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❈ 58

Fue un beso igual de frío e incómodo como el que compartimos en aquel pasillo oscuro, después de que le descubriera con Irshak. Las manos de Octavio temblaban mientras me sostenía por la cintura; sus labios se apretaban contra los míos, pero parecía que estuviera besando a una piedra. Recé para que ninguno de los testigos que jaleaban a nuestro alrededor fuera consciente de lo forzado que era, echando a perder nuestro juego.

Con una sonrisa igual de fingida, el príncipe imperial me separó de mí para saludar con torpeza a nuestro público, con las mejillas sonrojadas de un modo que no era producto de sus dotes como actor. Intuía que aquella declaración —en apariencia privada— no había sido idea suya, que todo aquel espectáculo que había organizado con aquella fingida cita por los jardines para hacerlo había hecho que se sintiera expuesto terriblemente.

Ligeia fue la primera en acercarse a nosotros para darnos la enhorabuena. Se había mantenido al margen, emocionada por la petición pública de su hermano, junto a un silencioso Perseo. Mi mirada no pudo evitar desviarse en su dirección mientras la princesa abrazaba a Octavio, con los ojos brillantes; el nigromante continuaba en el mismo sitio, con sus fríos ojos azules clavados en el príncipe heredero.

Un escalofrío me descendió por la columna cuando él también apartó la mirada, encontrándose con la mía. Porque, en el fondo de ella, atisbé una rabia inusitada... Además de odio. Un odio cegador.

Y, por primera vez desde que conocía a Perseo, tuve miedo de lo que podría estar pasándosele por la cabeza.


El constante parloteo de la princesa empezó a producirme dolor de cabeza. Tras la declaración, Octavio había propuesto que nos trasladáramos de los jardines al interior del palacio, buscando un sitio más privado; sabía que la noticia de nuestro futuro compromiso ya habría empezado a correr por la corte imperial, quizá llegando ya a oídos del Emperador. Ligeia no dudó un segundo en aceptar la propuesta de su hermano, eligiéndome en aquella ocasión a mí como acompañante en el trayecto de regreso. La idea de dejar al nigromante con mi futuro prometido no me produjo especial placer, no después de haber visto en los ojos de Perseo aquella rabia entremezclada con odio.

Pero no había podido negarme, por lo que ahora caminaba del brazo de Ligeia, con su irritante voz reverberando en mis oídos.

—Evidentemente, Perseo y yo tendremos que atrasar la fecha de nuestro matrimonio —dijo entonces la princesa, en tono pensativo.

Mi corazón se detuvo unos segundos.

—¿Teníais... teníais fecha para... para la boda? —no pude evitar que mi voz temblara.

Una punzada de dolor me atravesó de lado a lado al pensar que Perseo hubiera decidido ocultarme aquel pequeño detalle. Luego el habitual enfado que sentía cada vez que tocaba cualquier tema que involucrara al nigromante, a la princesa o su compromiso ocupó su lugar, haciendo que apretara los dientes.

Ligeia ladeó la cabeza, observando la espalda de su prometido. El peso de la damarita sobre mis muñecas me hizo desear tener mi poder para vengarme de ese maldito hijo de puta hipócrita que caminaba a unos pasos de distancia.

—Mi padre tenía algo en mente —me confió en tono bajo, como si fuésemos mejores amigas compartiendo secretos—. Y su abuelo, también. Sin embargo, Perseo siempre ha querido que tengamos un compromiso largo. No quiere acelerar las cosas.

Un ramalazo de vergüenza por mi anterior pensamiento se retorció en la boca de mi estómago, aplacando un poco mi enfado. El nigromante se había resignado a los deseos de Ptolomeo —quien, por lo que Ligeia había comentado, estaba deseando que su nieto se uniera lo antes posible a la princesa—, pero no parecía estar siguiendo las órdenes de su querido abuelo.

No supe cómo interpretar el hecho de que Perseo quisiera alargar todo lo posible su compromiso con Ligeia.

—Qué considerado —comenté con aire alicaído.

Una sonrisa se formó en los labios de la princesa, quien no parecía haber captado el tono de mis palabras.

—Lo es —coincidió conmigo, feliz y ajena a lo poco que me gustaba tener que compartir ese tipo de momentos con ella. Dudaba que pudiera llegar a ver a Ligeia como una amiga en algún punto de nuestras vidas, pero tendría que aprender a tolerarla: íbamos a convertirnos en familia—. Soy muy afortunada de que mi padre le eligiera para ser mi prometido. No todos los jóvenes de la corte se mostrarían tan considerados... Perseo es amable y atento conmigo. Me ve como... como una persona; no me relega a un lado como he visto que hace otros hombres con sus prometidas, esposas o hijas. Con él siento que valgo algo por mí misma, no por mi posición o por lo que podría proporcionarle —concluyó con un suspiro.

Una parte de mí quiso compadecerse de la princesa, de la soledad que se adivinaba en sus últimas palabras, pero pronto la aplasté. No quería ver de ningún otro modo a Ligeia; no quería que su historia pudiera ablandarme. Al igual que Octavio o su madre, era evidente que la princesa había tenido que atravesar algunos problemas a lo largo de su vida, pero yo no quería saberlo.

No me convenía.

—Pero dejemos de hablar de mi compromiso, que es un asunto viejo, a la luz de los últimos acontecimientos —bromeó Ligeia, recuperando su dicharachera actitud que tanto me crispaba—. Dentro de dos días, se hará el anuncio oficial frente a la corte imperial; tendremos que avisar al vestitore imperial con urgencia, para que empiece a trabajar de inmediato en tu vestido —sus ojos verdes se iluminaron por la emoción—. Es tu día y tienes que estar resplandeciente.

»Incluso, si me das tu beneplácito, querría ayudarte personalmente con todos los preparativos. Vuestra futura boda es un asunto de estado y todo tiene que ser perfecto; un día inolvidable para ambos.

Aquella idea hizo que mi estómago se encogiera. Ligeia no parecía en absoluto afectada con la noticia de que su propio compromiso pasara a un segundo plano; su alegría y amabilidad al ofrecerse parecían genuinas. Octavio no había dejado de repetirme una y otra vez que no sentía nada por Perseo, que todo era fingido por su parte para contentar al Emperador. ¿Estaría feliz de saber que su boda tendría que retrasarse? ¿Parte de esa actitud sería a causa del pequeño margen que le habíamos regalado su hermano y yo al comprometernos?

—¿Qué me dices, Jedham? —sus ojos se abrieron de par en par al percatarse de la confianza con la que se había dirigido a mí—. Si me permites dejar a un lado los formalismos...

Balbuceé una estrepitosa respuesta, concediéndole que pudiera hablarme de un modo tan cercano, dejando nuestros respectivos títulos a un lado. Una sonrisa complacida se formó en los labios de la princesa, acercándose a mí con una confianza que no sabía si alguna vez podría entregarle. Pese a todas las señales que los dioses parecían haber estado poniendo delante de mí, todavía me resistía a bajar un poco la guardia con ella; Ligeia no iba a ser mi amiga, por mucha amabilidad que mostrara hacia mi persona. No cuando una vocecilla dentro de mi cabeza no dejaba de susurrarme lo perfecta que era... Lo idónea que parecía ser para Perseo.

El riesgo que siempre existiría de que la percepción del nigromante cambiara respecto a ella, después del tiempo que pasaban juntos. ¿Y quién podía culparlo? Mi rencor por sus mentiras y el modo en que me aferraba a negarme a pasar página eran un continuo obstáculo; por no mencionar la claudicación de Perseo. El hecho de que se hubiera entregado tan de buena gana a dejar que lo utilizara, sin poner ningún tipo de impedimento.

—Siempre quise tener una hermana, pero mi madre nunca volvió a quedar embarazada después de nacer yo; a pesar de ello, era un secreto a voces que el Emperador buscaba perpetuar el linaje al menos con un vástago más —me confió Ligeia, tomándome desprevenida—. Quiero a Octavio, pero... pero hay cosas que no... que no puedo compartir con él. Me siento afortunada de que vayas a formar parte de la familia, convirtiéndote casi en mi hermana... aunque sea por medio del matrimonio.

Lo único que pude hacer fue sonreír débilmente. El eco de la conversación que mantuve con la emperatriz en sus aposentos no dejó de dar vueltas en mi cabeza, entremezclándose con la confesión de Ligeia sobre los deseos del Usurpador de que Calidia volviera a quedarse encinta; la mujer no había escondido su desagrado, el horror que aún todavía sentía, de todas las noches que su esposo acudió a su alcoba con una sola idea en mente. Luego la voz de Octavio se coló entre mis pensamientos, preguntándome sobre el obsequio de Perseo; el príncipe heredero había conseguido adivinar el propósito de aquella mezcla, dejándome unos segundos confundida. Me resultaba muy difícil de creer la idea de que Octavio hubiera tenido que recurrir a ella en alguna ocasión, habida cuenta de las nulas posibilidades que existían. ¿O acaso el Emperador le habría forzado a...? Me deshice de aquel turbulento pensamiento con una sensación viscosa arrastrándose por mi cuerpo. ¿Sería posible que la emperatriz hubiera acudido a su primogénito en busca de ayuda? ¿Era por eso por lo que el príncipe no había tenido ningún problema en reconocerla?

—Hablaré con Octavio.

La nota tajante en la voz de Ligeia me distrajo, obligándome a que centrara de nuevo toda mi atención en la princesa. Ella no parecía ser consciente de ello, del modo en que mi cabeza tendía a distraerse, intentando atar cabos; tras aquel par de confesiones íntimas, quizá con el propósito de acercar posiciones conmigo, había reanudado su tema de conversación favorito: el anuncio del compromiso y la futura boda.

El pánico se extendió por mi cuerpo al no saber qué me había perdido mientras me enrevesaba más y más con aquellos pellizcos de información que tan alegremente me había cedido.

Ligeia me guiñó un ojo y en aquel sencillo gesto pude ver el parecido con su hermano mayor.

—No podrá negarse a cederme un poco de tu compañía para que comencemos con los preparativos, ¿verdad?


—Has ido demasiado lejos, Jedham.

Sabía que vendría tarde o temprano. Tras dejar a Ligeia parloteando sobre todas las ideas que tenía respecto a mi futura unión con su hermano, Octavio había logrado excusarnos; el príncipe heredero se había mostrado inusualmente callado durante el camino de regreso a mis aposentos. Tampoco había añadido mucho más cuando llegamos a las puertas que conducían a aquella lujosa celda que pronto abandonaría: con un simple beso en la frente, Octavio se había despedido de mí para regresar a su propio dormitorio, supuse. O quizá a reunirse con Irshak.

El nigromante no había estado presente por expresas órdenes de Octavio, intentando protegerle de ese incómodo momento al que habíamos hecho frente en los jardines, delante de todos aquellos perilustres.

Clelia no estaba dentro de mi habitación, tomando en consideración lo que le dije antes de irme en compañía del príncipe heredero. En la soledad de aquellas gruesas cuatro paredes, tal y como había deseado, pude dejar caer la máscara, abandonando la idea de fingir una felicidad que no sentía en absoluto. Y no era por la idea de que Octavio fuera mi prometido, sino por sentir en mis propias carnes la poca libertad o capacidad de decisión que teníamos. Desde el mismo momento en que me había prestado al teatro organizado por el Emperador había aceptado la correa que retenía tanto a Octavio como al resto de su familia.

De ahora en adelante mi vida sería controlada al milímetro.

Y habría decisiones respecto a ella en la que no tendría ni voz ni voto.

Pero eso solamente duraría lo que viviera el Emperador. Podríamos acelerar las cosas si Ludville aceptaba la alianza que estaba ofreciéndoles tanto a ella como a su rey: convertirme en su espía; utilizar mi nueva posición para llegar aún más dentro de la corte imperial, brindándoles cada pizca de información que pudiera obtener para que siguieran favoreciendo a la Resistencia.

Aparté de golpe ese pensamiento y me centré en mi inesperado invitado. Se había hecho de rogar, pero sabía que no perdería la oportunidad de presentarse en mis aposentos; no después de haber leído con tanta claridad en su mirada azul.

Dejé escapar un logrado suspiro.

—¿Has venido a felicitarme personalmente, Perseo? —le azucé—. Ignoraré lo poco considerado que has sido en los jardines al no hacerlo.

Al contrario que la actitud que mostró en su dormitorio, en aquella ocasión podía verse a todas luces lo molesto que se encontraba. Sus ojos azules me atravesaron y mi cuerpo sufrió un escalofrío, como si pudiera sentir el roce de su mortífero poder.

—Te dije que hicieras conmigo lo que quisieras, pero que mantuvieras al príncipe heredero al margen —me recordó con rencor. ¿Así era como yo misma sonaba cuando tocábamos algún tema que estuviera relacionado con Ligeia o con su compromiso?

—Si estás insinuando que me retracte respecto del compromiso —le dije, hablando muy despacio—, no voy a hacerlo, Perseo.

Una sombra de dolor cruzó sus facciones al oír mi tajante negativa; luego volvió la máscara y el fuego en su mirada.

—¿Qué pretendes con todo esto, Jedham? —me preguntó, dando un paso hacia mí.

Opté por guardar silencio. Mi parte orgullosa se negaba a admitir ante el nigromante que los motivos por los que había aceptado convertirme en la esposa de Octavio no tenían nada que ver con la venganza contra él, sino que me habían abierto los ojos, brindándome una nueva perspectiva. Junto con el príncipe heredero, los dos podríamos salvar el Imperio.

Había oído las ideas de Octavio, los planes que guardaba gracias a los viajes que había hecho a nuestros países vecinos. Sabía que el príncipe heredero no seguiría los mismos pasos que su padre; que Octavio era la esperanza que habíamos creído perdida. Y estaba dispuesta a arriesgarme para allanarle el camino hacia el trono; estaba dispuesta a permanecer a su lado si eso significaba darle un futuro mejor al pueblo y a las próximas generaciones.

Calidia me había dado un propósito.

El hecho de que no contestara a su pregunta espoleó a Perseo a cruzar la poca distancia que nos separaba, tomándome por los brazos con firmeza, pero sin hacerme daño. En sus ojos se agitaban tantas emociones que, por un segundo, la culpa me abrumó.

—Rompe tu compromiso con Octavio.

Sus palabras me hicieron sentir como si aquel elemental de la tierra al que acudí para que me ayudara a deshacerme de la marca de Al-Rijl. Me ericé como un gato, asombrada por la desfachatez del nigromante.

—Rompe tú primero el compromiso con Ligeia —le reté, sosteniéndole la mirada— y yo también lo haré.

Ahora fue el turno de Perseo de quedarse en silencio, haciendo que una media sonrisa cruel se formara en mis labios.

—Tu hipocresía me deja sin habla, Perseo —ronroneé, deshaciéndome de la culpa que me había embargado hacía unos segundos—. No vuelvas a exigirme nada que tú no estarías dispuesto a hacer —le advertí en tono frío.

* * *

La relación Jedham-Perseo está alcanzando un punto en el que va a petar como Chernóbyl... Ay señor

(Por cierto, si habéis recibido una noti de Thorns, NO es una falsa alarma)


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