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Contemplé el vestido extendido sobre el colchón de mi cama con el rostro lívido. El vestitore imperial había sido el encargado de entregarme la prenda personalmente, deshaciéndose en comentarios sobre la confección.
—Blanco —dije con voz entrecortada.
Las opciones de distintos tejidos que barajamos en su única visita al palacio no habían contemplado ese color en concreto. Calidia y Ligeia habían estado mostrándome rollos y rollos de diversas telas; aún recordaba los comentarios de ambas, señalando el dorado y un azul cerúleo como las elecciones más acordes.
Sin embargo, el vestido había resultado ser de un resplandeciente color blanco.
El vestitore se retorció las manos con cierto nerviosismo, quizá advirtiendo mi propio desconcierto.
—Después de terminar con nuestra visita, Su... Su Majestad Imperial quiso involucrarse personalmente en la confección del vestido —me relató, haciendo que un escalofrío de temor descendiera por mi espalda—. Nos ordenó que sustituyéramos el tejido por uno blanco, y así lo hicimos.
Tendría que haber sabido que aquel repentino cambio había sido orquestado por el padre de Octavio.
—El color blanco simboliza la unión entre las futuras almas, el compromiso terrenal entre los cuerpos —trató de justificarse el hombrecillo.
Quizá para los perilustres el blanco fuera el color del compromiso, de la futura unión entre la afortunada —o no tan afortunada— pareja. Pero, en el mundo en el que crecí, el blanco también era el color de los funerales; era el color que vestíamos cuando teníamos que despedirnos de nuestros muertos.
Clelia carraspeó intencionadamente.
—Deberíamos empezar a prepararos, mi señora —opinó, lanzándome una mirada preocupada.
Dentro de unas horas, en el mismo salón donde el Emperador había decidido celebrar aquella fastuosa fiesta en honor a Gaiana, tanto Octavio como yo nos comprometeríamos de forma oficial frente a la corte imperial. Tras la visita de mi futuro prometido a mis nuevos aposentos con la excusa de comprobar que me había instalado correctamente, el resto del día había transcurrido en un borrón difuso; me fui directa al dormitorio y le pedí a Clelia que nadie me molestara.
Miré a mi doncella, asintiendo con docilidad.
Dentro de unas horas, me convertiría oficialmente en la prometida de Octavio. Sabía que gran parte de las familias perilustres no estaban de acuerdo con la elección, que nuestro compromiso había despertado el descontento en ciertos sectores de la corte... y que el Emperador no había dudado un segundo en lanzar amenazas veladas para todos aquellos a los que podría empezar a considerar obstáculos a sus planes.
Clelia despachó con educación al vestitore, acompañándolo hasta la puerta principal y dejándome a mí en el dormitorio frente a aquel vestido blanco que tendría que llevar toda la noche.
Observé el pronunciado escote en forma de V, que permitía atisbar la suave tela semitransparente de la espalda. Al menos el Emperador parecía haber parecido respetar esa parte del diseño, que permitiría que las cicatrices de mi espalda no pasaran desapercibidas, pero sin llegar a mostrarlas del todo.
En conjunto, el vestido resultaba sencillo.
Supuse que ésa debía ser la imagen que el Emperador buscaba para mí: recordar mis orígenes humildes, el hecho de que, a pesar de mi sangre perilustre, no había pertenecido a ese mundo... hasta ahora. El pueblo adoraría aquella ficticia historia de la heredera perdida, de la chica que vivía en las calles sin saber nada sobre su familia y que había terminado comprometida con el futuro emperador.
—Señorita...
El silencioso regreso de Clelia hizo que me sobresaltara. Por el momento sólo ella continuaba a mi servicio, aunque Octavio me informó que pronto se unirían a mi doncella el resto del personal. Por no mencionar a mis futuras damas de compañía, cuyas identidades todavía desconocía.
—Clelia —le dije a media voz—. Ayúdame a prepararme.
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Contemplé mi aspecto en el gran espejo de mi dormitorio por última vez, dejando que esa imagen se grabara en mi mente casi a fuego. El tono blanco del vestido hacía resplandecer el tono broncíneo de mi piel, además de mi cabello pelirrojo; no llevaba joyas, como tampoco apenas maquillaje. Clelia se había limitado a aplicar un poco de kohl en la línea de mis ojos y un poco de colorete en mis mejillas, convirtiéndome en una rubicunda y reluciente futura princesa imperial.
Las pulseras de damarita que colgaban de mis muñecas eran visibles, pues la prenda no contaba con mangas que pudieran cubrirlas. El vestido se ceñía bajo mi pecho, cayendo hasta el suelo con gracilidad. Mi doncella había despejado mi rostro con un par de peinetas doradas que no sabía de dónde habían salido, pero el resto de mi cabello caía con rebeldía sobre mis hombros.
El sol había caído al otro lado de los ventanales, convirtiendo la porción de los jardines que podía ver desde mis aposentos en un telón de distintos tonos de azul levemente iluminados por los candiles que algunos sirvientes se habían encargado de encender para los invitados que decidieran pasear por la zona.
Tarde o temprano alguien llamaría a mi puerta, avisándome que el tiempo se había agotado y que debían conducirme al salón, donde gran parte de la corte ya se habría reunido para la ceremonia. Clelia se había despedido de mí con un leve asentimiento de cabeza, dejándome a solas.
Mi mirada no dejaba de desviarse hacia los ventanales mientras esperaba, después de no ser capaz de seguir contemplando ni un segundo más mi reflejo. Ese maldito color blanco que me cubría de pies a cabeza casi como una mortaja.
La sombra de la idea de escapar y huir no paraba de atosigarme, dando vueltas en los límites de mis pensamientos. Pese a que la tela del vestido no era muy ceñida, tenía la sensación de que presionaba contra mi pecho, impidiendo a mis pulmones llenarse del suficiente aire.
—¿Jedham...?
La voz ahogada de Octavio hizo que desviara mi atención hacia la puerta principal, desde donde mi futuro prometido me observaba con un gesto de preocupación. Sus ojos verdes me repasaron de pies a cabeza; me pregunté qué estaría pasándosele por la mente al verme de ese modo vestida.
Se acercó a mí con cautela, como si estuviera midiendo cada uno de sus pasos.
—He estado llamando a la puerta y nadie me contestaba —me explicó el príncipe heredero cuando se detuvo frente a mí—. ¿Está todo bien?
De manera inconsciente busqué por encima de su hombro la sombra de Irshak. Pero no atisbé ninguna túnica negra ni tampoco reflejo plateado de su familiar máscara de nigromante.
Supuse que Octavio querría ahorrarle el mal trago todo lo posible, por lo que devolví mi mirada hacia el rostro de mi amigo.
—¿Ya es la hora? —no respondí a su pregunta, optando por hacer yo otra.
Octavio no me presionó para que contestara, sino que se limitó a asentir.
Debido al poco tiempo con el que contamos desde que Octavio recibiera órdenes por parte de su padre para poner en marcha el compromiso, nadie había comentado conmigo en qué consistiría aquella ceremonia frente a la corte imperial. A parte de ser un anuncio oficial en el que se formalizaría el compromiso, no sabía qué podía esperar de aquella noche.
Con un nudo en el estómago y un sabor amargo en la boca, busqué la mano de Octavio y dejé que me condujera fuera de mis aposentos, en dirección al enorme salón.
Ninguno de los dos trató de romper el silencio durante el trayecto. El príncipe heredero mantenía una expresión neutral, concentrado en cada paso que dábamos; sus dedos rodeaban los míos con firmeza, apretándolos pero sin llegar a hacerme daño. Pese a que intenté mantener la calma, mi pulso se disparó cuando alcanzamos las puertas abiertas. El eco de la algarabía del interior de la sala resonaba contra las paredes del pasillo, pero todo el mundo se quedó en silencio al descubrirnos en el umbral. El uno al lado del otro.
La marea de perilustres que se interponían en nuestro camino se abrió, formando un pasillo, permitiéndonos descubrir a la familia real al otro lado del corredor improvisado. La sensación de presión del vestido en la zona del pecho regresó con fuerza cuando vi a Perseo también presente, acompañando a su prometida.
Como si hubiera percibido mi titubeo, Octavio estrechó mi mano sin apartar la mirada del frente, haciéndome saber con ese gesto que no estaba sola.
Apenas tuve tiempo de hacer una rápida cuenta regresiva antes de que el príncipe imperial nos guiara a los dos a través de la multitud allí reunida. Con esfuerzo, procuré no devolver la mirada a ninguno de los presentes; algunas expresiones no eran capaces de ocultar lo disconformes que estaban con aquella elección, otras mostraban un ápice de interés casi lobuno.
Los ignoré por completo, cruzando frente a ellos sin darles la satisfacción de brindarles ni un ápice de mi atención.
Hasta que descubrí a la silueta que había permanecido oculta tras los cuerpos de los miembros de la familia imperial. El hombre tenía la cabeza completamente rapada, mostrando los intrínsecos dibujos de color morado oscuro que cubrían su cráneo; sólo vestía una humilde túnica similar a la que vestían los nigromantes, en color arena.
Era un emisario de los dioses.
Pero no de cualquiera de ellos.
Sino de Zosime.
Ninguno de mis padres había sido un seguidor acérrimo de nuestras divinidades, como tampoco me lo habían inculcado. Aun así, sabía reconocer a un flamen cuando lo tenía delante de mí; aquellos hombres santos vivían en los templos de sus deidades, manteniendo la conexión entre ellas y los mortales. Sin embargo, el Emperador se había encargado de eliminar a una de las castas de flamines que vivían a lo largo del Imperio: los que decían servir a la diosa de los nigromantes.
Tragué saliva con esfuerzo, incapaz de apartar la mirada del flamen con la tinta que representaba a la diosa prohibida. Del cáliz dorado que sostenía entre las manos.
—Respira, Jedham —escuché que susurraba Octavio a mi lado.
Y eso intenté hacer.
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La mirada del Emperador me estudió minuciosamente mientras aguardaba junto a su esposa. Había podido atisbar el leve brillo de sorpresa en Calidia y Ligeia al contemplar la obra final del vestitore imperial, un tanto distinta a la idea que habían intentado transmitirle; los ojos verdes del Usurpador, por el contrario, no me transmitieron nada una vez terminó su escrutinio.
Octavio nos hizo detenernos a unos pasos de distancia de donde se encontraba su familia. Imité sus movimientos con cierta rigidez: la inclinación de cabeza dirigida a su madre y hermana, además de la reverencia que hicimos en último lugar hacia su padre. Todo mi cuerpo estaba tenso a causa de la presencia de aquel silencioso flamen y lo que fuera que sucediera en la dichosa ceremonia.
—Queridos amigos —la voz del Emperador se alzó sobre el silencio que imperaba en la sala, solemne—, me alegra veros en esta noche tan especial tanto para mi familia... como para mí. Porque hoy mi hijo, el futuro emperador, va a unirse a la que se convertirá en su esposa, en su compañera de vida. Una unión que cuenta con el beneplácito y la aprobación de los mismísimos dioses —mi boca se resecó al escuchar las mentiras que salían de los labios del Usurpador, lo diestro que era con las palabras. No me extrañaba lo más mínimo que hubiera logrado engañarlos a todos, incluso a mi madre—. Hace unos meses acogí en palacio a la heredera de una de las gens de nigromantes que pensaba que había desaparecido para siempre. Ahora veo que mi decisión no fue mía por completo, sino que había sido empujada por nuestras divinidades, quienes han propiciado este futuro compromiso entre mi hijo, Octavio, y lady Jedham Furia. Cuando mi heredero vino a mí, determinado a obtener mi bendición para pedir la mano de la joven Furia, pude verlo con claridad: los dioses están buscando mi redención por los errores que cometí en el pasado —tuve que contener mi expresión para que no se retorciera en una mueca de repulsión. ¿Acaso había sido un error asesinar a toda su familia y dar la orden de que masacraran a todas las gens de nigromantes? Su gesto estaba impasible, delatando lo poco que se arrepentía de ello—. Por eso mismo, y por el afecto que Octavio parece sentir hacia esta joven, no voy a oponerme. El regreso de la gens Furia por medio de la dama aquí presente es una señal de cambio y su unión, el primero de ellos. Se acercan nuevos tiempos para el Imperio.
»Acompañadnos, queridos amigos, a ser testigos de este acto único, en el que uno de los flamines de la proscrita Zosime atestiguará que el compromiso cuenta con la protección de la propia diosa. Incluso del resto del panteón.
Con un opulento aspaviento con el brazo extendido, el Emperador le dio paso al flamen que aguardaba a su espalda. El hombre de la túnica y los tatuajes grabados en su cráneo desnudo se adelantó unos pasos, con la vista clavada en Octavio y en mí.
—Arrodillaos el uno frente al otro —nos instruyó con su voz de barítono.
El príncipe heredero y yo obedecimos en silencio, rodeados por aquel ambiente casi cargado de electricidad. Por el rabillo del ojo descubrí varios rostros conocidos, como los de Ptolomeo o Aella... incluso el de una cabizbaja Belona. A causa de los últimos acontecimientos, no le había dedicado ni un solo pensamiento. No obstante, y a juzgar por su actitud, Octavio había cumplido con su promesa de conseguir que la dama de compañía de su hermana guardara silencio.
Un movimiento por parte del flamen me obligó a centrar de nuevo toda mi atención en los ojos verdes de mi amigo.
El aire empezó a faltarme por la inmensidad del momento cuando el hombre santo se inclinó lo suficiente para que pudiera atisbar qué contenía el cáliz que aún tenía entre las manos. Un inconfundible olor a incienso alcanzó mis fosas nasales, seguido de la visión de un aceite que parecía contener ceniza y pequeñas lascas de oro.
El flamen introdujo el pulgar en el interior, mojándose la yema del dedo en esa oleosa sustancia.
—El silencio de la Diosa Proscrita ha sido roto —habló entonces, haciendo que sus palabras me provocaran un escalofrío—. Hemos oído sus primeras palabras, el mensaje de resurgimiento de una nueva época para el Imperio. Una de sus hijas ocupará el trono, al igual que su futura descendencia.
Me tragué a duras penas la náusea que noté ascendiendo por mi garganta al escuchar aquel discreto dardo envenenado que el flamen había dejado caer en su logrado discurso. Situados cara a cara, vi a Octavio fruncir levemente el ceño, también a causa del mensaje referido a nuestra descendencia.
—Los dioses han bendecido esta unión entre Octavio Nerón, futuro emperador, y Jedham Furia, su futura emperatriz —declaró con solemnidad—. Con este aceite de unción sello el compromiso ante los ojos de los mortales... y las deidades.
El estómago me dio un vuelco al ver cómo apoyaba el pulgar sobre la frente de Octavio, trazando una línea dorada y negra. Cuando llegó mi momento, no pude evitar cerrar los ojos ante la presión del dedo del flamen contra mi cabeza, además de la sensación aceitosa de la unción.
—Hazla sentir orgullosa y venga a todos aquellos que murieron por la sed de poder de un simple hombre con ínfulas de dios —escuché que susurraba el hombre junto a mi oído.
* * *
Jesús, esto es en serio.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
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