❈ 54
El fuego de mi enfado empezó a cocerse lentamente. Perseo me cedió el paso para que fuera la primera en abandonar su dormitorio, siguiéndome después; notaba un molesto cosquilleo en los labios, además de una ligera palpitación en la zona herida, lo que acrecentó aún más mi pésimo humor.
Ninguno de los dos dijo nada. Lo sucedido dentro de sus aposentos no se borraba de mi mente, no era capaz de pensar en otra cosa; seguía molesta con el nigromante por haber convertido el asunto en un desafío. Conocía lo suficiente a Perseo para saber que el hecho de haberse ofrecido de ese modo a sí mismo no era más que una estrategia cuyo propósito aún se me escapaba. ¿Para hacerme sentir mal conmigo misma? Perseo conocía mi orgullo, sabía hasta dónde sería capaz de llevarlo; también sabía que era rencorosa. Demasiado. ¿Para intentar demostrarme algo? Pero ¿el qué? Quizá estaba tan desesperado por conseguir mi perdón que haría cualquier cosa, aunque eso significara humillarse hasta ese extremo.
Mis dientes rechinaron al volver a escuchar dentro de mi cabeza el comentario burlón que había lanzado el nigromante hacia Octavio, aún creyendo erróneamente que me había acercado al príncipe heredero con el objetivo de utilizarlo.
—Lady Furia —dijo una voz chirriante a unos metros—. Joven amo.
Tanto Perseo como yo nos detuvimos a la par, ambos sorprendidos por el sirviente que se acercaba a nosotros desde el otro extremo del pasillo. Había estado tan obnubilada en mis propios pensamientos, que no me había percatado de la presencia de aquel hombre que cada vez estaba más y más cerca; a mi lado, Perseo permanecía inmutable, como si el hecho de que nos hubieran descubierto juntos no le alterara lo más mínimo.
—Circes —respondió el nigromante con una calma que yo no podía imitar.
Escondí a duras penas mi sorpresa al descubrir que Perseo conocía a ese esclavo. Lo que no dejaba lugar a dudas sobre las sospechas que guardaba respecto a quién podía pertenecer.
El esclavo inclinó la cabeza en un gesto solemne de reconocimiento, bajando la mirada al suelo.
—La emperatriz ha requerido vuestra presencia.
El mensaje de Circes hizo que me quedara congelada, notando cómo un escalofrío se deslizaba por mi espalda. El nigromante, como era habitual desde que el esclavo se hubiera cruzado en nuestro camino, no parecía en absoluto tan aturdido como yo. ¿Tan estrechos eran sus lazos con la madre de Ligeia? Sin lugar a dudas, no había tenido problemas para integrarse en la familia imperial.
Un pensamiento mezquino me atravesó mientras contemplaba a Circes. Conmigo en Vassar Bekhetaar, no había obstáculos posibles para cumplir con los deseos de su abuelo; sospechaba que Ptolomeo había alentado a su heredero para que se acercara a la princesa, Quizá esos meses de ausencia explicaban por qué la emperatriz parecía tenerle... aprecio. Al menos el suficiente para invitarlo a que se reuniera con ella.
—Indicadle a la emperatriz que me reuniré con ella después de asegurarme de que lady Furia ha regresado a sus aposentos —le ordenó Perseo con aquel tono inflexible que le había visto usar ocasionalmente en la hacienda de su familia.
Circes alzó la mirada hacia el nigromante con un brillo de confusión y disculpa.
—Es a lady Furia a quien ha mandado llamar, joven amo —especificó.
La inexpresiva máscara de Perseo se fragmentó lo suficiente para que se colara un leve gesto de sorpresa ante la apreciación del esclavo. Sus ojos azules se desviaron en mi dirección, cargados de sospecha; casi podía escuchar el eco de sus pensamientos dando vueltas dentro de su mente. ¿Qué interés podría tener la emperatriz en reunirse conmigo? Aquella pregunta no dejaba de repetirse mientras notaba mi pulso acelerándose.
—¿Lady Furia...? —Circes me miró, a la espera de una respuesta.
¿Podía negarme a acompañarle? El poco tiempo que había pasado en compañía de la madre de Octavio, la mujer se había mostrado demasiado sombría, lanzando aquel comentario sobre mi madre y su horrible destino dentro de la corte; el príncipe heredero trató por todos los medios posibles aligerar el ambiente, pero la emperatriz hizo oídos sordos, advirtiéndome respecto a mi propio futuro en aquel lugar.
Al percatarme de que llevaba en silencio demasiado tiempo, me aclaré la garganta.
—Llevadme con ella.
Percibí la tensión en el cuerpo de Perseo al escucharme aceptar la invitación; cómo me observó por el rabillo del ojo mientras volvía a hacer uso de esa calma imperturbable que había perfeccionado con el paso de los años. Tuvo el buen juicio de no inmiscuirse, limitándose a doblarse por la cintura en una respetuosa reverencia hacia mi persona.
—Lady Furia —dijo a modo de despedida.
Rechiné los dientes al oírle pronunciar aquel ridículo título por el que todo el mundo dentro de la corte usaba para dirigirse a mí. Un título que no creía merecerme y con el que no me encontraba cómoda.
Pese a que la sangre de la gens Furia corría por mis venas, yo siempre sería Jedham Devmani.
Con un rígido movimiento de cabeza, me despedí de Perseo y seguí en silencio a Circes, preguntándome si no estaría conduciéndome hacia una trampa.
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La zona en la que nos encontrábamos seguía estando cerca de los aposentos que el Emperador le había cedido a Perseo tras el compromiso con su hija. Mi vello se erizó al atisbar pequeños fragmentos de tela negra en algunas esquinas discretas, huecos idóneos en los que podían pasar desapercibidos.
Nigromantes.
Pero también Sables de Hierro.
Estos últimos eran mucho más visibles que los otros: me fijé en el brillo de las cimitarras que llevaban a la cintura y los ceñidos trajes conformados por una túnica sin mangas, acompañados por unos pantalones oscuros y botas a la altura de sus gemelos. Me encogí de manera inconsciente al recordar a los cadetes de Vassar Bekhetaar, pues usaban prendas similares.
De manera inconsciente no pude evitar que mis pensamientos se desviaran hacia Darshan. Desde que Roma me hubiera sacado de la prisión apenas unos meses atrás, apenas le había dedicado un mísero segundo de mi tiempo a su persona; la herida de su traición, del modo en que había fingido conmigo, considerándome más que una aliada una carga, aún seguía sin conseguir cicatrizar del todo, y la idea de que el segundo hijo de la nigromante siguiera atrapado en aquel infierno, tratando de sobrevivir, no me resultaba suficiente.
No obstante, mientras seguía en silencio a Circes, no pude evitar preguntarme si Fatou habría continuado obcecado en Darshan, convirtiéndolo en el nuevo objetivo de sus crueldades ahora que yo estaba lejos de sus garras. Mis labios se torcieron en una mueca al rememorar cómo el líder de los nigromantes, quien parecía atesorar el control de toda la prisión, no había logrado su propósito con el que creí mi aliado; la fuerza de voluntad del chico y su inteligencia, el hecho de adelantarse a los movimientos de su rival, habían frustrado los múltiples intentos de Fatou. Ya lo había hecho durante aquel breve período de tiempo que pasamos en las celdas de aquel mismo edificio, a unos niveles de distancia.
Si alguien podía sobrevivir a los horrores de Fatou, ése era Darshan.
Y, aunque nunca había compartido conmigo las motivaciones que le empujaron a actuar de ese modo, no dudaba que el hijo de Roma haría todo lo que estuviera en su mano para alcanzar su objetivo. Acabaría la instrucción y, muy probablemente, se ganaría su máscara de plata.
Un escalofrío me bajó por la espalda, poniéndome el vello de punta, al imaginar a Darshan portándola, a conjunto con aquella pesada túnica negra que les hacía parecer la misma muerte; sería un magnífico nigromante y cumpliría con el papel que se le encomendaría.
Estuve cerca de chocar con el esclavo a causa de mi ensimismamiento cuando se detuvo frente a unas ostentosas puertas labradas y lacradas en una reluciente pátina de oro. Observé con atención aquella zona del pasillo, alejada y sin más estancias que ésa; una doncella, vestida con un quitón similar al que me habían obligado a llevar durante el tiempo que estuve atrapada en la hacienda de Ptolomeo, nos abrió desde el otro lado con una actitud sumisa.
—Avisad a Su Alteza Imperial que lady Furia está aquí.
Con un ligero asentimiento de cabeza, la esclava que nos había recibido desapareció en el interior de la estancia para anunciarme ante la emperatriz. Mis pensamientos respecto a Darshan se desvanecieron al ser consciente de a quién me esperaba; un sudor frío se acumuló en mi nuca al pensar en la madre de Octavio, aún con sus palabras cargadas de advertencia que me había dedicado la noche anterior.
Mi cuerpo dio un ligero sobresalto cuando la esclava regresó con el mismo sigilo con el que se había marchado, cediéndonos el paso y abriéndonos aún más la puerta para que atravesáramos el umbral. El aliento se me entrecortó al ser testigo de la opulencia que me esperaba al otro lado: una magnífica antesala con unas esplendorosas columnas que sostenían un alto techo nos recibieron a Circes y a mí; en el centro se alzaba una discreta fuente que no parecía funcionar y, al fondo, se atisbaba una gran terraza abierta que, si la vista no me fallaba, poseía una escalinata que conducía a los jardines. Un acceso privado.
La esclava del quitón nos hizo un gesto para conducirnos hacia unas puertas que había en el extremo opuesto de la terraza. Me fijé en que aquellos aposentos, al contrario que los de Perseo o los míos, contaba con más estancias; un lugar digno para alguien como la emperatriz.
—Alteza Imperial —dijo la mujer en voz audible—. Lady Furia.
—Hacedla pasar, por favor —respondió otra voz femenina desde el interior de esa otra habitación.
Dudé unos segundos antes de seguir las indicaciones de la esclava, que no me siguió, al igual que Circes. Los dos se quedaron en aquella enorme antesala, dejándome a solas con la emperatriz; la madre de Octavio me esperaba al fondo de la sala, sentada sobre un cómodo diván, con las manos entrelazadas y reposando sobre su regazo. Llevaba un sencillo vestido, nada que ver con el esplendoroso atuendo de la noche anterior; sus ojos ya estaban clavados en mí.
—Jedham, bienvenida y gracias por aceptar mi apresurada invitación —me saludó con algo parecido a la calidez—. Siéntate, por favor.
Bajé la cabeza en un gesto igual de sumiso que el que había visto en la esclava que me había conducido hasta allí y crucé la distancia que me separaba del diván vacío frente al que ocupaba la emperatriz. Me sorprendió que no hubiera nadie acompañándola, que solamente estuviéramos ella y yo en ese encuentro.
—Espero que no te moleste que te tutee —añadió cuando tomé asiento, con todo el cuerpo en tensión.
No supe cómo interpretar esa intención por parte de la mujer de acercarse a mí. La noche anterior su comportamiento había logrado perturbarme, por mucho que Octavio hubiera tratado de intervenir para frenar las advertencias de su madre; era evidente que conocía a mi madre, quizá incluso desde antes de que el Emperador descubriera que seguía con vida, convirtiéndola en su prisionera. Aún me costaba asimilar que ella pertenecía a este mundo, que su vida había sido opuesta a lo que había creído desde niña.
—En absoluto, Alteza Imperial —me obligué a responder, rezando para no haberme quedado en silencio demasiado tiempo del que podría resultar cortés.
Una sonrisa floreció en los labios de la emperatriz, cambiando drásticamente la imagen que guardaba en mi memoria de ella. No tenía nada que ver con la mujer altiva y de rostro imperturbable que vi aquella noche en la propiedad del abuelo de Perseo, antes de que la Resistencia hiciera saltar su emboscada y echara a perder el anuncio del compromiso de Ligeia y el nieto de Ptolomeo. Pero ¿había algo de verdad en ese gesto con el que me observaba o se trataba de otra máscara, como la de aquella noche?
—Al fin y al cabo, muy pronto seremos familia, ¿no es cierto? —su repentina apreciación, el peso de sus palabras, hizo que se me formara un nudo en el estómago—. Si hacemos caso a los rumores que no dejan de circular en la corte imperial...
No supe qué decir. Era la primera vez que alguien ajeno a nuestra situación verbalizaba el asunto del compromiso; habían pasado meses desde que Roma me trajo desde la prisión, desde que Octavio se acercó a mí para exponerme las intenciones de su padre. Tanto el heredero como yo habíamos estado pasando tiempo juntos, fingiendo un interés romántico que no existía en realidad que allanaría todavía más el camino de nuestro compromiso... si es que alguna vez se formalizaba. El Emperador aún no le había dado la orden a su hijo para que hiciera la petición formal, un cuidado evento en el que anunciaría a todo el mundo su intención de contraer matrimonio conmigo en un futuro no tan lejano.
Que la emperatriz hubiera optado por mencionar ese tema en cuestión hizo que me preguntara si el momento no estaría más cerca de lo que había pensado. Pero me limité a bajar la mirada al suelo, fingiendo estar azorada por esos rumores que tanto Octavio como yo habíamos alimentado de buena gana.
—Aún no hay nada formalizado, Alteza Imperial.
—Quizá esa situación pronto cambie, Jedham —alcé la mirada con brusquedad por lo que implicaban sus palabras—. En especial con la presencia de los emisarios de Assarion, es posible que el Emperador quiera enviar un mensaje a su rey.
Fruncí el ceño. Las malas lenguas susurraban que el Usurpador había rechazado todas las ofertas que el rey de Assarion le había hecho llegar para un posible compromiso entre una de sus hijas y el propio Octavio; la insinuación de Calidia de que su esposo pudiera usar la visita de los emisarios para formalizar de una vez por todas el compromiso entre el príncipe heredero y yo tenía en cierto modo sentido: una declaración pública del regreso de una de las gens de nigromantes más poderosas que podría atraer nuevos aliados, incluso desde el otro lado de las fronteras del Imperio.
Un pesado silencio se extendió por el interior de la sala mientras nos observábamos la una a la otra.
—Yo nunca estuve destinada a casarme con... con Galiano —su repentino cambio de tema me llenó de confusión, pero la tensión que pareció embargarla al pronunciar el nombre del Emperador hizo que mi cuerpo también se pusiera rígido—. Arrio había sido designado para comprometerse con Valeria, él iba a ser el consorte de la futura emperatriz... —sus ojos vagaron por aquella salita, atrapada en su propia historia—. Éstos iban a ser sus aposentos, una vez ella fuera ungida ante los dioses; fue en la antesala donde Ulpia fue brutalmente asesinada por órdenes de su propio hijo... Cuando Galiano me obligó a instalarme aquí, tuve que pedir que vaciaran la fuente porque la sangre no desaparecía. Aún ahora mantengo la orden de que se mantenga sin funcionar —Calidia se estremeció, abrazándose a sí misma en un gesto inconsciente—. No pretendía asustarte anoche, Jedham, sólo quería advertirte de lo que será tu vida de ahora en adelante.
Entrelacé mis manos y las apreté contra mi estómago, recordando sus lúgubres palabras.
«Quiero ayudarte —su susurro hizo eco en mis oídos—. Ninguna tuvimos una sola oportunidad, pero tú sí.»
—Dijisteis que queríais ayudarme —le recordé en voz alta—. Porque yo sí tenía una oportunidad, al contrario... ¿Al contrario de quiénes, exactamente?
El uso de aquel plural había sido intencionado, pero no lograba encontrarle un sentido.
—¿Acaso no es obvio, Jedham? —me preguntó con suavidad, casi maternal—: Estoy hablando de tu madre, de mí... o de Roma.
Me sorprendió que mencionara a Roma. Las habladurías apuntaban a que Calidia era consciente de la historia que compartían el Emperador y la nigromante; también decían que no estaba conforme y que consideraba a Roma como una enemiga por haberse colado en la cama del Usurpador. Pero ¿había algo de real en todos esos rumores que había escuchado? ¿O todo habría sido tergiversado por las malas lenguas que se encargaban de esparcir aquellas historias llenas de morbo?
—Pensé... Creí que Roma no resultaba de vuestro agrado, Alteza Imperial —atiné a decir con tacto.
La sonrisa que había lucido Calidia disminuyó hasta transformarse en una media que se asemejaba más a una mueca.
—Al parecer todo el mundo piensa que la veo como una rival y que disfruto conspirando en la soledad de mis aposentos, buscando deshacerme de ella —comentó con un toque de humor algo retorcido—. Lamento decepcionarte, Jedham: lo único que siento hacia Roma es empatía y una profunda admiración por su entereza y fuerza de voluntad porque sé que ella nunca ha tenido opción a negarse a Galiano. Como tampoco la tuve yo, como tampoco la tuvo Galene en su momento.
Mi estómago se revolvió al imaginar los tormentos a los que habían tenido que hacer frente durante todo aquel tiempo... En especial Roma. Intuía que el Usurpador había dejado de lado a Calidia después de haber obtenido de ella lo que necesitaba: un heredero.
—Aún trato de entender la obsesión de Galiano, cómo es posible que siga reteniéndola a su lado tras estos años... Después de todo lo que sucedió con su esposo... —sacudió la cabeza, entre incrédula y horrorizada—. Una parte egoísta dentro de mí no puede evitar sentir cierto alivio por resultarle indiferente. Por no tener que soportar de nuevo esas noches... El modo en que por mucho que suplicara o le pidiera que parase, no hacía más que alimentar su crueldad...
Tragó saliva con esfuerzo, incapaz de terminar la frase. No estaba segura de querer seguir escuchando más las atrocidades que había cometido aquel monstruo que se sentaba en el trono; no quería saber si mi madre también se había visto forzada de la misma manera que la emperatriz o Roma.
—Cuando me quedé embarazada por primera vez, decidí que lucharía... aunque no pudiera hacer mucho —los ojos castaños de Calidia estaban ensombrecidos por el pasado, por las heridas que aún arrastraba. ¿Alguien habría sido consciente de ellas? ¿O habrían optado por mirar a otro lado?—. El apoyo de mi familia está condicionado por el miedo que le tienen a Galiano. Sabía que ninguno de ellos movería un solo dedo, mucho menos ayudarme a escapar; no cuando en mi vientre estaba gestándose el heredero del Imperio. Así que me dije que la tiranía de ese hombre acabaría en el mismo momento que expirara su último aliento; soy consciente de mis limitaciones, del poco poder que atesoro a pesar de ser la emperatriz... Pero mi hijo no. Octavio es la clave... es el futuro. Y sé que todos mis esfuerzos, algún día, darán sus frutos; porque él no es como su padre. Él es mucho mejor.
»El tipo de persona que realmente merece ocupar el trono.
Mi corazón se estremeció al oír la pasión con la que Calidia hablaba de Octavio, la fe ciega que tenía en su primogénito. El príncipe me había confiado que fue gracias a ella, gracias a su madre, por la que tuvo la oportunidad de viajar más allá del Imperio, de expandir sus conocimientos y ver que las cosas dentro del que algún día sería su responsabilidad tenían que cambiarse.
Yo también sabía que Octavio era el cambio que necesitábamos, el motivo por el que la Resistencia había estado luchando todos aquellos años.
Y algo dentro de mí pareció hincharse al ser consciente de que estaba entre mis manos la oportunidad de ayudar a Octavio. A su lado, yo podía servir para encauzar todo lo que el Usurpador había hecho.
—Pero, hasta que ese momento llegue, debes tener cuidado —me advirtió Calidia, poniéndose mortalmente seria de repente—. Mi hijo y tú sois el futuro del Imperio: juntos, podréis conseguir grandes cosas. Podréis restaurar el equilibrio que Galiano destruyó cuando se hizo con el trono, pasando por encima de los cadáveres de su propia familia. Así que haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que ese futuro pueda verse cumplido.
»Vosotros sois el cambio, Jedham.
»Vosotros sois nuestra única esperanza.
* * *
Conclusiones: el Emperador debe morir. Entre terribles sufrimientos, sin lugar a dudas.
- ¿Es posible que nos tengamos que buscar nuestras mejores galas porque aquí huele a boda? (Tenemos un compromiso confirmado, pero de confirmarse este segundo... ¿Quién creéis que será la primera pareja en casarse?)
- Inesperado giro al descubrir que la emperatriz no es la mujer fría y horripilante, sino que la pobre no tiene medios suficientes para plantarse porque está sola y tiene que proteger a sus hijos...
- Jedham 4 empress?????
¡Portaos bien (y contadme vuestras maravillosas teorías sobre lo que está por venir)! XOXO
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