❈ 9
Mi cuerpo se quedó completamente paralizado ante la orden de la nigromante. Fue como si hubiera retrocedido en el tiempo, al momento exacto en que Enu y yo conseguimos que Al-Rijl sintiera la suficiente curiosidad por nosotras para aceptar el trueque, comprándonos para engrosar sus filas; en aquel entonces también me condujeron a una salita, dándome la misma directriz: «Quítate la ropa». Querían valorar la mercancía que el intercambio por unas dracmas de oro había traído consigo.
—He dicho que te desnudes.
La voz de la nigromante no subió de volumen, pero pude advertir la fría rabia latente en ella; no le gustaba la desobediencia, como tampoco que le hicieran perder el tiempo. Una gélida caricia de su poder recorrió mi espalda, subrayando la amenaza que transmitían sus palabras.
La miré por encima del hombro, con un nudo formándose en la boca de mi estómago. Sus ojos inhumanos, visibles tras los orificios de su máscara, me observaban con impaciencia.
—¿Por qué? —me atreví a decir.
La osadía de mi pregunta no gustó a la nigromante. Apenas tuve tiempo de entender qué se proponía cuando una ardiente sensación se abrió paso en mi interior, en mis huesos; los dientes me crujieron cuando los apreté, tragándome el gemido de tortura que ascendió por mi garganta. Mi espalda se arqueó de un modo antinatural cuando la mujer empleó su magia contra mí, obligando a mi cuerpo a moverse a sus deseos.
Sus pasos resonaron en la habitación cuando se acercó. Sus dedos se enroscaron en mi nuca, entrelazándose con algunos mechones de mi cabello; de un brusco tirón, hizo que mi cabeza quedara reclinada y mi cuello, expuesto.
—Las larvas como tú no hablan —masculló, provocando que un escalofrío de temor me sacudiera de pies a cabeza—. Aún no te has ganado ese privilegio, dijh.
«Dijh», repetí en mi fuero interno. Un término que reconocí, ya que se empleaba para referirse a las cosas que prácticamente no eran nada, que eran tan minúsculas e insignificantes que no merecían ser tenidas siquiera en cuenta.
Un calor inundó mi rostro al escucharla llamarme de ese modo, las implicaciones que tenía. Aun así, mis labios permanecieron sellados mientras la ardiente ira quemaba mi interior, pugnando por ser liberada.
—Desnúdate.
La nigromante repitió su orden por segunda vez, esperando en esta ocasión una cooperación absoluta. Aun con sus dedos enterrados en mi nuca, hizo que su magia se retirara lo suficiente para permitirme libertad de movimientos; mi corazón trastabilló cuando mis manos se dirigieron temblorosamente hacia la primera prenda.
El susurro de la tela deslizándose sobre mi piel conforme las capas iban cayendo a mis pies fue el único sonido que resonaba en mis oídos. Mantuve mi mirada fija en la pared de piedra que había frente a mí, obligándome a ignorar el frío mordisco de las bajas temperaturas sobre mi cuerpo desnudo.
Oí el siseo de la nigromante cuando toda la ropa acabó en el suelo, dejándome expuesta a su mirada. La mano que antes me había tenido aferrada por la nuca como si fuera un cachorro descendió por mi columna vertebral hasta alcanzar los primeros surcos abultados de mis cicatrices. El único recuerdo que guardaba de Eudora, la ama de llaves de Ptolomeo, quien había empleado toda su energía en golpearme con el látigo para castigarme frente al resto del servicio; para demostrarme cuál era mi lugar.
Un jadeo involuntario escapó de mis labios al percibir cómo el contacto de la nigromante se entretenía en reseguir mi espalda casi destrozada. Reprimí la imperiosa necesidad de sacudirme su mano de encima, ayudando a que ciertas imágenes quisieran escapar del rincón donde las había condenado.
—Tendremos que encargarnos de esto —sus dedos dibujaron una de las cicatrices que cruzaban la parte superior de mi espalda, entre los omóplatos— una vez te marquen.
No me moví.
No aparté la vista del punto fijo de la pared donde la había clavado.
—Abre la boca.
La tela oscura de la capa de la nigromante se arrastró cuando llenó mi campo visual. Contemplé mi propio reflejo en la superficie plateada de su máscara, la rabia que ardía en mis ojos verdes; pese a ello, por segunda vez obedecí con actitud sumisa, rememorando la huella de su poder en mi columna vertebral, doblándola como si fuera una simple ramita.
Separé mis labios. Sus dedos se introdujeron en mi boca, haciendo que la idea de cerrar mis dientes sobre ellos —con fuerza— pasara fugazmente por mi mente; apreté los puños contra mis costados, dejando que la mujer comprobara cada recoveco para asegurarse de que no hubiera nada fuera de lugar. Aquel contacto trajo a mi memoria una situación similar, donde unos Sables de Hierro se tomaron algunas libertades mientras comprobaban que las chicas que Al-Rijl había traído para la última fiesta organizada por el Emperador; me tensé cuando la nigromante terminó de examinarme la boca, sacando los dedos y haciendo que sus yemas resbalaran por mi esternón. Sus ojos estaban fijos en mi expresión, calibrando mis reacciones.
Una sonrisa cruel empezó a formarse en sus labios conforme su mano descendía por mi estómago, alcanzando mi ombligo. Nos sostuvimos la mirada cuando sus dedos llegaron a su destino; la línea de mi mandíbula empezó a dolerme a causa de la fuerza con la que la apretaba, conteniendo las ganas de quitarme de encima su presencia, huir de su intrusión. Al contrario que en aquella ocasión donde la anciana que colaboraba con Al-Rijl se encargó de comprobar cada rincón de mi cuerpo, tuve que hacer un gran esfuerzo para quedarme quieta: al menos aquella mujer lo hizo con desgana, cumpliendo con aquel incómodo trámite; la nigromante que estaba frente a mí estaba disfrutando de ello, vengándose de ese modo por mi anterior osadía.
El tiempo pareció alargarse mientras sentía su contacto profundizando, a pesar de saber que no portaba ningún tipo de arma. La sonrisa que había adornado sus labios se alargó apenas unos centímetros cuando se separó, observándome con perversa mezquindad.
—¡Traed el cubil! —gritó entonces, sobresaltándome con su inesperada reacción.
Me llevé las manos de manera inconsciente a ciertas partes de mi cuerpo cuando la puerta se abrió con un pesado chirrido. Por encima del hombro contemplé a los dos recién llegados, cargados con un enorme recipiente de madera cuyo contenido se agitaba en su interior; mantuve una expresión impertérrita ante sus curiosas miradas, procurando no encogerme ante su intrusiva presencia. La nigromante les indicó con un seco movimiento de mano que dejaran el cubil en el centro de la sala.
Con un ruido sordo, los dos hombres —a todas luces reclutas cerca de finalizar su formación como Sables de Hierro— depositaron la pesada carga en el punto exacto que la mujer había ordenado con aquel simple aspaviento. Una corriente helada atravesó mi cuerpo cuando se dirigieron de nuevo hacia la salida, permitiéndome ver por unos instantes la sala que contaba las habitaciones donde nos habían separado a Darshan y a mí; una joven con el rostro descubierto y las mismas prendas que los aprendices que nos habían recibido apareció instantes después, con una pila de ropa idéntica a la que vestía en los brazos.
—Gracias, Ivvinn —le dijo la nigromante, hablando a la chica.
La recién llegada inclinó la cabeza, haciendo que su cabello oscuro se desplegara sobre su rostro como una cortina. Me fijé en su tez, de una tonalidad similar a la mía, lo que inclinaba a pensar que no pertenecía a ninguna familia noble, por no hacer mención de su visible juventud. Aquella joven parecía rondar los dieciséis años, una edad demasiado temprana para haber terminado en aquel horrible lugar, siendo transformada en una completa extraña, en una autómata que seguía las órdenes del Emperador sin cuestionarlas; que derramaría sangre, sin importarle si era amiga o enemiga.
Sus ojos castaños me observaron de refilón, a través de los mechones sueltos de su melena suelta. Pude ver una leve de sombra de curiosidad mientras se incorporaba, encaminándose hacia la mesa de madera del fondo para dejar las prendas que había traído consigo.
Luego se marchó, dejándome a solas de nuevo con la nigromante. Escuché el susurro de su túnica arrastrándose por el suelo, el sonido de sus botas contra la piedra... Su presencia acechándome, haciendo que mi mortificación por lo sucedido incrementara, causando que mi cuerpo temblara de ira al recordar su intrusivo contacto, el brillo malicioso de sus ojos.
—Veamos si has aprendido la lección, dijh —canturreó la nigromante, moviéndose en círculos a mi alrededor como un depredador—: métete en el cubil. Ahora.
Mis pies se dirigieron inmediatamente hacia el recipiente que me esperaba en el centro de la estancia. No era de gran tamaño, como tampoco profundo; parecía tener el espacio suficiente para que una sola persona cupiera en su interior, aunque tampoco permitía mucha libertad de movimientos una vez estuvieras dentro. Tal y como había sospechado, estaba lleno de agua.
Todo mi cuerpo protestó ante la fría mordida del líquido en mi piel. Me aferré al borde del cubil, dudando en introducirme por completo; la mirada de la nigromante estaba clavada en mí con una intensidad que me recordó la crueldad con la que su magia se había deslizado por mis huesos, levantando una oleada de dolor.
Tomé una temblorosa bocanada de aire antes de soltarme, dejando que la heladora agua cubriera el resto de mi cuerpo. Una corriente traspasó mi entumecida piel mientras me obligaba a no moverme, permitiendo que la frialdad que transmitía el interior del cubil terminara desapareciendo.
Me encogí en el reducido espacio del cubil, abrazándome a mí misma para tratar de detener los temblores que me sacudían de pies a cabeza. La nigromante ladeó la cabeza, aún estudiándome.
—Quítate la mugre de encima y luego vístete —me ordenó, tajante—. Estaremos esperándote fuera.
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Tras la repentina marcha de la nigromante y el sonido del pesado cerrojo resonando desde la otra habitación, me quedé a solas. Los temblores que habían sacudido mi cuerpo terminaron por calmarse; ni los hombres que habían transportado hasta allí el cubil, como tampoco Ivvinn, como así se había referido a ella la mujer, habían traído consigo ni una mísera pastilla de jabón con la que poder ayudar a retirar la suciedad que se había pegado a mi piel tras haber sido capturada en las cuevas donde la Resistencia había instalado su escondite.
Tuve que conformarme con frotar con fruición cada centímetro de mi cuerpo, en especial la zona que la nigromante había invadido de aquel modo con el único propósito de intimidarme... y humillarme. El agua se tiñó de la suciedad que llevaba adherida como una segunda capa, salpicando en todas las direcciones cuando me incorporé, saliendo del cubil.
Mis ojos se clavaron de manera inconsciente en la pila de prendas viejas que seguían tiradas de cualquier manera en el suelo, donde las había dejado caer. La nigromante había sido tajante al respecto: las prendas que debía usar eran las que esperaban pulcramente colocadas sobre la mesa.
Negras.
El estómago se me encogió al contemplar aquel color, lo que significaba. Aquel era el primer paso para la transformación: adoptar ese tono que parecía anunciar la muerte misma, lo que corría por nuestras venas. Un escalofrío me bajó por la espalda mientras tomaba cada una de las prendas, estudiándolas de manera individual. El tejido era tosco y resistente, idóneo para las circunstancias que me deparaban en Vassar Bekhetaar.
Empecé a vestirme en silencio.
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Salí del habitáculo con una sensación extraña retorciéndose en mi pecho. Algunas de las prendas me quedaban sueltas, haciéndome sospechar que habían pertenecido a alguien un poco más corpulento que yo.
Escuché cómo la puerta que se encontraba al lado de la mía se abría con un premonitor crujido. Giré el cuello justo a tiempo para ver a Darshan aparecer vestido del mismo modo que yo; sus ojos grises parecían nubes de tormenta cuando me devolvió la mirada, haciendo que un escalofrío me recorriera de pies a cabeza. No quise ni imaginarme su experiencia dentro del habitáculo.
Las dos nigromantes que nos habían recibido se encontraban allí, junto con un par de —supuse— reclutas, ya que una de ellas era la chica que había traído mi nuevo uniforme. Ivvinn.
La mujer que se había encargado de Darshan se adelantó, evaluándonos a ambos con sus afilados ojos castaños. Los otros, los que aún no se habían ganado su máscara plateada, parecían curiosos por nuestra presencia en Vassar Bekhetaar, en especial por la diferencia de edad que nos separaba: mientras que ellos parecían rondar los dieciséis, nosotros hacía tiempo que los habíamos dejado atrás. De nuevo me asaltó aquel intrusivo pensamiento respecto a su juventud, a cómo me evocaban a una versión más joven de Perseo... Trayéndome a la memoria las cicatrices invisibles que arrastraba de ese maldito lugar.
—Desde este preciso momento acataréis las normas —empezó y su voz retumbó en la sala, haciendo que Ivvinn y el resto de reclutas se irguieran de golpe—; cualquier infracción, por mínima que sea, será duramente penalizada. Los entrenamientos comienzan al amanecer, en el patio oeste. No se os está permitido vagar por el resto de la prisión, por lo que, al terminar cualquier instrucción, deberéis regresar a vuestros... dormitorios hasta nueva orden —su mirada se oscureció—. Tampoco estaréis autorizados a usar vuestra magia fuera de los entornos controlados.
Tragué saliva ante la dureza que se adivinaba en aquella nigromante. Su compañera, la que se había encargado de mí dentro de aquel diminuto habitáculo, dio un paso para situarse a su misma altura.
—Sentíos agradecidos de la oportunidad que se os ha brindado Su Gracia Imperial —sus palabras restallaron como un látigo, levantando una oleada de ardiente rabia en mi interior—. El destino de muchos otros que se atrevieron a romper la ley se encuentra a unos metros de distancia, debajo de una gruesa capa de tierra —hizo una breve pausa—. Aún recuerdo los gritos y las súplicas del último...
La sangre pareció congelárseme en las venas al averiguar de aquel frío e impersonal modo que los nigromantes que eran descubiertos después de haber fingido que no eran más que ciudadanos corrientes del Imperio eran conducidos hasta Vassar Bekhetaar para ser convertidos en sujetos de prácticas para los que se encontraban allí.
La nigromante que había atendido a Darshan, la mujer de cabello entrecano, pareció removerse con incomodidad, como si lo que había dicho la otra le resultara difícil de escuchar.
—Os conduciremos hacia vuestras nuevas habitaciones —intervino, haciéndose de nuevo con el control de la conversación.
Mi aliado fue el primero en dar un paso hacia las nigromantes, empujándome a seguirlo en silencio. El peso de las esposas que aún colgaban de mis muñecas me recordó su presencia. ¿Tendríamos que llevarlas encima si no estábamos en un entorno controlado, como nos había indicado la primera nigromante? Mi cuerpo parecía haberse sumido de nuevo en aquel familiar entumecimiento que me había acompañado desde que mi madre bloqueara mis emergentes poderes siendo una niña.
Los otros reclutas no nos siguieron, dejándonos otra vez a solas con nuestras guías. Mi cuerpo se tensó de manera inconsciente cuando mis ojos se cruzaron con los de la nigromante que me había conducido al interior de la habitación, examinándome; Darshan, que caminaba a mi lado, pareció darse cuenta de mi reacción, ya que me dirigió una mirada cargada de sospecha y lo que parecía ser una sombra de preocupación.
Nos refrenamos a decir cualquier cosa, conscientes de que nuestra conversación sería escuchada por las dos mujeres que caminaban a unos pasos de distancia, conduciéndonos a través de multitud de pasillos que me resultaban desconocidos. Observé nuestro alrededor, intentando orientarme; hasta el momento, las mazmorras que debían llenar Vassar Bekhetaar continuaban siendo un completo misterio... Lo mismo que los sonidos que debían salir de las celdas.
El pulso se me disparó cuando alcanzamos un corredor lleno de desvencijadas puertas de madera. Las nigromantes se detuvieron frente a dos de ellas, desvelando que habíamos llegado a nuestro destino; una de las mujeres empujó una de ellas, haciendo que mis pies trastabillaran ante la visión del interior de aquella lúgubre habitación... si es que podía denominarse de ese modo.
Lo cierto es que aquel rincón se asemejaba más a una celda que a un humilde habitáculo donde permanecer hasta que se nos permitiera abandonarlo. El espacio era reducido, lo suficiente para albergar unos cuantos muebles indispensables: un camastro en una de las esquinas; una mesa en la pared contraria y un armario frente a ella, a poca distancia del jergón donde dormiría.
La nigromante me hizo un gesto impaciente con la mano, indicándome que me adentrara en aquel tétrico lugar. Ella me detuvo en el umbral con brusquedad, retirándome ante mi confusión las esposas; a su lado, su compañera la imitó con Darshan, liberándolo también de ellas.
—Permaneceréis aquí hasta que alguien venga a buscaros —me indicó la nigromante con una sonrisa ladina—. Las puertas, como precaución, estarán bloqueadas hasta nueva orden.
Esperé que la chispa de mi magia prendiera en mi interior después de que la mujer me quitara la damarita, pero el poder continuaba dormido. Me llevé las manos inconscientemente al pecho, confundida por aquel misterio; mi carcelera estaba observándome desde la puerta, bloqueándome la salida. En sus labios aún permanecía aquella sonrisilla desquiciante; estaba disfrutando de mi expresión de desconcierto, sabiendo lo que estaba provocándola.
Señaló las paredes del dormitorio a modo de despedida, haciendo que el sonido de la madera de la puerta al cerrarse resonara por todo mi cuerpo.
Entonces lo entendí.
Entendí el silencio de mi poder, la chispa aún dormida en mi pecho. Giré sobre la punta de mis pies, contemplando el interior del habitáculo... las losas intercaladas con la piedra, que antes habían pasado desapercibidas a mi escrutinio. El tono levemente rojizo que se adivinaba en algunas vetas hizo que todo cobrara sentido en mi mente.
Habían colocado damarita allí para convertir aquel asfixiante rincón en una prisión, demostrando que en grandes cantidades no era necesario el contacto físico para que aquel material desplegara sus efectos.
Era un castigo...
O quizá, también una prueba.
* * *
Madre mía... se vienen cositas
Una velita por Darshan y Jedham y el infierno que les espera
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