
❈ 64
A la mañana siguiente fingí estar indispuesta. Clelia me miró con visible preocupación cuando le comuniqué que no me encontraba bien y que pasaría el resto del día en la cama, recuperándome. Después de abandonar los aposentos de Perseo y logré alcanzar los míos, dejé que el cúmulo de sentimientos que había estado conteniendo a duras penas frente al nigromante salieran en tropel: mis rodillas golpearon el suelo y el sollozo que había estado tragándome desde que escuchara a Perseo devolviéndome mis mismas palabras me atravesó con fuerza. Las lágrimas no tardaron en seguirle, pero el dolor que sentía en el pecho, la presión de los pulmones, no se iba.
Me abandoné al llanto y, cuando recuperé un poco de mi propio control, me arrastré hacia mi dormitorio. Una vez allí, tiré el vestido con rabia y sin importarme dónde terminara, metiéndome en la enorme cama y dejando que una nueva ronda de lágrimas anegaran mis ojos hasta que caí rendida.
Mi deplorable aspecto había hecho saltar las alarmas de mi doncella, pero Clelia no me presionó para que hablara. En realidad, durante los meses que había estado a mi servicio, nunca me había tratado de arrancar ningún tipo de información. Quizá por eso había empezado a verla con otros ojos y a tomarle algo parecido al cariño. No éramos cercanas la una a la otra, y sabía que ella estaba bajo las órdenes de mi madre, pasándole un reporte de todo lo que sucedía conmigo, pero encontraba en su presencia una comodidad que no sentía con mucha gente allí, en palacio.
—Vuestro prometido ha preguntado por vos —me dijo entonces Clelia. Me fijé en que tenía entre las manos el vestido blanco y mi estómago se revolvió al recuperar algunos fragmentos de la noche anterior.
Ignorando lo que me había dicho sobre Octavio, le pedí:
—Deshazte de ese maldito vestido —me llevé una mano al pecho, intentando controlar el apresurado latido de mi corazón y la punzada de lágrimas que notaba en la comisura de los ojos—. Destrózalo. Véndelo. Quémalo... No me importa lo que hagas con él, pero no quiero volver a verlo.
Vi cómo fruncía el ceño a causa de la confusión de mi orden, pero se limitó a asentir y a llevarse fuera de mi vista aquel maldito trozo de tela. Me arrellané en el colchón, bajo las mantas y orienté mi cuerpo hacia la ventana del dormitorio; aquel pequeño acceso al exterior me había ayudado a no ceder a la angustia que sentía retorciéndose en mi pecho. El aroma procedente de los jardines, la mezcla de distintas flores que podían adivinarse, eran como una leve cura para mi destrozada alma.
—Os he traído un poco de agua —dijo la voz de mi doncella, con cautela.
Miré por encima de mi hombro, descubriendo a Clelia en el umbral, sosteniendo una copa entre las manos. El saco con el que me había obsequiado Perseo antes de despacharme continuaba abandonado sobre la mesita de noche; las náuseas volvieron a atenazarme, pero me sobrepuse. Con gran esfuerzo, aparté lo suficiente las mantas para incorporarme sobre los mullidos cojines y le hice un gesto a mi doncella para que se acercara.
Ella obedeció en silencio, tendiéndome el objeto. Lo sostuve contra mi pecho, alcanzando el saquito sin esfuerzo; bajo la atenta mirada de Clelia, volqué el contenido en el agua y lo agité hasta que la mezcla herbal tiñó la transparencia del líquido, dándole un aspecto casi verdoso.
Me acerqué el borde de la copa a los labios pero, antes de beber, dirigí una mirada suplicante a Clelia.
—Por favor, no hables de esto a mi madre.
❈
Encontré en los grandes ventanales de mi antesala la distracción que necesitaba mientras continuaba recluida. Arrastré uno de los asientos hacia allí y me dediqué a ver pasar el tiempo observando lo que sucedía en los jardines; tras las copas de los árboles podía atisbar los impresionantes tejados de las propiedades que pertenecían a los perilustres pero, si forzaba un poco más mi vista, creía poder ver los edificios de arcilla de las zonas más humildes.
Apoyé la mejilla en el alto respaldo, dejando volar a mi imaginación, cuando la quietud de mis aposentos se vio interrumpida por el ligero golpeteo en la puerta principal. Por unos breves segundos la posibilidad de que fuera Perseo se me cruzó por la cabeza, acelerando mi pulso. Con la garganta repentinamente seca, le di paso.
Una oleada de decepción se abatió sobre mí cuando el sonriente rostro de Ligeia asomó por un resquicio.
—Jedham, un pajarito me ha comentado que no te encontrabas bien esta mañana —canturreó al mismo tiempo que se colaba en el interior de la habitación.
No pude evitar estudiarla de pies a cabeza. Aquella mañana había optado por un ligero y vaporoso vestido de color lila cuya falda flotaba alrededor de sus piernas a cada paso que daba; también había decidido trenzarse el cabello castaño, añadiendo pequeñas flores sobre sus mechones, aumentando esa aura de inocencia que siempre parecía rodearla. Sus ojos verdes resplandecían y tenía las mejillas ligeramente arreboladas.
Los pensamientos intrusivos que siempre me asaltaban cuando recordaba su compromiso con Perseo reptaron fuera del rincón oscuro de mi mente donde trataba de retenerlos. La respiración se me aceleró al escuchar la voz del nigromante otra vez, insinuándome que su relación podría haberse vuelto mucho más íntima de lo que a simple vista podía parecer.
Mis uñas se hundieron en el respaldo del asiento que ocupaba, paralizada a causa de las malditas imágenes que mi cabeza había optado por crear con el único propósito de hacerme sentir peor de lo que ya me sentía.
Ligeia se detuvo a unos pasos de distancia, ladeando su perfecto rostro mientras me contemplaba con gesto crítico.
—Cielos, estás demasiado pálida —dijo casi para sí misma, con un timbre de auténtica preocupación en la voz—. Quizá sería buena idea que llamara a nuestro sanador personal...
—Solamente son los excesos de la noche anterior —conseguí decir a duras penas, notando cómo las palabras rascaban a través de mi estrecha garganta—. Teníamos... teníamos mucho que celebrar.
Una sonrisa pícara y cómplice apareció en sus labios mientras tomaba asiento, como si no me juzgara por la insinuación que había dejado en el aire respecto a su hermano. Una parte de mí agradeció que optara por guardar las distancias, brindándonos a ambas un pequeño espacio de separación entre nuestros cuerpos.
—Quizá podríamos aprovechar tu convalecencia para adelantar algunos asuntos, ahora que el compromiso se ha formalizado —me propuso, con la mirada iluminada por la emoción.
Quise encogerme sobre mi asiento hasta hacerme diminuta. Octavio había comentado conmigo lo que supondría mi nueva posición; empezando por los ligeros cambios que traería mi servicio, pues Clelia no sería la única doncella con la que contaría.
Mi silencio pareció animar a Ligeia, quien se acomodó en su sitio y colocó las manos sobre su regazo en una postura recatada.
—Al parecer, tu compromiso ha hecho que algunas de mis damas de compañía me hayan comunicado que quieren formar parte de tu propia camarilla —me desveló en tono confidencial, como si estuviera compartiendo conmigo un secreto de gran peso.
No pude evitar contemplar a la princesa imperial con una expresión en la que no podía esconder mi conmoción ante esa inesperada noticia. ¿Cómo que algunas de sus damas querían convertirse en las mías? Las sienes empezaron a pulsarme mientras trataba de encontrarle algún sentido a todo aquel enredo. ¿Quiénes habían sido? Un escalofrío descendió por mi espalda al pensar en Belona. ¿Sería una de ellas? Recordé su actitud sumisa y discreta la noche anterior, el modo en que evitó mirar fijamente a Octavio. ¿Y si todo había sido una gran actuación por su parte, buscando que mi prometido bajara la guardia?
—¿Debería sentirme celosa, Jedham? —la pregunta de Ligeia me arrastró de regreso a la conversación de golpe—. Primero mis damas de compañía... ¿Qué vendrá después? ¿Mi prometido?
El horror se abrió paso en mi interior al escuchar cómo le mencionaba. Mi desconfianza hizo saltar las alarmas dentro de mi cabeza, haciendo que ciertas imágenes de mi encuentro con Perseo me asaltaran, erizándome el vello. Era evidente que no habíamos tenido cuidado, que no habíamos sido discretos... ¿Qué sucedía si Ligeia estaba al corriente? ¿Era una indirecta por su parte? ¿Estaba intentando arrancarme una confesión?
Una sonrisa desganada y tensa se formó en mis labios.
—¿Crees que tendría alguna oportunidad de tener éxito? —le pregunté, sin poderlo evitar.
La mirada verde de Ligeia resplandeció con aire juguetón.
—No he podido evitar fijarme en la atención que a veces suele prestarte —comentó en tono pensativo, haciendo que volviera a ponerme en guardia.
Entrecerré los ojos con sospecha.
—Creo que no aprueba mi relación con Octavio —opté por una salida fácil, compartiendo con ella esa media verdad—. Supongo que no me ve... a la altura.
Para darle más efecto a mi actuación, arrugué la nariz como si me desagradara la mala opinión que Perseo tenía de mí.
Ligeia abrió los ojos con sorpresa y cierta decepción.
—Al fin y al cabo, para él no debería ser más que la antigua doncella de su prima —concluí, sabiendo que Perseo jamás me menospreciaría por mi origen, ya que nunca lo hizo mientras estuve bajo las órdenes de Aella—. No provengo de una familia perilustre, como él.
La princesa imperial rumió mis medias verdades y mentiras tras la que traté de ocultar la realidad. La bravuconería que mostré frente a Perseo al creer que ella estaría en su dormitorio, esperándole, se había desvanecido por completo; las ganas de confesarle todo a Ligeia ya no estaban ahí, alentándome a continuar con el único propósito de hacerle daño al nigromante.
Me tensé cuando Ligeia se inclinó para colocar su mano sobre mi rodilla. Ella me miraba con cierta compasión que hizo que mi estómago vacío se retorciera dolorosamente.
—Si bien Perseo es muy reservado, puedo afirmar que él jamás te juzgaría por tus orígenes —me aseguró con una vehemencia que hizo que ciertas sospechas que ya guardaba sobre la relación que mantenían volvieran a reptar fuera de su rincón dentro de mi cabeza—. Como tampoco se opondría a la relación que pudieras mantener con mi hermano.
Intenté que mis labios permanecieran sellados, pero mi insana necesidad de conocimiento por saber hasta el más mínimo detalle de su compromiso echó a perder mis esfuerzos por quedarme al margen.
—¿Estáis muy unidos? —quise saber.
El leve sonrojo que atisbé en las pálidas mejillas de Ligeia avivó mis celos y temores. ¿Era posible que el nigromante no hubiera mentido, haciéndome creer que se trataba de una bravuconada con la que arrastrarme a su juego? El miedo a su respuesta hizo que empezara a sentir un auténtico malestar físico. Ligeia ya me había hecho partícipe por medio de grandilocuentes alabanzas lo buen prometido que era Perseo, lo atento y amable que podía resultar... Pero jamás había entrado a desarrollar en profundidad hasta dónde alcanzaba esa relación que compartían por medio del compromiso.
La observé retorcerse en su asiento, aumentando la ansiedad que sentía por saber a qué se debía aquella reacción.
—No tanto como querría —reconoció con un mohín—. Perseo siempre ha sido muy caballeroso conmigo. Comprendo sus reparos a un compromiso acelerado, y agradezco ese gesto, pero si hay una evidente atracción física entre ambos... —Ligeia debió ver la estupefacción en mi cara, ya que dejó escapar una risita ahogada y casi tímida—. Aunque no haya sentimientos románticos de por medio, eso no debe ser un obstáculo para explorar otras opciones.
Fue como si el corazón se me detuviera dentro del pecho. Octavio no mentía cuando me aseguró que Ligeia no estaba enamorada de Perseo... pero no parecía saber el interés de su hermana menor en arrastrar a su prometido a la cama, gracias a... ¿Cómo lo había llamado ella? Ah, gracias a esa «evidente atracción física» entre las dos partes implicadas.
Me quedé en silencio, lidiando con las náuseas y las ganas de gritar que se debatían en mi interior.
—Lamentablemente, pasará un tiempo hasta que pueda tener un momento a solas de nuevo con Perseo —murmuró Ligeia en tono decepcionado.
No quise indagar en sus palabras, en la insinuación que había dejado en el aire sobre que había habido otras ocasiones en las que habían estado sin más compañía que la de ambos. La princesa imperial dejó escapar un apesadumbrado suspiro y apoyó la cabeza sobre el respaldo, apartando la vista hacia los jardines que se veían más allá de los ventanales.
—Quiere volver a ser un nigromante en activo —me confió a media voz, con la mirada perdida—. Quiere volver a portar la máscara de plata.
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El corazón me dolía. Ligeia había visto en mí una confidente y, gracias a mi compromiso con Octavio, la hermana que nunca tuvo; tras aquella demoledora confesión sobre sus planes respecto a Perseo, la princesa imperial compartió conmigo sus inquietudes y anhelos, vomitando todo lo que llevaba guardando consigo y que no parecía saber nadie más. Escuché, inmóvil sobre mi asiento, los suspiros soñadores de Ligeia, sintiendo cómo cada palabra que pronunciaba me resquebrajaba poco a poco; la inesperada llegada de Clelia fue la excusa que necesitaba para deshacerme de Ligeia, evitando darle una respuesta a su fantástica idea de que le ayudara a seducir a su prometido. Con el rostro casi ardiendo a causa de la vergüenza, había escuchado a la hermana de Octavio balbucear sobre mi visible experiencia, intentando convencerme para que la tomara bajo mi ala, enseñándole a cómo lograr su propósito con Perseo.
En aquel instante había sentido el mundo echándoseme encima.
Incluso después de que mi doncella me tendiera una mano para que Ligeia me dejara a solas, no podía quitármelo de mi cabeza. Ni la propuesta de la princesa imperial, ni tampoco los descubrimientos que me había ofrecido desinteresadamente sobre su compromiso con el nigromante.
Alargué un poco más la excusa de mi indisposición y regresé a la cama, hundiéndome entre las mantas. Clelia vino a mí al poco de caer la noche, con un mensaje sellado cuyo remitente era Octavio. Mi prometido estaba respetando mi espacio, esperando que fuera yo la que le buscara cuando estuviera lista.
Un sabor amargo llenó mi boca cuando leí el escueto mensaje que me había enviado al dormitorio, en el que me informaba que la partida de la comitiva de Assarion sería al día siguiente y que el Emperador había exigido que toda la familia real estuviera presente para el momento de la despedida.
Aquel sería mi primer acto oficial como prometida de Octavio y, como era de esperar, mi presencia allí sería obligatoria. No podría alargar mi excusa de encontrarme indispuesta, tampoco podría esquivar a Perseo... quien también estaría junto a Ligeia, como miembro de la familia real. Me aovillé en el colchón de la cama, hundiéndome entre las mantas hasta desear desaparecer.
Intenté aprovechar las últimas horas durmiendo, pero el sueño parecía eludirme. Con los ojos cerrados, las voces de Perseo y Ligeia se entremezclaban en mis oídos, creando diversas imágenes tras mis párpados; quizá mi patética historia de no encontrarme bien terminaría haciéndose realidad si seguía así. En instantes como aquel, mi mente era mi peor enemiga.
Pese a mis deliberados esfuerzos, no logré mi propósito de conciliar el sueño. Me quedé tendida sobre la cama, esforzándome por alejar las pesadillas que no dejaban de acosarme, hasta que Clelia acudió de nuevo a dormitorio a la mañana siguiente, moviéndose con el mismo sigilo que el día anterior. Al contemplar los estragos de no haber pegado ojo en toda la noche, me observó con cautela y me preguntó con suavidad si quería darme un baño.
Octavio me había explicado en su nota que la marcha de la comitiva de Assarion se haría en un par de horas, las suficientes para que su servicio terminara de recoger todas las pertenencias que habían traído consigo, además de permitir que el Emperador pudiera despacharlos personalmente.
Seguí a mi doncella al interior del baño y la dejé preparándome los productos que usaría para mi rápido baño. Una vez regresó al dormitorio para ayudarme con la elección de vestuario, me apresuré a introducir las piernas y empecé a frotar mi piel con la esponja que Clelia había dejado para mí.
Apenas tardé un par de minutos antes de seguir a mi doncella, quien eficientemente estaba buscando entre mis prendas de ropa.
—Señorita... ¿Tenéis alguno en mente? —quiso saber.
Me acerqué a ella y contemplé los vestidos que colgaban de la barra del armario. Mi guardarropa seguía siendo demasiado limitado, pero mi visita al vestitore imperial para la confección de mi traje de compromiso también había servido para que el hombre aprovechara la oportunidad de tomar mis medidas, prometiendo preparar un guardarropa a la altura de la prometida del heredero.
Pero, mientras tanto, continuaba usando los que mi madre me había cedido gustosamente.
Elegí un vestido al azar y Clelia me ayudó a cubrir los estragos de no haber podido dormir la noche anterior, después de haberme puesto la prenda. El sonido de alguien llamando a la puerta principal fue como una señal providencial; mi doncella se despidió de mí con un movimiento de cabeza y yo descubrí a un Sable de Hierro aguardándome al otro lado.
Lo estudié con cautela, fijándome con demasiada atención en las cimitarras que llevaba colgadas en su cintura. Era la primera vez que me enviaban a uno de ellos y, por unos segundos, un escalofrío de temor me sacudió con fuerza; procuré que mi rostro no delatara los nervios que se retorcían en mi estómago al recordar la alianza que habíamos alcanzado Octavio y yo con Ludville.
—Lady Furia —me saludó el Sable de Hierro, con un formal asentimiento de cabeza.
Apreté los dientes, guardando silencio.
—Su Majestad Imperial os aguarda.
Aquella sensación de pánico se repitió al oír que era el propio Emperador quien había dado la orden. Asentí con rigidez y salí al pasillo, a la espera de que aquel hombre me guiara.
Contra todo pronóstico, nuestro destino no estaba lejos. Me sorprendió descubrir a casi todos los miembros de la familia real aguardando ya en los jardines, cerca de donde se alzaba el edificio que había albergado a nuestros invitados; lo primero que noté fue la ausencia de Perseo. Dupliqué mis esfuerzos por mantener una expresión impasible, contemplando a Ligeia, que estaba cerca de su madre.
Octavio llamó mi atención con un discreto gesto de mano, dedicándome una media sonrisa a modo de saludo. Por encima de su hombro descubrí a Irshak en un segundo plano, con la vista clavada al frente y actitud protectora. Aparté la mirada y me dirigí hacia mi prometido sin mediar palabra; su mano rozó la mía casi de forma accidental, pero el príncipe heredero se inclinó para susurrarme al oído:
—Perdóname por no haber ido a visitarte ayer; mi padre me pidió que me encontrara con él para tratar ciertos... asuntos.
Contuve mi curiosidad por saber más respecto a ese encuentro. Le respondí con una pequeña sonrisa, intentando hacerle saber que no tenía por qué disculparse; el resto de su familia parecía encontrarse entretenida en sus propios asuntos, pero no quise arriesgarme.
Un extraño escalofrío premonitorio bajó por mi espalda, advirtiéndome. Busqué lo que me había provocado esa sensación... tropezándome con los fríos ojos verdes del Emperador fijos en nosotros, observándonos con atención.
* * *
Estoy cogiéndole un poco de manía a Ligeia, la verdad
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