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❈ 75


El tiempo pareció detenerse a nuestro alrededor mientras el eco de sus últimas palabras parecía resonar con fuerza dentro de mi cabeza, martilleándome las sienes. Pese a ello, no sentí nada.

Una parte de mí lo había intuido.

No en vano yo había sido la persona que había acudido a Assarion con la desesperada oferta de convertirme en su espía, aunque al final hubieran arrastrado conmigo a Octavio. Era el precio que debía pagar... pero también una prueba: era evidente que el rey de Ludville no se arriesgaría a manchar —o involucrarse directamente— las manos ante la más mínima posibilidad de que las cosas pudieran torcerse. Debería haber sido más rápida a la hora de cerrar el trato, especificando mejor los términos; ellos estaban cumpliendo con su parte al ofrecerme el material necesario.

Pero la mano ejecutora tendría que ser yo.

Tomé una bocanada de aire, sin desviar la vista del rostro de la nigromante.

—Está bien —acepté, como si hubiera tenido opción de rechazarlo—. Hazme llegar el veneno y yo me ocuparé de que acabe en la copa de ese hijo de puta.

Un brillo de satisfacción iluminó sus ojos color caramelo, entremezclándose con cierto ¿respeto?

—Ya hicimos la entrega, Devmani —compartió conmigo—. A tu prometido.

No me gustó descubrir que había estado actuando a mis espaldas, haciendo que Octavio tuviera algo tan peligroso. Le conocía lo suficiente para apostar que tendría cuidado, pero el hecho de que Ludville hubiera decidido jugármela de nuevo para cumplir nuestro acuerdo en sus propios términos hizo que la mirara con molestia.

Ella se encogió de hombros con aire inocente.

—Fue él quien nos reclamó que actuáramos —se defendió.

—Y tú deberías haber aceptado, esperando a entregarme a directamente el veneno —repliqué con un deje de enfado en la voz—. Has estado manipulándonos a tu antojo, Ludville, haciéndonos seguir tus reglas. No me obligues a cambiarlas —le advertí en tono amenazador.

Una sonrisa sinuosa se dibujó en los labios de la nigromante.


El visible despilfarro del Emperador para agasajar a nuestros invitados y organizar mi boda con Octavio hizo que se me retorciera el estómago de rabia. Tras finalizar mi conversación con Ludville, ambas habíamos decidido separar nuestros caminos y mantenernos alejadas la una de la otra; el modo en que la nigromante consiguió fingir que nuestro encuentro había sido casual, movido por el interés de la emisaria por conocer hasta el último detalle sobre la confección de mi vestido no pareció despertar ninguna sospecha.

Procuré mantener un perfil bajo durante las celebraciones, siempre cerca de mi prometido o de alguna de mis damas de compañía, en especial de Aella. En contadas ocasiones, y nunca durante mucho tiempo, me vi obligada a compartir espacio con Ligeia y su familiar sombra; Perseo, pese haber vuelto a vestir la máscara de plata, parecía haberse visto forzado a involucrarse en la vida dentro de la corte como prometido de la princesa. Durante esos tensos momentos, los dos nos esforzábamos por ignorar al otro, manteniendo al mínimo cualquier tipo de interacción entre nosotros; el dolor por la pérdida y el arrepentimiento por mi comportamiento tan mezquino y cruel me asfixiaban cuando nuestras miradas se tropezaban por casualidad.

Pero el nigromante no parecía sentir nada cuando me la sostenía, apenas un segundo antes de desviar su atención a cualquier otra cosa que pudiera resultarle más interesante que yo.

—Toda la corte imperial ha empezado a hacer apuestas sobre cómo será el vestido de novia —dijo entonces Ligeia, obligándome a fingir que la escuchaba.

Se había acercado a mí después de que Octavio fuera arrastrado lejos de mi lado por un grupo de perilustres, algo que había comenzado a ser demasiado habitual. El enfado de ver tanto lujo desperdiciado se había transformado en un pesado bloque de hielo cuando descubrí que la princesa no venía sola.

Me aferré con fuerza a la copa de vino que sostenía toda la noche y que había decidido no beber ni un sorbo. Ligeia seguía parloteando, con los ojos chispeando de emoción mientras recorría a la multitud que disfrutaba de la noche a nuestro alrededor.

—Aunque es algo habitual —se disculpó, encogiéndose de hombros—. Incluso me ha llegado el rumor de que también han empezado a correr apuestas sobre cuándo Perseo y yo vamos a poner fecha a nuestra propia boda.

Me tensé de pies a cabeza cuando la princesa buscó apoyo en el cuerpo de su prometido. Con el caos que había traído consigo los apresurados preparativos, dado el deseo del Emperador de adelantar todos los planes, por no mencionar la presión añadida de nuestro acuerdo secreto con Assarion, apenas había tenido un segundo para pensar en la conversación que mantuve con la princesa y la oleada de sinceridad que recibí por su parte.

El comportamiento de Perseo respecto a su prometida durante los eventos llenos de público había sido cortés y educado en todo momento. Sin embargo, no podía negar que, incluso desde antes de aquel punto de inflexión entre nosotros, siempre había atisbado esa pequeña cercanía entre los dos; el gesto de apoyarse sobre el nigromante delataba cierta complicidad entre ambos. Los pensamientos intrusivos que me acechaban en momentos como aquél no dudaron un segundo en asolarme, haciendo que las dudas volvieran a surgir con fuerza. ¿Ligeia habría conseguido acercarse todavía más a su prometido? ¿Habría aprovechado la oportunidad para... seducirlo? Aún recordaba el sucio truco que empleó conmigo la última noche que estuvimos juntos, el modo en que empleó a Ligeia para devolverme el daño que había conseguido infligirle con mis palabras. Ahora que estaba aún más cerca de ella... Supuse que la elección de su nuevo dormitorio —tan lejos del mío y casi pegado al de la princesa imperial— era una declaración de intenciones en toda regla.

Por el rabillo del ojo espié al nigromante. Seguía guardando silencio, todavía con Ligeia apoyada sobre su costado; un discreto espectador de aquella conversación privada en la que estaba involucrado, aunque fuera de forma indirecta. Su expresión delataba, quizá, un leve aburrimiento; algo inusual en su habitual máscara de absoluta indiferencia.

Me recordé que le debía una respuesta a Ligeia, aunque lo único que deseaba en esos momentos era que Octavio apareciera de la nada y me sacara de aquella incómoda situación que no tenía pinta de terminar en breve. La princesa imperial parecía haber encontrado en mí la confidente idónea para hablar sobre su prometido y estaba dispuesta a sacarle partido.

Dejé escapar una risa que sonó algo forzada.

—¿Y tenéis algo en mente? —pregunté, intentando que sonara casual.

Vi a Ligeia buscar la mirada de Perseo con una sonrisa llena de timidez que hizo que las alarmas saltaran dentro de mi cabeza.

—¿Tenemos algo en mente? —se dirigió a su prometido, con aire cómplice.

Perseo ladeó la cabeza en su dirección, respondiendo a la llamada de atención de la princesa imperial.

—Ya lo hemos hablado, Ligeia —el vello se me erizó al escuchar la familiaridad con la que hablaban el uno con el otro—. Lo haremos cuando estés preparada.

¿Qué clase de respuesta era esa...? Sin embargo, aquello no fue lo más acuciante, lo que consiguió que quisiera que el suelo se abriera en ese mismo instante y me tragara, fue el hecho de descubrir que no era la primera vez que tocaban el tema en cuestión, que había habido ocasiones antes. Lo que parecía hacer ganar fuerza a la teoría de que parecían pasar tiempo juntos.

Una sonrisa dulce se formó en los labios de la princesa, haciendo que las primeras náuseas empezaran a retorcerse en mi estómago. ¿Por qué tenía la sensación de que ser testigo de aquellos momentos compartidos entre Perseo y Ligeia eran como un castigo enviado por los propios dioses? ¿Acaso era el modo que tenían de hacerme pagar por mis errores?

La sensación de sospecha que Ligeia siempre despertaba en mí volvió a atenazarme con fuerza. De algún modo, siempre que estaba en presencia de la hermana de Octavio, salía a colación cualquier tema relacionado con su prometido; al principio lo había achacado a su inocencia, a lo inesperado que resultaba su compromiso y el hecho de que pudiera ver en mí un reflejo de su misma situación. Sin embargo, empezaba a ver que ya no era una casualidad.

Que quizá Ligeia estaba haciéndolo a propósito.

Al igual que al Emperador, era muy probable que le hubieran llegado los rumores —posiblemente hubiera sido la propia Belona, creyendo encontrar en la princesa imperial una poderosa aliada contra mí— sobre el pasado que compartía con Perseo. ¿Era posible que Ligeia estuviera poniéndome a prueba? ¿Tanteándome, buscando cualquier pista que pudiera confirmarle si las historias que habían llegado a sus oídos eran verdad?

Una parte de mí se regocijó al saber que había llegado tarde.

Otra se estremeció al recordar por qué.

Consciente de las aparentes intenciones que guardaba Ligeia, obligué a mis labios a esbozar una sonrisa con la que pretendía parecer ilusionada con la idea que rondaba en mi mente y que estaba a punto de compartir, además de buscar con complicidad la mirada de la princesa.

—Es posible que esté más que preparada para dar ese paso —comenté con fingido tono de entusiasmo.

La mirada de Perseo se clavó en mí con fría intensidad mientras que la de su futura esposa se iluminaba con satisfacción... y una pizca de recelo. ¿Qué había esperado que dijera? Me había encargado de hundir mi relación con el nigromante; lo había alejado de mí... incluso era posible que me hubiera ganado su odio. Mi venganza se me había ido de las manos, me había dado cuenta demasiado tarde de cómo iba rompiendo poco a poco Perseo.

En mi arrepentimiento, lo único que podía hacer con el nigromante era facilitarle las cosas. Y si eso significaba que debía dar un paso y permitir que se diera cuenta de que su prometida podía llegar a ser algún día lo que él buscaba... Dejaría a un lado ese miedo y me enfrentaría cara a cara a esa posibilidad.

«Me has arruinado por completo.»

El problema era que yo también me sentía del mismo modo.

Y no podía responsabilizar a Perseo.

Porque había sido yo.


La brisa nocturna me arrancó un leve suspiro de alivio. Mi encuentro con Ligeia y Perseo había sido la gota final para que me escabullera de aquella habitación atestada de invitados celebrando mis futuros esponsales; la cuenta atrás estaba cerca de tocar su fin y con ello mi parte del acuerdo.

Me estremecí al pensar que las noches del Emperador estaban contadas, que solamente viviría lo suficiente para ver a su hijo unido a mí antes de comprender que, además, muy pronto lo sucedería. Tenía que ver a Octavio a solas, pedirle que me hiciera entrega del veneno que Ludville ya se había encargado de darle a cambio de nuestro acuerdo. Pues eso era lo único que haría Assarion.

Mi parte más ingenua había confiado en que serían ellos quienes se mancharían las manos, enviando a cualquier agente encubierto para llevar a cabo el asesinato. No había recordado cómo terminó la única vez que fui testigo de un intento, el modo en que el Usurpador había descubierto el engaño de la mujer... encargándose de ella personalmente.

Llevé una mano a mi cuello al rememorar la imagen de aquella espía en la cama, de cómo el padre de Octavio la había asfixiado frente al resto de jóvenes que habían sido arrastradas como divertimento privado. Por unos segundos, me vi de regreso en aquella habitación... pero ocupando el lugar en el colchón, bajo el peso del cuerpo del Emperador, mientras sus manos se encargaban de arrebatarme el aliento —y la vida— de mis pulmones.

—¿A qué estás jugando?

Me sobresalté cuando una sombra se interpuso en mi campo de visión, arrancándome de cuajo de mis propios pensamientos. El corazón arrancó a latirme con violencia cuando me enfrenté a los iracundos ojos azules de Perseo.

Parpadeé con desconcierto, aún asimilando su presencia.

—¿A qué estoy...?

El nigromante dio un amenazador paso en mi dirección, disminuyendo la distancia entre nosotros.

—Te pedí que siguieras tu camino —la voz de Perseo temblaba por la rabia; su expresión ya no era la familiar máscara de indiferencia a la que estaba habituada—. Pero, al parecer, te has cansado de mantenerte al margen, ¿verdad? ¿No has tenido suficiente, Jedham?

No era capaz de entender de dónde procedía su enfado, por qué yo era la diana del mismo. Desde aquella dolorosa noche donde fui consciente de lo lejos que había llegado, me limité a centrarme en mi compromiso y no acercarme al nigromante, respetando sus deseos... y la grave herida que le provoqué con mis propias —y egoístas— acciones.

Separé los labios, pero Perseo ni siquiera me dio la oportunidad para defenderme o preguntar qué estaba sucediendo.

—¿Ahora también quieres convertir a Ligeia en otra de tus marionetas? —me espetó y me tensé al ver en él una auténtica amenaza. Mientras que el nieto de Ptolomeo contaba con su poder, el mío estaba apagado gracias a las pulseras que colgaban de mis muñecas; si las cosas se salían de control... yo estaba en clara desventaja—. ¿Octavio no ha llenado tus expectativas? ¿O es que aún no estás satisfecha, Jedham? ¿Es eso? ¿Quieres hundirme todavía más?

—No —conseguí susurrar, sintiendo mi corazón desbocarse al percibir el peligro que desprendía el nigromante—. Por supuesto que no.

Perseo sacudió la cabeza y sus labios formaron una desagradable sonrisa.

—No vas a convencerme para que baje la guardia, Jedham —me advirtió—. Y no vas a seguir arrastrándome hasta tus retorcidos juegos. Puede que te sirviera para engatusar a Octavio y tenerle comiendo de tu mano, pero conmigo ya no.

Alcé un brazo de forma inconsciente para mantenerlo a raya cuando dio otro paso hacia mí, buscando amedrentarme.

—Aléjate de Ligeia —dijo en tono amenazador.

Me sorprendió descubrir lo ciego que estaba Perseo ante su prometida. ¿Acaso creía realmente que mi único propósito era acercarme a ella? Era la princesa imperial la que no perdía oportunidad de hacerlo, encontrando siempre el modo de colar en la conversación su maldito nombre.

El aturdimiento por su repentino asalto fue dejando paso a un incendiario enfado por las acusaciones sin fundamento a las que estaba siendo sometida. Hice que el brazo que actuaba de barrera entre los dos empujara su pecho, haciéndole ver a Perseo que no iba a lograr su propósito de hacerme sentir inferior.

—No me conviertas en tu enemigo, Jedham...

—¿Va todo bien? —una segunda voz ahogó la del nigromante, haciendo que ambos nos quedáramos congelados.

A unos metros de distancia estaba Octavio, estudiándonos tanto a Perseo como a mí con una expresión sombría. Sus ojos verdes se desviaron entonces hacia mi acompañante, sin que ninguno de los dos quisiera apartar la vista en primer lugar; sin embargo, como si Perseo hubiera recordado ante quién se encontraba, optó por hacerlo, bajándola hacia el suelo en un gesto de respeto.

Si mi pulso antes había marcado un ritmo acelerado, ahora parecía estar a punto de duplicar su velocidad. Mi prometido había estado al corriente de mi relación clandestina con Perseo, incluso había intentado ayudarme en alguna ocasión; pero yo le había asegurado que había terminado. Lo que era cierto, aunque la situación en la que nos había descubierto parecía gritar lo contrario.

La mandíbula de Octavio se tensó, dando un paso hacia nosotros.

—Cualquiera en mi lugar creería que estás teniendo un comportamiento inapropiado hacia mi prometida, Perseo —señaló el príncipe heredero con voz dura—. Casi parece que estás intentando... amedrentarla.

Advirtiendo la amenaza de sus palabras, el nigromante retrocedió lo suficiente para darnos a los dos espacio. Mi cuerpo estaba rígido por el temor; notaba la garganta reseca y el presuroso latido de mi corazón resonando en mis oídos.

Por primera vez en mucho tiempo, no fui capaz de leer nada en el rostro de mi prometido.

—Quizá deberías volver dentro —apuntó Octavio, sin perderlo de vista—. Junto con tu propia prometida.

La mención de Ligeia por fin hizo reaccionar a Perseo. Tras lanzarme una última —y nada amable— mirada, se encaminó hacia donde mi prometido continuaba detenido; un escalofrío de pavor me sacudió al ver el modo en que se sostuvieron la vista el uno al otro, dejando a un lado cualquier ápice de cordialidad que pudieran haber mostrado en el pasado.

—Vigilad a vuestra futura esposa, Alteza Imperial —oí que le decía—. Y también vuestras espaldas.

Octavio entrecerró los ojos con sospecha, pero no tuvo oportunidad de réplica.

Observé la figura de Perseo confundiéndose con las sombras de la noche, aún escuchando el eco de sus últimas palabras. Había entendido a la perfección el mensaje que el nigromante quiso mandarle, lanzándome a los pies de los caballos al insinuar que podría ser peligrosa.

Que no era quien aparentaba ser.

Pasaron los segundos sin que ninguno de los dos que quedábamos allí dijéramos nada. Octavio parecía meditativo, con el ceño fruncido y la vista recorriendo el tramo que había recorrido Perseo antes de desaparecer, cumpliendo con lo que el príncipe heredero le había pedido: que regresara junto a Ligeia.

—¿Debería preocuparme, Jedham? —me preguntó entonces Octavio.

Por unos segundos creí que estaba refiriéndose a mi relación con Perseo, a que creyera que pudiera haber ido a buscarlo.

—Porque lo he escuchado todo —agregó, arrebatándome el aliento de golpe—. En especial tus supuestas intenciones al acercarte a mí.

Me asaltó una oleada de horror y traición al oírle mencionar las sospechas que yo había alimentado de Perseo sobre por qué quise estar tan cerca de Octavio.

—No es cierto que quisiera utilizarte —declaré con rotundidad, dirigiéndome hacia él con pasos comedidos—. Pero dejé que él lo creyera.

Nunca había llegado a compartir con mi prometido toda la historia que compartía con Perseo. Tampoco le había confesado lo lejos que había estado dispuesta a llegar con tal de vengarme de él.

Me avergonzaba lo que pudiera pensar de mí al descubrir el tipo de persona que era en realidad.

—Perseo nunca llegó a decirme que estaba comprometido con tu hermana —aquellas palabras se me clavaron en la garganta cuando las dejé salir y mis manos buscaron las cicatrices que tenía en la espalda—. Así que yo quise hacerle pagar el dolor que me había causado... Él creía que mi forma de vengarme sería acercándome a ti para convertirte en mi títere; yo lo único que quería era que viviera en sus propias carnes el dolor de un corazón roto. Ver cómo el amor no era suficiente para la otra persona, destrozándolo —hice una pausa para tomar aire y espantar las lágrimas que se habían acumulado en las comisuras de mis ojos—. Presioné demasiado, Octavio. Estaba tan cerrada en mi dolor que no vi lo equivocada que estaba hasta que fue demasiado tarde.

Un sollozo ahogado brotó de lo más profundo de mi pecho cuando los brazos de mi prometido me rodearon y noté que apoyaba su mejilla sobre mi coronilla, estrechándome contra su pecho.

—No somos buenos el uno para el otro —reconocí con esfuerzo.

Me había costado llegar a esa conclusión, pese a que las pruebas habían estado frente a mí todo aquel tiempo. El amor ciego de Perseo hacia su familia, de ponerlos siempre en primer lugar y no ser lo suficientemente valiente para decírmelo... Mi propio orgullo, que tantas veces me había conducido a que cometiera errores garrafales... Nuestros evidentes problemas de comunicación. Incluso la falta de confianza que parecíamos haber tenido desde el principio, escondiéndonos cosas por ambas partes.

Un cúmulo de circunstancias que habían ido alejándonos hasta crear una distancia insalvable entre los dos.

Octavio suspiró y sus brazos me estrecharon con más fuerza, como si así pudiera mantener mi destrozado corazón de una sola pieza.

—Debería haberle soltado, debería haber dejado que cada uno siguiera su propio cambio —confesé, cerrando los ojos contra su pecho. Así resultaba sencillo seguir hablando—. Pero algo dentro de mí me lo impedía. Y cuando lo veía junto con Ligeia... Eso no hacía más que empeorarlo todo, parecía alimentar a ese demonio que tenía atrapado en mi interior, que me empujaba a que siguiera adelante, sin importar las consecuencias —un nuevo sollozo sacudió mi cuerpo—. No estoy orgullosa de cómo me he comportado, Octavio. Yo no soy... no quiero convertirme en ese tipo de persona.

—Y no lo harás, Jedham —me aseguró en un susurro.

Me pregunté de dónde sacaba el príncipe heredero esa seguridad al afirmar que no terminaría por convertirme en un monstruo. Como si hubiera escuchado mis pensamientos, añadió:

—Ante todo, eres mi amiga. Y voy a estar a tu lado, ayudándote a no desviarte de tu camino... A no dejar que ese demonio intente arrastrarte de nuevo a tomar malas decisiones.


Con el pecho mucho más ligero tras haberme abierto por completo a Octavio, dejé que mi prometido nos excusara delante de nuestros invitados para acompañarme a mi dormitorio. Creí ver un brillo de sospecha y recelo en los ojos verdes del Emperador tras despedirnos, arrancando alguna que otra broma sobre por qué nos retirábamos por parte de los más allegados al Usurpador, pero Octavio me arrastró sin darle mayor importancia de regreso al pasillo.

—Me quedaré contigo esta noche —decidió mientras me guiaba lejos de la celebración.

Miré a mi prometido con una mezcla de sospecha y horror.

—Pero los rumores...

Octavio sacudió la cabeza.

—No me importan —me dijo, sin apartar la mirada del frente—. Incluso es posible que sirvan para aplacar a mi padre hasta que llegue nuestra boda.

Me dejó sin palabras. Sabía que su decisión tenía que ver con la preocupación que sentía por mí, después de haberme escuchado sin mediar palabra; el corazón se me estremeció al comprobar lo estrecha que era nuestra relación, después de los meses que habían transcurrido desde que nos conocimos en aquel mismo lugar. Lo fuerte que había terminado por convertirse.

Por primera vez en mucho tiempo, y ahora que Cassian estaba lejos, sentía que no estaba sola.

—Tengo que avisar a Irshak —compartió Octavio conmigo, abriendo la puerta que conducía a mis aposentos para que entrara en primer lugar—. Quédate aquí, Jem. Volveré.

Con un beso en la frente de despedida, observé su marcha y obedecí a mi prometido. Busqué refugio en uno de los divanes mientras aguardaba a su regreso; el eco de la fiesta parecía llegar hasta mí a través de los jardines.

Perdí la noción del tiempo, con la mirada perdida en un punto cualquiera de la explanada que había bajo los pies de mis ventanales, dejando que la noche transcurriera su curso normal. Agradecí que, al menos, la espera por Octavio hiciera que mis pensamientos se mantuvieran en suspenso, sin asaltarme para destrozarme bajo el peso de los últimos acontecimientos.

Un golpeteo urgente en la puerta principal resonó en el interior de mis aposentos, sacándome de mi estado casi catatónico.

Me incorporé con cautela, dirigiéndome hacia allí, escuchando cómo la llamada volvía a repetirse. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Octavio me había pedido que aguardara a su regreso?

Accioné el picaporte y tiré de la hoja con decisión, abriendo los ojos de par en par al descubrir a la persona que estaba esperándome en el pasillo.

Durante unos segundos, el corazón se me detuvo al contemplar la máscara que cubría el rostro de Roma. Sus ojos de un gris casi plateado —que agitaron ciertos recuerdos de mi mente sobre alguien con los que compartía esa mirada— me observaban con severidad.

—Ratoncito, es el príncipe heredero.

* * *

Capítulo 77, sólo digo eso...

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