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No pude contener las lágrimas al toparme con su familiar y caótica caligrafía. Octavio tuvo la consideración de guardar silencio, tragándose las preguntas que pudieran estar pasándosele por la cabeza; me dejó el suficiente espacio para que pudiera leer en privado la carta de mi padre, pero manteniéndose cerca por si le necesitaba.

Mis ojos recorrieron con una mezcla de ansiedad y dolor las líneas garabateadas del papel, notando una descorazonadora presión en el pecho. Mhaar Asaash, el antiguo líder de mi facción en la Resistencia, no me había mentido aquel día, durante su ejecución: mi padre realmente estaba vivo. A salvo en Assarion junto con Cassian.

Y tenía la prueba de ello entre mis manos.

Un sollozo involuntario se me escapó al leer que mi padre estaba al corriente de mi compromiso con Octavio. «Siempre creí que tu espíritu libre te impediría atarte a alguien —rezaba la misiva—, pero mi único deseo es que la decisión que has tomado te haga feliz. Un matrimonio sin amor no es lo que te hubiera deseado, Jedham, porque me resultaría atroz pensar en que mi hija no pudiera experimentar de su propia mano lo que realmente significa unir tu vida a una persona a la que amas.»

Me sequé la mejilla con un movimiento brusco, sintiendo sus palabras clavárseme en lo más profundo de mi corazón. Mis padres se habían casado por amor, yo misma había sido el resultado de ese poderoso sentimiento que mi padre mencionaba en su carta; pero también había visto la otra cara del amor. Cómo la supuesta muerte de mi madre afectó al único progenitor que me quedó; cómo mi padre se centró en la Resistencia, intentando ahogar el dolor que arrastraba por la pérdida. Intentando llenar de algún modo el vacío que dejó mi madre.

«También quiero que sepas que respeto tu decisión —finalizaba el mensaje—. Y espero que algún día podamos vernos de nuevo, permitiéndome ver por mis propios ojos si realmente has alcanzado la felicidad. Mis mejores deseos para la futura emperatriz del Imperio.»

Doblé la carta, con el eco de su despedida resonando en mis oídos; escuchando su familiar voz pronunciando aquellas palabras.

Octavio continuaba en silencio, estudiándome con un poso de preocupación en su mirada.

—Es un mensaje de mi padre —dije con voz ronca—. Su forma de darme la bendición por nuestro futuro matrimonio.

No añadí nada más. Tampoco le mencioné lo bien que parecía conocerme, sus sospechas sobre qué escondía nuestro compromiso; mi padre nunca me presionó para que escogiera a alguien con la que unir mi vida. Al contrario que muchas familias de nuestro barrio, desesperadas por intentar brindar una vida mejor a sus hijos e hijas, nunca me vi en esa tesitura.

Una punzada de dolor me atravesó el pecho al recordar la última vez que nos vimos: yo misma me había condenado tras la acusación de Darshan, terminando atrapada con él en una celda de las cuevas donde la Resistencia tenía su guarida; lo único que se me ocurrió en aquel momento fue suplicarle a Cass que fuera a por mi padre. Él logró imponerse a Ramih, uno de los líderes, y sacarme de aquella maldita celda, a cambio de que fuera confinada hasta nueva orden; después de eso, me encaró en la privacidad de mi nueva prisión, mostrándose decepcionado tras descubrir mi relación con Perseo.

Aún guardaba en mi memoria sus últimas palabras, el peso que cobraban ahora que conocía la verdad sobre los orígenes de mi madre.

«Cuando te mezclas con nigromantes, nunca nada sale bien...»

La titubeante caricia de Octavio me obligó a apartar esas imágenes, haciendo que mi mirada se clavara de nuevo en el mensaje manuscrito de mi padre. En aquellas líneas rápidamente escritas que había conseguido hacerme llegar tras saber la buena nueva sobre mi compromiso.

—Sé que hubieras deseado que estuviera aquí, a tu lado —me susurró, comprensivo.

Sacudí la cabeza, con un nudo en la garganta. No me había detenido a pensar en eso... hasta ahora; tras saber que el Emperador parecía haber cambiado de opinión, acelerándolo todo, apenas había tenido tiempo para detenerme y centrarme en mis propios sentimientos al respecto. Porque, hasta hacía algunos meses, la idea de unir mi vida a la de otra persona no se me había pasado por la cabeza; mi padre no había errado en señalar que jamás creería que tomaría esa importante decisión.

—Quizá podríamos visitarlo después de nuestra boda —sugirió Octavio, intentando levantarme el ánimo—. Así podría presentarle mis respetos como corresponde...

Una sonrisa involuntaria se formó en mis labios al imaginar a mi prometido frente a mi padre por primera vez. Doblé con cuidado el mensaje para luego destrozarlo hasta convertirlo en miles de trozos, dejando que los restos se los llevara la brisa.

Por mucho que hubiera deseado mantenerlo conmigo, sabía que corría el riesgo de que alguien pudiera descubrirlo.

Tomé una bocanada de aire y me dirigí hacia mi prometido, que me miraba con un gesto preocupado.

—Regresemos al salón antes de que alguien se haga una idea equivocada sobre nuestra misteriosa desaparición —le dije, tendiéndole la mano.

Mi vida se convirtió en un caos, haciendo que el tiempo transcurriera a una velocidad vertiginosa. La emperatriz, con la inestimable ayuda de Ligeia, se volcó por completo en organizar en tiempo récord la ceremonia, arrastrándonos tanto a Octavio como a mí y a mi madre en los preparativos; toda la corte imperial bullía de emoción ante la cercanía de tan señalado evento. Las primeras invitaciones ya habían sido enviadas, estando pendientes las que debían dirigirse a nuestros países vecinos, quienes tendrían que apresurarse en viajar si querían ser testigos de semejante acontecimiento; un cosquilleo de nerviosismo se extendió por mi interior al escuchar a la madre de Octavio comentarnos que sería la primera vez en mucho tiempo que albergaríamos en palacio a emisarios tanto de Hexas como de Assarion, siendo la última vez su propia boda con el Usurpador.

Pese al papel que jugaba la emperatriz a la hora de llevar las riendas de la situación, su esposo había dejado claros algunos puntos respecto de la ceremonia: debería celebrarse allí, en palacio; aunque no tenía información de primera mano, había escuchado a Octavio mascullar en voz baja, casi para sí mismo, que algo parecía estar agitándose en las calles de la capital... y no parecía estar relacionada con nuestra inminente boda. Además, respecto de la sala elegida, la misma no debía ser demasiado abierta; al parecer, el salón acristalado en el que habíamos estado hacía un par de días había quedado por completo descartado.

Todas aquellas medidas del Usurpador hacían que las sospechas empezaran a germinar en mi interior. Sospechas que parecían inclinar a pensar que el padre de Octavio pudiera temer que alguien pudiera atacarnos, sabiendo que estaríamos desprevenidos y con toda nuestra atención puesta en la ceremonia.

—Alzad un poco los brazos, Alteza Imperial —la voz ahogada del vestitore hizo que saliera abruptamente de mis pensamientos.

Aquella misma mañana mis nuevos aposentos se habían transformado en el taller personal del vestitore imperial, quien había traído consigo un pequeño séquito de ayudantes para continuar con la confección de mi vestido para la boda y tomar algunas medidas para los trajes que usarían mis damas de compañía, quienes habían sido designadas para acompañarme en tal señalado día.

Al igual que el atuendo que usé durante la formalización de nuestro compromiso frente a la corte imperial, el color elegido sería el blanco. Sin embargo, mientras que la regla a la hora de confeccionar el vestido fue la sencillez, en aquella ocasión debía ser todo lo contrario.

Cuando escuché a la emperatriz dar las pertinentes directrices al vestitore, convirtiéndose en la portavoz de su esposo, lo único que pude hacer fue fruncir los labios y buscar con la mirada a mi madre. Ella se nos había unido a todos y cada una de las veces que nos habíamos reunido, pero no contaba con el suficiente poder para intervenir activamente en la toma de decisiones. Era una simple espectadora.

Por la expresión sombría, sabía que aquella premura por parte del Emperador para que Octavio y yo nos casáramos lo antes posible había despertado su disconformidad. No había tenido oportunidad de protegerme de aquel compromiso y, aunque hubiera terminado por aceptar al príncipe heredero, aquella noticia la había tomado con la guardia baja.

—Muy bien —asintió el hombre cuando obedecí. Tenía el rostro sudoroso y sus gestos resultaban algo forzados; tras haber recibido las órdenes sobre cómo debía ser mi vestido de boda, sabía que el Emperador había seguido muy de cerca todos los avances, vigilando que hasta el más mínimo detalle coincidiera con sus deseos.

Intuía que la presión que recaía sobre sus hombros —o sobre su cabeza— estaba empezando a ser demasiado. Tras realizar los primeros bocetos —que habían sido aprobados previamente por el Usurpador—, comenzaron los primeros encuentros con el vestitore para la propia confección del vestido.

Me convertí de nuevo en una muñeca en las manos del hombrecillo y sus ayudantes, observando desde mi posición cómo corrían los rollos de tela, ajustándose a mi cuerpo mientras la prenda iba tomando forma.

Desde los cómodos asientos, Ligeia, nuestras respectivas madres y dos de mis damas de compañía seguían con atención el proceso. Severina y Celsa no eran capaces de contener su entusiasmo; les había dado el día libre a Vesta y a Aella, pidiéndoles a mis dos damas más jóvenes que me acompañaran en aquella mañana de preparativos. Aquellas semanas me habían ayudado a sentirme más cómoda en su presencia, incluso a disfrutar de la distracción que suponían para mi aburrida vida siendo arrastrada de un lado a otro. Desde aquella cena, mi presencia en la corte había aumentado exponencialmente; en algunas ocasiones Octavio me acompañaba, en otras eran mis damas las que se encargaban de suplir la ausencia de mi prometido. Gracias a esos momentos pude conocer mejor a las dos más jóvenes de mi reducida camarilla.

Contuve un suspiro, notando la mirada de Ligeia clavada en mí. La hermana de Octavio no había vuelto a buscarme después de aquel momento que compartimos en aquella misma estancia, como tampoco había vuelto a sacar el tema a colación de su desesperada petición de ayuda; supuse que mi distanciamiento con Perseo, sumado a la decisión que tomó de trasladar sus aposentos a una zona más cercana a la de la princesa, habían sido señal suficiente para que Ligeia creyera que existía alguna posibilidad para poder seducirlo sin necesidad de acudir a mí. Aquel pensamiento no había dejado de aguijonearme, aumentando de intensidad en las contadas ocasiones en que había visto a la pareja.

Mi camino no había vuelto a cruzarse en el del nigromante y ninguno de los dos habíamos buscado al otro. Había sabido por boca de su prometida de que había vuelto a ponerse la máscara de plata, convirtiéndose de nuevo en un potencial activo bajo las órdenes del Emperador, y había sido testigo de las consecuencias de aquella decisión. La mirada de Perseo parecía haberse apagado por completo, aunque el nigromante ignorara por completo mi presencia siempre que coincidíamos en un mismo lugar; al igual que yo, el heredero de la gens Horatia se había visto obligado a convertirse en un nuevo asistente de las cenas que llevaban a cabo todos los miembros de la familia real. Había sido testigo de los intentos del padre de Octavio de unirlo a la conversación algunas noches, consiguiendo en su lugar respuestas educadas o, en el mejor de los casos un comedido silencio cuando se tocaban ciertos temas.

Porque el Usurpador también había empezado a presionar a Ligeia sobre su propio compromiso.

Al parecer, el hombre quería cimentar lo antes posible las dos uniones y sacar provecho de ellas. Mi matrimonio con Octavio sería un poderoso llamamiento para obtener más nigromantes a su servicio; en cambio, el matrimonio entre Perseo y la princesa ayudaría a que la buena posición con la que contaba Ptolomeo sirviera para reforzar su control en las gens más importantes. Intuía que mi compromiso con el futuro emperador había sido un aliciente para alimentar el descontento en ciertos sectores perilustres.

Y eso, sumado a los posibles problemas que habían empezado a aparecer en la ciudad, estaban haciendo perder la paciencia del Emperador.

Quizá por eso su humor había estado tan volátil, recluyendo todavía más a Octavio, cuyo rostro pálido y ojeroso era señal suficiente de cómo estaba lidiando con la situación, intentando mantenerse a la altura de lo que se esperaba de él como heredero del Imperio.

—¡Octavio! —la exclamación escandalizada de la emperatriz hizo que girara sobre el pequeño estrado de madera que los ayudantes del vestitore habían arrastrado hasta mis aposentos.

Fruncí el ceño con desconcierto al descubrir a mi prometido atravesando la puerta principal con toda su atención puesta en mí. El hombrecillo dejó escapar un sonido ahogado cargado de horror, intentando interponerse entre el príncipe imperial y yo, con los brazos extendidos:

—¡Alteza Imperial! —parecía realmente horrorizado por la presencia de mi prometido y su repentina interrupción—. Sabéis perfectamente que no podéis ver a la novia y su vestido antes de la ceremonia, ¡da mala suerte al matrimonio!

La estupefacción por la inesperada aparición de Octavio me impidió poner los ojos en blanco ante esa absurda superstición sobre la fortuna o no fortuna de nuestra futura unión. Un simple vistazo a su expresión, a la intensidad con la que me observaban aquellos ojos verdes, hizo que supiera de inmediato que algo había sucedido.

Mi mente no pudo evitar pensar en Assarion y en nuestro acuerdo secreto.

—Necesito hablar con mi prometida en privado —la voz de Octavio sonaba inflexible y no daba opción a réplica—. Ahora mismo.

Para mi sorpresa, ninguno de los presentes puso ningún reparo a la orden del príncipe heredero. Uno a uno, vi desfilar a mis damas de compañía en primer lugar, seguidas por los aturdidos ayudantes del vestitore y su maestro; Ligeia y la emperatriz fueron las siguientes, dejando a mi madre en el último lugar. Su mirada preocupada buscó la mía y yo negué discretamente con la cabeza, haciéndole saber que estaba todo bien.

Cuando la puerta se cerró a su espalda, me bajé a duras penas del estrado en el que había estado, haciendo que lo poco del vestido confeccionado sufriera el riesgo de ser víctima de algún desperfecto a causa de mis nerviosos movimientos.

—Assarion está apoyando a la Resistencia —fue lo primero que dejó caer el príncipe imperial.

Sus palabras me hicieron trastabillar, provocándome un vuelco en el corazón. Por supuesto que nuestro país vecino estaba brindando su ayuda a los rebeldes: había visto a Ludville en las cuevas, siguiendo las órdenes de Ramih cuando quiso que usara su poder de nigromante para torturar a Darshan y lograr las respuestas que buscaba.

Observé a Octavio mesarse los cabellos con gesto nervioso, moviéndose de un lado a otro de la sala.

—Y es evidente que, de manera indirecta, están alentando las sublevaciones en la ciudad —continuó con tono duro.

Me quedé congelada. Mi prometido no había hablado conmigo de la situación actual en la capital, si bien yo me había hecho eco de los pocos fragmentos que le había oído las contadas ocasiones que habíamos estado juntos.

—Mi padre no está haciendo más que incrementar el descontento de nuestro pueblo, despilfarrando el dinero de nuestras arcas —Octavio inspiró hondo varias veces, permitiéndome que me acercara. Sus ojos verdes buscaron los míos—. El Imperio se está ahogando en la codicia de su Emperador, convirtiéndose en un polvorín a punto de explotar —luego tragó saliva con esfuerzo—. Tenemos que ponerle fin a esto antes de que sea demasiado tarde.

Noté mi estómago hundiéndose con fuerza.

—¿Qué estás insinuando, Octavio? —le pregunté en un susurro.

Recordé nuestra conversación después de que mi prometido me confiara lo que más tarde se convirtió en realidad. Recordé la rabia y frustración que me embargó al descubrir que el Emperador había estado presionándole para que concibiéramos un heredero lo antes posible.

Y también recordé lo que le dije en aquel momento.

La voz de Octavio no tembló ni un ápice, como tampoco su expresión desafiante, cuando me contestó:

—He pedido a Assarion que cumplan con su parte del acuerdo, Jedham —un escalofrío de anticipación y pavor me erizó el vello al oír que no había dudas en mi prometido. Tampoco arrepentimiento por la decisión que había tomado—. Nuestra boda será el momento idóneo para llevar a cabo el asesinato.

* * * 

Sé que he estado algo ausente estas semanas pasadas, pero, sincertamente, no estoy atravesando un buen momento en mi vida personal y lo último que me apetecía era escribir. Estoy empezando a hacerlo poco a poco, por lo que es posible que las actualizaciones se vuelvan inconstantes.

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