❈ 8
—Sacadlos de ahí.
Mis ojos se abrieron de par en par cuando unas manos salidas de la nada me aferraron por los brazos sin delicadeza alguna, tirando de mí para que me incorporara. Apenas había podido dar un par de cabezadas en lo que había restado de noche, poniendo a prueba la extraña alianza que había firmado con Darshan, por lo que no pude ser capaz de procesar lo que estaba sucediendo con la suficiente rapidez hasta que el familiar rostro enmascarado de Fatou acaparó todo mi campo de visión.
Mis piernas inestables tardaron unos instantes en ser capaces de sostenerse por sí mismas mientras mi mente trataba de procesar lo que estaba sucediendo. Fatou, el nigromante de mirada cruel, no perdía detalle de cómo sus secuaces nos arrastraban fuera de la celda.
—No olvidéis las esposas —indicó entonces el hombre, paseando sus fríos ojos por nosotros, los prisioneros—. No quiero ni un solo contratiempo durante el viaje.
Una de las nigromantes que le respaldaban se adelantó unos pasos, mostrándonos los objetos a los que se había referido. Un escalofrío de temor hizo que mi cuerpo se sacudiera al descubrir el material en que estaban confeccionadas las pulseras, tan similares a las que mi madre era obligada a llevar.
Damarita.
Con las pocas fuerzas que me restaban, traté de rebatirme entre los brazos de los Sables de Hierro que me retenían. Liberar mi magia había sido como dar una bocanada de aire tras sentir que estaba asfixiándome, eliminando un peso que me había acompañado tanto tiempo que ya prácticamente lo había olvidado por completo; si aquella mujer me ponía aquellos grilletes de nuevo, no sería capaz de soportarlo.
No sería capaz de renunciar a mi poder, aunque no fuera de forma definitiva.
Fatou percibió mi miedo, dirigiendo su mirada hacia mí. Una sombra de retorcido placer se asomó en sus ojos negros como el abismo al contemplar cómo me retorcía en vano, intentando esquivar lo inevitable.
—Por favor —le supliqué, haciendo caso omiso a mi propio orgullo.
Una sonrisa sibilina tironeó de la comisura de sus labios, disfrutando de la situación. De saber que era él quien tenía el poder y yo estaba a su merced, indefensa a pesar de todavía contar con mi magia.
—¿Por favor qué? —preguntó con suavidad, arrastrando las sílabas.
Ignoré el nudo en el estómago, el temblor que me sacudió al sentir cómo desplegaba su propio poder, una silenciosa amenaza que pendía sobre mi cabeza como un hacha bien afilada. Una advertencia sobre qué me sucedería si daba la respuesta equivocada.
Me obligué a morderme la lengua, sabiendo el error que había cometido al permitir que atisbara una pequeña parte de la desesperación que sentía y que había quedado al descubierto con mi patética súplica.
Bajé la mirada al suelo, escuchando los latidos de mi corazón reverberar en mis oídos. La cruel y fría risa que dejó escapar el nigromante resonó contra mis huesos, obligándome a apretar los puños con fuerza hasta clavarme las uñas en la carne de mis palmas.
Darshan se mantuvo en un obstinado silencio, inmóvil en brazos de sus captores. Sus ojos grises estaban clavados en el nigromante con una intensidad abrumadora que pareció atraer la atención de Fatou, quien perdió todo interés en mí tras mi patética escenita.
—¿Vas a suplicar, muchacho? —le preguntó con un tono sedoso, casi venenoso.
La mirada de Darshan se endureció ante la burla que escondía su pregunta.
—¿Disfrutarías con eso? —le replicó en el mismo tono.
El perfil del nigromante se mostró retorcidamente divertido al encontrar en Darshan un objetivo mucho más apetecible. Me tensé al ver cómo se acercaba a su nueva presa, intentando medrarlo con su simple presencia, pero Darshan se limitó a alzar aún más su barbilla en un gesto cargado de desafío.
—Ponedle a la joven dama las esposas —dijo Fatou sin perder el tiempo en lanzarme una mirada—. Y traedme otro par.
En aquella ocasión mis captores me retuvieron con fuerza, impidiendo que pudiera resistirme. Un Sable de Hierro se acercó hasta mí con un par de esposas de damarita, sonriente como un lobo; el pavor se extendió por todo mi cuerpo ante la cercanía del material color granate.
Me obligaron a que extendiera los brazos antes de que la primera argolla se deslizara con suavidad sobre la piel de mi muñeca. Un peso invisible pareció caer sobre mis hombros cuando la damarita presionó contra mi carne, apagando mi poder; una dolorosa presión pareció aplastar mis pulmones, arrancándome un gemido ahogado mientras notaba un temblor debilitando mis piernas.
De no haber sido por mis captores, mi cuerpo hubiera colapsado.
Me costó un gran esfuerzo alzar el cuello hacia donde Fatou seguía contemplando a un desafiante Darshan, cuando un extraño brillo similar al reconocimiento cruzó su mirada mientras se sostenían la vista el uno al otro. Otro Sable de Hierro se separó del grupo, con otro par de esposas entre las manos; un murmullo de excitación recorrió a los que estaban más cerca del nigromante y mi aliado. Un murmullo que se acrecentó cuando Fatou alargó una mano y tomó los pesados grilletes.
Me fijé en su expresión, en cómo le afectaría el contacto.
Pero la expresión del nigromante estaba vacía de cualquier tipo de sentimiento. Las palabras que me dedicó Perseo aquella mañana, después de descubrir mi colgante, se repitió en mis oídos: «Nos entrenan para soportar lo máximo posible la damarita...». Fatou sonrió con deleite cuando hizo un gesto, apenas un movimiento con la barbilla, indicando a los captores de Darshan que lo inmovilizaran.
—Voy a disfrutar rompiéndote en mil pedazos, chico —su susurro me alcanzó, haciendo que el vello se me erizara—, para después convertirte en lo que más detestas.
Deslizó ambas esposas sobre las muñecas de Darshan, manteniendo sus ojos clavados en el rostro del otro, evaluando su reacción. En el pasado, el simple roce con la damarita había hecho que estuviera cerca de vomitar; en aquella ocasión, lo único que hizo Darshan fue endurecer la línea de su mandíbula, como si estuviera apretando los dientes con fuerza.
Como si no quisiera darle la satisfacción a Fatou de ver cómo le afectaba realmente.
—Cubridles la cabeza —anunció el nigromante entonces—. Nuestro tiempo aquí ha llegado a su fin.
Algo oscuro cubrió mi visión antes de que pudiera reaccionar y lo último que creí escuchar fue una carcajada masculina.
❈
Realicé el trayecto prácticamente a ciegas, guiada por mis dos guardaespaldas. Con mi magia apagada, podía sentir la sombra del cansancio que se había aferrado a mis huesos en el pasado, haciéndome complicado algo tan sencillo como dar un paso delante de otro; tuve que confiar en los Sables de Hierro que me conducían, bien aferrada por la parte superior de mis brazos. El corazón se me contrajo al pensar en mi madre... y también en Perseo. ¿Sabría del destino al que nos había condenado el Emperador tanto a su hermano como a mí? Nuestros caminos no habían vuelto a cruzarse desde la sala del trono, antes de que el Usurpador le requiriera mientras a nosotros nos conducían hacia las mazmorras.
Me obligué a apartar esos pensamientos, maldiciéndome a mí misma por mi estupidez. Había problemas más urgentes que preguntarme si el nigromante estaría al tanto de mi futuro; aún seguíamos en camino, yo con la vista totalmente bloqueada por aquel saco de tela negra con el que habían cubierto mi cabeza para desorientarme.
El sonido ahogado de los pasos de nuestro grupo que llegaba de manera ahogada a través del fino tejido y, después de que una bocanada de aire cálido nos recibiera cuando terminamos de ascender la empinada escalera de piedra, supe que nos encontrábamos de nuevo en el interior del palacio. La desgastada suela de mis viejas botas chirrió contra la arena, delatando que habíamos dejado atrás los pasillos; un creciente coro de voces se oía de fondo.
—Subid a los prisioneros y aseguradlos bien —escuché el inconfundible timbre de Fatou repartiendo órdenes—. Dhijali, ¿son esos los últimos...?
Una voz femenina respondió afirmativamente, pero un empujón en mi espalda hizo que desconectara de la conversación y mis pocos sentidos útiles se centraran en no hacer que cayera al suelo. Unas manos salidas de la nada me tomaron con brusquedad, alzándome hasta lo que parecía ser el interior de un carro.
Me tambaleé hasta que me obligaron a sentarme sobre un banco. A pesar de tener mi poder dormido a causa de la damarita de las esposas, estaba segura que no estaba sola... Siendo confirmada mi sospecha con el ligero calor que desprendía un cuerpo situado a unos centímetros de distancia.
Ahogué una exclamación cuando la tela negra que cubría mi cabeza fue retirada de un tirón. Pestañeé ante la repentina luminosidad, alzando ambos brazos a modo de escudo hasta que mis sensibles ojos se habituaran.
Luego contemplé mi alrededor con un nudo en la garganta.
Tal y como había intuido, nos encontrábamos en el interior de un convoy. Frente a mí estaba Darshan y una hilera de cinco personas más, dos mujeres y tres hombres; me fijé en sus expresiones asustadas, en el miedo que dilataba sus pupilas. Todos ellos eran parte de los rebeldes con los que habíamos coincidido en las celdas.
Y todos ellos habían sido sentenciados a viajar hasta Vassar Bekhetaar con un solo billete de ida.
Un movimiento oscuro al fondo del carromato hizo que mi mirada se saltara hacia ese rincón. Una nigromante tenía puestos en todos nosotros sus inquietantes y fríos ojos verdes.
—Dhijali —una voz masculina pareció llamarla desde la abertura del vagón. Reconocí ese nombre vagamente—, estamos listos para partir.
La nigromante asintió con un cabeceo seco y alzó sus manos hacia las dos hileras de prisioneros que estábamos sentados. Un cosquilleo desagradable se extendió por mi cuerpo al percibir un eco de su magia.
—Ten cuidado con la pelirroja —añadió entonces el nigromante recién llegado, y supe que estaba refiriéndose a mí—. Es una caja llena de sorpresas... y no en un buen sentido.
Los ojos verdes de Dhijali se fijaron entonces en mí con una extraña intensidad. Sabiendo que era ella la que tenía el control —y mi vida— entre sus manos, adopté una actitud dócil y sumisa.
—Si es una chica lista —dijo, sin apartar la mirada—, sabrá quedarse quietecita todo el viaje, Deyren.
El susodicho dejó escapar una risa baja antes de despedirse, deseándonos buena suerte.
Yo opté por quedarme en mi sitio, convenientemente quieta. Desvié a propósito la mirada hacia el otro lado de la abertura de la lona del vagón, atisbando a duras penas una imprecisa imagen de uno de los patios del palacio. Mis compañeros de fila me imitaron, manteniendo las distancias conmigo y vigilando a la nigromante que viajaría con nosotros.
—Pasaremos varias horas aquí —anunció Dhijali cuando el convoy se puso en movimiento con una sacudida—. Así que os recomiendo que no intentéis hacer nada porque será en vano.
Sus ojos buscaron los míos cuando pronunció la última parte. Darshan se removió en su asiento, con los brazos cómodamente apoyados en sus rodillas; tras aquella escena de desafío frente a Fatou, donde el nigromante no había dudado un segundo en compartir el infierno que le esperaba en la prisión, se había sumido en un extraño silencio. Su mirada gris recorría el interior del vagón, con el ceño fruncido.
Supuse que aquella escena le resultaría vagamente familiar.
Me recliné hasta que mi espalda rozó la lona y tomé una bocanada de aire. La presión en los pulmones aún no había desaparecido, lo mismo que el cansancio que se aferraba a mis huesos; en aquel pesado silencio que se había instaurado en el interior del vagón, me permití un instante para intentar poner en orden el caos que se había instaurado dentro de mi cabeza.
Pensé en la alianza que había alcanzado con Darshan. Vassar Bekhetaar no era territorio desconocido para él: su instrucción como Sable de Hierro, antes de que se infiltrara exitosamente en la Resistencia, se había producido en aquel infierno. El propio chico había compartido conmigo algunas de las atrocidades que habían sufrido los cadetes apenas habían llegado a ese lugar. Si a los recién llegados los lanzaban al río sin importarles lo más mínimo, ¿qué no nos harían a nosotros?
«Era más fácil para nosotros pensar en el látigo cuando...»
La voz de Perseo se coló como un invitado indeseado en mi cabeza. El nigromante me había explicado cómo los más experimentados se encargaban de destrozar a los jóvenes, imbuyéndoles el temor a la simple idea de poder sentir. Gracias a la tortura eran despojados de todo aquello que les hacía humanos.
«Y dentro de poco tú serás como uno de ellos...», insinuó una vocecilla, avivando mis peores miedos. Fatou ya había sido claro respecto a sus intenciones hacia Darshan, demostrando una vena sádica.
Era uno de los nigromantes que vigilaban Vassar Bekhetaar. Era posible que hubiera sido uno de los instructores de Perseo, una de las sombras que habían estado acechando en la mente del heredero de Ptolomeo cuando aceptó sus sentimientos hacia mí; una de las personas que habría sostenido el látigo con una expresión de retorcido deleite mientras le fustigaba por no haber cumplido con las reglas.
Un escalofrío descendió por mi espalda.
¿Cómo podría protegerme la alianza que mantenía con Darshan de los monstruos con máscaras de plata que habitaban en la prisión? ¿Cómo siquiera podríamos sobrevivir ambos allí?
Cerré los ojos para impedir que ninguno de mis compañeros pudiera ver las lágrimas que acudieron ante aquel pensamiento: estábamos condenados.
Vassar Bekhetaar acabaría con nosotros.
Nos destrozaría hasta que no quedara nada reconocible.
❈
El vagón dio una violenta sacudida, despertándome. Me había rendido al sueño poco después de la primera parada que el convoy había hecho; un par de Sables de Hierro habían aparecido con pellejos llenos de agua para nosotros, los prisioneros. Tras humedecer nuestros labios, habíamos reanudado la marcha, abandonando la ciudad y adentrándonos de lleno en los polvorientos caminos que llevaban hacia otros rincones del Imperio.
El repentino calor que nos había acompañado casi todo el viaje parecía haberse aplacado, dejando en su lugar una fría brisa. Entrecerré los ojos al descubrir al otro lado de la lona la ausencia de luz; el resto de prisioneros se removió en sus asientos con una mezcla de incomodidad y temor.
Dhijali, la nigromante que había estado vigilándonos, fue la primera en cruzar el pasillo que conformaban los dos bancos para poder abrir la abertura, dejándonos ver un patio iluminado levemente por antorchas.
Un contingente de nigromantes y muchachos que vestían lo que parecían ser prendas de instrucción nos esperaban ya. Recorrí con la mirada los rostros descubiertos, preguntándome si serían nigromantes... o cadetes como los de las historias de Darshan, aquellos que aún no eran Sables de Hierro.
Una de las figuras vestidas de negro se adelantó, haciendo que el fuego de las antorchas incidiera sobre su máscara plateada. La inconfundible silueta de Fatou apareció por un lateral, dirigiéndose hacia el nigromante que había dado un paso adelante; observé cómo se aferraban por el antebrazo a modo de saludo.
—Señor, es bueno tenerle de regreso —dijo el nigromante.
—Es bueno estar de regreso —le corrigió Fatou antes de girarse hacia el vagón donde Dhijali estaba asomada. Vi al hombre hacer un imperioso gesto con la mano, ordenándole que se uniera a ellos—. Hemos traído un poco de carne fresca.
Una sonrisa se formó en los labios del nigromante.
—Los aprendices estaban faltos de... sujetos... para poder proseguir con su entrenamiento, señor.
Dhijali se situó junto a Fatou, cuadrando los hombros ante su superior.
—¿Qué hacemos con ellos? —escuché que preguntaba.
Fatou miró por encima del hombro hacia la dirección del vagón. Frente a mí creí intuir un movimiento en el asiento que ocupaba Darshan, como si él también estuviera atento a la conversación de los tres nigromantes.
A pesar de la distancia, creí atisbar un brillo depredador en los ojos negros de Fatou. El nigromante cuyo nombre desconocía se inclinó por encima del hombro del otro, buscándonos con la mirada con aire interesado.
—Nuestra Gracia descubrió dos nigromantes que consiguieron eludir la Ley —explicó Fatou sin apartar la vista, casi meditabundo—. Como era de esperar, esa puta que calienta su cama no tardó un instante en salir en su defensa, en convencerle de que cambiara su sentencia. Que conmutara la pena de muerte por traición en... esto. En ser entrenados y convertidos en parte de sus huestes.
Ante la mención de su madre, los términos que había empleado el nigromante para referirse a ella, Darshan apretó con rabia los puños. Al igual que Perseo, el hijo menor de Roma no soportaba el modo en que otros se referían a ella. En el desdén y desagrado que se adivinaba en la voz de Fatou.
El interés aumentó en el nigromante al descubrir quiénes éramos.
—Deberíamos conducirlos junto al resto, mi señor —intervino Dhijali.
—Tráelos —ordenó Fatou— y conducid a los prisioneros a sus nuevas celdas.
El grupo de rostros al descubierto se movió al unísono, dispersándose para distribuirse entre los distintos convoyes que habían viajado desde la capital. La silueta de dos de ellos apareció al otro lado de la lona, apartándola con brusquedad; me fijé en la juventud de ambos, que parecían sacarme apenas tres años de diferencia, antes de que extendieran sus manos para arrancarnos de nuestros asientos y arrastrarnos hacia el patio.
Nos condujeron hasta donde aguardaban los nigromantes enmascarados, donde Fatou continuaba observándonos mientras el resto cedía a la curiosidad sobre por qué Roma habría salido en nuestra defensa, protegiéndonos de la ira del Emperador.
—Al parecer, una de las gens que se creía extinta no lo está, después de todo —añadió Fatou con un tono brusco—. Ante nosotros tenemos a la heredera de la gens Furia.
Contemplé el asombro en la mirada de algunos nigromantes, el reconocimiento en otros. Las gens de nigromantes habían sido erradicadas de la faz del Imperio por órdenes del Emperador, por el riesgo que representaban para su recién estrenado gobierno gracias al poder que ostentaban; las ramas secundarias de algunas familias eran lo único que quedaba ahora.
—Interesante —murmuró el nigromante que aún no había dado su nombre.
—¿Qué hay del otro? —quiso saber otro de los nigromantes, el que se encontraba a su izquierda.
Fatou dirigió una breve mirada hacia Darshan.
—El otro es la buena acción de esa puta —respondió, probando de nuevo la reacción del chico—. Para no sentirse mal consigo misma, sabiendo que sus manos están manchadas de sangre...
Darshan apretó la mandíbula pero no cayó en la provocación del nigromante. Envidié su entereza, el control que tenía de sus propias emociones; el modo en que sabía cómo manejar la situación, sin ceder un solo milímetro.
Fatou entrecerró los ojos con cierto disgusto al no conseguir su propósito de hacerle perder los papeles.
—Lleváoslos de aquí —les espetó a los jóvenes que nos retenían por el brazo—. Mañana los quiero ver junto a los otros, al amanecer.
Nos vimos de nuevo arrastrados por el patio rectangular, hacia una oscura entrada que parecía hundirse en la montaña que se extendía al otro lado. La temperatura bajó abruptamente cuando atravesamos el umbral, topándonos con un laberíntico pasillo de piedra; similar a las mazmorras de palacio, observé las hileras de celdas vacías que había en aquella primera planta.
Pasillo tras pasillo, pronto perdí la orientación. Vassar Bekhetaar era como un enorme complejo dividido en pasillos y galerías. Un eco apagado de lamentos nos llegó cuando alcanzamos un ala nueva, mucho más tétrica que las que habíamos atravesado hasta aparecer allí.
Dos nigromantes, mujeres a todas luces, esperaban en mitad de la estancia circular.
Nuestros guías nos dejaron frente a ellas, doblándose en una pronunciada reverencia antes de soltarnos y retroceder un paso.
—Acompañadnos —soltó la primera, de cabello recogido.
Compartí una mirada confundida con Darshan antes de sentir el familiar —y doloroso— tirón de la magia de una de ellas en mis extremidades, obligándome a seguir su estela contra mi voluntad.
El corazón empezó a latirme con fuerza cuando entreví una sala a través de la puerta entrecerrada a la que nos dirigíamos. Darshan caminaba por su propio pie detrás de la otra mujer, de cabello castaño entrecano.
La nigromante que me guiaba empujó con una mano la madera y me hizo un gesto para que pasara en primer lugar. La estancia estaba vacía, excepción de una mesa alargada en una esquina, y fría.
Temblé inconscientemente cuando atravesamos el umbral y la mujer cerró la puerta a su espalda, dejándonos atrapadas en su interior. La oí a mi espalda, el susurro de su capa sobre la piedra del suelo, antes de que su imperiosa voz resonara contra las paredes con una simple orden:
—Desnúdate.
* * *
Ay mamá que tendrá Vassar Bekhetaar que pone a todo el mundo lokito
¿Opiniones sobre lo que les espera a nuestros dos pichoncitos?
¿qué estará tramando Fatou y por qué tanta ojeriza con Darshan? mmmm
(nuevo personaje a la vuelta de la esquina jejeje)
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