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Las manos no dejaban de sudarme mientras aguardábamos bajo el asfixiante calor que imperaba aquella mañana, pese encontrarnos a la sombra. Habían pasado apenas unos días desde que Octavio hubiera compartido su ambicioso plan conmigo y mi mente no había sido capaz de pensar en otra cosa; en especial, los riesgos que ambos corríamos si las cosas salían mal. Si Assarion no cumplía con su parte del acuerdo o quedábamos expuestos.

Compartí con mi prometido mis inquietudes, el miedo a todo lo que podía fallar si no teníamos cuidado.

Era arriesgado el momento que Octavio había elegido. Una vez el Emperador hubiera muerto, parte de las sospechas también recaerían en nuestros invitados; lo que incluía tanto a Hexas como a Assarion. Su expresión se cerró a cal y canto cuando toqué ese tema en cuestión, asegurándome que protegería a sus aliados; que estaría dispuesto a responsabilizar a Hexas si eso significaba mantener la alianza que había entablado con nuestro país vecino.

El peso del secreto que compartía con mi prometido había empezado a asfixiarme, aunque Octavio se mostraba mucho más tranquilo y confiado que yo. Las noches se habían convertido en un campo de batalla, donde apenas podía aguantar más de una hora de descanso debido a las cruentas pesadillas que me asolaban; en ellas, mis mayores miedos se convertían en realidad.

En ellas, el Emperador no moría.

En ellas, éramos Octavio y yo quienes lo hacíamos.

Un ligero apretón por parte de mi prometido me ayudó a salir de ese círculo vicioso del que no era capaz de huir. Al contrario que la primera vez que fui convocada para recibir a la comitiva de Assarion, en esta ocasión permanecí al lado de Octavio mientras que el Usurpador se encontraba ocupando el otro costado; la madre de mi prometido, junto con Ligeia, estaban a nuestra espalda, expectantes.

Incluso Perseo estaba allí, algo insólito y que me hizo sentir un poco incómoda, pese a que el nigromante no me había dedicado ni una sola mirada desde que apareció en compañía de la princesa imperial.

Los nigromantes que custodiaban a la familia real estaban al fondo, en un discreto segundo plano. Octavio me había asegurado que mi propio guardián ya había sido elegido y que lo conocería próximamente, un hecho que no hizo más que aumentar mi nerviosismo.

El vestido que usaba aquella mañana empezó a convertirse en una molestia, pese a la liviandad del tejido. Clelia, pues todavía no había conocido a mis nuevas doncellas, se había esforzado en mi apariencia, consciente de la importancia que tenía a la hora de recibir a nuestros invitados, tanto los que venían de Hexas como de Assarion; el vestitore imperial había seguido trabajando en mi propio guardarropa, además de mi vestido de boda. Aquella prenda era uno de ellos, una delicada y elegante obra textil de color azul pálido; el escote bordado en oro llegaba de clavícula a clavícula, haciendo que el corpiño cayera hasta mi cintura sin ceñirse demasiado. Un fino cinturón dorado separaba la parte superior de la falda, siguiendo el mismo patrón vaporoso y amplio.

Para aquella recepción, además, mi doncella me había insistido para que adornara mis muñecas con otras joyas, creando un drástico contraste entre las de oro y las de damarita.

Por la mirada de aprobación que recibí del Emperador, supe que había cumplido con sus expectativas.

Octavio no había vuelto a hablar conmigo en privado, pero su tez parecía haber recuperado un color mucho más saludable y las ojeras eran mucho menos llamativas; quise creer que la presión a la que le había sometido su padre se había relajado. Quise creer, por absurdo que pareciera, que el Usurpador estaba satisfecho con ambos; o quizá fuera la cercanía de la boda, de aquel punto de no retorno.

De aquel paso que lo acercaba aún más al siguiente: la concepción de un heredero.

—Estás pálida —me llegó la susurrante observación de Octavio.

Descubrí a mi prometido contemplándome con el ceño fruncido. Mi mano se aferró inconscientemente a la suya mientras obligaba a mis labios a esbozar una sonrisa tranquilizadora.

—Estoy bien —le aseguré.

No sabía cuánto tiempo llevábamos allí esperando, bajo el mismo pórtico en el que habíamos aguardado la vez anterior. Apenas un par de días atrás habíamos recibido una misiva anunciando la inminente llegada de los emisarios procedentes de Hexas; el mensaje de Assarion había seguido poco tiempo después, en el mismo sentido.

Apenas quedaban diez días para la boda y el Emperador había creído conveniente agasajar a nuestros invitados previa a la ceremonia. Por eso mismo nos encontrábamos en aquel rincón del palacio, aguardando pacientemente junto a un nutrido séquito de sirvientes a nuestra espalda.

Octavio estrechó mi mano por segunda vez, sin parecer muy convencido por mis palabras y sonrisa.

—Nos retiraremos tan pronto el servicio se encargue de acomodarlos en las villas —me aseguró con un pequeño tirón en los labios con los que pretendía sonreír para levantarme el ánimo.

Pero aquello solamente sería un respiro temporal, puesto que mis damas de compañía habían sido las mensajeras elegidas por el padre de Octavio para comunicarme que aquellos diez días previos a la ceremonia tendríamos una agenda demasiado apretada. Porque esa misma noche nos reuniríamos en una cena privada con nuestros invitados para darles una cálida bienvenida.

—Ya están aquí.

La voz del Emperador chasqueó como un látigo, haciendo que mi cuerpo se irguiera de golpe. A través de los portones abiertos —y fuertemente custodiados por multitud de Sables de Hierro, además de nigromantes, aunque en menor medida— vi una procesión de ornamentados carruajes. Observé los vehículos con curiosidad, pues eran diferentes a los que poseía el padre de Octavio: aquéllos estaban cerrados por completo y las ventanas estaban cubiertas por pesadas cortinas que impedían ver el interior.

Mi escrutinio se vio interrumpido cuando una de las portezuelas del primer carruaje se abrió y una túnica de color púrpura apareció, precediendo al resto del cuerpo de la persona que estaba descendiendo del medio de transporte en el que habían llegado los primeros invitados.

Tragué saliva para humedecer un poco mi garganta.

El hombre que vestía aquella túnica púrpura larga parecía rondar la edad del Usurpador; tenía el cabello salpicado de canas blancas que parecían contrastar con el tono gris oscuro. Tenía un rostro duro y carente de amabilidad, al igual que sus ojos, de un tormentoso azul.

A mi lado, creí escuchar a Octavio coger aire.

—Es el Nabab Vedant —me explicó a media voz, casi sin aliento—. Es el cabeza del pilar del Estado.

Del segundo carruaje descendió otro hombre, este ataviado con una túnica verde, y con el pelo completamente rapado, a excepción de una discreta coleta que colgaba de su nuca; sus facciones eran más suaves que las de su compañero, el Nabab del Estado, y tenía una sonrisa afable mientras rechazaba con un gesto la ayuda que un par de jóvenes ataviados con túnicas del mismo color pretendían ofrecerle.

—El Nabab Onkar —siguió Octavio con las presentaciones, sin apartar la mirada de los dos líderes de Hexas—. Es el dirigente del pilar de la religión.

Mis ojos se abrieron de par en par cuando la puerta del tercer carruaje se abrió con un crujido y el tercer gobernante hizo su aparición. Me pilló desprevenida descubrir que se trataba de una mujer; llevaba el cabello negro recogido en un intrínseco diseño que entremezclaba distintos tipos de trenzas pero que, en conjunto, resultaba armonioso y útil. Sus afilados ojos castaños estudiaron su entorno de un modo casi depredador mientras mantenía la barbilla en alto. Al igual que sus compañeros, vestía una túnica de color gris, aunque la suya era mucho más corta y dejaba ver los ceñidos pantalones que llevaba debajo.

—Y la Nabab Indra —concluyó Octavio junto a mi oído—. La temible cabeza del pilar del ejército de Hexas.

Como si nos hubiese oído a pesar de la distancia, la intimidante mirada de la Nabab Indra se clavó en nosotros. Hundí las uñas sin querer en el dorso de la mano de Octavio cuando me enfrenté a aquellos fríos ojos castaños, de un marrón que casi podía confundirse con ámbar. Sin romper el contacto visual con nosotros, la mujer se reunió con sus otros dos homólogos y, entonces, los tres se dirigieron hacia donde aguardábamos en silencio.

A la par, y una vez llegaron a nuestra altura, los recién llegados se inclinaron por la cintura, llevándose una mano al pecho en un gesto que, supuse, era propio de Hexas.

—Majestad Imperial —el primero en romper el silencio fue el Nabab Onkar, empleando un tono comedido—. Nuestra más sincera enhorabuena por la futura unión entre el príncipe heredero y su prometida.

Octavio dio un pequeño paso hacia adelante, arrastrándome consigo y haciendo que la atención de los tres se desviara hacia nosotros.

—Tanto Jedham como yo estamos muy agradecidos por teneros con nosotros en un momento tan importante —les dijo con tono solemne.

Una sonrisa tan afilada como su mirada se formó en el atractivo rostro de la Nabab Indra.

—No podíamos perdérnoslo bajo ningún concepto —respondió con peligrosa suavidad—. Por lo que hemos decidido venir personalmente.

Octavio sonrió con educación.

—Os agradecemos el gesto, de igual modo, habida cuenta del largo viaje al que habéis tenido que hacer frente para estar aquí —reiteró en el mismo timbre.

—Nada que no hayan podido hacer frente nuestros elementales del aire, Alteza Imperial —intervino el líder del pilar del Estado—. Es por ellos por lo que hemos podido acortar un viaje tan prolongado.

Sus palabras me pillaron con la guardia baja; Octavio, por el contrario, dejó escapar una risa llena de compromiso. Los elementales eran mucho más inusuales en el Imperio que los propios nigromantes; temerosos de seguir los mismos pasos que nosotros, los elementales vivían en secreto, manteniendo sus poderes en la sombra. No obstante, había conocido algunos en la Resistencia, aunque no eran muy numerosos.

—El servicio se encargará de acomodarlos, para que puedan descansar apropiadamente después del sobreesfuerzo —dije, inmiscuyéndome en la conversación con una media sonrisa que pretendía ser dulce y servicial.

Por el gesto que pusieron los tres gobernantes de Hexas, supe que había fallado al elegir mis palabras. Octavio tiró de mi mano para que retrocediera un paso, cubriéndome con su costado de forma parcial; la expresión de su rostro era tensa.

—Disculpad a mi prometida —se apresuró a hablar el príncipe imperial—. Aún le queda mucho por aprender respecto a vuestra isla y sus costumbres.

Le miré con incomprensión, sin saber cómo había podido faltarles el respeto y arrancarles aquella nefasta reacción con aquella invitación, propia de un anfitrión preocupado por el largo camino que habían tenido que recorrer hasta alcanzar la capital. Fue el Nabab Vedant quien tuvo el detalle de responder a mi pregunta muda:

—A los esclavos no se les concede el mismo trato que a sus amos, Alteza Imperial —me explicó con la paciencia de un padre a un hijo corto de entendederas. Luego se dirigió a Octavio—. Quizá es el momento idóneo para que se nos indique dónde vamos a instalarnos; nos gustaría quitarnos un poco del polvo que arrastramos del camino y refrescarnos... En Hexas no solemos tener este clima tan caluroso.

Todos volvieron a reír por aquella broma privada, que yo no terminé de entender, ya que nunca había estado allí. El Emperador, quien se había quedado al margen, tomó las riendas de la situación y ordenó al nutrido grupo de sirvientes que habían esperado junto a nosotros que se encargaran de guiar a nuestros invitados a la villa que habían preparado para su estancia en la capital.

Nosotros debíamos quedarnos todavía bajo el pórtico, aguardando la llegada de la comitiva de Assarion, quienes parecían estar retrasándose.

No moví ni un solo músculo cuando el padre de Octavio me dedicó un desdeñoso vistazo, decepcionado por mi error. Mi prometido tampoco hizo nada cuando la mirada del Usurpador se dirigió hacia él, responsabilizándolo directamente de mi propia torpeza.

Una mezcla de bochorno y horror se entremezclaban en el fondo de mi estómago, agitando el poco contenido que había podido ingerir en el desayuno. Las palabras del Nabab Vedant no dejaban de dar vueltas en mi cabeza: en Hexas todos aquellos que hubiéramos sido bendecidos por el don de los dioses no éramos más que esclavos. Algo que no se diferenciaba mucho del trato que recibían los nigromantes allí, en el Imperio.

—Jedham —intentó consolarme Octavio, intuyendo mi desazón—. No podías saberlo.

—Los utilizan —mascullé en un susurro, sintiendo un molesto escozor en las comisuras de mis ojos—. Los tratan peor que a los animales... No quiero ni imaginar lo que harían conmigo si...

No llegué a terminar mi frase, ya que el modo en que Octavio se removió y apartó la mirada, en un gesto lleno de tedio, hizo que las primeras dudas me dejaran sin aliento y fuerzas para continuar hablando.

—Octavio —la voz del Emperador se impuso, haciendo que ambos nos sobresaltáramos—. Vigila bien a tu prometida —le advirtió, apuntándome con la barbilla con hastío—. No me gustaría que su evidente ineptitud desatara un enfrentamiento internacional antes de la boda.

No volví a abrir la boca. Tras lo que parecieron ser horas, la comitiva de Assarion atravesó el patio despejado por las mismas puertas que habían cruzado nuestros invitados de Hexas; el pulso se me aceleró ante la perspectiva de que Cassian hubiera conseguido un puesto entre el servicio con el que viajaban los recién llegados de nuestro país vecino, pero no logré encontrar su cabeza entre el nervioso grupo que se movía entre los carruajes.

Pude percibir la molestia del padre de Octavio cuando vio descender de los vehículos a prácticamente los mismos emisarios que habíamos acogido hacía apenas unos meses atrás. Ludville, elegante y llamativa como siempre, tuvo el descaro de guiñarnos un ojo a mi prometido y a mí.

—¿Esto es todo? —el Usurpador no ocultó la irritación en su pregunta, mientras observaba a nuestros invitados con el rostro lívido a causa de la ira.

Uno de los hombres pestañeó con confusión.

—No... no entendemos, Majestad Imperial...

El Emperador dio un amenazador paso hacia los emisarios.

—Ni siquiera se ha molestado en acudir en persona, pese a que era una invitación personal —tronó la voz del hombre, haciendo que muchos de nosotros nos encogiéramos de la impresión—. ¿Acaso pretende de este modo mantener vuestro maldito rey las relaciones con el Imperio...?

Ludville se aclaró la garganta y, con una valentía que pocos parecían tener, se atrevió a colocarse frente al Emperador. Sus ojos color caramelo, siempre delineados con aquella gruesa línea negra que hacía que resaltaran todavía más, no titubearon cuando le sostuvo la mirada.

—Nuestro rey es un hombre ocupado, Majestad Imperial —le respondió con dulzura, intentando mitigar el enfado del padre de Octavio—. Su intención jamás ha sido haceros sentir insultado... Tengo un mensaje suyo para vos, en el que se disculpa personalmente por su ausencia y os explica los motivos que le han retenido en Meynat.

Con una mezcla de estupor y recelo, observé cómo el Emperador parecía relajar la expresión, satisfecho con la justificación de la emisaria. Ella, por su parte, sacó un rollo lacrado con el blasón de Assarion —dos serpientes entrecruzadas, atravesadas por algún tipo de espada— y se lo tendió con pomposidad.

El Usurpador lo tomó casi con desgana, haciendo un aspaviento con la mano que tenía libre.

—Se os conducirá a la villa en la que seréis instalados durante el tiempo que estéis aquí —dijo, sin apenas prestarles atención—. Espero que os unáis a nosotros esta noche, junto a los visitantes de Hexas.

Ludville sonrió de un modo comedido.

—Será un honor para nosotros, Majestad Imperial —le aseguró, dedicándonos una mirada penetrante antes de bajar la vista al suelo, en actitud agradecida.

Me pasé el resto de la tarde en manos de Clelia, rumiando mientras mi doncella se encargaba de prepararme todo lo que había sucedido antes de que aquel maldito hijo de puta nos despachara del mismo modo que a los emisarios. Octavio me había acompañado diligentemente hacia mis aposentos, despidiéndose con un beso en la mejilla con el que pretendía disculparse.

Sin embargo, no podía quitarme de encima la pegajosa sensación de horror al descubrir qué era lo que sucedía con los elementales en Hexas, el fatal destino que tenían en aquella isla. Tampoco podía dejar de pensar en cómo Octavio se había apresurado a agachar la cabeza frente a sus tres líderes, a pesar de saber lo cruel e inhumano que era el trato que estaban recibiendo aquellas personas.

«A los esclavos no se les concede el mismo trato que a sus amos», la voz del Nabab Vedant se repitió en mis oídos, haciéndome chirriar los dientes.

En la antesala podía escuchar el murmullo apagado de las conversaciones de mis damas de compañía, quienes ya estaban aguardando mi llegada. No sabía si mi desliz se había extendido al resto de la corte imperial, pero aún podía sentir el ardiente calor de mis mejillas cuando fui corregida y aleccionada como una niña pequeña. Por no mencionar el despectivo comentario del Emperador a su hijo, como si yo no estuviera presente... o no mereciera la pena dirigirse a mí.

En momentos como aquel, no podía evitar pensar en lo poco que lamentaría la muerte del Usurpador.

—Vuestro prometido seguramente esté a punto de llegar —me susurró Clelia, retirándose para que pudiera contemplar el resultado de su esfuerzo.

Mi doncella había duplicado sus esfuerzos en adecentar mi imagen después de haberse formalizado mi compromiso con Octavio. Y en aquella ocasión, de nuevo, se había superado a sí misma; me había costado reconocer mi reflejo las primeras veces, pues mi apariencia nunca había sido tan distinta, pero al final había terminado por reconocerme bajo aquellas capas de maquillaje y ropa lujosa.

Le dediqué una sonrisa agradecida a Clelia y me puse en pie.

El vestido que mi doncella había elegido para aquella primera velada de bienvenida era igual de vaporoso y ligero que el que usé esa misma mañana, pero de un pálido tono salmón. La falda se deslizó por el suelo con un leve susurro mientras giraba sobre la punta de mis zapatillas, encaminándome hacia donde mis damas de compañía seguían entretenidas, charlando entre ellas.

Todas se incorporaron a la vez al verme aparecer, haciendo que la conversación se extinguiera. Mis damas más jóvenes no pudieron contener su excitación al contemplar mi apariencia; Celsa dejó escapar un soñador suspiro, uniendo las palmas y presionándolas contra su pecho.

—Parecéis una auténtica emperatriz, Alteza Imperial —me halagó Severina, y supe que estaba siendo sincera por el brillo soñador de su mirada mientras recorría mi vestido de pies a cabeza con anhelo.

Vesta y Aella agacharon la cabeza en un solemne gesto de respeto y apreciación. En la primera de ellas había encontrado cierta... similitud, entendiendo los motivos que parecían haberla empujado a solicitar que fuera reasignada dentro de mi camarilla de damas de compañía; según los estándares de los perilustres que conformaban la corte imperial, ninguna de las dos teníamos pureza de sangre. Así que Vesta, consciente de mi posición, había optado por acercarse a mí, con la esperanza de ganarse mi protección.

Respecto de la prima de Perseo... Tenía que reconocer que nuestra relación ya no resultaba tan tirante como al principio, incluso, durante nuestras conversaciones, apenas nos lanzábamos comentarios insidiosos la una a la otra. Aella continuaba con su búsqueda del prometido ideal, por lo que solía llevarla conmigo, ya que también era bastante útil: me susurraba los nombres de las personas que se nos acercaban y me ayudaba a situarme, salvándome en ocasiones de cometer algunos errores garrafales.

Lástima no haberla tenido a mi lado aquella misma mañana... Quizá ella podría haberme salvado de quedar como una auténtica ignorante frente a los líderes de Hexas.

A pesar del tiempo que pasábamos juntas, ninguna de las dos mencionaba a Perseo, ni nada relacionado con él. En ocasiones me había asaltado la necesidad de preguntarle si tenía alguna novedad sobre su primo, pero luego me recordaba lo patética que resultaría, obligándome a guardar silencio. Obligándome a no dejar que mi traicionera mente tuviera vía libre para imaginar cómo estaría lidiando el nigromante con aquel adiós definitivo.

Los dos habíamos mantenido las distancias, incluso estando en público.

Tan absorta me encontraba en mis propios pensamientos, que ni siquiera fui consciente de que alguien llamaba a la puerta hasta que Clelia se acercó a mí para susurrarme:

—Están esperándoos fuera, Alteza Imperial.

Estuve a punto de trastabillar cuando descubrí a Irshak al otro lado, ataviado con su familiar túnica negra y máscara plateada. Verle allí, en el pasillo, hizo que me preguntara en qué estaba pensando Octavio; parecían haber pasado milenios desde la última vez que el nigromante y yo estuvimos a solas... Y en aquel momento, el compromiso era una remota posibilidad a la que nos enfrentábamos.

—Irshak —le saludé, casi sin aliento.

El nigromante se irguió y bajó la cabeza en un respetuoso saludo.

—Alteza Imperial —me devolvió el saludo, con un tono educado—. El príncipe Octavio me ha enviado para que os escolte personalmente esta noche.

Consciente de la presencia a mis espaldas de mis damas de compañía, tuve que morderme la lengua y tragarme la pregunta que pugnaba por escapárseme. Asentí con indiferencia y salí al pasillo, a su encuentro; Irshak se colocó a mi lado, si bien guardó las distancias, y empezó a conducirme hacia nuestro destino.

Cuando nos alejamos lo suficiente, ralenticé mis pasos, obligando al nigromante a hacer lo mismo. Pude ver la mirada de extrañeza que me dirigió Irshak, pero no pude hacer otra cosa que retorcer mis manos con nerviosismo.

—¿Cómo estás? —dejé que la pregunta que llevaba rondando mi mente desde que lo vi saliera de mis labios.

Pese a ser el guardián de Octavio, la persona que estaba a cargo de su seguridad y vigilancia, desde que se formalizó el compromiso —incluso antes, durante aquella teatralizada pedida de mano en los jardines— su presencia había disminuido notablemente. Sabía que mi prometido estaba tras esa decisión, intentando salvar al nigromante de una situación que pudiera resultarle violenta.

Irshak pestañeó con aire confundido.

—No entiendo...

Extendí un brazo y detuve al nigromante por la manga de su túnica.

—Estoy hablando en serio —le aseguré, con una expresión preocupada—. Apenas nos hemos visto desde... desde... desde ese momento y entiendo que no tiene que ser sencillo tener que lidiar conmigo. Sabiendo que...

Me sobresalté cuando su mano cubrió la mía y se movió hasta quedar frente a mí. Sus ojos castaños, bajo la máscara, parecían haberse suavizado y me contemplaban de un modo que me hizo sentir más culpable todavía por inmiscuirme entre Octavio y él. Ocupando el lugar que le correspondía a él.

—Jedham —creo que era la primera vez que me llamaba por mi nombre, que se dirigía a mí como una igual, dejando a un lado títulos y posiciones sociales—. Tanto Octavio como yo sabíamos desde el principio que esto sucedería. Soy consciente de sus responsabilidades, de lo que todo el mundo espera de él, y lo acepto —su mano estrechó la mía en un gesto de consuelo... o comprensión—. Me alegro de que fueras su elegida, Jedham. Porque Octavio te aprecia y yo lo hago porque sé que ya no está solo, que tiene a alguien más a su lado para apoyarle; porque sé que tú también te preocupas por él, porque sé que tú también le quieres. Tú ves al mismo chico que yo; ves más allá que muchas otras personas que pretenden acercarse a él para utilizarlo a su antojo, para seguir ascendiendo. Y será un honor para mí poner mi vida a tu servicio, Jedham.

Tuve que pestañear con fuerza para impedir que las lágrimas se me escaparan. La primera vez que nuestros caminos se cruzaron, Irshak se mostró receloso y muy incisivo respecto con la seguridad de Octavio; aún recordaba su actitud hosca durante la primera noche, cuando el príncipe heredero le pidió que me acompañara de regreso a mis aposentos, salvándome del tedio de aquella velada en la que me sentí como un animal de exposición.

—No quiero ser un obstáculo entre vosotros, Irshak. No quiero inmiscuirme en vuestra relación —le aseguré, repitiendo el mensaje que ya le transmití a Octavio en su momento, al descubrir la relación que había entre los dos.

Una sonrisa triste se formó en los labios del nigromante.

—Lo sé, Jedham. Pero, como su esposa, vas a tener unas responsabilidades que ninguno de los dos vais a poder eludir.

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