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Desde la calle, si elevabas la vista la podías verla ahí. Una chica llena de inseguridades, encerrada en su cabeza, presa sin haber cometido ningún pecado. Se sentaba en el resquicio de la ventana, apoyaba la frente en el marco de la ventana y veía cómo se desarrollaba la vida del vecindario.
Una mujer que salía corriendo del portal de enfrente, llegaría tarde a trabajar, a una cita o al médico. Unos padres paseando a su hijo recién nacido, ¿sería un niño deseado? ¿por el contrario nunca habían deseado ser padres? ¿les gustaría la experiencia? Habrían pasado la noche sin dormir, puede que su vida hubiera quedado reducida a biberones, pañeles, llantos y el olor de leche. Unos adolescentes que se escondían en una esquina a besarse, con miedo de que alguien les estuviera viendo, con timidez y amor. Ella tenía que apartar la vista porque le dolía ver la felicidad efímera que emanaban, cuando tu vida empieza a parecer una cárcel, cuando no puedes vivir, de un día a otro todo se acaba y te duele hasta respirar, ver la felicidad ajena es un doloroso recordatorio de que la vida de todos los demás sigue por mucho que la de ella se hubiera detenido.
Solía escuchar las risas de los niños jugando en la calle, con amigos, sus primos, hermanos...También un matrimonio mayor que iban agarrados de la mano, una mujer que se bajaba del coche discutiendo con el conductor, puede que su pareja sentimental o un amigo y se metía corriendo a casa. Cuando llovía, la calle se llenaba de paraguas de colores. Veía a grupos de jóvenes volver de clase, un chico que escuchaba música con la cabeza en su mundo, tres amigas que murmuruaban entusiastas, algún que otro borracho que se tambaleaba.
La mayoría de ellos jamás se percataba de su presencia, en la ventana, a veces llorando, otras veces sonreía ante una conversación graciosa o una caída torpe y graciosa. Nadie se paraba a elevar la mirada y ver a una chica que antaño brillaba y entonces se había apagado.
A veces ella deseaba volver a su vida. Volver a pasear como hacían muchas personas, volver a sentarse en un banco a leer, escuchar música o simplemente descansar. Ir corriendo a hacer la compra, a tirar la basura, a hacerse la manicura. Anhelaba recuperar su libertad. Pero no podía, se debía conformar con la ventana, la única puerta al mundo que la impedía axfisiarse.
Todas las tardes, sobre las siete, salía un muchacho del edificio de enfrente, con un perro que solía saludarla. Era uno de los pocos que se percataban de esa muchacha triste. Ella le devolvía el saludo con una tímida sonrisa.
Veía a los empleados de la limpieza, barrer las calles, a los basureros, veía a los jardineros arreglar el parque de al lado. La vida seguía, los días se iban sucediendo, el sol salía y la luna le precedía, aunque su vida se hubiera detenido para ella el reloj seguía marcando horas.
Y ella no estaba cerca de ser feliz.
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Las recaídas son mucho peores que la primera vez que pasó por ello. Tiene más experiencia, eso sí, conoce todos los pasos que sigue, sabe lo que es el dolor, también sabe que ha podido superarlo, sabe cómo manejarlo pero es como si las siguientes veces todo se multiplicase. Como si haberlo vivido sólo sirviese como incentivo a ese monstruo para crecer. Una vez que has estado al fondo del avismo y consigues salir es como una nueva oportunidad. Ella lo hace con miedo, claro, siempre el miedo. Y volver a caer hacia la oscuridad le arrebata las fuerzas que tenía en un inicio. Al principio ella tenía ganas de salir, cuando vuelve a ese fondo no encuentra fuerzas para levantarse, lo ha dado todo para salir y ver que no ha servido de nada, que vuelve al punto de partida, que debe aprender de nuevo a reparar y a vivir...Es demoledor, asolador, es como guiar la llama de los dedos hacia el sol y que este desaparezca antes de tocarlo.
Ella teme a ese monstruo que amenaza con volver terminar lo que empezó, y ella lo espera afixiandose, sabiendo todo el dolor que se le avecinaba, qué dolor cuándo le arrancó de nuevo el corazón.
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