C U A T R O
Bien, he llegado a la conclusión de que el lunes solo tuve mala racha y de que eso no significa ni remotamente que la fortuna se aleja de mí como yo lo hago de las arañas. Los días siguientes estuvieron dentro de lo normal y aún estoy feliz y con muchas expectativas de lo que pasará; he aprendido a tomar bien las órdenes de los comensales recurrentes y escasos que hay entre semana y he entablado una semi amistad con Julián y con Gianella.
Resulta que por azares de la vida –como buena historia cliché de amor–, son amigos de la infancia y lograron el empleo juntos y estudian ambos Ingeniería de telecomunicación, es decir, cuando me enteré casi les grito que por qué no estaban juntos como la vida lo deseaba pero todo se resumió a un risueño «Es como mi hermana» de parte de Julián antes de que pudiera formular mi pregunta. No le dije nada a Gianella y prefiero omitir el tema a toda costa.
Hoy es viernes, día cinco de mi cambio trascendental y lo único que he hecho es no cagarla; aunque para ser mi primera vez haciendo una lista, creo que "No cagarla" puede contar como un logro cumplido así que no me quejo. Andy se ha mostrado igual de antipático que el primer día y ya superé el despecho de mi desencanto con él; no he tenido más.
El flujo de gente sí ha aumentado en comparación con los días anteriores pero he estado muy concentrada para hacer las cosas bien; la chica esa que en mi mente guardo como «La chismosa», efectivamente no me habla y anda de secretitos con Andy de tanto en tanto. Es la encargada de la caja los fines de semana y por ende debe entablar contacto leve conmigo para pasarme las órdenes.
Estando en plena hora de almuerzo y a sabiendas de que mi turno se alarga hoy hasta las cinco, me siento exhausta. Por karma de la vida al burlarme del gorro de Julián, me dieron uno con un aplique de papas fritas y ya que debo recoger mi cabello hacia atrás, me veo horrible y eso sumado al sudor brillante por el corre corre, no me dan el aspecto más atractivo, reduciendo así la posibilidad de que el amor de mi vida sea un cliente más que entre por esa puerta.
La chismosa, alias Cielo -sí, se llama Cielo-, atiende con una sonrisa tan gentil que es imposible adivinar que puede ser hipócrita. Caras vemos, perras envidiosas no sabemos. O algo así va el dicho.
Estoy de espaldas al mostrador embutiendo muchas papas en tres cajitas siguiendo la última orden que Cielo me pasó cuando siento a Andy a mis espaldas; los nervios llegan a mí y mi cuerpo los transforma en entorpecedores de manos haciendo que los dedos se me traben, ¿Esto le pasará a todos cuando el jefe está detrás?
Casi puedo sentir su respiración pero me niego a girar la cara; convenciéndome de que no hay nadie detrás trato de que la agilidad no me abandone en algo tan mundano como empacar papas sabor cartón en cartones azulados. Parece satisfecho con su revisión –o al menos no recrimina nada– y se aleja dejándome en la tranquila soledad.
Giro a entregar el pedido luego de que Fernando -el encargado de las hamburguesas- me diera las dos extra grandes y medio asquerosas piezas y veo de soslayo al cliente que pide y paga en este momento y lo recuerdo vagamente de algún lado sin saber de dónde; sus ojos claros son de esos que no se olvidan, sin embargo, no lo ubico. Cuando siente que lo miro, enfoca sus ojos en los míos y el rubor llega a mis mejillas casi tan rápido como me giro a la máquina de papas de nuevo.
—Cindy —llama Cielo. Sí, para ella y para Andy, soy Cindy. Ya me hice a la idea—. Toma.
Extiende con algo de impaciencia la siguiente orden y con algo de sumisión, la recibo. A cierto nivel ella es una superior así que ¿qué importa agachar un poco la cabeza?, todo sea por el empleo. Reviso con afán la orden: «Hamburguesa gigante doble carne sin tomate y menú infantil con papas extras». Le pido a Fernando la hamburguesa y empiezo a buscar los contenedores con la tira del pedido en mi bolsillo delantero.
Al tener todo listo, lo ubico en la bandeja y me acerco al ya conocido micrófono a leer el nombre en el papel.
—Lucas... —titubeo al no entender el apellido. Puse mi dedo sobre esa parte y estaba untada de aceite así que se borró. Rogando que Andy no escuche, repito—. Lucas.
Miro sobre el hombro de los dos adolescentes que están en el mostrador hasta que veo al que responde a ese nombre acercarse. Es el mismo que me pilló mirándolo. No te pongas nerviosa, Cindy, es decir, Cinthya. No has hecho nada malo.
Es alto, eso es lo primero que pienso. Su jean es levemente ajustado y una camiseta azul con cuello en V componen su atuendo. Tiene el cabello más rubio que he visto en alguien adulto, entonces lo recuerdo: es con quien tropecé el lunes cuando salí; esa cabellera es irrepetible. Es muy lindo, es apuesto... ¿Cómo será su sonrisa y su...? ¡Soñar en mi tiempo libre, no ahora!
Llega hasta mí y le sonrío con la muy amplia capacidad de buen servicio al cliente que he aprendido en cuatro días.
—Su pedido —Arrastro la bandeja hacia él.
—Soy Luka, no Lucas —expresa y por instinto saco el papel de mi bolsillo a verificar. Dice Lucas.
Antes de poder objetar, recuerdo que el cliente siempre tiene la razón y al escuchar una risita burlona de la estúpida Cielo, caigo en cuenta de que fue ella. Pasando de mi vergüenza, sonrío de nuevo.
—Lo lamento. Su pedido... Luka —Pensé en decirle "Señor Luka" pero apenas y me lleva algunos años, no creo que sea lo correcto.
Entonces me sonríe y confirmo que su sonrisa sí es muy linda y de esas derrite corazones y si no estuviera casi siendo juzgada por él debido a mi error ya estaría en mi lista de desencantos.
Baja la mirada a su bandeja y me alarmo al ver su rostro arrugado. Mierda.
—La hamburguesa era sin tomate —reclama.
Antes de que pueda ofrecer una solución, el aire abandona mis pulmones al ver a Andy a mi lado. Juro que salió de debajo del mostrador porque no lo vi llegar. El sonrojo es reemplazado por la falta de sangre en mi cara; recuerdo que Gianella dijo que Andy odiaba las quejas y este chico rubio parece de los que no se quedan callados -como haría yo- en un caso así.
—¿Algún problema? —cuestiona Andy al chico de cabellos claros con la más amable sonrisa.
Ya que los ojos de Andy están fijos en los del cliente y en la bandeja, dirijo mi mirada a la de el posible Luka llamando su atención y abriendo los ojos lo más que puedo apretando la mandíbula y casi suplicando con la nariz que no hable mal de nada.
—Pues... —Me responde a mi suplicante actitud con una mirada burlona y casi puedo ver mi carta de despido pero cuando ya me estoy resignando, amplía su sonrisa para hablarle a Andy—. No, solo le decía que a mi nombre le sobra una S.
Inmediatamente Andy posa su inquisidora mirada en la mía y extiende su mano exigente.
—Dame el recibo, Cindy —ordena. Obedezco sin pensarlo dos veces y paso el papel. Al ver que el nombre está como «Lucas», relaja su frente y se dirige de nuevo al cliente—. Fue un error de caja, mil disculpas.
—No fue para tanto —replica calmado y me permito suspirar de alivio—. El pedido está bien.
Andy asiente solemne y se aleja. Articulo un Gracias al rubio y este ríe, creo que de mí y si bien es algo grosero, acaba de salvarme el empleo así que no importa si se burla a montones. Por mí que suelte una carcajada.
Se retira con su bandeja y la chismosa gira a mí.
—Tuviste suerte.
Opto por no responder y atender la siguiente orden. Disimuladamente miro en repetidas ocasiones hacia la mesa en donde se encuentra el chico con el mismo niño del lunes; ríe con él y tiene una... actitud protectora con él, lo mira casi con devoción y cariño. La enternecedora imagen me hace sonreír cuando quedo de espaldas a ellos; ojalá todos los niños tuvieran a alguien que los mirara así. El niño aparenta unos nueve o diez años pero aún así, va a la sección de juegos dejando al chico solo que no le quita los ojos de encima en ningún momento.
Puedo ser tachada de la más floja del mundo y no lo negaría pero siendo ya la hora de salir me siento más cansada que cuando salía de educación física en el colegio y vaya que salía cansada entonces. Gracias a mi pobreza y la necesidad de tomar un bus a las cinco de la tarde, voy tan espichada que siento que se me corta el aire y los pies me pesan aún más.
Hoy definitivamente no subiré esas escaleras así que pecaré de floja y tomaré uno de los camiones que suben desde la avenida hasta lo más alto de la colina; cuestan menos que el pasaje del bus pero me obligo a subir a pie a diario para ahorrar esos pesos... No obstante, hoy no es posible por nada del mundo; es más posible que me salgan alas a que suba caminando.
Al llegar a casa siento la necesidad excesiva de tirarme a la cama como una morsa y no saber nada del mundo hasta mañana pero para mi mala suerte, esos no son los planes de mamá que no considera que me maté hoy en mi trabajo.
—Cinthya, arréglate que vamos al Hogar de San Patricio —exclama nada más verme acabar de sentarme.
El Hogar de San Patricio es un asilo algo lejos de la colina donde tristemente los abuelitos, en su mayoría, han sido abandonados. Me gusta ir; con mamá vamos una o dos veces al mes para llevarles algo de comida y algo de alegría. Pero, ¿Por qué hoy?
No son exactamente de bajos recursos pero la falta de atención de los familiares, hacen que todo sea más difícil. Cuando vamos mamá les lee la Biblia a los que se interesan en eso y yo ayudo a cantar el bingo o a alguna actividad con los que no. Hay cuatro enfermeras, todas ya señoras mayores que aprecian a los voluntarios como nosotras y nos tienen las puertas abiertas. A hoy, hace casi un mes que no vamos. No sé porqué, pero lo habíamos abandonado un poco.
—¿Tiene que ser hoy? —Me quejo como niña pequeña—. Estoy cansada.
—Sí, debe ser hoy —asegura—. No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy.
¿Para qué intento discutir? Me levanto desganada de mi silla sintiendo –o imaginando– los huesos crujir y subo a mi ático a cambiarme. Soy muy sencilla para vestirme y peco de pensar primero en la comodidad que en la moda así que una blusa estampada holgada que me disimula los gorditos y un jean negro son la mejor opción.
Mamá tiene listas las dos bolsas de mercado que llevaremos y ya que ella es «mayor» y no las puede cargar, las debo acarrear yo.
Llevando ya la mitad de los escalones bajados, siento las marcas de las bolsas en mis manos y al verlas noto que están blancas en el contacto con el plástico y a causa de la falta de oxígeno por el peso que sostienen.
Dejo las bolsas en el suelo un segundo tratando de conseguir alivio en mis dedos y mamá me mira con desaprobación. Como no es ella la que carga algo. Mejorando un poco mi fortuna, veo a Kevin llegar a nosotras casi corriendo. Hace unos veinte escalones que pasamos por su casa.
—Hola —saluda con su usual efusividad—. ¿Necesitan ayuda?
—¡Dios, sí! ¡Mil veces sí!
—¡Cinthya! —regaña mi madre ante mi emoción sobre exagerada—. Eres una dama, ¡modérate!
Kevin reprime la risa mirando hacia otro lado huyendo de los ojos de mi grandiosa madre y yo agacho la cabeza usando mi capacidad aprendida en veinte años de no reírme de ella y de sus frases. Carraspeo suavemente y miro a Kevin de nuevo.
—Sí, por favor, vecino —musito con cortesía—. Estaría eternamente agradecida.
Mamá sigue caminando colina abajo complacida de mi respuesta y Kevin me da un codazo para agarrar las bolsas y caminar a mi lado. Él es como el hermano que debieron darme a cambio del mío.
—Buenas tardes, Carmen —se anuncia mi madre en la recepción del asilo. Kevin nos dejó en la parada de autobús y siendo ya más de las seis, llegamos a nuestro destino.
La enfermera jefe, Carmen, al vernos nos sonríe y nos deja entrar de inmediato. Mamá se pierde al entrar a la sala donde normalmente están los que están dispuestos a escuchar las palabras del Señor y yo camino a donde están los viejitos chéveres. Ya casi todos me conocen y me saludan con una sonrisa casi mueca al verme llegar.
—¿Cómo ha estado, señora Johnson? —Es la mujer más alegre que conozco para los noventa y cinco años que tiene; llena de salud y de amor para repartir, es el ejemplo que quiero tomar para cuando yo sea una anciana.
—Aún respiro, Carito. Eso es una meta cruzada —responde risueña. Acá me conocen por mi otro nombre, Carolina.
—No digas eso, Eva. —Me siento a su lado y me acerco como si fuéramos las mejores amigas—. Aún te quedan muchos años para rondar por estos lados.
Ríe con ese tono seco por la vejez y amable por su carisma. Ya no es tan independiente pero su espíritu no se apaga. Miro alrededor y mis ojos se detienen en una señora nueva que no conozco. No llegan muchos nuevos.
—¿Quién es ella? —pregunto a Eva en un susurro. Observa la trayectoria de mis ojos para dar con la persona por quien pregunto y sonríe.
—Ella es la nueva —dice con algo de burla por la ironía del apodo—. Es muy amable pero es callada, se llama Elvia o Juana, no estoy segura.
—Voy a hablarle —anuncio y me levanto.
El noventa por ciento de los abuelitos que acá viven, no tienen a nadie y por algún motivo que me parece inhumano, algunos ni saben cómo llegaron acá. Por ese motivo, siempre que hay alguien nuevo, trato de hablarle para que sepa que tienen a una amiga; ella especialmente, me atrae; tiene un algo que dice «háblame, soy linda». Llego a ella y me arrodillo frente al sillón marrón en el que se encuentra.
—Hola. —Levanta su mirada rodeada de arrugas de risa de la juventud y sonríe—. Mi nombre es Carolina, soy voluntaria.
—Soy Elvira —responde. Eva casi atina al nombre—. Eres muy bonita.
Yo estoy en ese lugar en que los viejitos me encuentran adorable y bella pero los jóvenes no tanto. Es taaaan triste.
—No la había visto, ¿Hace cuánto llegó? —Apoyo una de mis manos en su rodilla y ella pone la suya sobre la mía.
—Hace como tres semanas.
—¿Cómo se ha sentido?
—Todos son muy gentiles y al contrario de lo que pensaba de estos lugares, no me siento como un estorbo —murmura risueña.
Debajo de las arrugas, se vislumbran dos hoyuelos junto a sus labios, no en su mejilla, sino saliendo de sus comisuras.
—Nadie acá es un estorbo —exclamo apretando su mano—. Todos son queridos por igual.
—Eso dijo mi nieto cuando me trajo —formula. Por el tono cariñoso que usó, asumo que no la trajeron por desencartarse de ella y que llegó acá por voluntad.
—Pues su nieto tiene razón, señora Elvira.
—Él siempre la tiene. Es muy listo y muy guapo —dice con un orgullo que me enternece el corazón. Creo que hablar de sus nietos es como darle cuerda, porque con el mismo entusiasmo, sigue hablando—. Estaba triste de traerme, pero él y mi otro nieto debían estudiar y yo ya no podía ver por ellos. Son tan jóvenes.
—¿Son niños? —pregunté contagiada por su emoción.
—Mi pequeño, sí. Va a cumplir apenas diez años; su hermano ya está en la universidad. Dijeron que hoy venían pero aún no lo han hecho.
Se pierde en sus pensamientos un momento mirando a la nada con añoranza. Espero que no sean de esos familiares que dicen que vendrán y los dejan esperando. Eso es más triste que cuando no los recuerdan. Me quedo ahí frente a ella solo mirando el brillo de sus ojos que reflejan tantas experiencias y tanto cansancio cuando un grito feliz de un niño llega a mis oídos.
—¡Nani! —Elvira me suelta inmediatamente y abre sus brazos a un lado con la sonrisa gigante para recibir a un niño de cabello claro que llega a ella a dejarle un enorme beso.
Cambio mi posición arrodillada y me siento en el piso admirando el encuentro que se me hace emotivo así no lo sea en realidad. Elvira le revuelve el cabello con cariño y él se sienta en el brazo de su sillón.
—Cada día te veo más enorme, Mateito —exclama cariñosa.
—O tú te achicas, Nani —responde burlón con esa voz de niño pequeño que endulza el oído.
—No puedes correr en el asilo, Mateo —regaña una voz a mis espaldas.
Giro ante sus palabras y lo miro desde el suelo. Es el mismo rubio que me conservó el empleo esta tarde. Esas coincidencias no pasan en la vida real, al menos en mi vida y me sonrojo de solo verlo; al menos la afirmación de la señora Elvira de que es apuesto, no es solo porque lleve su sangre: es real y sinceramente apuesto.
—Lo siento, Luki —responde el niño sin remordimiento alguno.
Entonces sus ojos bajan a mí que estoy como tonta en el suelo observándolo respirar. Desvío la mirada sin saber qué hacer; gracias a Dios, es la señora la que habla haciendo que todos enfoquemos la vista en ella.
—Pensé que ya no iban a venir; le decía a Camila que los quería mucho.
Ni nombre no es complicado. Ninguno de los dos, no entiendo porqué mierda nunca lo dicen bien. Y sí, he lidiado con eso toda la vida.
—Creo que ella se llama Cindy —exclama el rubio. Demonios.
—Soy Carolina —replico ya algo molesta.
—Disculpa, hermosa. Te entendí Camila —dice la señora. Bueno, ella tiene excusa por ser una ancianita.
—No se preocupe, señora Elvira. La dejo con su familia.
—¿Y mis modales? —susurra para sí misma y señala al niño—. Linda, ellos son Mateo, mi bebé y Luka, mi niño.
Sonrío ante el apelativo del chico de más de metro ochenta al ser llamado niño y ante la cara de vergüenza que este pone.
Luka extiende su mano a mí agachándose un poco porque como lenta no me he levantado y la tomo. Su piel está tibia y me dedica una sonrisa taaaan perfecta que de ser yo una caricatura, tendría corazones sobre la cabeza y en las pupilas. Me agarra con fuerza y de un impulso me ayuda a levantar.
Apartando el pensamiento de inseguridad que he tenido toda la vida de si habré pesado mucho al levantarme, me acomodo la blusa y retiro el cabello de mi cara.
Teniéndolo ya tan cerca noto que debo levantar la cabeza para verlo a los ojos, pero sus ojos miel lo valen... Debo decir algo, ¡Sí, debo decir algo!
—Emm, un gusto —exclamo mirando también al niño al que le vale cinco la presentación—. La veo después, señora Elvira.
Hago una inclinación con la cabeza y giro sobre mis talones para irme a donde sea que no esté la sonrisa enruborizante del chico alto pero pone una mano en mi hombro. Recorro con la mirada desde su mano hasta sus ojos y alzo una ceja.
—Tú me debes algo.
No me hará pagarle por cubrirme el error de esta tarde, ¿O sí?
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