un jarrón con jacintos de un intenso color añil.
Su captor la desató y luego ella escuchó como cerró la puerta desde afuera, dejándola encerrada en la habitación.
Amaya paseó sus ojos azules con ansiedad por su nueva prisión buscando algo que la ayudara a escapar de su cautiverio. Dos puertas más daban una a un amplio baño y la otra a un pequeño vestidor. Después de recorrer la habitación, no encontró nada que pudiera utilizar como un arma para ayudarla a escapar.
Se acercó a la enorme ventana que ocupaba casi toda la pared este, en un sólido bloque de vidrio blindado cubierto por unas pesadas cortinas rojo oscuro, las abrió notando como el cielo comenzaba a teñirse de rosa y amarillo ante el amanecer inminente. Una sensación de pesar la invadió.
Se sentó en la cama y abrazó su cuerpo mientras sin notarlo siquiera, las lágrimas comenzaron a escapar presurosas de sus ojos. De nuevo la sensación de absoluta indefensión volvía a apoderarse de ella. Jamás volvería a ver sus amigos. No tenía familia, pero al menos si amigos.
¿Qué vendría ahora? ¿Tortura, muerte?
Tenía que ser fuerte, llenarse de valor ante el aciago destino que se le presentaba. Una y otra vez se repitió que para eso había nacido, para morir dando la batalla contra los vampiros. No tenía por qué sentir miedo, dentro de poco se cubriría de gloria al morir cumpliendo su misión.
Se tumbó en la cama y pensó en Karan, seguro estaría desesperado. Ella sabía de sus sentimientos, sin embargo, nunca había querido corresponderle. ¿Por qué? Ahora moriría y nunca más lo volvería a ver. Pensó en Tiago, lo amaba como un hermano pequeño al cual proteger. Pensó en todos. A pesar de lo que se repetía, no podía evitar la tristeza y el temor que la embargaban. Llorando, se quedó dormida.
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