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❈ 74

Observé a los comensales que llenaban la misma mesa en la que nos habíamos reunido la familia imperial algunas noches. Al contrario que en esas tensas ocasiones, en las que el mueble parecía demasiado grande para los pocos que éramos, esa velada estaba prácticamente completa. Tras mi conversación con Irshak, el nigromante me había conducido hasta allí con diligencia, entregándome a Octavio con una sonrisa cómplice con mi prometido, quien asintió y le respondió con otra; después, el nigromante se había dirigido hacia donde aguardaban otros, dejándome a solas con el príncipe imperial.

Octavio se inclinó hacia mi oído mientras el resto de invitados hablaban en pequeños grupos, llenando el ambiente de una energía festiva y excitante que no era capaz de compartir.

—¿Está todo bien?

Intuí que la preocupación que se adivinaba en su voz se debía al hecho de mi llegada junto con Irshak. Eso me hizo dudar sobre si él había sido quien tuvo la idea de enviar a su nigromante a buscarme, brindándome un momento a solas, o si habría sido el propio nigromante quien se hubiera ofrecido.

Le ofrecí una sonrisa y busqué su mano bajo la pesada mesa.

—Todo está bien —le aseguré.

Pese a que Octavio siempre había defendido que Irshak no guardaba malos sentimientos hacia mí, incluso después de todo aquel asunto del compromiso, empezaba a sospechar que pudiera tener reservas respecto a mí. Era lógico que, en su lista de prioridades, el nigromante siempre estaría por encima, y lo aceptaba de buen grado; pero mi futuro esposo parecía querer tener claro que mi relación con Irshak sería cordial.

Me incliné un poco hacia él.

—¿Ha sido idea tuya? —quise saber, refiriéndome a mi encuentro con el nigromante sin que él estuviera presente.

Octavio sacudió la cabeza y sus ojos, quizá de manera inconsciente, buscaron a Irshak en el rincón al que se había dirigido tras cumplir con su propósito de escoltarme hasta allí.

—Él quería hablar contigo para que supieras que no te guarda ningún rencor —me respondió en un susurro—. Pensó que, si te lo decía yo, pudieras creer que estaba intentando limar asperezas.

Me mordí el interior de la mejilla ante el gesto del nigromante, ya que demostraba que no le resultaba indiferente. Que aquellos meses —y Octavio— parecían haber creado un pequeño vínculo entre ambos, convirtiéndonos en aliados cuyo único propósito era salvaguardar al príncipe heredero.

La cena de bienvenida fue mucho más fastuosa que las anteriores con las que habíamos intentado agasajar a nuestros invitados. El Emperador, deseoso de ganarse la admiración de los dirigentes de Hexas, había decidido hacer un enorme despilfarro, sin poner ni un solo límite: un generoso ejército de criados, todos ellos ataviados con blancas e impolutas túnicas blancas, había inundado la entrada principal del comedor, trayendo consigo numerosas —y relucientes— bandejas de oro que contenían los manjares más exquisitos. Suculentas carnes asadas, grandes fuentes repletas de distintas verduras, pescados cubiertos de llamativas salsas... Cada centímetro de la mesa que ocupábamos todos los presentes estaba lleno de comida o bebida. El padre de Octavio tampoco había escatimado a la hora de ofrecer una variopinta selección de vinos y alcohol.

Vi a los sirvientes moviéndose de un lado a otro de la habitación, procurando que ningún plato o copa estuviera vacío.

Para mi desgracia, frente a mí habían decidido sentar al Nabab Onkar, quien daba buena cuenta de un jugoso y grueso filete de carne con una generosa capa de salsa oscura, además de una guarnición de distintas verduras a las que apenas había prestado atención.

Me fijé en la moderación que parecía mostrar a la hora de beber, al contrario que otros invitados que parecían estar mucho más interesados en llenar el estómago con bebida que con los distintos platos de comida que creaban un armonioso ambiente cargado de distintos olores de especias. Apenas había tocado su copa y, cuando lo hacía, era para tomar pequeños sorbos.

Octavio, a mi lado, pronto había sido atrapado en una tediosa conversación entre dos emisarios de Assarion. Con mi prometido ocupado —y temiendo cometer algún error más frente a nuestros ilustres invitados de Hexas—, me limité a llevarme a la boca pequeños bocados de las verduras que me habían servido. De vez en cuando me llegaba la inconfundible risa de Ligeia, quien parecía estar haciendo las delicias de sus compañeros de mesa, convirtiendo en todo un reto evitar dirigir mi mirada hacia ella y la persona que tenía más cerca.

—Nos sorprendió recibir tan feliz noticia —la voz del Nabab Onkar me obligó a cortar de raíz mis pensamientos y centrar toda mi atención en él. Me sonreía desde la otra orilla, haciendo que su gesto no resultara tan intimidante, aunque había cierta tensión en su postura—. Pero lo que más nos sorprendió fue descubrir vuestros orígenes.

El calor de la humillación trepó por mi cuello al entender lo que aquel hombre extranjero estaba insinuando sobre mí: a sus ojos, por mucho que pudiera pertenecer a una gens poderosa, no estaba a la altura. No formaba parte de la élite.

No era una de ellos.

—Mi madre es la última heredera de la gens Furia —repliqué, bajando los cubiertos hasta apoyarlos sobre el plato de oro.

El Nabab Onkar chasqueó la lengua, estudiándome como si fuera un interesante —y algo nauseabundo— espécimen.

—Me refiero a lo inusual que resulta que Galiano haya permitido esta... unión —especificó, aunque yo seguía sin comprender a qué estaba refiriéndose si no era a mi falta de pureza en la sangre—. Una nigromante, nada más y nada menos. Alguien con un poder antinatural y muy peligroso...

Aguanté el golpe con estoicismo, más confundida a cada segundo de conversación.

—Permitidme hablaros con franqueza, Alteza Imperial —me dijo en tono distendido, si bien su sonrisa se volvió fría—: sois una abominación. El poder que poseéis, que os permite controlar tanto la vida como la muerte... ¿Sabéis qué hacemos con los nigromantes en Hexas?

Su repentina sinceridad sobre la opinión que guardaba sobre mí, sobre mis iguales, me hizo sospechar qué sucedía con los nigromantes en aquella remota y misteriosa isla.

—Nos deshacemos de la amenaza que suponen —se contestó a sí mismo el Nabab Onkar y un escalofrío sacudió mi cuerpo—. Mientras que el Imperio los usa como guardia personal del Emperador, corriendo el riesgo, y Assarion también los protege, considerándolos unos ciudadanos más... En Hexas somos conscientes de lo que supone permitiros vivir. Nadie debería tener entre sus manos este tipo de decisión.

Mi espalda chocó contra el respaldo de la silla cuando traté de retroceder, asqueada y horrorizada a partes iguales por la tranquilidad con la que aquel monstruo me había hablado sobre las atrocidades que cometían contra los nigromantes, quienes eran exterminados prácticamente como animales.

—Y mucho menos permitir que alguien así esté tan cerca del poder —agregó con un tono malicioso.

Las patas de la silla chirriaron contra el suelo, resonando con fuerza en el comedor. Sintiendo la atención de algunos de los comensales clavada en mí, bajé la mirada hacia la punta de mis pies, ignorándolos. Sin embargo, no funcionó con Octavio: mi prometido me miró desde su asiento con una expresión de preocupación; parecía que ninguno de ellos había sido consciente de la esclarecedora conversación con el Nabab Onkar, quien había tomado la copa y se la llevaba a los labios, con un sardónico gesto en el rostro.

—¿Jedham...?

Sacudí la cabeza, notando una molesta punzada en las sienes.

—Me gustaría retirarme —le dije, a media voz—. No me encuentro del todo bien.

La Nabab Indra, que estaba a unas sillas de distancia, esbozó una sonrisita que me revolvió el estómago.

—Los nervios de la futura novia —bromeó, arrancando alguna que otra risotada en la mesa.


Mi huida de la cena de bienvenida corrió como la brisa entre la corte imperial. Fue la propia Aella la que tuvo el valor suficiente para hacérmelo saber a la mañana siguiente, mientras nos dirigíamos hacia los jardines, donde se llevaría a cabo un encuentro al aire libre, en el que también podrían participar algunas familias perilustres.

La prima de Perseo caminaba a mi lado, disfrutando de las vistas; el resto de mis damas de compañía nos precedían a unos pasos de distancia.

—Pensé que los meses que llevas aquí te habrían endurecido lo suficiente, Jedham —me comentó Aella, con la mirada fija en una pareja que bromeaba cerca de unos setos.

Noté un ligero calor en las mejillas. Los rumores sobre los motivos que me habían empujado a comportarme de ese modo eran de lo más variopintos: algunos decían que me había visto abrumada por las circunstancias; otros apuntaban a que la vergüenza del ridículo de la mañana anterior había sido demasiado.

Y muchos otros parecían insinuar que, quizá, los síntomas que habían acelerado el señalamiento de la boda se habían manifestado en el peor de los momentos.

Por unos segundos dudé entre si compartir con Aella lo que realmente había sucedido. Su primo era un nigromante, al fin y al cabo; de entre todas las personas que me rodeaban, ella era la que más posibilidades tenía de entender mi reacción.

—El Nabab Onkar tuvo la amabilidad de llamarme abominación —empecé a hablar, sin atreverme a mirar a mi acompañante— y de hacerme saber que, de haber nacido en Hexas, seguramente ya estaría muerta. Al parecer, los únicos elementales que consideran útiles para usarlos como esclavos son los de tierra, agua, fuego y aire; nosotros, los nigromantes, somos tan peligrosos que nos eliminan por miedo a lo que podamos hacer.

Aella dejó escapar un grito estrangulado, horrorizada por lo que acababa de compartir.

—Eso es... eso es... espantoso —consiguió decir y, cuando la miré, vi que sus ojos azules estaban abiertos de par en par.

—Como comprenderás, no podía quedarme allí —agregué con un involuntario timbre de sorna—, delante de un hombre que, de no temer las consecuencias de desatar un enfrentamiento internacional, no habría dudado un segundo en acabar con mi vida, sin importarle que hubiera público delante —hice una pausa meditativa—. Bueno, quizá el hecho de tener público le hubiera animado a ser mucho más creativo a la hora de asesinarme.

Una sonrisa estrangulada apareció en los labios de Aella ante mi último comentario.

—Hexas no se arriesgaría a ponerte una mano encima, Jedham —me aseguró, con convicción. Demasiada, diría—. Eres la futura emperatriz del Imperio.

Por unos segundos, la sonrisa de la Nabab Indra cruzó fugazmente mi mente; había sido un gesto casi animal, una mueca amenazante que había logrado el propósito de intimidarme. Mi cuerpo sufrió un sobresalto cuando noté una mano tomando la mía: Aella la había tomado y me observaba con amabilidad.

—Dentro de nueve días te convertirás en la esposa de Octavio —me recordó, como si hubiera podido olvidarlo en algún momento. Como si no llevara esa maldita cuenta en mi cabeza, haciendo que cada día que pasaba se sintiera como una roca cayendo sobre mi estómago—. Y nadie se atreverá a ponerte una sola mano encima.

Si Aella buscaba consolarme, no lo logró. Aunque la prima de Perseo creyera firmemente que mi nueva posición me volvería intocable... estaba equivocada: gracias a mi matrimonio con Octavio me colocaría una diana en la espalda. En un objetivo más para aquellos que perseguían acabar con la tiranía del Usurpador.

Octavio había descubierto que la Resistencia, si bien se pensaba que estaba acabada, seguía estando en el tablero de juego, financiada por el rey de Assarion. Ellos se habían encargado de alimentar a las masas, de hacer crecer el descontento hacia el Emperador por su asfixiante política; por el modo en que solamente se preocupaba por una parte de sus súbditos.

Y no sabía si, una vez pasara a formar parte de la familia imperial, yo también sería señalada por aquellos que alguna vez consideré mis aliados.


—Una encantadora recepción, Alteza Imperial —la suave y delicada voz de Ludville trinó al mismo tiempo que se acercaba a mí, entrelazando nuestros brazos como si fuésemos dos viejas amigas que se reencontraban después de meses sin verse. Sus cálidos ojos color caramelo recorrieron mi vestido con un logrado brillo lleno de impresión—. Adoro la prenda que lleváis, tenéis que hablarme sobre quién es el responsable de...

Fui consciente de cómo nos alejaba del grupo, fingiendo estar deseosa de sonsacarme hasta el último detalle respecto de mi vestido. Su expresión era una creíble máscara de inocencia y expectación, pero en su mirada había un poso de advertencia mientras echaba un vistazo a nuestro alrededor, comprobando que no hubiera testigos cerca de nosotras.

Tomó una copa de uno de los sirvientes que pululaban por los jardines y le dedicó una sonrisa de agradecimiento antes de devolverme toda su atención. Mi cuerpo se puso rígido a causa del recelo que me causaba Ludville y aquella aura de misterio que siempre parecía rodearla.

—Tu prometido nos ha exigido que cumplamos nuestra parte del acuerdo, Devmani —me dijo, directa y sin andarse con rodeos.

Entrecerré los ojos, devolviéndole la mirada.

—La situación en el Imperio, al parecer, está volviéndose insostenible —contesté y no pude evitar que un tono de acusación se colara en mis palabras—. Aunque eso lo sabes bien, Ludville: vosotros estáis detrás de ello, si bien estáis usando a vuestras marionetas.

Porque eso era la Resistencia en manos de Assarion: unos simples muñecos. Necesitados de medios suficientes para poder subsistir, se habían vendido al mejor postor, quizá sin ser conscientes de las intenciones que guardaban sus nuevos benefactores. Sin saber que estaban sirviendo los intereses de una persona que podía deshacerse de ellos cuando ya no sirvieran a sus intereses.

O quizá estaban tan necesitados que habían aceptado, sabiendo las consecuencias y riesgos.

El rostro de Ludville se mantuvo impasible, sin que mi insinuación le afectara lo más mínimo.

—Octavio quiere que se lleve a cabo el propio día de la boda —continuó la mujer, como si yo no hubiera hablado.

Eso también lo había compartido conmigo mi prometido. Era el momento idóneo si queríamos tener una oportunidad de que nuestro plan funcionara: con todos los invitados allí reunidos, las sospechas sobre quién podría ser el responsable del asesinato se dividirían entre los potenciales candidatos.

Lo que incluía a Assarion y Hexas.

Acorté las distancias con Ludville, que enarcó una ceja con curiosidad ante mi repentino acercamiento.

—¿Cómo va a ser? —quise saber, notando cómo el pulso se me aceleraba al pensar en las horas contadas que tenía el Emperador.

Una sonrisa malévola afloró en su rostro al entender el sentido de mi pregunta.

—A la vieja usanza, Devmani —me respondió con siniestra alegría—: veneno.

En mi mente, aquella muerte no hacía justicia a todo el daño y el dolor que había provocado desde que se sentó en el trono. El veneno era una solución rápida y fácil de esconder; perfecta para colarla sin que nadie se diera cuenta hasta que fuera demasiado tarde. Pero no era la muerte que merecía el Usurpador.

No, él merecía sufrir más.

Y el veneno no lo haría.

Los ojos color caramelo de Ludville resplandecieron de un modo que me produjo un escalofrío.

—Y tú vas a encargarte de administrárselo.

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