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Pese al tiempo que había tenido para mentalizarme y asimilarlo, la noticia que habíamos estado esperando brotando de los labios de Octavio hizo que todo mi cuerpo se echara a temblar. La expresión del príncipe tampoco parecía delatar que estuviera pletórico por ello; los dos sabíamos que ese momento iba a llegar, tarde o temprano, pero no habíamos estado tan preparados como creíamos.

Me abracé a mí misma mientras Octavio me acercaba a su pecho en un abrazo con el que pretendía brindarme algo de consuelo.

—El anuncio oficial se hará dentro de tres días —continuó explicándome, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. En cambio, mi padre me ha pedido que te haga la petición frente a un reducido grupo de personas... En un ambiente controlado.

Fruncí el ceño. No conocía lo más mínimo las costumbres perilustres respecto a los compromisos; en el caso de Perseo y Ligeia —en ese primer intento que la Resistencia frustró con aquella emboscada— se había preparado la hacienda de Ptolomeo para que se llevase a cabo el anuncio, sin ceremonias previas. Sin embargo, el Emperador parecía guardar otros planes para nosotros.

No entendía por qué le habría ordenado a Octavio que me preguntara primero si aceptaba a casarme con él, en un entorno controlado. Frente a un reducido público... que no tardaría ni un segundo en hacer correr la voz entre la corte imperial.

Quizá esa era la idea con la que contaba el Emperador.

—¿Cuándo será esa petición? —le pregunté en el mismo tono.

—Mañana.

Me estremecí ante el poco margen con el que contábamos.

—Octavio...

—Belona no tendrá tiempo de hablar —me interrumpió el príncipe heredero—. Nadie está al corriente de este acto previo, por lo que, cuando quiera hacerlo, será demasiado tarde... Y yo me encargaré de hacerle cambiar de opinión.


Después de aquella corta conversación, Octavio me acompañó fuera de la sala donde Aella me había escondido con el propósito de esconderme en caso de que Belona decidiera actuar. Me sorprendió no encontrarme con ella ni con Vesta en el pasillo; supuse que ambas habían decidido desaparecer tras haberme dejado en manos del príncipe imperial.

Dejé que mi futuro prometido me guiara hacia mis aposentos. Durante el trayecto, no pude evitar compartir con él lo que Belona había averiguado sobre mi relación con Perseo, frustrándome a cada palabra que pronunciaba al no ser quién podría haber hablado con la joven perilustre. Octavio rumió en silencio mi relato, frunciendo el ceño cuando llegué al punto de mi encontronazo con Aella y mi acusación, pues ella era la opción más evidente.

Cuando alcanzamos mis aposentos, Octavio se encargó de abrir la puerta y conducirme hacia uno de los divanes. Mi doncella no tardó apenas un segundo en aparecer, con gesto preocupado; el príncipe, como siempre, se encargó de que Clelia no hiciera preguntas sobre qué me sucedía. Escuché el murmullo apagado de su voz, quizá dándole instrucciones a mi doncella, y pillé a Clelia lanzándome alguna que otra mirada que no supe cómo interpretar.

Apenas fui capaz de moverme al ver a Octavio regresando a mi lado, inclinándose para depositar un tierno beso sobre mi frente a modo de despedida.

—Todo va a estar bien —susurró contra mi piel. Y no supe si estaba diciéndomelo sólo a mí... o a los dos—. Yo me ocuparé de ello.

Quise creerle.

Pero el eco de mi oferta a Ludville se repitió en mis oídos, como un macabro recuerdo de todo lo que podía salir mal si Assarion no aceptaba la propuesta que les había puesto sobre la mesa.


Me mantuve recluida el resto del día, alegando no encontrarme bien. Por fortuna —o quizá por la intervención de Octavio—, Clelia se limitó a asistirme y a ocuparse de que tuviera todas mis necesidades bien cubiertas antes de dejarme a solas. Fue en ese momento, cuando la puerta de mis aposentos se cerró con un suave chasquido, en el que sentí que las paredes se me venían encima.

Lo sucedido con Belona, sumado a la demoledora noticia que Octavio había traído consigo después de que Aella hubiera ido en su búsqueda, hizo que me encogiera sobre el hueco del diván, del que no me había movido en ningún momento. Después de trasladé a la cama, en el que no logré encontrar la salida que buscaba.

Tendida sobre el colchón, no pude hacer otra cosa que dejar mi mirada clavada en el techo, sintiendo una extraña presión sobre mis pulmones. Las horas seguían corriendo mientras trataba de conciliar el sueño, acercándome inexorablemente a mi destino; Octavio no entró en muchos detalles al mencionar que, antes del anuncio oficial, habría un momento mucho más privado en el que tendríamos que seguir con aquella farsa, que tan bien parecía habernos salido. No sabía qué nos depararía mañana... que más habría planificado el Emperador para sacar provecho del camino que nosotros le habíamos ido allanando durante aquellos meses que habían transcurrido.

A la mañana siguiente, mi doncella me encontró sentada de nuevo en el diván, como si no me hubiera despegado de ese rincón desde que ella se hubiera marchado. Su mirada se ensombreció al toparse con mi rostro, que delataba que no había pasado una buena noche; con cautela, me pidió que la acompañara hacia el dormitorio, donde me hizo sentarme frente al tocador.

No me quejé cuando empezó a aplicarme aquellos extraños productos cosméticos a los que tan apegadas se encontraban algunas perilustres. Ella tampoco dijo una sola palabra, consciente de mi actitud extrañamente hermética y del aspecto que estaba intentando ocultar.

Me quedé inmóvil, contemplando mi propio reflejo, mientras Clelia se acercaba a uno de los armarios. Aún estaba pendiente de recibir el guardarropa por parte del vestitore imperial, por lo que seguía usando los viejos vestidos de mi madre.

Pensar en ella hizo que sintiera un pellizco en el pecho. Después de las primeras semanas en palacio, mis encuentros con mi madre se habían ido espaciando hasta que prácticamente nuestros caminos no habían vuelto a cruzarse. No sabía si aquella distancia había sido impuesta por el Emperador... o por ella; mi madre creía que Octavio estaba jugando conmigo, empleando una táctica similar a la que su padre había usado durante el tiempo que estuvieron comprometidos. No quise valorar la posibilidad de que estuviera molesta y por eso hubiera decidido apartarse de mí.

Pero, en un momento así, la necesitaba a mi lado.

—¿Queréis usar hoy algún vestido en especial? —la pregunta de Clelia me hizo salir de mis propios pensamientos.

En todo el tiempo que llevaba en palacio, nunca le había dado mayor importancia a mi aspecto, dejando en manos de Clelia cualquier decisión relativa a mi vestuario. Sin embargo, la pregunta de mi doncella no era casual; recordé el breve intercambio entre Octavio y ella el día anterior, antes de despedirse de mí. ¿Habría el príncipe heredero compartido con Clelia lo que sucedería aquella mañana?

Contemplé a mi doncella mientras indagaba en el contenido de mi modesto guardarropa.

—Elige uno —le respondí, intentando enmascarar la poca energía que tenía—. Sé que darás con la opción idónea.


Al contrario que yo, Clelia parecía tener problemas para fingir. Había podido percibir su agitación mientras terminaba de arreglarme; pequeños detalles en su impecable comportamiento que delataban que, quizá, Octavio había decidido hablar sobre nuestra pequeña prueba previa al gran anuncio, que tendría lugar en apenas dos días.

—El príncipe está aquí —anunció mi doncella a media voz.

Después de deshacerse en disculpas por pincharme sin querer con uno de los alfileres de los broches que cerraban los vaporosos tirantes del vestido que ella misma había elegido, había terminado por pedirle si podía poner un poco de orden en la antesala. Desde entonces, cada una había estado separada en una estancia, a la espera de que sucediera algo.

El estómago se me hundió al escucharla, empeorando cuando vi a Octavio atravesar la puerta principal. Su apariencia, al igual que la mía, no tenía nada que ver con la de los otros días; en aquella ocasión el príncipe heredero parecía haber elegido un atuendo mucho menos formal al que acostumbraba a llevar cuando nos veíamos. Su rostro, pese al esfuerzo que debía haberle puesto su propio servicio de cámara, mostraba una fatiga similar a la que sentía.

A pesar de habernos jactado durante ese tiempo de estar preparados para el compromiso, la realidad había sido muy distinta porque, con aquella confirmación, ya no había vuelta atrás.

Vi a Octavio forzar una sonrisa al verme.

—Estás preciosa, Jedham —me tendió un brazo amablemente—. He pensado en que hoy podríamos dar un pequeño paseo por los jardines. Hace un día idóneo, ¿no crees? Sería un desperdicio pasarlo dentro del palacio.

Traté de devolverle la sonrisa, de fingir que aquel plan me resultaba perfecto... cuando sabía que Octavio no era quien realmente debía haberlo propuesto. Acudí a su lado y entrelacé nuestros brazos, dándole un ligero apretón en la muñeca con el que pretendía hacerle ver que le comprendía. Que yo me sentía del mismo modo.

Qué ilusos habíamos sido.

—Me encanta la idea.

Clelia nos acompañó diligentemente hasta la puerta principal. Sus ojos no dejaban de alternar entre el príncipe y yo; su actitud era demasiado cabizbaja, sin una pizca de su habitual aire hablador.

—Clelia —la llamé antes de seguir a Octavio al pasillo. Ella me miró con cierta sorpresa y yo le dediqué una diminuta sonrisa antes de decir—: Puedes tomarte el resto del día para ti.

No quería que estuviera allí a mi regreso.

No quería que fuera testigo de mi propia desgracia, dándole más munición para hacerle llegar al Emperador.

Debía seguir fingiendo por Octavio, para que nadie pudiera sospechar que nuestra ficticia historia de amor a primera vista no se trataba más de una cuidada mentira. Un acuerdo planeado entre los dos de cara al futuro.

—Gracias, señorita —musitó.

Dejé que la puerta se cerrara, con ella dentro, y me permití soltar un suspiro que pareció aligerar levemente el peso que me presionaba los pulmones. Una vez a solas, fui consciente de que no había nadie más esperándonos en el pasillo; ni rastro de Irshak.

Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Octavio comentó:

—Le he pedido a Irshak que no nos acompañe.

Atisbé un tono apagado al mencionar al nigromante en la voz del príncipe y no pude evitar compadecerme de Irshak, además del propio Octavio. Entendía que el príncipe heredero quisiera mantenerlo al margen, ahorrarle el dolor de tener que ver cómo sucedía todo.

Asentí.

Ninguno de los dos dijo nada más mientras atravesábamos los pasillos para dirigirnos hacia los jardines. Al contrario que la mañana anterior, donde apenas había actividad dentro del palacio a causa de los excesos de la fiesta en honor a Gaiana, tanto Octavio como yo tuvimos que fingir sonrisas y asentimientos ante algunos perilustres que se cruzaron en nuestro camino.

—Como mi futura esposa —dijo entonces Octavio, rompiendo el silencio que nos había acompañado desde que dejamos atrás mis aposentos—, tus aposentos se trasladarán al ala familiar, cerca de los míos —hizo una breve pausa, observándome de reojo—. Ya no tendrás que estar enclaustrada en esas habitaciones.

Pese a que tendría que ser una buena noticia el hecho de abandonar aquellos aposentos completamente cerrados, una lujosa celda que me había brindado el Emperador como supuesta muestra de buena fe, no pude ser capaz de alegrarme del todo. Trasladarme al ala de la familia imperial significaba que estaría más cerca de Ligeia... y Perseo.

Sentí que me costaba respirar al pensar en el nigromante, al recordar sus frías palabras antes de invitarme amablemente a que abandonara su dormitorio privado. Mis planes de venganza no estaban saliendo según lo previsto; Perseo me conocía demasiado bien, aunque creyera que me había acercado a Octavio para utilizarlo contra él. Después de la noche que pasamos juntos, tras pedirle que se marchara sin darle siquiera tiempo de reacción, había intuido que quizá no había logrado pasar por alto el hecho de que me mintiera en Vassar Bekhetaar, ocultándome deliberadamente su compromiso con Ligeia.

Aún me escocían sus palabras, el hecho de que se hubiera ofrecido de ese modo, arrebatándome la oportunidad de hacerle sufrir. Aún me escocía que el maldito nigromante hubiera conseguido darle la vuelta a mis planes, haciendo que se hiciera bajo sus términos. Seguía sin entender qué buscaba Perseo con ello; por qué me habría incitado a que lo usara siempre que necesitara... alivio.

Como si eso fuera lo único que yo buscara de él.

—Jedham...

La advertencia ahogada de Octavio me hizo salir de mis propios pensamientos. Sin darme cuenta, el príncipe nos había conducido hacia los jardines... donde varias parejas de perilustres parecían disfrutar de las buenas temperaturas; la sangre se me heló al contemplar todos aquellos ojos que nos observaban de reojo, con discreción. En los meses que llevaba en palacio, aquella zona en cuestión nunca había resultado estar tan concurrida; lo que hizo que me inclinara a pensar que alguien debía haber hecho correr la voz.

La sensación de constante vigilancia empeoró cuando una pareja se interpuso en nuestro camino. La boca empezó a saberme a bilis, como siempre sucedía cuando los veía juntos, cuando las voces de mi cabeza no dejaban de atosigarme con hirientes comentarios sobre lo bien que encajaban. El perfecto matrimonio que podía llegar a ser. Lo idóneos que resultaban el uno para el otro.

—Ellos no.

La voz me salió ahogada, pero Octavio me escuchó perfectamente. Noté su mano cubriendo la mía, dándole un ligero apretón del mismo modo que había hecho yo momentos atrás.

Sin embargo, no tuvo tiempo de decir nada, ya que una sonriente Ligeia se nos acercó, seguida por su silencioso prometido. Procuré que mi mirada no se desviara hacia Perseo bajo ningún concepto y me aferré a Octavio para obligarme a no dar media vuelta y salir huyendo.

—¡Qué coincidencia más agradable! —exclamó Ligeia, ajena a mi incomodidad.

Octavio le sonrió con amabilidad a su hermana.

—Parece que parte de la corte también ha querido disfrutar de los jardines hoy —comentó con aire distraído, echando un vistazo a nuestro alrededor.

Ligeia observó a las parejas que caminaban entre los cuidados jardines o estaban sentados en algunos de los bancos. Me pregunté si estaría fingiendo no ser consciente de lo evidente. La vi fruncir el ceño un instante, antes de que su esplendorosa sonrisa volviera a ocupar casi toda su expresión.

—Casi parece que estén esperando algo —respondió y sus ojos verdes se desviaron en mi dirección, haciendo que un escalofrío bajara por mi espalda—. ¿Por qué no nos acompañáis a Perseo y a mí? —nos ofreció, alternando la mirada entre ambos.

Mastiqué la negativa que tenía en la punta de la lengua, sabiendo que no podíamos evitar aquel incómodo encuentro. El Emperador parecía haber elegido a Ligeia y Perseo como testigos directos de la proposición de Octavio.

El príncipe me dio una palmadita en el dorso de la mano y yo giré mi rostro en su dirección, intentando mantener la sonrisa que había forzado al ver cómo la pareja se interponía en nuestro camino.

—Jedham y yo estaremos encantados de acompañaros, ¿no es cierto? —me preguntó Octavio.

Me pegué a su costado, apoyando la sien sobre su brazo. Bajo aquel pretexto, me permití observar tanto a Ligeia... como a Perseo; el nigromante estaba cerca de su prometida, aunque guardando las distancias. Su rostro tenía la familiar expresión indiferente y sus ojos... sus ojos tampoco eran capaces de transmitir nada; a pesar de no llevar puesta la máscara de plata, en aquellos momentos no cabía duda de que estábamos ante el nigromante y no ante Perseo Horatius.

—Será todo un honor, Alteza —conseguí responder, ignorando la frialdad que emanaban los ojos azules de Perseo.

Ligeia sonrió con satisfacción, acercándose a nosotros para tomar a Octavio del brazo y tirar de él. Ante el entusiasmo de su hermana, el príncipe tuvo que soltarme; me quedé paralizada unos segundos mientras Ligeia me dedicaba un pícaro guiño.

—Las formalidades no son necesarias, Jedham —no supe cómo tomarme el hecho de que hubiera dejado mi título a un lado, tratándome como si fuésemos viejas amigas—. Al fin y al cabo, he oído decir que muy pronto seremos familia.

Sus palabras me pillaron con la guardia baja, ya que fueron las mismas que me dirigió su madre cuando nos encontramos en sus aposentos privados. Con un extraño sentimiento retorciéndose en mi interior, contemplé a Ligeia inclinarse hacia Octavio mientras los dos hermanos encabezaban la marcha, dejándonos a Perseo y a mí cerrando el pintoresco grupo que conformábamos.

A mi lado, el nigromante no dudó un instante en seguir a los príncipes, obligándome a seguirle el paso para no quedarme atrás. Visiblemente incómoda por su presencia, traté de guardar las distancias, dejando que los sonidos que nos rodeaban llenaran el silencio que había entre los dos.

La tensión no hizo más que ir en aumento conforme nos internábamos más en los jardines. Desde nuestra posición podía ver el edificio de invitados donde el Emperador había instalado a la comitiva de Assarion; mi pulso se agitó al pensar en Cassian... y en Ludville. Octavio y Ligeia continuaban a unos metros de distancia, hablando entre ellos; el príncipe parecía algo incómodo a lo que fuera que estuviera diciéndole su hermana. Perseo, por el contrario, caminaba a mi lado sin hacer el menor esfuerzo de dirigirme la palabra.

—Jedham.

Aparté la mirada del parterre de flores que había llamado mi atención para clavarla en Octavio. Tanto él como su hermana se habían detenido cerca de la plaza natural formada por los altos árboles; un rincón lo suficientemente privado... pero que no nos ocultaba de la vista de las parejas y grupos que estaban por los alrededores.

El pulso se me disparó al ver cómo Ligeia retrocedía, haciéndose a un lado para brindarnos algo de espacio a su hermano y a mí. Con pasos titubeantes, fui al encuentro del príncipe heredero; su expresión se suavizó al leer en mi rostro lo que estaba pasándoseme por la cabeza.

Su cálida mano rodeó la mía, estrechándola. Por el rabillo del ojo vi a Perseo moviéndose por la periferia, acercándose a su prometida; un molesto pitido se instaló en mis oídos cuando Octavio y yo nos quedamos cara a cara. A causa de los nervios, el príncipe heredero tragó saliva, contagiándome su inquietud.

Aquel era la primera prueba, la antesala de lo que nos esperaría dos días más tarde, cuando el anuncio del compromiso se hiciera oficial ante toda la corte imperial.

Me obligué a quedarme quieta al ver a Octavio hincar una rodilla en el suelo de tierra, llamando la atención de los perilustres que estaban a menos distancia de nosotros y haciendo que Ligeia ahogara una exclamación emocionada.

—Jedham —respiré hondo cuando Octavio repitió mi nombre, aún sosteniendo mi mano y colocando la que tenía libre sobre su pecho—. Sé que puede sonar precipitado, teniendo en consideración el poco tiempo que hemos estado juntos, pero sería estúpido dejar pasar la oportunidad —sus ojos verdes se suavizaron al observarme desde su posición—. Acepta ser mi esposa y conviértete en la emperatriz, Jedham. Ayúdame a guiar al Imperio en la dirección correcta, a convertirlo en un lugar mejor.

Mi corazón se estremeció al escuchar su proposición. Sabía que el príncipe no estaba prometiéndome amor eterno, sino pidiéndome que me quedara a su lado para mejorar las cosas; para enderezar todo lo que su padre había torcido desde que hubiera ascendido al trono. Apenas presté atención a las exclamaciones y ovaciones de los perilustres que se habían visto atraídos por la escena; Octavio continuaba en la misma postura, a la espera de mi respuesta.

Cogí una bocanada de aire, ignorando deliberadamente la zona en la que Ligeia y Perseo no se perdían detalle.

—Será todo un honor para mí convertirme en tu esposa.

Nuestro alrededor estalló en gritos y aplausos cuando Octavio se incorporó de golpe, eliminando la distancia que separaba nuestros cuerpos e inclinándose para poder besarme.

* * *

NO ES UN SIMULACRO. REPITO: NO ES UN SIMULACRO.

PREPARAD VUESTRAS MEJORES GALAS QUE NOS VAMOS DE BODA

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