❈ 68
Me encerré en mí misma, notando un vacío abismal en el pecho. Cogí los pedazos rotos de mi corazón y regresé a mi propia habitación, sintiendo cómo aquella sustancia negra que se había aferrado a mí iba deshaciéndose a cada paso que daba, dejando en su lugar un hueco que no sabía si alguna vez conseguiría cerrarse. Me lamí mis heridas en silencio, sin permitirme derramar ni una sola lágrima más.
No me merecía hacerlo.
No después de ser consciente de lo lejos que había llegado, de lo horrible que había sido al querer seguir adelante con mi absurda venganza. Porque, al final, nada había salido como lo esperé.
Había perdido a Perseo.
Y era posible que le hubiera allanado el camino a Ligeia, permitiendo que mis mayores temores pudieran hacerse realidad.
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Octavio me envió una nota por medio de uno de sus sirvientes para avisarme de que mis nuevas damas de compañía se reunirían conmigo en mis aposentos para que pudiera conocerlas personalmente.
Clelia me ayudó a esconder las ojeras y a disimular la palidez de mi rostro; después se quedó en mi dormitorio a expresa petición mía. Aquella primera toma de contacto con las jóvenes que iban a introducirse en mi vida a la fuerza me tenía un poco aterrada; había visto la dinámica con la que funcionaban en los momentos que había compartido con Ligeia y no me encontraba cómoda con la idea de tener mi propia camarilla.
No se me había pedido ningún tipo de opinión al respecto.
Todas ellas habían sido elegidas por el Emperador, por lo que no supe qué podía depararme el futuro.
Aguardé en la sala común, cerca de los ventanales, hasta que llegó la hora que me había indicado mi prometido y oí el sentencioso golpe en la puerta principal. Mi doncella me dedicó una mirada dubitativa antes de apresurarse a abrir la puerta, cediéndoles el paso a mis nuevas damas.
Mi estómago dio un vuelco de sorpresa al descubrir a Vesta y a Aella entre los rostros de las cuatro chicas que esperaban al otro lado. Las otras dos desconocidas no me resultaban familiares, aunque supuse que pertenecían a dos poderosas familias de perilustres que habrían movido todos sus hilos para conseguir que sus hijas estuvieran al servicio de la próxima emperatriz.
Vesta y Aella fueron las primeras en reaccionar, recogiéndose las faldas del vestido e inclinándose en una pronunciada reverencia.
—Alteza Imperial —dijeron casi al unísono.
Las otras dos, con torpeza, no tardaron en imitarlas, bajando la mirada al suelo con cierta vergüenza por su error.
Me apresuré a ponerme en pie, luchando contra las náuseas y la incomodidad que me producía ver a aquellas jóvenes referirse a mí con tanta formalidad. Clelia se mantenía en un segundo plano, junto a la puerta, acechando con su mirada desde su escondite.
Retorcí mis manos con nerviosismo. ¿Qué venía a continuación? No tenía la menor idea de lo que debía hacer y Octavio estaba tan ocupado con sus responsabilidades que no estaba a mi lado, ayudándome con las mías.
—Por favor, incorporaos —grazné, sintiendo una repentina sequedad en mi garganta.
Mi mirada no dejaba de desviarse hacia donde aguardaban Vesta y Aella. Me había pillado con la guardia baja descubrir que las palabras de Ligeia aquel día, después de que me hubiera escondido en mis aposentos, fingiendo una inexistente disposición, respecto a sus damas de compañía, eran ciertas.
Vesta y Aella habían decidido abandonar la camarilla de damas de la princesa imperial para formar parte de la mía.
Un ramalazo de desconfianza me sacudió cuando mis ojos se cruzaron con los azules de Aella, quien me la sostuvo sin pestañear. ¿Habría sido un movimiento por parte de Perseo? ¿Habría presionado a su prima para que lo hiciera? El pecho se me hundió al pensar en él, al recordar nuestra última conversación.
Había sido demasiado tajante al respecto. Le presioné demasiado y lo había alejado para siempre de mí; dudaba que, después de todo lo sucedido entre ambos, hubiera acudido a Aella para convencerla.
No, Perseo no era el responsable de esa decisión.
Lo que dejaba una sola opción posible: Ptolomeo.
El cabeza de familia no parecía estar dispuesto a rendirse. No conocía lo suficiente a su abuelo para intentar entender aquella jugada, pero decidí que no debía relajar mi vigilancia frente a Aella.
Les pedí con amabilidad que tomaran asiento y, una por una, las jóvenes se presentaron a sí mismas. Mientras que Vesta y Aella fueron simples y directas, gracias a los nervios traicioneros de las otras dos pude conocerlas un poco mejor: la jovencita de ojos ambarinos que parecía rondar los dieciocho, y que llevaba el cabello cobrizo recogido en una trenza de espiga, se llamaba Severina y pertenecía a una gens menor; por otro lado, la otra chica, que parecía aún más joven que su compañera, y cuyo cabello negro relucía como la tinta, mostró un brillo de valentía al decirme que su nombre era Celsa.
Las estudié en silencio, preguntándome en qué se habría basado el Emperador para elegirlas a ellas. Dos de ellas eran demasiado jóvenes y, aunque no quería apoyarme en sus respectivos aspectos, no parecían... peligrosas. Ninguna de ellas me dio la misma sensación que algunas de las damas de Ligeia, como Belona.
No obstante, su apariencia inocente no podía hacerme confiar.
Era posible que mi madre hubiera logrado colar a Clelia como mi doncella personal, permitiéndole tener una fuente fiable que pudiera vigilarme en todo momento, pero aquellas cuatro chicas obedecían a otro señor.
A alguien mucho más peligroso que no había dudado un segundo en mandarme a su sanador personal para comprobar que no hubiera problemas conmigo.
Severina, quizá intentando allanar el camino, o quizá recordando las advertencias de sus familiares para no echar a perder esa oportunidad que tanto debía haberles costado, propuso salir a los jardines para disfrutar de aquel esplendoroso y soleado día; Celsa, consciente de las intenciones que debía guardar su compañera, también se mostró igual de encantada con la idea. Vesta y Aella, las más veteranas dentro del grupo, optaron por mantenerse en un discreto segundo plano, sin intervenir.
No pude evitar estudiarlas a ambas mientras aceptaba el plan de abandonar los aposentos para entretenernos en los jardines, a la vista de todo el mundo. Severina y Celsa fueron las primeras en salir por la puerta principal; Aella le hizo un gesto a Vesta, indicándole que siguiera a las otras dos.
Ella no dudó un segundo en obedecer, dejándonos unos instantes a solas.
Aprovechando la oportunidad de confrontar a la prima de Perseo, me giré hacia la joven con los brazos cruzados y una ceja enarcada.
—¿Debo suponer que esto es una trampa orquestada por tu abuelo... o una nueva orden por parte de tu primo? —quise saber, decidiendo ir directa al grano.
La expresión seria de Aella no varió ni un ápice al escuchar mis acusaciones, pero no respondió.
—No estoy para juegos, Aella —le advertí, dando un paso hacia ella con actitud casi amenazante.
—Mi abuelo quiere tenerte controlada —respondió la prima de Perseo al comprobar que no era ningún farol—. Y yo también tengo interés en ser tu dama de compañía, Jedham.
—¿Y ese interés es Octavio? —elucubré con marcado sarcasmo.
La relación entre Aella y yo era... complicada. Ya no nos encontrábamos en la hacienda de Ptolomeo, tampoco seguía siendo su doncella; después de lo sucedido con Perseo, dudaba que el nigromante quisiera pedirle de nuevo que cuidara de mí Por primera vez, no desconfié de la palabra de Aella.
Y supe que estaba diciéndome la verdad en relación con las intenciones de su abuelo.
Aella pestañeó con fingida coquetería.
—No suelo interesarme por hombres comprometidos —me respondió con dulzura—. Y no, Jedham. No es el príncipe el que me resulta de interés.
—¿Y qué es? —presioné, sin querer bajar la guardia todavía.
Aella alzó la barbilla con actitud desafiante.
—Un futuro. Tomar las riendas de mi propia vida —fue su contestación.
—Sigo sin entenderlo.
—Como futura emperatriz, estarás rodeada de nobles y cortesanos que estarán dispuestos a cualquier cosa por llamar tu atención o la de tu prometido —me explicó, cruzándose de brazos de modo defensivo—. Y si bien no estuve de acuerdo con el compromiso que estaba planeando mi abuelo con Rómulo... Soy consciente de que el matrimonio es mi única opción de liberarme.
Me estremecí al escuchar la resignación en la voz de Aella al confesarme sus planes y por qué había aceptado tan de buena gana seguir las directrices de su abuelo, quien no estaba dispuesto a rendirse todavía.
—¿Y pretendes encontrar un... pretendiente? —creí comprender, intentando lidiar con los sentimientos contradictorios que se retorcían en el fondo de mi estómago.
Aella asintió.
—Aella...
No éramos amigas, ni nada que pudiera acercársele, pero oír que estaba dispuesta a sacrificar aquellos años de negarse a ceder ante los deseos de Ptolomeo de comprometerse... Me resultó descorazonador. Incluso cruel.
Sin embargo, la prima de Perseo no me dio la oportunidad de convencerla para que se pensara bien aquella decisión, ya que negó con la cabeza de manera tajante.
—Ahí tienes mis motivos egoístas, Jedham —me dijo con firmeza—. Está en tu mano creerme o no.
Tampoco pude responderle en aquella ocasión, puesto que mi nueva dama de compañía giró sobre sus bonitas zapatillas de seda y se dirigió hacia la puerta de mis aposentos, dando por concluida aquella extraña —y breve— conversación que habíamos mantenido.
No me quedó otra salida que seguir sus pasos, lidiando con la imperiosa necesidad de hacer ver a Aella que no necesitaba casarse para conseguir su libertad. Incluso valoré la idea de intentar ponerme en contacto con Ludville para ver si existía alguna posibilidad de que pudiera ayudarla...
La maraña en la que se habían convertido mis pensamientos se detuvo en seco cuando puse un pie en el pasillo. Desde aquella última vez que me crucé con Perseo, el pasillo que compartíamos se había mantenido en un doloroso silencio pero en ese momento...
Las puertas que conducían a los aposentos privados del nigromante estaban abiertas de par en par. Un par de sirvientes salían del interior con expresiones contritas, haciendo que un extraño presentimiento hiciera trastabillar mi pulso; Ligeia había compartido conmigo la decisión de Perseo de volver a ponerse la máscara, pasando a recibir de nuevo órdenes por parte del Emperador.
De manera inconsciente empecé a dirigirme hacia el dormitorio del nigromante, rezando para que la posibilidad de que estuviera herido fuera sólo un juego de mi retorcida mente. Uno de los hombres se detuvo al verme allí.
—¿Qué está sucediendo?
El sirviente se apresuró a bajar la mirada al suelo, reconociéndome.
—Lamento profundamente haberos molestado, Alteza Imperial —se disculpó con prisa, temiendo algún castigo por mi parte—. Hemos intentado hacer el traslado lo más rápido posible y evitar perturbaros...
El tiempo pareció detenerse de golpe al escuchar una sola palabra de toda la frase que había pronunciado el hombre con tono acongojado.
—¿Traslado...? —repetí, sin importarme que Aella pudiera ser testigo de la conversación. Quizá ella ya estaba al corriente; seguramente lo estuviera.
—El joven amo ha pedido mudarse a otro dormitorio que esté más cerca de los aposentos de la princesa Ligeia, Alteza Imperial.
* * *
No puedo más
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