❈ 60
El vestitore imperial extendió con habilidad varios rollos de tela sobre la larga mesa frente a la que estábamos, haciendo un pomposo aspaviento mientras se apartaba, dejándonos espacio para que pudiésemos contemplar de más cerca cada una de las muestras textiles.
Ligeia no había mentido al decirme que me ayudaría con todos los preparativos previos a la ceremonia de compromiso, que se celebraría mañana por la noche. Debido al poco margen de tiempo con el que contábamos, la princesa imperial había decidido volcarse por completo conmigo, brindándome la guía que necesitaba; para ello también había decidido contar con Calidia, la emperatriz, e incluso con mi madre.
Tras la conversación que habíamos mantenido en mis aposentos, ella había optado por cambiar drásticamente de estrategia: ahora que el compromiso iba a ser un hecho, parecía estar dispuesta a no separarse de mi lado bajo ningún concepto. Al parecer, no confiaba lo más mínimo en el Usurpador, como tampoco en lo que estuviera planeando cuando me uniera a Octavio.
Observé a Calidia compartir con su hija opiniones sobre los colores que más me favorecerían para tan importante noche. Mi madre, por el contrario, se mantenía en un silencioso segundo plano, cerca de mí; vestía la pesada túnica negra de los nigromantes, pero cubría su rostro con la capucha, escondiendo así las brutales cicatrices que lo desfiguraban para no incomodar a los presentes. El hombrecillo que se encargaría de confeccionar mi vestido se retorcía las manos con evidente nerviosismo.
—Jedham, Galene, acercaos, por favor —Calidia nos hizo un gesto con la mano, invitándonos a que acudiéramos a su lado.
Nos deslizamos en silencio hacia la emperatriz y Ligeia. La princesa acariciaba con veneración una tela de un reluciente color azul cerúleo, adornado con finas filigranas doradas que se entremezclaban entre ellas; no pude evitar pensar en lo bien que quedaría en ella aquel tejido. Mi mente no tardó mucho en imaginarla en aquella misma habitación, frente a aquel mismo hombrecillo nervioso, en compañía de su madre; tras el desastre de su primer intento en la hacienda de Ptolomeo, y después de que Perseo consiguiera de nuevo ganarse el favor del Emperador, tanto ella como Calidia habrían acudido por segunda vez, en esta ocasión con el propósito de hacer un vestido mucho más esplendoroso que aquel que había llevado durante esa fatídica noche. ¿Qué color habría elegido? ¿Cómo habría sido...? Mi subconsciente se mostró repentinamente creativo al intentar imaginar a Ligeia durante la ceremonia de su compromiso; el modo en que habría atrapado todas las miradas, incluida la de Perseo.
Pensar en él hizo que una mezcla de dolor y rabia se encendiera en mi interior, haciendo que recordara el modo en que conseguí dejarle sin réplica la última vez que nos vimos... y el eco de su extraña oferta resonara en mis oídos. Aún seguía sin encontrarle sentido a lo que pretendía el nigromante, a por qué se había ofrecido de ese modo; pero no podía evitar sentir que era un desafío por su parte.
—Con el tono bronceado de su piel, el dorado lo haría resaltar más —escuché que comentaba Calidia, obligándome a centrar toda mi atención en ella.
—O quizá podría optar por esta tela cerúlea —aportó Ligeia, dedicándome una sonrisa que parecía sincera.
Contemplé las dos opciones que me planteaban con una expresión que pretendía ser evaluadora. Fingir una emoción que no sentía drenaba todas mis fuerzas; Octavio no había podido negarse a la petición de su hermana de ayudarme con los preparativos, ya que él también se había visto absorbido por sus propias responsabilidades. El vestitore tendría que trabajar a contrarreloj para tener preparado mi vestido para mañana por la noche, momento en el que tanto el príncipe heredero como yo nos comprometeríamos frente a toda la corte imperial.
La mano de mi madre rozó con discreción el dorso de la mía, conminándome a que dijera algo. Por el rabillo del ojo vi su figura encapuchada removerse con cierta incomodidad, como si le costase estar allí y el único motivo que la retuviera en aquella habitación fuera yo.
—Me gustaría una prueba de ambas telas, si es posible —dije con suavidad.
El vestitore chasqueó los dedos y un par de aprendices salieron de la nada, apresurándose a guiarme hacia un enorme espejo. Escuché su grito ahogado cuando llegó el momento de desnudarme, descubriendo las cicatrices que cubrían mi espalda. Me tensé al ver a través del reflejo las expresiones de horror de Calidia y Ligeia. Vi la furia llameando en los ojos verdes de mi madre bajo la capucha al contemplarlas.
Tragué saliva con esfuerzo mientras intentaba mantener una calma que se escurría entre mis dedos como fina arena. Dirigí mi mirada al hombrecillo, que parecía estar tan conmocionado como el resto de los presentes.
—Que el diseño del vestido no las oculte... del todo —me costó pronunciar aquellas palabras, pero me aferré a la retorcida idea que estaba cobrando forma en mi mente.
❈
Tal y como Octavio me había prometido la mañana de nuestra ficticia —y supuestamente privada— pedida de mano en los jardines, recibí la noticia de que iban a trasladarme a unos nuevos aposentos. Después de terminar el incómodo encuentro con el vestitore y haber elegido tanto el material como la forma que tendría mi vestido de compromiso, había regresado a mi lujosa celda, encontrándomela extrañamente vacía; tras la confesión de mi madre sobre dónde se encontraba la lealtad de mi doncella, mi visión sobre Clelia había cambiado por completo.
Por eso me sorprendió no hallarla allí, poniendo algo de orden o asegurándose de que no me faltara nada.
También lo hizo la llamada a la puerta, que pertenecía a uno de los sirvientes de la familia real. Bajó la cabeza en un respetuoso gesto y no trató de entrar en mi dormitorio; se limitó a quedarse en el pasillo, con las manos unidas apretadas contra su estómago.
—Lady Furia —me saludó con absoluto decoro—. El príncipe heredero ha ordenado que sea trasladada de inmediato a sus nuevos aposentos. Permitidme que la escolte y os presente a vuestro propio servicio...
Me alarmó creer entender que Clelia dejaría de encargarse de mí.
—Pero... mi doncella... mis pertenencias...
—Vuestra doncella permanecerá a vuestro lado si así lo deseáis, mi señora —me aseguró y algo dentro de mi pecho se relajó al oír que Clelia no tendría por qué ser apartada—. Dada vuestra futura posición, contaréis con un séquito a la altura. Vuestras pertenencias serán transportadas de inmediato para que os instaléis lo antes posible.
Lo único que fui capaz de hacer fue echar un rápido vistazo a la habitación que me había acogido aquellos últimos meses antes de seguir al sirviente al pasillo y, de allí, en dirección al ala real.
Un cosquilleo de familiaridad me encogió el estómago al ver hacia dónde se dirigían nuestros pasos. Mi mirada no tardó mucho en encontrar las puertas que conducían a los aposentos privados de Perseo y el pulso se me aceleró de forma inconsciente al descubrir que Octavio había tenido la gentileza de instalarme cerca de ellos.
Como si quisiera allanarme el camino hacia el nigromante.
El sirviente empujó las puertas y me cedió el paso, haciendo que la visión de mis nuevas habitaciones me dejara sin aliento. Lo primero en lo que me fijé fue en la luz que entraba en la estancia; al contrario que los antiguos, aquel dormitorio contaba con un amplio ventanal que se extendía por la pared del fondo, permitiendo que los rayos del sol iluminaran hasta prácticamente el último rincón.
La disposición me recordó a los aposentos de la emperatriz, lo que hizo que me preguntara si aquéllos estaban destinados para los consortes de los futuros emperadores. El sirviente se apresuró a mostrarme las estancias con actitud servicial: la antesala, donde podría reunirme con mi camarilla de futuras damas y recibir a las posibles visitas; el amplio baño, cuyas comodidades me recordaron a las que ya poseía en el antiguo, aunque mucho más magnificadas, y el dormitorio. Mis ojos se vieron atrapados por la monstruosa cama con dosel que se alzaba en el centro de la habitación. La brisa que se colaba por las ventanas con las que contaba la estancia agitaba la vaporosa tela, haciéndola ondear.
Ni siquiera fui consciente de la presencia de Octavio hasta que mi atento guía se calló de golpe, logrando captar mi atención. No nos habíamos visto desde la mañana en el jardín y mi pecho se encogió al notar las marcas púrpuras de sus ojeras y el cansancio que se esforzaba por ocultar.
—Octavio —le llamé, preocupada.
El príncipe imperial esbozó una media sonrisa y le hizo un gesto al sirviente para que nos dejara a solas. En sus ojos verdes vi el esfuerzo que estaba haciendo para dejar a un lado lo que fuera que ocupaba su mente; señaló la habitación con un ademán ostentoso.
—¿Qué te parece? —me preguntó y supe que estaba intentando romper el hielo, sonar más alegre de lo que se sentía—. Pensé que querrías una estancia luminosa y menos asfixiante que tu antiguo dormitorio.
Me acerqué con cautela a su lado y lo tomé del brazo, guiándolo con cuidado hacia la cama. El colchón se hundió bajo nuestro peso; aquel detalle por parte de Octavio demostró una vez más lo implicado que estaba en que todo saliera bien, en que su preocupación por mí no era ningún truco.
Acaricié el dorso de su mano, consciente de que pasaba algo. Yo también había terminado por empezar a conocer al príncipe heredero y sabía que Octavio parecía atormentado bajo esa fachada.
—¿Cómo estás, Octavio?
Mi pregunta hizo que su máscara cayera: sus hombros se hundieron y pareció querer encogerse sobre sí mismo. Apenas había pasado un día desde nuestra convincente pedida de mano y no habíamos podido vernos hasta ese momento; Ligeia y su madre me habían acompañado para ayudarme con los preparativos para la ceremonia que tendría lugar mañana por la noche y, supuse, que Octavio también habría estado atrapado con sus propias responsabilidades.
—Pensé que iba a ser más sencillo —respondió a media voz, bajando la mirada a su regazo—. Estaba preparado para ello... o eso creí. Pero jamás imaginé lo doloroso que es fingir una felicidad que no siento en absoluto... Sabiendo que la persona de la que estoy enamorado tiene que verlo todo, sin poder decir nada. Sin poder hacer nada —añadió con dolor.
Repetí la caricia en un fútil intento de consuelo. Los meses que habíamos pasado alimentando las habladurías y rumores para allanarnos el camino, hasta que el Emperador creyó conveniente que su hijo estaba preparado para el compromiso, nos hizo creer que podíamos hacerlo. Octavio y yo habíamos hablado de ello, de lo que podíamos esperar de nuestro matrimonio; ambos pensábamos estar listos para el futuro que nos deparaba... Un futuro que no sería nuestro por completo, sino de otros.
Pero estábamos equivocados.
Había sido un duro golpe contra la realidad descubrir que no estábamos del todo preparados, que no éramos conscientes de lo que supondría aquel compromiso. Todo estaba resultando tan apresurado... Tanto Octavio como yo nos sentíamos asfixiados debido al poco tiempo con el que contábamos para asimilar nuestra nueva vida.
El príncipe heredero sufría por el daño que pudiera estar causándole a la persona de la que estaba enamorado, pero estaba atrapado. Al igual que Irshak, quien no tenía el poder suficiente para impedirlo; quien, por amor, había decidido mantenerse a su lado como su protector, prefiriendo eso a abandonarlo.
—¿Y qué hay de ti? —me preguntó Octavio, lanzándome un vistazo dubitativo—. Sé que Perseo fue a visitarte después... después de los jardines.
Mi rostro se crispó al recordar el encuentro con el nigromante, la rabia que me embargó al escuchar cómo Perseo me exigía que rompiera el compromiso mientras que él no estaba dispuesto a hacer lo mismo.
—Todo está yendo demasiado... rápido —le confesé, tragando saliva—. La situación está precipitándose sobre nosotros y yo... yo siento que no tengo tiempo suficiente para asimilarlo.
El Emperador apenas nos había permitido un respiro antes de poner en funcionamiento su plan respecto del compromiso. La presencia de los emisarios de Assarion había acelerado lo que Octavio y yo habíamos estado esperando en aquellos meses de incertidumbre; ahora que su visita estaba a punto de llegar a su fin, supuse que el Usurpador querría que se llevaran consigo la demoledora noticia de la futura unión del príncipe heredero con la heredera de una de las desaparecidas gens de nigromantes.
No dudaba que, después de que se formalizase el compromiso, el padre de Octavio nos presionara para señalar la fecha de nuestra boda, acelerándolo todo.
Y sólo quedaría pendiente saber si mi oferta a Ludville sería suficiente para tener el respaldo de Assarion.
Porque la vida del Emperador, si aceptaban, tendría las horas contadas.
Tragué saliva, mirando de reojo a Octavio. Mi futuro prometido no tenía ni idea de lo lejos que estaba dispuesta a llegar con el propósito de verlo ocupando el lugar de su padre antes de tiempo. En aquellos meses había podido atisbar el tipo de relación que les unía, el modo en que el Emperador no parecía tener problemas en ponerle trabas, en obstaculizarle para guiarlo en la dirección que él deseaba. Octavio no le guardaba mucho aprecio, pero... ¿Le dolería la pérdida? ¿Sufriría por su muerte, cuando sucediera?
¿Me perdonaría alguna vez, si supiera que yo lo había propiciado todo?
Aquel pensamiento me golpeó con contundencia. Había dejado bastante claro a Ludville que quería que se mantuviera a Octavio al margen de nuestros planes; no había mencionado nada al respecto. En mi deseo de ver al príncipe heredero convertido en futuro emperador, ni siquiera había tenido en consideración sus propios sentimientos. Su opinión.
Pero estaba haciéndolo por un bien común.
Calidia había estado en lo cierto al afirmar que el Imperio necesitaba a Octavio, que sería un mejor gobernante que su padre. Y si estaba en mis manos acelerar la oportunidad de verle coronado, estaría dispuesta a sacrificar mi propia alma con tal de conseguirlo.
Dejando a un lado mi venganza personal contra Perseo, ver a Octavio ocupando el trono había sido mi nueva motivación en la que iba a convertirse en mi vida. Un nuevo objetivo que me ayudaría a lidiar con mis circunstancias.
—Lamento... lamento que te hayas visto arrastrada a todo este... lío —se disculpó Octavio, compungido.
Al contrario que yo, él había sabido desde muy joven que habría ciertos aspectos de su vida en los que no tendría opción de elegir como, por ejemplo, respecto de la persona con la que tendría que compartir el resto de su existencia; por eso mismo se acercó a mí aquella primera noche, dispuesto a ser sincero conmigo sobre qué podía esperar de nuestra unión y de él como mi futuro esposo.
Octavio había estado preparado para ello, se lo habían inculcado desde que apenas era un niño que se había resignado. Pero la aparición de Irshak en su vida había supuesto un ligero cambio; sus sentimientos hacia el nigromante estaban rompiendo poco a poco todo lo que se le había obligado a aceptar.
Ahora, a la resignación se le había unido el dolor de ver cómo se le escurría entre los dedos su felicidad.
—¿Qué hay de Irshak?
Al igual que a Octavio, su leal sombra también había estado ausente en aquel lapso de tiempo que había transcurrido. Él no había estado en los jardines porque el príncipe heredero se negó en rotundo que fuera testigo de aquel momento, pero desconocía si había podido mantenerlo apartado durante más tiempo.
Una sombra cruzó la expresión de Octavio cuando le mencioné.
—Siempre ha sido bueno para ocultar sus... emociones —una mueca se formó en mis labios, pues sabía bien cómo había debido aprender Irshak a mantener a raya sus sentimientos. Los ojos verdes de Octavio buscaron los míos—. Pero está feliz de saber que has sido tú la elegida, Jedham. Creo que al final te ha cogido algo de aprecio —añadió en tono bromista.
Una sonrisa curvó mis labios de manera involuntaria. Recordaba perfectamente la primera vez que me crucé con el nigromante, el tono de sus advertencias respecto de su protegido... y la cautela con la que me trataba, como si fuese una amenaza para el príncipe heredero.
—Yo también creo que le he cogido algo de cariño —admití a regañadientes—. A los dos.
Octavio sacudió la cabeza, pero el sutil sonrojo en sus mejillas delató lo mucho que significaba para él mis palabras.
Nos quedamos en silencio, contemplando mis nuevos aposentos, hasta que mi futuro prometido decidió devolverme la pregunta que yo le había hecho hacía unos instantes:
—¿Qué hay de Perseo?
La sonrisa que antes había aflorado en mi rostro se transformó en una mueca al escuchar ese nombre. Octavio creía que tanto el nieto de Ptolomeo como yo habíamos decidido retomar nuestra relación, a pesar de nuestros respectivos compromisos; no había sido capaz de sacarlo de su error, de hablarle con franqueza sobre lo que estaba haciendo con Perseo.
«Estás cobrándote tu deuda —susurró una voz dentro de mi cabeza—. Estás haciendo que sienta lo mismo que estás sintiendo tú.»
No había compartido con el príncipe toda la historia que compartía con Perseo. No le mencioné las mentiras del nigromante, el modo en que decidió callarse su compromiso en Vassar Bekhetaar, permitiéndome que me abriera por completo a él, condenándome con aquella maldita confesión mientras Perseo guardaba silencio... y luego no hacía nada, dejando que aquel bruto me azotara con brutalidad.
Por no mencionar su hipocresía al exigirme que rompiera el compromiso con Octavio, sin que Perseo moviera un solo dedo por romper el suyo con la princesa.
Pero, a pesar de la efímera satisfacción que conseguía cada vez que me salía con la mía, me avergonzaba mirar a mi amigo a los ojos y confiarle lo mala persona que era en realidad; lo lejos que estaba dispuesta a llegar con el único propósito de hacerle daño a Perseo.
Tomé una trémula bocanada de aire.
Porque Octavio tampoco descubriría otra cosa de mí: que era una cobarde. Él era mi único amigo en el palacio y no estaba preparada a perderlo cuando le confesara la verdad. No soportaba la idea de que pudiera cambiar las cosas entre nosotros que descubriera aquella odiosa parte de mí.
—Tampoco está llevándolo del todo bien —me aferré a esa media verdad—. Es complicado.
Octavio se removió a mi lado.
—He intentado... Pensé que este dormitorio... Solamente quería facilitaros las cosas —el corazón se me encogió al oír la preocupación en su voz. Tal y como había sospechado al ver la situación de mis nuevos aposentos, la elección no había sido hecha del todo al azar; Octavio la había escogido con un propósito en mente, creyendo estar echándome una mano—. Sé que ambos estáis atados a un compromiso que ninguno de los dos ha elegido...
—Perseo podría haberse negado —las palabras brotaron de mis labios con rapidez y llenas de resquemor—. Podría haberse impuesto a su abuelo. Pero no lo hizo... en ninguna de las dos ocasiones.
Los ojos verdes de Octavio me contemplaron durante unos segundos en un pensativo silencio, haciendo que me arrepintiera por aquel arrebato.
—Ninguno de nosotros tiene el poder suficiente para hacerlo, Jedham —me confió a media voz, compungido—. Ni siquiera Perseo.
* * *
Lo confieso: tengo miedo de lo que pueda llegar a pasar
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