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❈ 77

Roma se encargó de eliminar cualquier rastro de sangre. Ninguna de las dos dijo nada mientras ella pasaba un trapo húmedo sobre mi piel, con el ceño fruncido como una madre que estuviera encargándose de las consecuencias de la última travesura de su díscola hija.

El eco de su promesa, de que no permitiría que el asesino de Octavio se saliera con la suya, seguía repitiéndose en mis oídos.

—Sé que fue Perseo —rompí el silencio con aquellas demoledoras palabras.

La expresión de la nigromante se endureció al escuchar mi acusación contra su hijo. Apartó el trozo de tela y frunció los labios.

—¿Y qué pruebas tienes de ello? —me preguntó con fiereza, a todas luces sin creerme.

No tenía ninguna física, solamente mis propias suposiciones.

Me llevé una mano al pecho y aferré la tela de mi vestido, queriendo hundir las uñas en la carne que había debajo; seguir profundizando hasta atravesar la piel. Seguía llevando aquella prenda ostentosa que el vestitore imperial había confeccionado con el propósito de hacerme destacar, de resaltar mi futura posición.

—Sabía que Octavio era importante para mí —contesté, bajando la mirada—. Y creo que quería vengarse... Devolverme el dolor que le causé.

Me negaba a dejar que la voz de Perseo, que sus hirientes palabras, siguieran horadando en mi pecho, removiendo ciertas partes que le daban la razón. La muerte de mi amigo también recaía sobre mi conciencia; yo también era responsable. De no haberme acercado tanto a él, de no haberme involucrado hasta ese punto, abriéndole mi corazón... ¿Seguiría vivo?

Roma apretó los labios.

—Te dije una vez que te destrozaría si alguna vez le hicieras daño a Perseo, ratoncito —me recordó con voz grave—. No me obligues a cumplir con mi amenaza.


La noticia no tardó en extenderse como un incendio dentro del palacio. Como medida cautelar, el Emperador dio la orden de que nadie debía abandonar sus aposentos si no era estrictamente necesario; incluso apostó nigromantes y Sables de Hierro para asegurarse de que no hubiera posibles fugas.

Supe por boca de Clelia que el padre de Octavio había enclaustrado el resto de la familia y que mi camarilla de damas compañía quedaba exonerada de sus responsabilidades hasta nuevo aviso. Roma, quizá queriendo asegurarse de tenerme bajo control, se encargó de mi protección.

Junto con otra nigromante, Naerie, se turnaban horas y horas para vigilar la puerta de mis aposentos, asegurándose de mantenerme allí dentro, encerrada y sin más información que la que mi doncella, también vigilada por mis nuevas guardianas.

Apenas había pasado un día cuando mi tirante paciencia llegó a su límite. Clelia se había marchado tras ayudarme a darme un baño y poner algo de orden, dejándome de nuevo a solas con mis enrevesados pensamientos; las paredes parecían cernirse sobre mí mientras las imágenes del cuerpo tendido de Octavio me aguijoneaban sin piedad, haciendo que las náuseas me atenazaran.

Me apresuré a limpiarme frente al espejo, eliminando cualquier prueba que pudiera incriminarme, y dirigí mis pasos hacia la puerta principal. Tal y como esperaba, la imponente figura encapuchada de Roma estaba al otro lado, apoyada contra el ventanal que había al otro lado del pasillo.

Sus ojos grises me observaron tras la máscara plateada con una pizca de interés y exasperación. Al parecer, Naerie no había tenido ningún reparo en ponerla al corriente de nuestro último desencuentro.

—Quiero verle —fue lo único que dije.

Un músculo de la mandíbula le tembló al comprender a quién estaba refiriéndome.

—Ratoncito...

Clelia no había podido responder a mis preguntas y Naerie, tampoco. Lo único que había sabido por boca de mi doncella era que habían entregado el cuerpo a los sanadores del palacio para que pudiera determinarse la causa de la muerte; los primeros rumores y sospechas, no obstante, no habían tardado en empezar a circular.

Assarion. Hexas. La Resistencia.

Los potenciales responsables se debatían entre esos tres nombres. Y una parte de mí rechazaba la idea de que hubieran sido Assarion o la Resistencia; habíamos alcanzado un acuerdo con nuestro reino vecino, sabía que su monarca estaba interesado en ver a Octavio convertido en el futuro emperador. Respecto a la Resistencia... me negaba a creer que hubieran escogido como objetivo al príncipe heredero, en vez de a su padre, la verdadera amenaza.

Lo que dejaba a Hexas.

Sus tres líderes habían acudido personalmente y el Nabab Onkar fue bastante explícito a la hora de compartir sus pensamientos sobre mi unión con Octavio. No aprobaban que hubiera elegido a una nigromante; la sola idea de ver a alguien como yo tan cerca del poder les asqueaba. ¿Y si el objetivo no era Octavio...?

¿Y si el príncipe heredero había sido un error irreversible?

Mi expresión desolada debió ser suficiente para ablandar el pétreo corazón de Roma, ya que dejó escapar un suspiro de derrota y me hizo una brusca señal con la cabeza para que la acompañara. Consciente de los riesgos a los que nos exponíamos, la seguí con premura, echando a andar a su lado.

—¿Hay alguna novedad por parte de... los sanadores? —pregunté, notando un nudo en la garganta.

Roma frunció los labios, como si estuviera reteniendo lo que quisiera compartir conmigo.

—Encontramos un frasco de veneno junto al cuerpo —respondió tras unos instantes de duda—. Pero los sanadores dicen no haber encontrado ninguna sustancia en su organismo. Tampoco había... señales de envenenamiento.

Una sensación gélida descendió por mi espalda, despertando las primeras alarmas.

—Fue un nigromante —apunté.

Si no había signos externos, era muy probable que hubiera sido gracias al poder de los nigromantes. Me mordí el interior de la mejilla con fuerza, siendo en esta ocasión yo la que tuvo que tragarse el nombre que quemaba en la punta de mi lengua.

—El Emperador ha dado órdenes de que se diga que la causa de la muerte fue el veneno —añadió repentinamente Roma, mirándome de soslayo. ¿Sospechaba de mí? ¿Estaba interrogándome?

Decidí hacerme la desentendida, rezando para que mi pulso no me delatara frente a ella.

—¿Por qué tendría Octavio veneno? —pregunté—. Es absurdo.

—El Emperador cree que los responsables del asesinato lo dejaron para intentar generar dudas —su voz carecía de convicción suficiente, ya que no tenía sentido: ella había mencionado que los sanadores habían sido claros al señalar que no había indicios de envenenamiento. Lo que dejaba una única causa posible—. Y es lo que va a hacer creer a todo el mundo mientras continúa investigando qué pudo suceder y por qué su nigromante no estuvo cumpliendo con sus responsabilidades.

Pensar en Irshak hizo que el estómago me diera un vuelco. En medio del estupor al contemplar el cuerpo de Octavio, creía recordarle siendo retenido por otros dos nigromantes antes de que el Usurpador les ordenara que lo sacaran de allí para interrogarlo.

—Ya hemos llegado.

Tragué saliva cuando nos vi a ambas frente a las puertas que conducían a los aposentos privados del príncipe imperial. El Sable de Hierro que vigilaba la puerta nos contempló con el ceño fruncido, pero Roma no tardó mucho en despacharlo, haciéndose valer de su posición dentro de palacio; con un ligero titubeo, la seguí al interior de la estancia, lidiando con las náuseas y el intenso sabor amargo que había recubierto mi boca.

La nigromante me condujo hacia el dormitorio principal. En la enorme cama, reposando entre mullidos almohadones, se encontraba Octavio; cualquier otro, al mirarlo, podría creer que se encontraba profundamente dormido. Un ligero aroma a aceites flotaba en el aire.

Con Roma escudriñándome desde la puerta, me acerqué con pasos tímidos hacia donde reposaba mi prometido. Apenas podía rescatar de mi memoria con claridad alguna imagen del momento en que lo vi tendido en el suelo, con su madre sollozante aferrándose a él; sin embargo, y como la nigromante ya me había adelantado, no había ninguna marca o señal en su rostro. Ningún indicio de cuál había podido ser la causa de su muerte.

Mi cuerpo tembló cuando estuve a su lado.

Recorrí su rostro con ansiedad, notando cómo se me nublaba la vista a causa de las lágrimas. Aún seguía conmocionada por la idea de que se hubiera marchado para siempre... y que Roma me hubiera detenido antes de que la situación se volviera irreversible; mi poder había vuelto a caer bajo el influjo de la damarita, haciéndome sentir vacía de nuevo.

La idea de que pudiera haberle podido ayudar no me había abandonado en aquellos días, atenazándome como una soga al cuello.

Rocé con la punta de mis dedos su fría mejilla, sintiendo un vuelco en el estómago.

—Podría haberte salvado —le susurré, con dolor.

—No podrías haberlo hecho —me corrigió con dureza Roma a mi espalda—. No a costa de tu propia vida.

Me giré hacia ella con rabia.

—Eso tú no lo sabes —le espeté.

La nigromante no mostró la más mínima molestia por mi salida de tono. Permanecía en apariencia imperturbable, en el umbral del dormitorio, sosteniéndome la mirada con esos ojos grises que compartía con el menor de sus vástagos.

—Octavio está muerto, Jedham —sus palabras fueron como una bofetada—. Es hora de que lo asimiles y empieces a guardar el luto que necesites hasta conseguir que la herida por su pérdida se vuelva más llevadera. El Emperador no tardará en dar la orden para que se reanuden los ritos funerarios y su cuerpo pueda descansar junto con el resto de su familia.

La bilis pareció sacudirse en mi interior, trayendo consigo un amargo y ácido sabor. Una parte de mí se oponía a esa idea, al hecho de verme en la obligación de despedirme de mi prometido; de que se lo llevaran lejos de mí, separándome de aquel muchacho al que había considerado más que un aliado.

Un amigo.

Un compañero.

La esperanza del Imperio.

Cerré los ojos con fuerza, tragándome las lágrimas, al pensar en lo que suponía su muerte. Octavio era el cambio que necesitábamos, la persona que merecía sentarse en el trono; había estado dispuesta a sacrificarme por él, sabiendo que mi prometido traería consigo una nueva era a mi hogar, transformándolo. Ayudándole a sanar las heridas que su padre había provocado.

—Octavio no podrá descansar hasta que los responsables de su muerte no hayan sido reclamados por Zosime —mascullé entre dientes.

Roma se removió a mi espalda.

—Estamos haciendo todo lo posible por encontrar alguna pista que nos permita saber qué sucedió esa noche, ratoncito —me aseguró.

Esa noche Octavio se despidió de mí, asegurándome que tenía que hablar con Irshak para informarle que se quedaría conmigo, con el único propósito de consolarme tras mi último encontronazo con Perseo, donde el nigromante se había encargado de sembrar algunas dudas sobre mis intenciones.

—Irshak —murmuré, como ida.

¿Habrían llegado a encontrarse? ¿O su guardaespaldas habría llegado demasiado tarde...? Volví a recordar vagamente al Emperador gritando en la otra sala, a unos metros de donde estaba el cadáver de su primogénito; la difusa silueta de un nigromante debatiéndose entre los brazos de dos de sus compañeros.

—Irshak está siendo investigado, ratoncito —me desveló Roma y su timbre se volvió apesadumbrado.

Pensé en el nigromante, encarcelado en una sucia celda. Sin saber qué había podido suceder, en qué había podido fallar... Roto de dolor por la pérdida de Octavio, destrozado por no poder verlo por última vez.

Por no tener siquiera la oportunidad de despedirse de él.


—Tanto la emperatriz como la princesa están esperándoos —fue la asertiva frase que me dedicó Naerie, quien se encargaba de vigilarme aquel día, nada más poner un pie en mis aposentos.

El palacio se había sumido en un desértico escenario. El trasiego que antaño alcanzaba mi puerta había dejado de oírse, haciéndome pensar que todo el edificio estaba enclaustrado en sus propios dormitorios, aunque no sabía si en señal de duelo por la muerte del heredero... o porque continuaban encerrados por órdenes del Emperador.

Incluso las visitas de Clelia se habían vuelto más breves.

—¿La emperatriz y...? —repetí, dubitativa.

—Eso he dicho —me cortó la nigromante—. No tenemos todo el día.

Con la guardia en alto, seguí a Naerie de nuevo al pasillo. Apenas habían pasado dos días más desde que Roma me condujo hasta el dormitorio de Octavio para que pudiera ver con mis propios ojos el cuerpo de mi prometido, por lo que no estaba segura de a qué se debía en esa ocasión.

Los pasos de mi carcelera nos llevaron por una ruta que conocía, haciendo que mi corazón acelerada sus latidos por la familiaridad. Por el poco tiempo que había transcurrido desde la última vez que hice aquel mismo camino, en compañía de una silenciosa Roma.

Fue la madre de Octavio la primera en percatarse de mi llegada. Junto con su hija, las dos mujeres aguardaban en el pasillo, a las puertas de los aposentos privados del príncipe heredero; ambas vestían ropajes sencillos de color blanco.

La emperatriz parecía haber envejecido varios años de golpe cuando me acerqué a ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas y extendió los brazos en mi dirección, esperando que aceptara su abrazo. Con cierta incomodidad, dejé que la mujer me llevara contra su pecho, conteniendo un sollozo.

—Tú también mereces estar aquí —me susurró y no entendí bien sus palabras—. Eres parte de esta familia, Jedham.

Por encima del hombro de la emperatriz vi los ojos enrojecidos de Ligeia fijos en mí. Toda la alegría y vivacidad que antaño habían iluminado esos iris verdes, tan parecidos a los de su hermano, parecía haberse esfumado; la princesa se limitó a romper el contacto visual, retrocediendo un paso para seguirnos cuando su madre, sin querer soltarme, me condujo hacia el dormitorio donde reposaba el cuerpo de su hijo.

No obstante, allí ya aguardaban tres mujeres ataviadas de pies a cabeza de blanco, con el rostro cubierto por un fino velo que ocultaba sus rasgos. Todas ellas se inclinaron en nuestra presencia mientras atravesábamos la distancia hacia la cama donde Octavio todavía permanecía. Por el rabillo del ojo descubrí varios objetos que antes no estaban en el dormitorio.

—Son las estigias —escuché que me susurraba Calidia al descubrirme observando a las desconocidas vestidas de blanco—. Mujeres que ayudan con los preparativos de los... de los fallecidos.

Consciente de mi nulo conocimiento sobre los ritos que celebraban los perilustres a la hora de despedir a sus muertos, Calidia me explicó en voz baja que las mujeres de las familias y las estigias se encargaban de limpiar, perfumar y vestir apropiadamente el cuerpo del difunto; una vez estuviera preparado, sería conducido desde el dormitorio hasta un catafalco ya preparado en el patio y, una vez allí, con la comitiva reunida, partiríamos hacia los lindes de la ciudad, más allá de ella. Al parecer, los perilustres no permitían que los fallecidos reposaran dentro de los límites de la capital, quizá por temor a lo que pudieran hacer los nigromantes con ellos... o la propia Zosime.

El cementerio que había a unos metros nos recibiría para despedir a Octavio, donde llevaríamos a cabo su incineración en la más estricta intimidad para, cuando su cuerpo se hubiera convertido en cenizas, depositar sus restos junto al resto de miembros de la familia imperial.

—Queremos que su alma sea aceptada por Zosime —musitó Calidia, dirigiéndome hacia un cuenco en el que estaban sumergidos varios paños perfumados—. No quiero que sea juzgado por los actos atroces que cometió su padre contra ella... Yo... yo no quiero que el alma de mi hijo sufra por sus pecados.

Con la guía de las estigias, la emperatriz, Ligeia y yo empezamos a limpiar el cuerpo de Octavio. El silencio del dormitorio se vio roto por los esporádicos sollozos de la madre del príncipe, cuya entereza había terminado por fragmentarse; la princesa imperial, por el contrario, trabajaba con movimientos rígidos, casi mecánicos. Sus ojos estaban secos, clavados en el camino que seguía su paño sobre la piel de su hermano mayor.

Yo dejé que mi mano imitara el de ellas dos, sintiendo como si desconectara de mi propio cuerpo y fuera una mera espectadora.

—Es suficiente —me frenó una de las estigias, tomándome por la muñeca con suavidad para frenarme.

Las otras dos estigias retiraron todos los utensilios que habían traído consigo. Segundos después, aparecían de la nada varios Sables de Hierro, portando una elegante camilla; nos retiramos para que pudieran maniobrar con facilidad, levantando el cuerpo de Octavio de la cama para depositarlo sobre el medio de transporte que habían traído consigo.

Hicimos el camino sumidas en el más completo silencio, siguiendo la estela de la camilla. En un punto aparecieron Roma y Perseo, sólo él vestido del riguroso blanco funerario; contemplé sin decir una palabra el intercambio de miradas entre la nigromante y la emperatriz, siendo la primera vez que las veía juntas, consciente de los rumores malintencionados que corrían sobre las dos y su turbulenta relación a causa del Emperador. Sin poderlo evitar, me estremecí bajo el abrazo de Calidia cuando vi a Perseo recibir a su prometida entre los suyos; el nieto de Ptolomeo había dejado a un lado su familiar máscara de indiferencia, mostrando una sombra de dolor y pesar real por la tristeza de Ligeia ante la pérdida de Octavio.

El nigromante cerró los ojos mientras la estrechaba contra su pecho y ella se rendía finalmente, dejando escapar un sollozo.

Aparté la mirada, abrumada por la intimidad de aquella imagen, para toparme con los ojos grises de Roma ya fijos en mí con una silenciosa advertencia.

«No te conviertas en una amenaza para mi hijo», parecía querer decirme.


Un reducido grupo de perilustres ya aguardaba en el patio, todos ellos vistiendo el reglamentario color blanco, tras la imponente figura del Emperador y un nutrido séquito de nigromantes y Sables de Hierro. Sin mediar palabra, se separaron, dejando que los hombres que portaban la camilla se dirigieran hasta el catafalco que había al otro lado del pasillo que habían formado.

Mientras que el Usurpador encabezaba la marcha, sin tan siquiera dedicarle una sola mirada al cuerpo de su hijo, yo opté por guardar las distancias, convirtiéndome de buena gana en el apoyo de Calidia. Ligeia y Perseo nos seguían un paso por detrás, marcando el fin del grupo que conformábamos; el resto de asistentes caminaban por detrás de una línea de nigromantes que nos respaldaban, guardándonos las espaldas ante posibles amenazas.

La noticia sobre la muerte del príncipe heredero parecía haber corrido como el viento dentro de la capital. Si bien las calles de los barrios perilustres se encontraban vacías, lejos de mostrar su barullo habitual, podían verse algunos curiosos que salían al paso de la comitiva para observarnos, guardando un respetuoso silencio por el fallecimiento del que iba a convertirse en su próximo emperador.

Encontré en mis propios pasos una distracción suficiente para impedir que mi atención pudiera desviarse hacia el cuerpo de Octavio, que no había sido cubierto. Calidia renqueaba a mi lado, con los ojos fijos en su hijo.

—Zosime —escuché que susurraba, hablando para la Diosa Proscrita—, acepta a mi hijo entre tus brazos... Permítele que pueda encontrar la paz... Cuida de él...

Se me formó un nudo en la garganta mientras continuaba siendo testigo de las súplicas de la emperatriz, rezando a aquella deidad que su esposo había decidido borrar del mapa con el único propósito de mostrar su supremacía tras hacerse con el poder.

El camino se me antojó eterno mientras atravesábamos la ciudad, dirigiéndonos hacia las afueras. El peso de las miradas nos acompañó casi hasta que abandonamos los muros de la capital, siguiendo el árido camino que nos condujo hacia otras murallas que pertenecían al cementerio donde aquellos que podían costeárselo se les permitía enterrar a sus fallecidos.

Atravesamos las puertas envueltos en el mismo silencio lleno de solemnidad. Me encogí sobre mí misma al verme rodeada por altísimas edificaciones que mostraban distintas escenas talladas entre sus enormes bloques de piedra; había convivido con la muerte durante mi niñez, pues en mi barrio había sido una indeseada compañía constante, y nuestras costumbres a la hora de despedir a aquellos que nos habían abandonado no tenían nada que ver con esto.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando la figura del Emperador se detuvo frente a una enorme mole. Supuse que era la tumba destinada a la familia imperial, a juzgar por los relieves que mostraba su fachada. Los Sables de Hierro que portaban a Octavio se dirigieron con decisión hacia el interior del edificio y, tras unos segundos de duda, el resto lo imitamos. La oscuridad nos acogió en su seno cuando cruzamos el umbral, haciendo que el eco de nuestros pasos fuera el único sonido que nos acompañó; al fondo de aquel largo pasillo distinguí la tenue iluminación de las antorchas, que daban a una enorme sala circular en cuyas paredes había distintos huecos que albergaban vasijas de formas dispares.

Observé cómo cambiaban de nuevo el cuerpo de Octavio hacia un enorme altar de piedra que estaba situado en mitad de la estancia. Con un rápido vistazo por encima del hombro descubrí que estábamos a solas, que el séquito de perilustres se había quedado atrás, en el exterior; Calidia nos movió hasta que todos los miembros de la familia rodeamos el altar y los Sables de Hierro se marcharon en silencio. El brazo de la emperatriz me soltó con languidez mientras ella daba un paso tras otro, dirigiéndose hacia donde reposaba su primogénito; su mano se apoyó en la piedra al inclinarse para depositar un tierno beso en la frente de Octavio.

Un último beso de una madre hacia su hijo.

El dolor que había logrado mantener a raya se desbordó en mi pecho al contemplar aquel gesto de Calidia. Contuve un sollozo, con los ojos anegados en lágrimas, incapaz de apartar la mirada cuando la mujer se obligó a retroceder, llevándose una mano al corazón a modo de despedida.

La siguiente en acercarse al altar donde reposaba el príncipe heredero fue Ligeia. La hermana menor de mi prometido se inclinó sobre su frente, murmurándole algo que solamente ella pudo escuchar. Cuando dio marcha atrás, rehaciendo sus pasos hacia donde la esperaba su propio prometido, me lanzó una punzante mirada en mi dirección.

—Es tu turno, Jedham.

Por unos segundos, no pude moverme. Mis piernas parecían haberse convertido en dos pesados bloques de piedra, manteniéndome anclada en el suelo; Calidia, en un gesto de ternura, me dio un ligero golpecito en el costado, animándome a que me dirigiera hacia donde reposaba el cuerpo de mi amigo.

Con esfuerzo, como si cada paso me supusiera un terrible obstáculo, fui hasta Octavio. El dolor por la pérdida se retorció en mi pecho al contemplar de nuevo su plácida expresión; me aferré a la estúpida creencia de que, al menos, no había sufrido. Que su muerte había sido demasiado rápida para, incluso, saber lo que estaba sucediéndole antes de que todo acabara para siempre.

Un estremecimiento me sacudió de pies a cabeza al inclinarme para apoyar los labios sobre su frente, descubriendo lo fría que estaba al tacto. Retuve a duras penas las lágrimas mientras era consciente de que aquel sería nuestro último beso; el beso de su despedida.

—Vengaré tu muerte —le hice una promesa, sintiendo el peso de mis palabras. Sabiendo las implicaciones de lo que supondría buscar una nueva—. No dejaré que los responsables tengan un segundo de paz, Octavio. No hasta que paguen con la última gota de su sangre.

Tras volver a mi sitio, me sorprendió ver que el Emperador daba un paso hacia el altar funerario, con un gesto impasible. Sus ojos verdes no mostraban ningún tipo de emoción por la pérdida de su hijo y no pude evitar preguntarme si tampoco habría sentido nada cuando se deshizo de su propia familia, años atrás.

Ninguno de los presentes se atrevió a decir nada cuando aquel monstruo sin corazón rozó la frente de Octavio con la punta de sus dedos. Un ramalazo de rabia hizo que tuviera que apretar los puños.

—Si esto es una prueba de los dioses —declaró y me ericé como un gato al notar su mirada desviándose hacia mí—, demostraré que estoy dispuesto a todo a cumplir con sus propósitos, sean cuales sean. La muerte de mi hijo no será en vano.


Tras aquella inquietante declaración por parte del Usurpador, dejamos que el cuerpo de Octavio fuera pasto de las llamas e hicimos nuestro regreso a la ciudad en el mismo silencio; Calidia me explicó que las cenizas serían recogidas por las estigias y que serían ellas quienes las depositarían en su lugar de descanso, rodeado por la familia del Emperador. Cuando llegamos al palacio, fuimos conducidos a una sala que ya había sido preparada para lo que, según la emperatriz, sería el banquete de despedida, en el que también participarían los perilustres que nos habían acompañado en el séquito funerario.

No tardé en escabullirme de aquella estancia, abrumada y rabiosa por todos aquellos hombres y mujeres que bebían y brindaban por el alma de Octavio, deseando que tuviera una buena travesía. Vagué sin rumbo fijo por distintos pasillos, hasta tropezarme con una pared de ventanales abiertos que parecían ser idóneos para acogerme mientras esperaba el momento idóneo para regresar a mis aposentos.

Me acomodé en el poyete de una de las ventanas y dejé que la brisa me envolviera, trayendo consigo los distintos aromas que flotaban desde el jardín. Los ojos se me llenaron de lágrimas al reconocer algunos de los puntos en los que había compartido momentos con Octavio, con el eco de sus palabras resonando a mi alrededor. Apoyé la nuca contra la piedra, conteniendo un sollozo y cerrando los ojos para contener las lágrimas.

Ahora que mi prometido estaba muerto, mi futuro quedaba en el aire. Sin la protección del príncipe imperial, me encontraba desprotegida frente a las intenciones del Emperador. Mi papel no existía, ahora que Octavio ya no estaba aquí.

Sin él a mi lado, me sentía perdida.

Sentía como si mis objetivos, mis planes, se hubieran esfumado.

El tiempo pasó mientras continuaba allí encogida, empequeñecida mientras veía cómo el sol iba desvaneciéndose poco a poco. Y, aunque mi poder permanecía dormido debido a la damarita, algo en mi interior delató que mi preciada soledad había llegado a su fin porque no estaba sola.

Mi cuerpo se tensó inconscientemente cuando una sombra apareció en mi campo de visión, afilándose con una lentitud que hizo que todo mi vello se erizara. Tragué saliva al distinguir el inconfundible negro de la túnica que llevaban todos los nigromantes.

Supuse que era Naerie, quien habría ido a buscarme por órdenes de Roma, para llevarme de regreso a mis aposentos. No me costó mucho imaginar el gesto de hastío de su expresión, pues no llevaba muy bien su papel de hacer de mi niñera, y eso hizo que, en un arranque de rabia contenida, le espetara sin necesidad de alzar la mirada:

—¿Por qué no te pierdes un rato y me dejas a solas? Vuelve con tu ama.

Pero la risa hueca que escuché no era la de Naerie. Como tampoco la voz que me respondió, con un timbre masculino y profundo que me produjo un vuelco en el estómago.

—Yo también me alegro de verte, pelirroja.

* * *

No hay mayúsculas suficientes para el AAAAAAAAAAAAA que querría poner

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