Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

❈ 53

Me costó un gran esfuerzo no ir en la búsqueda de Cassian, rompiendo la promesa que le había hecho la noche anterior, durante nuestro breve encuentro en la lujosa propiedad que el Emperador había preparado para los emisarios que habían viajado desde Assarion. Después de que Octavio abandonara mi dormitorio, dejándome a solas de nuevo con mis agitados pensamientos, volví a sentir ese abrasivo fuego corriendo por mis venas al recordar el contenido que había volcado en la copa que mi doncella me había traído por mis expresas órdenes.

Perseo me había enviado aquella bolsita con la mezcla anticonceptiva, quizá un modo de vengarse de mí después de cómo le había ahuyentado tras haberme escabullido al baño para acicalarme. Como si no pudiera soportar la idea de que su semilla pudiera germinar en mi interior; como si no quisiera que ello pudiera suceder.

Sabía que era un pensamiento mezquino, que yo misma me habría encargado personalmente de conseguir aquella mezcla por mis propios medios... pero había algo en aquel gesto por parte del nigromante que me crispaba. Mastiqué mi rabia mientras escuchaba a Clelia pululando por mis aposentos, poniendo algo de orden; me tensé inconscientemente cuando vi por el rabillo del ojo su inconfundible figura atravesando el umbral hacia el dormitorio. A simple vista no parecía haber ninguna señal que pudiera delatar lo que había sucedido entre Perseo y yo la noche anterior; aunque el eco de su travieso comentario se repitió en mis oídos. ¿Creería que el príncipe heredero me habría acompañado, tal y como había insinuado antes de mi marcha? Los rumores ayudarían a cimentar aún más la ficticia historia que Octavio y yo nos habíamos esforzado en crear para allanarnos nuestro futuro compromiso; su relación secreta con Irshak seguiría escondida y, quién sabía, podría servir para despejar cualquier duda que pudiera existir.

Mi mirada vagó entonces hasta tropezar con el exquisito saquito enviado por el nieto de Ptolomeo sin tan siquiera una nota. La rabia volvió a consumirme, alimentada por mis enrevesados sentimientos y los pensamientos que se arremolinaban dentro de mi cabeza, creando un torbellino caótico; una diminuta —y racional— parte de mí insistía en que estaba equivocada, que no tenía ningún motivo para sentirme de ese modo. Que Perseo no había tenido ninguna mala intención. Pero ¿cómo no iba a estar molesto conmigo después del modo en que lo despaché? ¿Cómo no iba a estarlo, si lo había usado de ese modo tan rastrero, valiéndome de aquellas sucias artimañas para conseguir que se rindiera a mis deseos?

Mordí mi labio inferior, aferrando aquel maldito trozo de tela y volví a olfatear los restos aromáticos que aún no se habían desvanecido. Opté por dejar que mi enfado siguiera creciendo sin ponerle freno. ¿Quién se creía que era Perseo para enviarme aquel extraño obsequio? ¿Acaso pensaba que iba a permitir que tuviera la última palabra? El nigromante no tenía ningún derecho a comportarse como si fuera una víctima, no después de haberse comportado del mismo modo que yo.

Apreté el saquito en mi puño y me incorporé con brusquedad. Buscaría a Perseo y le haría llegar mi agradecimiento personalmente, haciéndole saber que no necesitaba que mostrara tanta preocupación por mí.

—Clelia —llamé a mi doncella.

—Mi señora...

Escuché el traqueteo apresurado de sus pasos y, aunque no vi su expresión, sí que advertí el timbre preocupado en su voz, el ligero temblor en la última palabra.

—Me gustaría dar un paseo a solas por el palacio —dije, con la vista clavada en la puerta principal.

A juzgar por su silencio, intuí que Clelia no insistiría para que pudiera acompañarme. Con una apresurada —y algo seca— despedida, abandoné mis aposentos y salí al pasillo con un único objetivo en mente: encontrar al nigromante.


Los pasillos vacíos ayudaron en gran medida a mi búsqueda. Sin ojos curiosos, no tuve que esconder la rabia que me espoleaba mientras intentaba dar con Perseo; supuse que esa ausencia de público era debido a los excesos de la noche anterior... y el deseo de todos los invitados de aprovechar hasta el último minuto disponible para recuperar las fuerzas después de una velada tan intensa.

El sonido de mis pasos fue el único que me acompañó mientras atravesaba los corredores, alejándome de la zona donde se encontraban mis aposentos para adentrarme en los límites que solamente había visitado del brazo de Octavio; el ala del palacio destinada a los aposentos reales. Mi intuición parecía señalar aquel rincón como el lugar más probable donde habrían instalado al nigromante tras convertirse en el prometido de la princesa Ligeia.

Como si los dioses hubieran decidido bendecirme con una brizna de buena suerte, vi salir a Perseo de unas ostentosas puertas dobles al fondo del prístino pasillo; de nuevo no vestía el negro habitual de los nigromantes, sino las cuidadas y lujosas prendas de perilustre. Supuse que su elevada posición dentro de la corte era un motivo de peso suficiente para que abandonara la máscara de plata. Sus ojos azules se mostraron sorprendidos al descubrirme yendo directa hacia donde se encontraba, pero no le di oportunidad de reacción: con furia, lancé la bolsita que había llevado apretada en mi puño cerrado. El objeto le golpeó en el pecho sin pena ni gloria, resbalando patéticamente hasta caer a sus pies.

—No necesito tu puta preocupación —le espeté, sin esconder mi cólera—. Puedo encargarme por mí misma de este tipo de asuntos.

Una chispa de molestia cruzó su mirada azul, incendiando hasta hacer desaparecer la sorpresa inicial que había leído en sus ojos. Empleando la misma estrategia que yo, me tomó por la muñeca con premura, sin darme tiempo de apartarme, para arrastrarme tras él de regreso a las puertas que había cruzado apenas unos momentos antes.

El sonido de la madera encajando resonó en el interior de la estancia que, descubrí, se trataba de una fastuosa antesala que superaba con creces a la que le había pertenecido en la hacienda de su abuelo. Sin lugar a dudas, el Emperador no había escatimado en lujos para acomodar a su futuro yerno.

No me dejé distraer por aquel entorno, obligándome a no apartar la mirada del rostro lívido del nigromante.

—¿Ahora ya no muestras tantos reparos a que te vean saliendo de mis aposentos, Jedham? —me preguntó, incapaz de ocultar su propia molestia. Estaba enfadado por el modo en que lo despaché la noche anterior de mi dormitorio—. ¿Ya no estás tan preocupada de que puedan... relacionarnos?

—Eres tú el que me ha arrastrado hasta aquí —le recordé con frialdad.

—Porque has venido a buscarme para recriminarme... ¿Para recriminarme qué, exactamente? —siseó y pude notar el calor de sus dedos alrededor de mi muñeca, cerca de donde reposaba mi pulsera de damarita—. ¿Acaso no fue lo primero que buscaste después de la primera noche que pasamos juntos?

Mi rostro se coloreó de rabia y vergüenza a partes iguales. Aquel momento era uno de los pocos que guardaba con un sabor un tanto... agridulce; después de la noche en la azotea —y que luego continuamos en el incómodo y reducido colchón de mi dormitorio—, Perseo me había acompañado para que encontrara un pequeño herbolario donde hacerme con aquella mezcla anticonceptiva que nos aseguraría que no hubiera ninguna sorpresa esperándonos a los nueve meses. Había bromeado con el nigromante al respecto, insinuándole que no quería que Ptolomeo se convirtiera en bisabuelo tan pronto... Luego le había dejado en el exterior mientras entraba a comprar lo que necesitaba, y que terminó con un último ingrediente que no entraba dentro de la lista que me brindó en su día Silke.

—Qué amable por tu parte —le dije con marcado sarcasmo.

Perseo esbozó una sonrisa carente de humor.

—¿No es para lo que sirvo, Jedham? —me preguntó y el estómago se me encogió al entender el sentido de sus palabras—. ¿No es eso para lo que me necesitaste anoche?

Muda por la impresión, no pude hacer otra cosa más que sostenerle la mirada. De luchar contra la vergüenza que sentía por la verdad que ocultaban sus acertadas apreciaciones: le había usado, sí. Le había usado para distraerlo de Octavio, de sus posibles preguntas... y para saciar aquella maldita hambre que siempre despertaba en mí tenerlo tan cerca, a pesar de todo lo que había sucedido entre los dos.

Perseo apretó los labios hasta formar una línea demasiado fina, demasiado cortante.

—¿Es eso lo que buscas de mí? —prosiguió, implacable—. ¿Tenerme a tu entera disposición, a tus pies..., sabiendo lo que siento por ti y utilizándolo en mi contra? —tomó una bocanada de aire, como si, de repente, le costara respirar—. ¿Es eso, Jedham?

«Sí. Sí. Sí. Sí», aquella horrible y nauseabunda verdad hizo eco en mi interior mientras el nigromante volvía a construir una barrera entre los dos. Poco a poco, su actitud fue transformándose en el del joven que utilizaba una máscara de plata; en el mismo joven que me sacó de palacio y me redujo sin que le temblara ni un solo músculo cuando intenté atacarlo.

Me sacudí de encima su contacto y Perseo soltó mi muñeca, torciendo los labios en una mueca desganada. Se giró para darme la espalda, los hombros tensos y el cuello rígido mientras evitaba mirarme.

—¿Este era tu magnífico plan? —me preguntó con voz plana—. ¿Acercarte a Octavio para ponerme celoso, para que volvieras a tenerme en tus manos... y poder utilizarme a tu antojo?

Tragué saliva. Perseo no andaba desencaminado respecto a mis intenciones, excepto que no me había acercado a Octavio con ningún motivo que estuviera relacionado con el nigromante; mi relación con el príncipe heredero había empezado por una cuestión de supervivencia: Octavio, sabiendo que no tenía otra opción que resignarse a su futuro, había decidido ser claro conmigo desde el principio, sincerándose sobre los motivos que le habían empujado a acortar las distancias conmigo.

Lo único que quería era que Perseo sufriera del mismo modo que lo había hecho yo cuando descubrí que me había ocultado su compromiso... y que no había tenido intenciones de contármelo.

—Perseo.

Aún podía escucharle la noche anterior suplicándome que le perdonara, que le dijera que lo hacía.

Aún podía escucharme respondiéndole que sí, mintiéndole de ese modo tan rastrero con el único propósito de que no siguiera ahondando en esa maldita herida y me permitiera concentrarme en las sensaciones que me provocaba, después de tanto tiempo sin estar juntos.

Quizá no debería haberme mostrado tan fría después de haber encontrado cada uno su propia liberación. Quizá debería haberme permitido quedarme unos minutos a su lado, engañándonos a ambos en aquella utópica imagen que había creado dentro de mi cabeza y que me ayudaba a lidiar con aquella bola de vergüenza que se retorcía dentro de mí por el modo en que estaba utilizando a Perseo, fingiendo un perdón que no había terminado de brindarle.

La mirada que me lanzó en ese momento me dejó paralizada: era la misma que le había visto cuando usaba la máscara de nigromante. La misma que empleaba cuando se escondía detrás de su poder.

Apenas tuve espacio para retroceder un paso antes de verme arrinconada contra la puerta, con Perseo bloqueándome con su propio cuerpo. De manera inconsciente apoyé mis palmas sobre su pecho, no sabía bien si para mantenerlo a raya... o para aferrarme de nuevo a su túnica y pegarlo más a mí.

Un escalofrío me sacudió de pies a cabeza cuando el nigromante inclinó su rostro, haciendo que nuestros labios quedaran a unos simples centímetros de distancia. Una sonrisa amarga tironeó de sus comisuras al percibir con su poder cómo mi pulso se aceleraba por su mera cercanía.

—¿Quieres usarme? —me preguntó, pero no me dio oportunidad de responder—. Bien, úsame. Úsame hasta destrozarme, hasta que no quede ni una sola pieza entera de mí... Úsame hasta saciar tu sed de venganza, hasta que puedas purgar todo ese rencor que tienes guardado ahí dentro —sus ojos apuntaron a mi pecho, donde sentía latir en ocasiones esa bola oscura y aceitosa en la que había convertido mi enfermizo deseo de hacerle pagar a Perseo—. Úsame, Jedham. Hazlo.

Estupefacta por su rendición, observé sus ojos azules. El nigromante me sostenía la mirada con un inusitado vacío en la suya, aún arrinconándome contra la puerta principal; temblé ante el peso de sus palabras, el hecho de que no quisiera luchar.

—Todo lo que te dije anoche era cierto —añadió, bajando la voz—. Todo.

Me mordí el interior de la mejilla, conteniendo una retahíla de maldiciones. La madera crujió a mi espalda cuando Perseo apoyó las palmas contra ella, sosteniéndose y creando una diminuta celda con sus brazos.

—¿Acaso no es lo que querías? —me desafió, haciendo que las brasas volvieran a arder en mi interior. La estupefacción fue dejando paso a la familiar rabia que me había espoleado aquella mañana a buscarle—. ¿No querías convertirme en tu títere...? ¿Tenerme a tus malditos pies?

No quería seguir escuchándole hablar. No quería enfrentarme a las verdades que salían de su odiosa boca. No me gustaba sentir que estaba perdiendo el control de la situación; que mi plan había dejado de ser mío y ahora el nigromante podía moldearlo a su gusto, impidiéndome obtener la venganza que ansiaba en mis propios términos.

Tiré de Perseo hacia mí, buscando su silencio del mismo modo que hice la otra noche. Aquel beso me recordó al que compartimos al principio; tan lleno de rabia, de frustración y dolor contenido que pensé que no sería capaz de soportarlo. El nigromante gruñó contra mi boca, pero mantuvo sus manos presionadas contra la puerta; se limitó a dejarme llevar las riendas... A usarlo, tal y como me había pedido que hiciera.

Sentí un leve chispazo de dolor en el labio cuando los dientes de Perseo lo pellizcaron, haciendo que un ligero sabor cobrizo acariciara la punta de mi lengua.

Eso no me impidió que siguiera besándolo, hundiendo las manos en su ensortijado cabello rubio. Haciéndolo hasta que empezó a faltarme el aire y la molesta voz de mi conciencia se hizo imposible de ignorar.

Rompí el beso a regañadientes, enfrentándome a la mirada impasible del nigromante. Al acariciar mi labio inferior, comprobé que mi dedo tenía una leve mancha rojiza de sangre; noté un molesto revoloteo en mi estómago al recordar cómo sus dientes lo habían mordisqueado, haciendo que el deseo volviera a emerger.

Una extraña sensación de vacío me embargó cuando Perseo apartó los brazos y puso distancia entre nuestros cuerpos. No se disculpó por la herida del labio, tampoco se ofreció a usar su magia para curarlo; sus siguientes palabras me tomaron por completo desprevenida:

—Ahora que sabes dónde están mis aposentos, puedes acudir a mí siempre que necesites buscar... alivio —me tensé por el modo en que habló, la impersonalidad que había en su voz como si el hecho de que pudiera utilizarle de ese modo no le afectara lo más mínimo—. Al menos, no terminaré tan hundido como lo estaría Octavio si descubriera que solamente estás utilizándolo para tu propio provecho.

No fui capaz de responderle, como tampoco de moverme cuando inclinó su cuerpo y escuché cómo accionaba el picaporte a mi espalda.

—Quizá es la hora de volver a tus propios aposentos, si no necesitas nada más de mí... al menos por el momento.

* * *

Esto no puede ir peor...

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro