❈ 76
Fue como si alguien hubiera abierto mi pecho para aplastar mis pulmones con fuerza, robándome el aliento. Asfixiándome hasta que creí ver pequeños puntitos negros empañando mi visión y la silueta de Roma frente a mí.
—¿Dónde está Octavio? —la voz me salió como un graznido y me abalancé sobre la nigromante, que tuvo que sostenerme a duras penas.
Ella sacudió la cabeza, pesarosa.
—¿Dónde está Octavio? —repetí, una octava más alta.
El pánico había empezado a adueñarse de mi cuerpo. Un frío helado estaba extendiéndose por mi interior, aferrándose a mis huesos; las alarmas que habían saltado dentro de mi cabeza, haciendo que mi corazón latiera desbocado. El sabor a ceniza que notaba en mi boca.
—Jedham, tienes que acompañarme —repuso Roma, hablándome como si fuera una niña pequeña.
No me quedó otra salida que ceder a su petición. Con la sensación de estar lejos de los confines de mi cuerpo, de estar observándolo todo desde el exterior, seguí a duras penas el paso de mi inesperada guía. El eco de mi pregunta sin responder me acompañaba, aguijoneándome sin piedad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Octavio se despidió de mí, prometiendo volver cuando hubiera hablado con Irshak? La culpa se sumó a la mezcla explosiva que giraba en mi interior. Tendría que haber ido a buscarlo. Debería haberme ofrecido a acompañarlo...
Ni siquiera puse atención al trayecto. Me encontraba ida, perdida en la multitud de posibilidades que podrían haber ayudado a que las cosas pudieran haber salido de otra manera; que podrían haber evitado que Roma hubiera aparecido en la puerta de mis aposentos.
«Octavio podría haber sido emboscado —susurraba una sombría voz en mi mente, poniendo en palabras mis mayores temores—. Los líderes de Hexas no parecían muy conformes con su decisión de elegirme como futura esposa. La Resistencia podría haberse colado en el palacio, dispuesta a desestabilizar al Emperador... Podrían haber asaltado a Octavio, viendo en él la víctima perfecta...»
Hundí sin querer mis uñas en la muñeca de Roma. Su gesto no mudó bajo la máscara ante el dolor; sus ojos grises me contemplaron de una forma que me hizo sentir compungida.
—Debemos ir a sus aposentos —me comunicó a media voz.
Mi abrumada mente no pudo encontrar una respuesta lógica. El eco de nuestros pasos se perdió cuando un desgarrador grito de pérdida resonó contra las paredes del pasillo, provocando que mi cuerpo sufriera un sobresalto.
Roma se limitó a apretar los labios, sin perder el ritmo de nuestra marcha.
Mi corazón se detuvo cuando divisamos un nutrido grupo de largas túnicas negras custodiando el umbral que conducía a nuestro destino. Sin necesidad de que la madre de Perseo dijera nada, supe que eran los aposentos privados de Octavio.
Uno de los nigromantes que vigilaban la entrada se irguió al vernos aparecer. Saludó a Roma con un respetuoso gesto de cabeza mientras, del interior de la habitación, brotaba otro histérico grito, seguido de un revuelo. Los ojos del guardián apuntaron hacia mí unos segundos.
—Su Majestad Imperial ya está dentro —le informó a media voz.
Con un simple golpecito en la espalda, Roma me condujo con lentitud hacia el umbral de la estancia. Mis piernas se quedaron bloqueadas, negándose a dar un paso más, cuando descubrí allí a toda la familia imperial reunida, respaldada por algunos Sables de Hierro con las cimitarras desenvainadas.
Ligeia estaba refugiada entre los brazos de Perseo, con el rostro oculto contra su pecho. Su cuerpo se sacudía a causa de sus sollozos.
El Usurpador estaba apartado, observándolo todo con una expresión lívida mientras parecía repartir órdenes a dos nigromantes que retenían a una figura que se debatía con fruición.
La última que quedaba era Calidia. Tardé unos segundos en asimilar que era la mujer que estaba en el suelo, a unos pasos de distancia, echada sobre un bulto... un cuerpo; la madre de Octavio se retorcía y era la dueña de aquellos agónicos sonidos que habíamos escuchado a nuestra llegada.
Mi mente no fue capaz de procesar la imagen que tenía ante mí. Un ensordecedor pitido se instaló en mis oídos mientras comprendía que el cuerpo sobre el que se afanaba Calidia no era otro que el de Octavio.
—Bajadlo a las mazmorras —creí reconocer la voz del Emperador—. Y ocupaos de él antes de que me encargue yo.
El bloqueo de mis piernas desapareció al contemplar a mi prometido, tapado parcialmente por su madre. Me deshice del agarre de Roma y dejé que mis pasos me guiaran hacia el punto donde estaba tendido; la sensación de desconexión aumentó cuando llegué al lado de Calidia y bajé la mirada.
Topándome con los ojos inertes de Octavio apuntando hacia el techo de la habitación.
Mi cerebro se negó a procesar que pudiera estar muerto. No había sangre, ni heridas que pudieran delatar aquel fatal destino... El pitido de mis oídos aumentó y algo dentro de mí se rompió al contemplar a mi prometido, al recordar el eco de su despedida y el beso que me había dado, prometiéndome que no tardaría en volver conmigo.
Luego sentí calor.
Una extraña llamarada extendiéndose por mi cuerpo, haciendo arder mis muñecas como si alguien hubiera presionado un hierro al rojo vivo sobre mi piel. Me ahogué con mi propio aliento al percibir la débil señal de mi propia magia despertando, rebelándose al encierro de la damarita. La esperanza se entremezcló con la rabia y el dolor por la pérdida cuando creí ver el pálido hilo que me unía a Octavio.
Quizá no estaba del todo perdido.
Quizá podría traerlo de regreso a mi lado.
Caí de rodillas junto a Calidia, sin apartar la vista del cadáver de mi prometido. De mi amigo. Las fuerzas me flaqueaban mientras una lucha interna por el control se desataba en mi interior; mi magia de nigromante parecía nutrirse de aquella agonía, insuflándose hasta sobreponerse al bloqueo que suponían las pulseras de damarita.
Dejé que siguiera alimentándose, que siguiera creciendo. Ignoré las primeras señales de alarma de mi propio cuerpo, la sensación cálida que noté deslizándose por mi nariz, cubriendo mis labios. En aquel instante no me importó que Zosime pudiera reclamar mi propia vida a cambio de la de Octavio.
Con gusto se la entregaría si eso significaba que él pudiera tener una segunda oportunidad.
Ni siquiera fui consciente del revuelo que creé a mi alrededor, del sonido inhumano que salió de mi propia garganta mientras intentaba traer de regreso a mi amigo. Mi mirada creyó ver un leve temblor en uno de sus rígidos dedos, un espasmo esperanzador que parecía indicar que estaba funcionando.
«Vuelve a mí —pensaba, aferrándome con uñas y dientes a mi dolor, entregándoselo de buena gana a mi magia—. Vuelve conmigo, Octavio. No te atrevas a dejarme. No te atrevas a irte.»
Con la vista nublada y los sentidos embotados, no tuve oportunidad de reaccionar cuando alguien me tomó por los hombros, arrastrándome para separarme de Octavio y su doliente madre. Demasiado tarde, empecé a rebatirme para regresar junto a mi prometido y terminar con mi cometido.
Un telón negro cubrió mi visión antes de reconocer la túnica de nigromante de Roma y toparme con sus asustados ojos grises observándome como si no me reconociera. Como si me tuviera miedo.
—Ratoncito, para —me ordenó, afianzando su agarre sobre mis hombros hasta hacerme daño.
Le mostré los dientes y noté un sabor metálico en la punta de la lengua.
—Apártate —le gruñí.
—Voy a sacarte de aquí antes de que puedas condenarte —decidió la nigromante y desvió la mirada unos segundos—. Perseo, ayúdame a llevarle de nuevo a sus aposentos. Está conmocionada por lo sucedido.
Quise gritarle que no necesitaba su ayuda. Quise gritarle que se hiciera a un lado antes de que fuera demasiado tarde y el fino hilo de Octavio se desvaneciera para siempre, haciendo que se perdiera. Pero mi voz parecía haberse extinguido, al igual que mis fuerzas.
Apenas pude resistirme a Perseo cuando me ayudó a incorporarme, haciendo que nuestras miradas se cruzaran. Una horrible sensación me sacudió de pies a cabeza cuando sus fríos ojos azules sostuvieron los míos con impasibilidad, de la misma forma que me habían observado en el pasado, antes de su estallido durante la emboscada que me había tendido.
—Has sido tú, ¿verdad? —le susurré, rota por la certeza de que él estaba involucrado de algún modo—. Tú eres el responsable de la muerte de Octavio.
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Perseo no respondió a mi acusación, se limitó a seguir a su madre fuera de los aposentos... lejos de los peligrosos oídos ajenos. Roma, por el contrario, esperó la oportunidad idónea para confrontarme cuando nos alejamos lo suficiente.
—No estás pensando con claridad.
Pero sí lo estaba haciendo. Aún recordaba la expresión de su hijo la mañana que Octavio hizo su pedida en los jardines, con Perseo y Ligeia como testigos directos de tan soñado momento; incluso aquella noche, cuando mi prometido le había confrontado al descubrirnos, había podido ver un poso de rabia en su gesto antes de dejarnos a solas, regresando con la princesa imperial.
Me sacudí el brazo de Perseo de encima y trastabillé hasta que mi cuerpo chocó contra una pared. El gesto vacío de su expresión me causó náuseas al imaginarle asaltando a Octavio a traición, empleando su poder para arrebatarle la vida sin dejar ni rastro.
—Sé que has sido tú —le acusé, temblando de pies a cabeza.
Roma negó con la cabeza repetidas veces, renuente a creer mis palabras.
—Estás conmocionada por lo que ha pasado —en esta ocasión rebajó su tono, suavizándolo para intentar calmarme—. Es normal que estés confundida y...
—Tu hijo es un asesino —la interrumpí, sin apartar la vista de Perseo. Un músculo tembló en su mandíbula, la primera reacción que rompía su máscara de indiferencia—. Sus manos están teñidas de su sangre...
Un gemido de sorpresa brotó de mis labios antes de poder finalizar la frase. Sin mover ni un solo músculo, el nigromante había hecho uso de su poder para silenciarme; sus ojos azules resplandecían de ira y decepción.
—Soy un asesino —repitió mis palabras con rigidez—. Y tienes razón al afirmar que mis manos están teñidas de sangre, pero yo no maté a Octavio, Jedham. Por mucho que quisieras verme como el responsable de su muerte... Yo no lo maté —insistió, poniendo énfasis en sus últimas palabras.
Roma nos observaba a su hijo y a mí alternativamente, con una sombra de preocupación revoloteando en su mirada gris.
—Perseo, libérala. De inmediato —le ordenó con voz inflexible.
El peso que había colocado en mi garganta se desvaneció al instante y yo boqueé con un sonido estrangulado. Sin apartar la vista, el nigromante dio un paso hacia atrás, retorciendo los labios en una mueca.
—Si te consuela responsabilizarme, hazlo —me desafió Perseo, sin importarle que su madre estuviera a unos pasos de nosotros, escuchándolo todo—. Pero ambos sabemos que no soy el único culpable aquí. Si te hubieras mantenido alejada de Octavio, si no hubieras querido arrastrarlo a tu maldita venganza... Él seguiría con vida, y lo sabes perfectamente, Jedham.
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Perseo se marchó tras dejarme en manos de su madre. Se despidió de ella antes de dar media vuelta y abandonar mis aposentos, asegurándose de cerrar la puerta a su espalda con contundencia; Roma me acompañó con diligencia al baño y me ayudó a acomodarme.
Con cuidado, alzó una mano hasta rozar con la punta de los dedos mi labio superior. Cuando los apartó, vi que estaban llenos de una sustancia roja.
Sangre.
Mi sangre.
La expresión de la nigromante oscilaba entre la preocupación y el temor.
—Lo he sentido, ratoncito —me confió, ayudándome a tomar asiento y lavándose la rojez de sus yemas en el agua. Contemplé su espalda en silencio, con el eco de los resquicios que había podido arañar de mi poder aún resonando en mis huesos—. Y temo que no he sido la única.
—No me importa —musité en tono plano, vacío como el agujero que notaba en el pecho. En el corazón. Era como si alguien me hubiera arrancado un pedazo, dejando un hueco sangrante en su lugar.
Había roto la promesa que le hice a mi madre cuando le confié lo que había provocado en Vassar Bekhetaar, el motivo por el que terminé encerrada en aquella celda, tras haberme granjeado el miedo de Fatou. Pero Roma lo sabía, yo misma había compartido con la nigromante algo que ni yo misma había comprendido en su momento.
Indagué en mi interior, pero no encontré ni un ápice de arrepentimiento por ello; no cuando existía la posibilidad de revertir la muerte de Octavio.
—Puedo traerlo de regreso —continué, dejando que aquel pequeño hilo al que me había aferrado siguiera desarrollándose dentro de mi cabeza—. Puedo hacerlo...
Roma se acercó a mí con virulencia, tomándome por sorpresa de los brazos. Apenas sentí la fuerza con la que sus dedos se clavaban en mi piel; apenas era capaz de sentir nada. Todo se había quedado congelado dentro de mí.
—No puedes hacerlo —me cortó, tajante—. No puedes hacer que nadie vuelva de la muerte, ratoncito —luego volvió a pasar el dorso de sus dedos por debajo de mi nariz, mostrándome de nuevo mi sangre—. ¿Ves esto? Es sólo una pequeña muestra del precio que tendrías que pagar.
Me retorcí, soltándome de su agarre. No era capaz de apartar la mirada de la mancha roja que Roma me mostraba con tanta fruición.
—Hay límites que no podemos cruzar, Jedham —dijo entonces Roma, muy seria—. Y la muerte es uno de ellos.
La fugaz imagen del dedo temblando de Octavio parecía decir lo contrario. Los rebeldes que habían sido ejecutados en la prisión, también. Los nigromantes poseíamos un poder que nos permitiría salvar vidas inocentes; no solamente curándolos, sino trayéndolos de regreso cuando morían. ¿Por qué no era capaz de darse cuenta? ¿Por qué estaba intentando convencerme de lo contrario?
—Octavio se ha ido, ratoncito —sentenció Roma, empezando a limpiar la sangre de mi piel—. Y ten por seguro que su muerte no quedará impune: encontraré al responsable y me encargaré de que sufra por lo que hizo. Terminará suplicando una clemencia que no se ganará por mi parte.
* * *
La emoción de que lleguemos ya al capítulo 77
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